Читать книгу El uso de la foto - Annie Ernaux - Страница 9
ОглавлениеEN EL PASILLO, 6 DE MARZO DE 2003
en este periodo de mi vida
Unas ropas y unos zapatos están esparcidos a lo largo de un pasillo de entrada por grandes baldosas claras. En primer plano, a la derecha, un jersey rojo —o una camisa— y una camiseta de tirantes negra que parecen haber sido arrancados y vueltos del revés al mismo tiempo. Se diría un busto con escote al que le han amputado los brazos. En la camiseta de tirantes, muy visible, una etiqueta blanca. Más allá, un vaquero azul contraído, con su cinturón negro. A la izquierda del vaquero, el forro rojo de una chaqueta roja tirada como una bayeta. Puestos encima, un calzoncillo azul a cuadros y un sujetador blanco cuya presilla se alarga hacia el vaquero. Detrás, un zapato masculino grande, estilo bota, caído junto a un calcetín azul hecho una bola. De pie, alejados el uno del otro y vueltos en direcciones perpendiculares, dos zapatos negros. Más lejos, sobresaliendo de la parte inferior del radiador, la mancha negra de un jersey o una falda. Del otro lado, a lo largo de la pared, un montoncito negro y blanco, imposible de identificar. En el fondo se distingue, en un perchero, el bajo de una gabardina de la que pende el cinturón. Una luz de flash ilumina la escena, blanqueando las baldosas y el radiador, haciendo relucir el cuero del zapato que se presenta de perfil.
En otra foto de la misma escena tomada bajo un ángulo distinto, desde el marco de una puerta, se ve el otro zapato de hombre, delante de los peldaños de una escalera.
Intento describir la foto con una mirada doble, la una pasada, la otra actual. Lo que veo ahora no es lo que veía aquella mañana, cuando bajé por la escalera antes del desayuno y me quedé en el pasillo de entrada con mi recuerdo húmedo de la noche. Es una escena de la que ciertos elementos no son definibles en un primer acercamiento, en un lugar que no es el de mi experiencia cotidiana, que me parece más grande, con baldosas inmensas. A decir verdad, no me resulta ni extraño ni familiar, habiendo sufrido simplemente una distorsión de sus dimensiones y una exaltación de todos los colores.
Mi primera reacción es intentar descubrir en las formas de los objetos, seres, como ante un test de Rorschach donde las manchas se hubieran sustituido por prendas de vestir y de ropa interior. Ya no estoy en la realidad que suscitó mi emoción y luego la foto de aquella mañana. Es mi imaginario el que descifra la foto, no mi memoria. Necesito alejarla del todo, no tenerla dentro de mi campo visual, para que al cabo de un momento me lleguen las imágenes de la primavera de 2003, en una especie de rememoración diferida. Para que la mente se ponga en movimiento.
He encontrado la fecha de la foto en mi diario. El jueves 6 de marzo escribí: «Ha dejado en el pasillo la composición formada por nuestros zapatos, nuestra ropa mezclada, amontonada aquí y allá, donde dominan el rojo y el negro. Era muy hermoso. He hecho dos fotos».
Ahora, me parece que siempre he deseado conservar la imagen del paisaje devastado de después de hacer el amor. Me pregunto por qué la idea de fotografiarlo no se me ocurrió antes. Ni por qué nunca se lo propuse a ningún hombre. Quizá creyera que había en ello algo vagamente vergonzante, o indigno. En un sentido, era menos obsceno para mí —o más admisible actualmente— fotografiar el sexo de M.
A lo mejor, también, es porque solo podía hacerlo con aquel hombre en aquel periodo de mi vida.
Durante años, al ir a la biblioteca del INRP, en la Rue d’Ulm, había visto el Instituto Curie situado enfrente, su jardín contiguo, las rosas. En general, cambiaba de acera antes de llegar al Instituto. Penetraba en el INRP con la sensación de estar escapando de un peligro. Me hallaba provisionalmente a salvo. Cuando franqueé por primera vez la puerta de cristal del Curie la mañana del 3 de octubre de 2002, pensé que se había terminado la suspensión de condena. Impresión de que el cáncer de pecho tenía que sucederme como todas las cosas que les pasan solo a las mujeres. Incluso si ni mi madre, ni mi abuela, ni mis tías, ni mis primas habían pasado por ello. Yo era la primera, como lo fui en cursar estudios superiores. Inauguraba.
Me puse a tirar cosas. El informe con las indicaciones del tratamiento sustitutivo hormonal, que no serviría nunca más, diciéndome que había tenido la regla por última vez en mi vida a finales de agosto y que entonces no sabía que sería la última. Papeles, notas, clases, viejas radiografías, zapatos, ropa que no me había puesto desde hacía tiempo.
Me enteré al comprar el número de octubre de Marie Claire que era «el mes del cáncer de pecho». En cierta manera, seguía estando de moda. Recordé que había comprado esa revista por el «suplemento sexo» el verano anterior.
Llamé al ayuntamiento para comprar una concesión en el cementerio. La empleada me preguntó la edad. Era imposible antes de cumplir los setenta años. Luego quiso saber por qué quería comprar una concesión y quise divertirme diciéndole: «¡Para preparar el futuro!». Después de todo, también era el futuro.
Consulté en Internet las innumerables páginas consagradas al cáncer de pecho.
Como antaño con los signos de los celos, veía los de la muerte escritos por todas partes: al salir de Leroy Merlin una flecha que indicaba la dirección del depósito de cadáveres, un dispositivo recibido como regalo que contenía un reloj minúsculo, etc.
Mi repugnancia por la limpieza se volvió radical. El orden y la conservación de las cosas me parecían aún más absurdos que antes. No iba a añadir más muerte a la muerte.
Compré dos pares de zapatos, dos jerséis de cachemira, diciéndome que era un gasto muy grande —inútil en mi estado— pero el dinero también era inútil.
En la estación de metro de Auber, una vez pasé ante una gitana que tendía la mano bajo la escalera mecánica, con un crío en brazos. Me di cuenta de que estaba amamantándolo. Tenía el pecho violeta. Volví sobre mis pasos y le di una moneda. A causa del mío.
Me acordé de Violette Leduc y busqué en una biografía cuánto tiempo había sobrevivido a su cáncer de pecho: siete años. Era suficiente para escribir. Busqué una forma literaria que contuviera toda mi vida. Aún no existía.
En el metro, en el banco, miraba a las mujeres mayores, sus arrugas profundas, sus párpados caídos y me decía: «Nunca seré vieja». No era un pensamiento triste, solo sorprendente. Nunca lo había tenido.
Lo más curioso era la simplicidad de todo aquello.
Al cruzar por primera vez el umbral del Curie, me vino a la memoria la frase de Dante: «Vosotros que entráis aquí, abandonad toda esperanza». Pero en el interior, me había sentido al contrario en una especie de lugar ideal, sin parangón hoy, donde unos humanos atentos y sonrientes aportan cuidados y ternura a otros humanos necesitados. Enseguida, seguí sin pensar el itinerario indicado con flechas desde la estación de Luxembourg que, en pleno corazón del Barrio Latino, entre todos los recorridos que se entrecruzan, el de los estudiantes, las compras, el de los enamorados y el del turismo, dibuja el de los cancerosos.
Decir «tengo quimio mañana» se convirtió en algo tan natural como «tengo peluquería» el año anterior.
la composición del pasillo
Por el flash que alumbra la escena, sé que es A. la que ha hecho la foto.
La iluminación artificial impide determinar si es por la noche o por la mañana. Tampoco hay nada que permita fechar la foto con exactitud, salvo la inscripción al dorso: <nº 8> PS CERGY MAR 2003. Durante mucho tiempo me atribuí la paternidad, convencido de que había sido yo el que había iniciado esa práctica: fotografiar la dispersión de nuestra ropa después de hacer el amor. Para esta deformación del recuerdo, hay sin duda una razón probable: las ganas comunes, casi simultáneas, de conservar una huella de las horas precedentes. Decirme hoy que se trata de la primera de una larga serie carece de realidad en sí. Si extendiéramos el conjunto de esas imágenes en una mesa, esta no tendría, más que cualquier otra, valor de incipit.
Nuestra ropa está diseminada por las baldosas. La de A., aparte de los zapatos que se han quedado de pie, está tan mezclada, en primer plano y al fondo, que solo puede distinguirse un sujetador blanco. Así abandonadas, sus prendas rodean mi «uniforme» de la época: vaquero, botas, camisa roja. Lo cercan. Casi lo estrechan.
Al descubrir por primera vez ese puzle textil, me había sobrecogido la fulgurante belleza de la escena. La pernera vuelta del revés de un pantalón, la braga enmarañada, los cordones de las botas a medio desatar: todo me decía la fuerza del acto y del instante. Había allí las huellas de una lucha y, reunidos en unos metros cuadrados, el sexo y la violencia, el este y el oeste del espectro pasional.
Habría querido no tocar nada, dejar cada objeto en su sitio. Habíamos hecho el amor, habían transcurrido unas horas. El recuerdo visual que íbamos a conservar de ello, unido a otros del mismo tipo, acabaría por componer, al hilo de las noches, de las semanas, de los meses, una entidad resonante pero indistinta: Tal comunión en el despacho de A., la recompondría en su cuarto; tal disco escuchado juntos en otoño, lo situaría en primavera. Quizá fuera por haber tenido la certeza, en aquel momento, de que olvidaría un día la expresión de su rostro en el momento de correrse, las inflexiones de su voz cuando canturrea unos aires oídos en la radio, su manera de chupármela y el movimiento de su cuerpo cuando está encima de mí —nada de eso puede ponerse en una foto—, sentí, como ella, la imperiosa necesidad de fijar en película la exacta disposición de nuestras prendas, el testimonio tangible de lo que acabábamos de vivir. Sin tocar ni desplazar nada. Como habrían hecho unos policías en la escena de un crimen.
Semana tras semana, las fotos fueron acumulándose. Varias decenas en total. De gesto espontáneo, el acto de fotografiar se convirtió en ritual. Pero siempre, en el instante de recuperar mis cosas y de destruir aquella forma de armonía, se me encogía el corazón, como si, cada vez, profanara los vestigios de un lugar santo. A nuestros ojos, era tan bello como una obra de arte, tan sobresaliente en el juego de colores como en la interacción de los tejidos; como si, inmóviles por un instante, se dispusieran a reptar las unas hacia las otras para perpetuar nuestros gestos… el crimen no residía en lo que acabábamos de hacer, sino en la acción de deshacer.
Más tarde, al descubrir los clichés por fin revelados, nos vino a la cabeza una expresión para designar esta primera foto: la composición del pasillo.