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Capítulo 1

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CARO salió de la cafetería y se cerró el abrigo al sentir el golpe del viento en los tobillos y en el rostro. Era gracioso que tuviese la cara helada mientras por dentro ardía de calor. Nada podía extinguir su fuego interno.

Salvo la posibilidad de fracasar.

Se detuvo y se agarró a una farola con la mano enguantada para contener las náuseas.

Su cabeza sabía que era poco probable que tuviese éxito.

Su corazón la alentaba a continuar, desesperadamente esperanzado.

Nunca había sido valiente ni aventurera. Desde niña, le habían enseñado a obedecer y a no causar problemas. Y su único intento de liberarse y tomar sus propias decisiones había sido un desastre.

Pero de eso hacía muchos años. Había cambiado, se había reinventado tras el dolor y la tragedia. Tal vez no fuese una mujer intrépida, pero era tenaz. Respiró hondo. Haría lo que tuviese que hacer para conseguirlo.

Estudió con la mirada la calle de aquella famosa y ultra exclusiva estación de esquí. Los turistas, que en esos momentos se detenían delante de los elegantes escaparates, se marcharían por la noche porque era un lugar demasiado caro para alojarse.

Valle arriba estaba una de las montañas más emblemáticas del mundo. En dirección contraria, su destino. Caro apretó la mandíbula y se metió en el pequeño coche que había alquilado.

Veinte minutos después tomaba una curva y llegaba a un espacio amplio, a mitad de la montaña. Las vistas eran espectaculares, pero apenas se fijó.

Había dado por hecho que iba a una cabaña o a una casa de diseño, con unas vistas multimillonarias. En su lugar vio una construcción de piedra clara, con torreones, como sacada de un cuento de hadas, con tejados empinados y angulosos. Había incluso un portón levadizo a través del cual se llegaba a un patio adoquinado.

Caro estudió con la mirada el antiguo castillo que no estaba ni mucho menos en ruinas, sino muy bien mantenido.

Había sabido que Jake Maynard era un hombre rico, pero debía de tener mucho dinero para vivir en un lugar así. Por lo que había averiguado, no lo había heredado. Su vivienda habitual estaba en Australia.

En cualquier caso, ella había visto lo que ocurría con los ricos y famosos y sabía que tenían debilidades humanas como todo el mundo. Ni la riqueza ni el lujo le causaban admiración.

Aquella era una ligera ventaja a su favor. Se aferró a ella mientras sentía un nudo en el estómago. Siguió conduciendo hacia el patio, pasando por delante de una cámara de seguridad y aparcó a un lado, cerca de un elegante coche de color negro.

Entonces, apagó el motor y fue consciente del silencio que la rodeaba y de que le temblaban las manos.

Apretó los labios, tomó su bolso, se miró al espejo y abrió la puerta.

Podía hacerlo.

Iba a hacerlo.

Había dos vidas en juego.

–La señorita Rivage ya está aquí.

Jake levantó la vista a regañadientes al oír la voz de su secretario, Neil, que estaba en la puerta con gesto anodino.

Por lógica, no debería haber llamado a aquella mujer porque no tenía la experiencia de otras, pero un pequeño detalle en su candidatura había llamado su atención.

Neil se apartó de la puerta para dejarla pasar.

Jake sintió que se le fruncía el ceño al verla, que se le erizaba el vello de la nuca y se le abrían las fosas nasales al sentir… algo.

Su aspecto era el de una niñera de manual y, al mismo tiempo, no. Llevaba un traje de chaqueta y falda sencillo, el pelo moreno recogido y, al parecer, ni una gota de maquillaje.

Pero había algo en ella que no encajaba. Jake estaba acostumbrado a confiar en su instinto y en esos momentos sentía… algo.

Se puso en pie, dio la vuelta al escritorio y alargó la mano.

–Señorita Rivage.

Su mano era delgada y suave, pero lo agarró con firmeza. Casi todas las demás candidatas le habían dado la mano sin fuerza y le habían dedicado una sonrisa tonta, mientras que aquella lo estaba mirando fijamente a los ojos.

Aunque solo un momento, después había bajado la mirada con aparente nerviosismo.

«Por supuesto que está nerviosa. Te está pidiendo trabajo y sabe que no tiene un currículum impresionante».

No obstante, su sexto sentido le advirtió que había algo más.

–Siéntese, por favor, señorita Rivage.

–Gracias, señor Maynard.

Su voz era más profunda de lo que Jake había esperado y tal vez tuviese cierto acento a pesar de hablar en perfecto inglés, pero Jake nunca se había dejado arrastrar por un acento sexy, salvo que este estuviese acompañado por un cuerpo igual de sexy.

Era difícil saber cómo era el cuerpo de Caro Rivage debajo de aquel traje. Era alta y tenía las piernas largas y esbeltas. Se sentó con una gracia que no estaba en consonancia con aquel traje oscuro. Iba vestida de marrón, tenía los ojos marrones y el pelo oscuro, pero Jake sintió que no podía apartar la mirada.

Tal vez fuese el modo de colocar las piernas, acentuando una feminidad innata que ni aquel aburrido traje podía disimular. O la cremosa piel que contrastaba con el color oscuro de la ropa.

Tenía, además, los labios carnosos y los pómulos marcados, ambos de un rosa pálido que no parecía estar realzado por ningún maquillaje. No, era una piel perfecta, que no se había estropeado por el sol, como la de sus compatriotas australianas.

Jake se sentó también y vio que ella volvía a levantar la mirada solo un instante.

¿Tendría miedo de los hombres?

Entonces la vio levantar la barbilla y sus miradas se cruzaron. Y Jake sintió el impacto de una ola de calor.

La miró intrigado. ¿Qué era aquella sensación? ¿Atracción? No podía ser, aunque aquella mujer tuviese unas piernas bonitas y un rostro intrigante. ¿Desconfianza?

Había algo en ella que lo alentó a ser cauto.

–Hábleme de usted, señorita Rivage –le pidió, inclinándose hacia delante y entrelazando los dedos bajo la barbilla.

La voz de Jake Maynard era un suave ronroneo que le calentaba la sangre, pero Caro parpadeó y se dijo que ella era inmune a los encantos masculinos. Aunque, nada más pensarlo, se dio cuenta de que aquel no pretendía cautivarla. A pesar de ser amable y de haber estado a punto de esbozar una sonrisa al verla entrar, había en él una determinación que hizo que se le acelerase el pulso.

O tal vez hubiese sido su intensa mirada gris bajo aquellas espesas pestañas negras. Sus ojos brillaban como dos diamantes y parecían ver en su interior.

Caro intentó que no se le notasen los nervios.

Respiró hondo, incómoda con aquel traje nuevo, las medias y los zapatos de tacón, cuando siempre llevaba vaqueros cómodos, camisas y zapato plano.

Lo vio arquear una ceja, como recordándole que estaba esperando una respuesta. Jake Maynard tenía el pelo moreno, el rostro atractivo, un físico imponente y una enorme fortuna, así que no debía de estar acostumbrado a que las mujeres lo hiciesen esperar.

Aquello alivió sus nervios y la ayudó a centrarse. Se había distraído un poco con el aura que emanaba de él, con la armonía de sus facciones y el breve hoyuelo que le salía en el rostro cuando estaba a punto de sonreír, con su firmeza y seriedad.

–Mi candidatura ya lo dice todo –empezó diciendo Caro–. Me encanta trabajar con niños y se me da muy bien, como habrá visto por mis referencias.

Levantó la barbilla, retándolo a contradecirla. Se había acostumbrado a que su padre la pisotease siempre y había esperado que Jake Maynard tuviese algo que objetar también.

Este la miró fijamente y después bajó la vista a los documentos que tenía delante. Caro suspiró aliviada y se dijo que tendría que hacerlo algo mejor si quería convencerlo y conseguir el trabajo.

La posibilidad de ser rechazada era impensable. Se mordió el labio al ver que él la volvía a mirar y fruncía el ceño.

–No tiene ninguna formación oficial.

–¿Estudios en educación infantil? –preguntó ella, negando con la cabeza–. Solo tengo experiencia práctica, pero he hecho varios cursos cortos sobre educación temprana.

Él no se molestó en leer su currículum otra vez y Caro sintió que todas sus esperanzas se desmoronaban.

–Tengo que advertirle que las demás candidatas tienen formación además de experiencia.

Caro sintió náuseas.

–¿Ha leído mis referencias? Estoy segura de que le resultarán muy persuasivas.

Él se echó hacia atrás en su sillón, pero no se molestó en buscar las referencias.

–¿Debo sentirme impresionado porque traiga referencias de una condesa?

A Caro le sorprendió que se acordase de aquello.

–Por desgracia para usted, señorita Rivage, los títulos aristocráticos no me impresionan.

Caro estiró la espalda más y miró fijamente a su entrevistador.

–Lo que importa es la descripción que se hace de mi trabajo, señor Maynard, no el título que ostente mi empleador.

Él arqueó las cejas como si su respuesta lo hubiese sorprendido. ¿Había esperado que se quedase callada ante su comentario?

–El niño con el que trabajé tuvo que enfrentarse a toda una serie de dificultades y juntos realizamos grandes progresos.

–¿Quiere decir que realizó esos progresos gracias a usted?

–No. Fue un trabajo de equipo, pero yo estaba allí con él todos los días.

Él no la miró con aprobación. Tal vez fuese así como miraba Jake Maynard mientras procesaba información: fijamente, con el ceño fruncido y los labios apretados.

Su gesto le recordó a Caro a una imagen que la había fascinado de niña, la de un caballero medieval que, concentrado, atravesaba con una lanza a un pequeño dragón.

Ella siempre había simpatizado con el dragón.

–¿Y piensa que cuatro o cinco años de experiencia como niñera y asistente de preescolar la convierten en la persona más adecuada para cuidar de mi sobrina?

Caro se dijo que se había equivocado, que aquella mirada era mucho más condescendiente que la del caballero medieval, que le recordaba más a la de su padre.

Cambió de postura, se apoyó en el respaldo de la silla, cruzó las piernas y notó la mirada de Jake Maynard.

Sin saber por qué, se le encogió el pecho, como si, de repente, le costase respirar, pero no quiso que se le notase y se esforzó en parecer relajada.

–No puedo hablar por las demás candidatas, pero, si me da la oportunidad, me dedicaré plenamente a su sobrina. No tendrá ninguna queja.

–Eso es mucho decir.

–Es la verdad. Soy consciente de mis capacidades, y de mi dedicación.

Al menos en aquello era la mejor para el puesto.

Él no pareció impresionado y Caro se dio cuenta de que había muchas posibilidades de que la rechazase. ¿Qué haría entonces? ¿Acaso iba a tener otra oportunidad?

Volvió a cruzar las piernas.

–Es evidente que mi candidatura le ha interesado lo suficiente como para hacerme una entrevista.

–Tal vez me haya interesado conocer a una mujer tan segura de sí misma a pesar de su falta de credenciales sólidas.

Caro se puso tensa. El tono de voz de Jake Maynard no había cambiado, pero sus palabras le traspasaron la piel.

Por suerte, hacía falta algo más que palabras o miradas de desprecio para quebrantarla.

–Estoy segura, señor Maynard, de que no hace venir a ninguna candidata hasta el corazón de los Alpes solo por capricho.

O esa era su esperanza. Aquella entrevista tenía que significar que tenía alguna posibilidad.

–¿Tiene alguna objeción con la ubicación? El anuncio ya dejaba claro que era un puesto de interna.

–No, me gusta mucho vivir en el campo. De hecho, es a lo que estoy acostumbrada.

Él la miró fijamente y Caro le aguantó la mirada. Tenía el corazón acelerado y las palmas de las manos húmedas por el sudor, pero no iba a permitir que se diese cuenta. Decidió tomar la iniciativa.

–Tengo entendido que su sobrina es originaria de St. Ancilla…

–¿Quién le ha dicho eso? –inquirió él, echándose hacia delante de manera brusca y apoyando las manos en el escritorio, en un gesto protector.

A Caro le gustó que reaccionase así. Se alegró de que la niña tuviese a alguien que la defendiese.

–He hecho ciertas averiguaciones antes de solicitar el puesto –le respondió.

Por primera vez desde que había entrado en aquella habitación, tuvo la sensación de que Jake Maynard no dominaba completamente la situación a pesar de su ropa hecha a medida, el enorme escritorio y su aire de autoridad.

–Pero eso no es algo que se sepa.

Caro sintió miedo. ¿Se había delatado? Intentó encontrar una respuesta.

–Tal vez no lo sepa todo el mundo, pero en St. Ancilla se sabe.

Hizo una pausa.

–La prensa local habló del accidente en el que fallecieron sus padres –continuó, al ver que él no decía nada–. Lo siento mucho. Debió de ser muy duro, tanto para usted como para su sobrina.

A Caro se le encogió el corazón. Si sus informaciones eran correctas, la pequeña Ariane se había quedado huérfana dos veces. De recién nacida y un mes antes, cuando sus padres adoptivos habían fallecido en un accidente durante una terrible tormenta. La pobre había tenido una vida muy dura.

Y Caro estaba decidida a que tuviese un futuro mejor. En muchos aspectos.

–¿Y usted ha hilado de algún modo esa información con mi anuncio? No recuerdo que la prensa de St. Ancilla hablase de mí –le respondió él en tono escéptico, como si sospechase de ella.

Y eso era lo último que necesitaba Caro.

Jake Maynard era un multimillonario hecho a sí mismo, debía de ser inteligente y perspicaz. ¿Cómo había pensado ella que aquello podía ser sencillo?

La respuesta sí que era fácil. Porque era lo que necesitaba.

Se pasó las manos por la falda, intentando ganar tiempo para controlar sus emociones.

–Tengo una amiga que vive en St. Ancilla y que me comentó por casualidad que ahora era usted el tutor de Ariane –le explicó Caro, sintiéndose emocionada al mencionar el nombre de la niña y mirándolo fijamente a los ojos–. Después, cuando vi el anuncio, até cabos.

–Entiendo –le respondió él, volviendo a echarse hacia atrás en el sillón sin dejar de mirarla–. Se mueve usted mucho, ¿no? De St. Ancilla a Suiza.

Caro se preguntó por qué Jake Maynard no podía ser un tipo simpático y amable, deseoso de contratar a una persona que procediese de la isla del Mediterráneo en la que Ariane había nacido.

Caro le dedicó la sonrisa educada que había ido perfeccionando desde niña y a la que su padre le había dado su aprobación para que se presentase ante la prensa.

No podía admitir que había estado esperando la oportunidad de conocer a Ariane ni quería que Jake Maynard pensase que estaba allí por ningún motivo extraño.

–Por suerte, hoy en día casi todo el mundo puede acceder tanto al transporte aéreo como a Internet, señor Maynard.

Él esbozó una media sonrisa y, por un instante, Caro creyó ver aprobación en su mirada. El efecto fue alarmante.

Caro tuvo que tomar aire con disimulo al sentir calor, algo parecido a atracción sexual.

Se dijo que debían de ser imaginaciones suyas. Era inmune a los hombres.

–¿Piensa que debería darle el trabajo porque procede del mismo país que mi sobrina?

–Pienso que es útil que hable su idioma y conozca su cultura, puede ser reconfortante, sobre todo, en momentos de pérdida.

Hizo una pausa.

–Aunque no vaya a vivir nunca allí. Hay argumentos de peso para que mantenga su lengua materna.

Él asintió despacio, como si le costase darle la razón.

–Si le soy sincero, ese es el único motivo por el que está aquí, señorita Rivage. Porque Ariane necesita a alguien que hable ancillano además de inglés. Ha perdido a sus padres, pero no quiero que pierda sus raíces también.

Su voz se agravó y Caro sintió compasión por el hombre que tenía delante por primera vez desde que había entrado en aquella increíble biblioteca. No le había cambiado la expresión, pero su voz se había quebrado ligeramente.

Podía parecer un sensual ángel caído, masculino y casi arrogante, pero acababa de perder a su hermana y a su cuñado. Y había tenido que asumir la responsabilidad de criar a su sobrina.

Era posible que no estuviese en el mejor momento de su vida.

–Tengo experiencia con situaciones de pérdida de seres queridos, señor Maynard. Si me da la oportunidad, haré todo lo posible por apoyar a su sobrina y ayudarla a crecer.

Él la miró fijamente de nuevo y Caro se sintió esperanzada.

Entonces llamaron a la puerta y esta se abrió.

–Siento interrumpir, Jake, señorita Rivage.

Era el secretario, Neil Tompkins, que la había acompañado hasta allí.

–Tiene que atender una llamada. Sé que no es buen momento, pero es importante.

Jake Maynard se puso en pie.

–Discúlpeme, señorita Rivage. No tardaré.

Y ambos desaparecieron detrás de la puerta.

Caro se puso inmediatamente en pie. Dejó el bolso junto a la silla y paseó por la habitación, atraída por las increíbles vistas de las montañas nevadas, tan diferentes de su casa en el Mediterráneo.

Repasó mentalmente lo que él le había dicho y cómo podía ella haber respondido mejor.

Si había otras candidatas con mucha más experiencia, era poco probable que le diese el puesto a ella, aunque, por otra parte, no había muchas personas que hablasen su idioma. El ancillano era un idioma antiguo, procedente del griego antiguo e influenciado a lo largo de los siglos por el italiano, el árabe e incluso el nórdico. Si ella era la única de todas las candidatas que lo hablaba, tal vez tuviese una oportunidad.

Oyó que se abría una puerta, pero no la puerta por la que habían desaparecido Jake Maynard y su secretario, sino otra, al otro lado de la habitación.

Y en ella apareció una figura pequeña y desaliñada. Llevaba un vestido con volantes arrugado y tenía el pelo cobrizo recogido en unas trenzas deshechas rodeadas por una aureola de rizos.

A Caro se le detuvo el corazón.

Tomó aire, tuvo que hacerlo para no desmayarse, pero no se pudo mover.

La niña la miró con el rostro sucio por las lágrimas y unos enormes ojos violetas.

Caro se puso a temblar y tragó saliva una y otra vez.

Había deseado mucho aquel momento, pero nada la había preparado para enfrentarse a aquellos ojos, a aquel pelo.

Sintió que volvía de golpe a su propia niñez. A la única persona en el mundo que la había querido de verdad. A sus benévolas manos, a sus tiernas palabras y a una espesa mata de rizos de aquel mismo color.

–¿Dónde está tío Jake?

Las palabras de la niña trajeron a Caro de vuelta a la realidad. Sus rodillas cedieron y se sentó en el banco que había delante de la ventana.

–Volverá en un momento –le dijo con un hilo de voz, embargada por la emoción.

–¡Hablas como yo! –respondió la niña sorprendida.

Y Caro se dio cuenta de que había hablado en ancillano.

Entonces, la niña a la que había ido a conocer cruzó la habitación para llegar hasta donde estaba ella.

Caro sintió calor y frío, alivio, incredulidad y asombro. Sintió ganas de sonreír y de llorar.

O de abrazar a Ariane y no dejarla marchar.

Pasión sin protocolo

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