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Mi madre empezó con pérdidas de memoria y comportamientos extraños dos años después de sufrir un accidente de circulación grave —se la llevó por delante un coche que se saltó un semáforo en rojo— del que se había recuperado perfectamente. Durante varios meses, pudo seguir viviendo de manera autónoma en la residencia para mayores, de Yvetot, en Normandía, donde ocupaba un pequeño apartamento para ella sola. En el verano del 83, en plena canícula, se encontró mal y la ingresaron. En el hospital descubrieron que llevaba varios días sin comer ni beber. En su frigorífico solo había unos terrones de azúcar. Ya no podía quedarse sola. Decidí llevármela a casa, a Cergy, convencida de que en ese marco, familiar para ella, con la presencia de mis dos hijos mayores, Éric y David, que me había ayudado a criar, sus perturbaciones desaparecerían, que volvería a ser la mujer dinámica e independiente de antes.

No fue así. Su memoria siguió deteriorándose y el médico habló de la enfermedad de Alzheimer. Dejó de reconocer los lugares y a las personas, a mis hijos, a mi ex marido, a mí misma. Se convirtió en una mujer perdida, recorriendo la casa de arriba abajo o permaneciendo sentada horas en las escaleras del pasillo. En febrero de 1984, a la vista de su postración y de su negativa a alimentarse, el médico prescribió su traslado al hospital de Pontoise. Se quedó allí dos meses. Después, y tras una breve estancia en una clínica privada, sería admitida de nuevo en el hospital de Pontoise, en el servicio de geriatría, donde falleció de una embolia en abril del 86, a los setenta y nueve años.

En el periodo que pasó en casa me puse a anotar, en trozos de papel, sin fecha, frases, comportamientos de mi madre que me aterrorizaban. No podía soportar que semejante degradación se apoderara de mi madre. Un día soñé que le gritaba enfadadísima: «¡Deja de estar loca de una vez!». Luego, cuando volvía de visitarla en el hospital de Pontoise, necesitaba escribir sobre ella a toda costa, sus palabras, su cuerpo, que me resultaba cada vez más cercano. Escribía muy rápido, sumida en la violencia de las sensaciones, sin pensar ni buscar un orden.

Constantemente, en todas partes, me venía a la cabeza la imagen de mi madre en ese lugar.

A finales del 85, empecé el relato de su vida, con sentimiento de culpa. Tenía la impresión de encontrarme en un tiempo en que ella ya había dejado de existir. También vivía desgarrada, entre una escritura donde la imaginaba joven, comiéndose el mundo, y el presente de las visitas que me conducía a la inexorable degradación de su estado.

Al morir mi madre, rompí ese comienzo de relato, emprendiendo otro que vio la luz en el 88, Una mujer. Durante todo el tiempo que me ocupó la escritura de aquel libro, no volví a leer las páginas redactadas durante la enfermedad de mi madre. Era como si me estuvieran prohibidas: había consignado sus últimos meses, sus últimos días, hasta el penúltimo, sin saber que lo eran. Esa inconsciencia de lo que se avecinaba —que sin duda caracteriza toda escritura, al menos la mía— adquiría en ese caso un aspecto espantoso. En cierta manera, aquel cuaderno de visitas me había conducido a la muerte de mi madre.

Durante mucho tiempo pensé que nunca lo publicaría. Quizá deseaba dejar de mi madre, y de mi relación con ella, una sola imagen, una sola verdad, la que intenté alcanzar en Una mujer. Creo ahora que la unicidad, la coherencia en la que desemboca una obra —sea cual sea, por otra parte, la voluntad de tener en cuenta los datos más contradictorios— debe ponerse en peligro cuantas veces sea posible. Al hacer públicas estas páginas, se me presenta la ocasión.

Las revelo tal y como fueron escritas, fruto del estupor y el trastorno que entonces sentía yo. No he querido modificar nada al transcribir aquellos momentos en que me quedaba junto a ella, fuera del tiempo —salvo, quizá, el de una pequeña infancia reencontrada—, de todo pensamiento, menos: «es mi madre». Había dejado de ser la mujer que había conocido, que velaba por mi vida, y sin embargo, bajo ese rostro inhumano, por su voz, sus gestos, su risa, era mi madre, más que nunca.

En ningún caso se leerán estas páginas como un testimonio objetivo sobre la «larga estancia» en una residencia, y menos aún como una denuncia (las cuidadoras eran, en su mayoría, de lo más atentas), sino únicamente como el residuo de un dolor.

«No he salido de mi noche» es la última frase que escribió mi madre.

A menudo sueño con ella, tal como era antes de su enfermedad. Está viva pero ha estado muerta. Cuando me despierto, durante un minuto, sigo convencida de que vive de verdad con esa doble forma, muerta y viva a la vez, como esos personajes de la mitología griega que han franqueado dos veces el río de los muertos.

marzo de 1996

No he salido de mi noche

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