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1983 diciembre

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Permanece sentada en una silla, en el comedor. Postrada, con el rostro inmóvil, laxo. No tiene la boca abierta, pero de lejos lo parece.

«No consigo dar con él» (el neceser, el guante de la ducha, la rebeca, todo). Se le escapan las cosas.

Quiere ver la tele ahora mismo, imposible esperar a que quite los platos de la mesa. Ya no entiende nada, solo su deseo.

Cada noche, subimos a acostarla, David y yo. En el lugar donde el parqué se convierte en moqueta, levanta la pierna muy arriba, como si se metiera en el agua. Nos reímos, ella también se ríe. Hace un rato, ya acostada en la cama, jubilosa, después de tirar todos los objetos de la mesilla al querer ponerse crema, me dice: «Ahora voy a dormir, gracias SEÑORA».

Ha venido el doctor. No ha podido decirle su edad. Se ha acordado muy bien de que ha tenido dos hijos. «Dos hijas», ha precisado. Se había puesto dos sujetadores, uno encima de otro. He pensado en el día en que descubrió que yo llevaba uno sin haberle dicho nada. Sus gritos. Tenía catorce años, era una mañana de junio. Yo iba en combinación y estaba lavándome la cara.

Me han vuelto los dolores de estómago. Ya no me enfado con ella ni con sus pérdidas de memoria. Solo indiferencia.

Hemos ido al centro comercial. Ha querido comprarse el bolso más caro de La Bagagerie, un bolso de cuero negro. Repetía: «Quiero el más bonito, es mi último bolso».

Luego la he acompañado a La Samaritaine. Un vestido y una chaqueta, esta vez. Anda lentamente y tengo que llevarla casi en volandas. Se ríe sin motivo. Las dependientas nos miran raro, se sienten incómodas. Yo no, pero las miro de arriba abajo, con arrogancia.

Ha preguntado a Philippe, ansiosa: «¿Qué es usted de mi hija?». Él suelta una carcajada: «¡Su marido!». Ella se ríe.

No he salido de mi noche

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