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i Inocencia

∼ Confesión sexual de un ruso del sur, nacido hacia 1870, de buena familia, instruido, capaz, como muchos de sus compatriotas, de análisis psicológico, y que redactó esta confesión en francés en 1912. Hay que tener en cuenta estas fechas para comprender algunas referencias políticas y sociales.

Sabiendo por sus obras* que le parece provechoso para la ciencia el conocimiento de los rasgos biográficos relacionados con el desarrollo del instinto en diferentes individuos, ya sean normales o anormales, se me ocurrió hacerle llegar el relato concienzudo de mi propia vida sexual. Mi relato quizá no sea muy interesante desde el punto de vista científico (no tengo la competencia necesaria para juzgarlo), pero tendrá el mérito de una exactitud y una veracidad absolutas; además, será muy completo. Procuraré dar cuenta de mis más leves recuerdos sobre este asunto. Creo que, por pudor, la mayoría de las personas instruidas oculta a todo el mundo esa parte de su biografía; no seguiré su ejemplo y me parece que mi experiencia, desgraciadamente muy precoz en ese terreno, confirma y completa muchas de las observaciones que he encontrado diseminadas en sus libros. Puede dar a mis notas el uso que desee, naturalmente, y como lo hace usted siempre, sin nombrarme.

Soy de raza rusa (resultado del cruce de gentes de la Gran Rusia y la Pequeña Rusia). No conozco ningún caso de morbidez característica entre mis antepasados y parientes. Mis abuelos, por el lado paterno y materno, eran gentes de muy buena salud, muy equilibrados psíquicamente, y tuvieron una vida larga. Mis tíos y tías también tenían una constitución fuerte y vivieron mucho tiempo. Mi padre y mi madre eran hijos de propietarios rurales bastantes ricos: fueron criados en el campo. Los dos llevaron una vida intelectual absorbente. Mi padre era director de un banco y presidente de un consejo provincial electivo (zemstov) donde dirigió una lucha ardiente en favor de las ideas avanzadas. Tenía, como mi madre, opiniones muy radicales y escribía artículos de economía política o de sociología en periódicos y revistas. Mi madre escribía libros de divulgación científica para el pueblo y para los niños. Muy ocupados por sus luchas sociales (que existían entonces en Rusia de forma distinta a la que tienen ahora), por los libros y las discusiones, creo que mis padres descuidaban un poco la educación y la vigilancia de sus hijos. De los ocho que tuvieron, cinco murieron en edades tempranas; otros dos, a la edad de siete y ocho años; yo fui el único de todos los hijos que llegó a la edad adulta. Mis padres tuvieron siempre buena salud, su muerte tuvo causas fortuitas. Mi madre era muy impetuosa, casi violenta de carácter; mi padre era nervioso, pero sabía contenerse. Con toda probabilidad, no tenían un temperamento erótico, pues, tal y como supe una vez alcanzada la edad de hombre, su matrimonio era una unión modélica; no hubo en su vida ni la sombra de una historia amorosa (excepto aquella que culminó con su boda); fidelidad absoluta por ambos lados, fidelidad que sorprendía mucho a la sociedad que les rodeaba, donde casi nunca se da esa virtud (la moral de los «intelectuales» rusos era muy libre en el aspecto sexual, relajada incluso). Nunca les escuché hablar de temas escabrosos. La situación era similar en las familias de mis otros parientes, tíos y tías. Austeridad de costumbres y conversaciones, intereses intelectuales y políticos. En contradicción con las ideas avanzadas que tenían todos mis parientes, algunos de ellos sentían un poco de vanidad nobiliaria, aunque inocente y sin altanería, pues eran «nobles» en el sentido que tiene esta palabra en Rusia (es una «nobleza» mucho menos aristocrática que la de la Europa occidental).

Pasé mi infancia en varias grandes ciudades de la Rusia meridional (sobre todo en Kiev); en verano íbamos al campo o a la costa. Recuerdo que, hasta la edad de seis o siete años, y pese a dormir en la misma habitación que mis dos hermanas (una de ellas tenía dos años menos que yo, la otra tres) y a bañarme con ellas, no reparé en absoluto en que sus órganos sexuales eran distintos a los míos. ¡Será cierto que uno no ve más que lo que le interesa! (En el niño, cercano al animal, el utilitarismo de la percepción está quizá particularmente marcado; el niño es curioso, es cierto, pero ¿se da esto en virtud de una curiosidad desinteresada? Lo dudo).

He aquí un recuerdo a este respecto. Teniendo alrededor de seis años de edad (puedo precisar mi edad gracias a algunos otros recuerdos conexos), un día se me ocurrió vestir a mi hermanita de cuatro años con mi trajecito de marinero. Fue en una habitación donde había un orinal que procedí a utilizar abriendo la bragueta de mi pantalón. Después se lo tendí a mi hermana diciéndole que hiciera lo mismo que yo. Ella abrió su bragueta, pero no sacó, naturalmente, el miembro que yo no sabía que no existía en ella y se orinó en los calzones. La torpeza de mi hermana me indignó, no entendí en absoluto por qué no había actuado de la misma forma que yo y ese accidente no me reveló nada respecto a nuestras diferencias anatómicas.

Otro recuerdo «urinario», pero más antiguo (debía de tener alrededor de cinco años): en esa época vivía con nosotros una chiquilla que tenía más o menos mi edad. Era, como supe más tarde, la hija de una prostituta que, al morir, dejó una niña de dos años: esta chiquilla. Mi madre acogió a la niña (pues la muerte había tenido lugar en una casa grande de la que nosotros alquilábamos un piso), la mandó amamantar y decidió educarla con sus propios hijos. Pero, cosa interesante para los que creen en la herencia de los sentimientos morales, esa niña, pese a recibir exactamente la misma educación que nosotros y sin saber siquiera que era hija adoptiva, manifestó desde los primeros años de vida fuertes inclinaciones inmorales. No éramos en absoluto conscientes de que no era nuestra hermana; ella tampoco sabía nada de eso y para ella nuestra madre era su «mamá» como para nosotros. Al ser nosotros niños muy cariñosos, muy tiernos, que se acariciaban sin parar, la queríamos como nos queríamos entre nosotros, la besábamos y acariciábamos pese a que ese pequeño demonio no pensaba más que en hacernos daño. Cuando creció un poco, nos dimos cuenta de su carácter. Al fin vimos, por ejemplo, que cada vez que se le presentaba la ocasión, hacía una acción contraria a nuestra ética de bebés con una infalibilidad de ley física. Por ejemplo, nunca contaba lo que había sucedido en la nursery en ausencia de los mayores sin calumniar a sus compañeros de juegos. Le apasionaba incitar a los otros niños a alguna maldad para denunciar en seguida a su autor ante nuestros padres. Era hábil sembrando la división entre los adultos (criados, etc.) a través de fantasías calumniosas. Mientras nosotros adorábamos a los animales, ella los atormentaba —hasta la muerte cuando podía— y luego nos acusaba de ello sin ninguna vergüenza. Le gustaba hacer regalos, pero (sin que esa regla sufriera nunca la menor excepción) los confiscaba inmediatamente después y gozaba con los llantos de la víctima. Como era físicamente más fuerte y más inteligente que nosotros en la maldad, éramos sus víctimas propiciatorias. Nos pegaba y no nos atrevíamos a quejarnos; nos calumniaba y no sabíamos defendernos. Nos robaba nuestros juguetes o los rompía sin cesar; era muy muy golosa y cuando los niños no estábamos siendo vigilados, nos robaba nuestra ración de golosinas. Cosa curiosa, a pesar de todo eso, es que no tuviéramos la menor animosidad contra ella y siguiéramos queriéndola porque era nuestra hermana. Esto se explica sin duda por la debilidad mental de los niños que aman a veces a las personas que los maltratan (los padres brutales, por ejemplo) por incapacidad de razonar sobre los actos. Sólo sabíamos que había que quererse entre hermanos y obedecíamos a esa regla ética. A la edad de seis años, a la chiquilla se le ocurrió robar el dinero que nuestra criada escondía bajo su cama. Nosotros, es decir, mis hermanas y yo, también sabíamos que la criada metía dinero debajo del colchón, pero, además de que la idea de robo nos horrorizaba, no teníamos el menor interés en la idea de poseer dinero, a diferencia de nuestra compañera, quien, criada absolutamente en las mismas condiciones que nosotros, sin que naturalmente le faltara nada, con los mismos juguetes, tenía ya el instinto de la codicia. Hacia la misma época, al parecer perpetró en nosotros atentados sexuales, pero no recuerdo en absoluto ese episodio. Por lo demás, mis recuerdos referentes a los seis primeros años de mi existencia son muy fragmentarios e incompletos. Alarmada por el desarrollo precoz de las inclinaciones viciosas en la niña adoptiva y temiendo su contacto con sus jóvenes compañeros, mi madre la alejó finalmente de su familia: la chiquilla fue entregada a una de mis tías, solterona muy caritativa y de ideas filantrópicas. Esa buena señora se encariñó extraordinariamente con nuestra pseudo-hermana, la educó lo mejor que pudo, pero todo fue inútil: en el colegio Olga nunca quiso esforzarse; a los dieciocho años, habiendo abandonado a su bienhechora, practicaba ya el oficio de su madre. A los veintidós años fue enviada a Siberia por robo con intento de asesinato. He hecho esta digresión algo larga al quedar impresionado por la opinión de Wundt, quien, en su Ethik, pretende que la doctrina de Spencer, según la cual las inclinaciones morales pueden transmitirse hereditariamente, es puro cuento. Creo que la historia de Olga parece indicar que ciertas disposiciones morales hereditarias (pues la educación no desempeñó aquí ningún papel) se manifiestan tempranamente en ciertos niños. Pero vuelvo a mi relato.

Así pues, recuerdo que, jugando una vez en el jardín con las otras tres niñas, se me ocurrió (desconozco la razón, pero las sensaciones sexuales no intervenían en absoluto) orinar en una caja de cerillas vacía (en aquella época en Rusia, esas cajas eran cilíndricas, se parecían a un vasito) y hacer beber mi orina a mis hermanas. Las tres niñas obedecieron dócilmente y se tragaron concienzudamente el contenido del vasito que yo llenaba de nuevo a medida que se vaciaba. La pequeña Olga parecía hallar en ese disparate un placer particular, pero, como el amor a la delación era el rasgo dominante de su carácter, rápidamente corrió a la casa a contarle el asunto a nuestra mamá. Esa inclinación al chivateo era verdaderamente inexplicable en esa niña, pues nuestros padres siempre procuraron inspirarnos el odio más profundo a la denuncia, y nos decían siempre que no hay nada tan malo como ser chivato y regañaban a Olga cuando trataba de «chivarse». Pero la delación y la calumnia eran en ella una pasión irresistible. Odiaba a todo el mundo y se esforzaba en hacer daño a todos, sin encontrar a su alrededor más que afecto y amor. Esto parece de una psicología inverosímil y sin embargo es un hecho. Pienso ahora que la cosa sólo puede explicarse por alguna triste herencia. Cuando Olga fue retirada de nuestra casa, mi madre, para explicar el acontecimiento, nos contó una historia fantasiosa. Sin embargo, veíamos a Olga (que vivía entonces con mi tía en el campo) de vez en cuando. Conocíamos el robo cometido por la pequeña, puesto que se descubrió en presencia nuestra, pero no le dimos importancia. Menos todavía nos chocaron sus manipulaciones de nuestros órganos sexuales, puesto que yo incluso había olvidado aquel episodio que me fue relatado mucho más tarde. Cuando, a la edad de diez años, mi tía vino a la ciudad para poner a Olga en el colegio en calidad de alumna externa, tuve ocasión de ver a mi ex compañera más a menudo y sólo entonces me enteré de que no era mi auténtica hermana.

A la edad de siete años yo ya sabía cómo estaban hechas las niñas por haber observado la conformación de mis hermanas, pero eso no me interesaba en absoluto. Aquí ocurre un episodio del que guardo un recuerdo muy nítido, aunque no me haya impresionado en absoluto sexualmente. Tenía entre siete y ocho años.

Pasábamos el verano en una villa al borde del mar Negro, en una ciudad del Cáucaso. Teníamos por vecinos a la familia de un general cuyos tres hijos (seis, nueve y diez años) venían a menudo a jugar conmigo en el inmenso jardín que rodeaba nuestras casas de campo. Recuerdo que un día estaba solo con el muchacho de nueve años, Seriozha (diminutivo de Sergio), junto a un muro en el que habían dibujado al carbón un hombre con un enorme pene y la siguiente inscripción: «Señor de la p... puntiaguda». Ya no recuerdo de qué hablábamos; Seriozha me dijo de pronto: «¿Te follas a tus hermanas?» (Utilizó un equivalente ruso de este término, tan grosero o quizá más). «No comprendo lo que quieres decir», le contesté, «no sé qué es eso». «¿No sabes lo que quiere decir follar? Pero si todos los chicos lo saben». Le pedí la explicación de ese misterio: «Follar», me dijo, «es cuando el chico hunde su pipí en el pipí de la chica». Yo pensé que la cosa no tenía sentido y no ofrecía ningún interés pero, por educación, no dije nada y me puse a hablar de otra cosa. No pensé ya en esa conversación que había sido una decepción para mi curiosidad, pero unos días después, Seriozha y Boria (Boris), el mayor de los tres hermanos, me dijeron: «Víctor, ven con nosotros a follar a Zoé.» Zoé era una joven griega de doce años, hija del jardinero del general. Al haber descubierto ya el significado de la palabra follar y al estar tanto menos interesado en un acto que me parecía absurdo, al principio rechacé la invitación, pero insistieron: «¡Ven, imbécil! ¡Ya verás como te gusta!». Como siempre he tenido, por temperamento, miedo de ofender a alguien y siempre he sido cortés hasta la pusilanimidad, seguí a aquellos dos gamberros a los que vinieron a sumarse su hermano pequeño Kolia (Nicolás), la pequeña Zoé en cuestión, un niño judío de ocho o nueve años que se llamaba, lo recuerdo, Misha (Miguel), y un chico ruso de unos diez años, Vania (Iván).

Penetramos en las profundidades del jardín. Allí, en un bosquecillo retirado, los chicos sacaron sus penes del pantalón y se pusieron a jugar con ellos. Recuerdo el aspecto que tenían esos órganos, y comprendo ahora que estaban erectos. Zoé los manoseaba con los dedos, introducía briznas de hierba entre el prepucio y el glande y en la uretra. Quiso hacérmelo a mí también, pero me hizo daño y protesté. Después se acostó sobre la hierba levantándose las faldas, separando los muslos y mostrando sus partes sexuales. Se abrió los labios mayores con los dedos y me asombró ver que la vulva era roja por dentro. Y es que, aunque ya había visto las partes genitales de mis hermanas, nunca había visto una vulva entreabierta. Me produjo una impresión desagradable. Entonces los chicos se tumbaron, uno tras otro, sobre el vientre de Zoé frotando su pene sobre la vulva. Como la cosa seguía sin interesarme, no intenté enterarme de si había habido una inmissio penis o si el contacto era superficial. Yo veía a los chicos y a la chiquilla agitarse mucho, ella debajo, ellos encima, y a cada chico seguir, para gran asombro mío, aquel ejercicio durante bastante tiempo. El pequeño Kolia hizo lo mismo que los demás. Llegó mi turno. De nuevo por amabilidad con los demás, puse mi pene sobre la vulva de la pequeña griega, pero esta no quedó satisfecha, me llamó imbécil y viejo rocinante (Kiliacha), dijo que no sabía hacerlo, que mi pipí era como un trapo. Trató de enseñarme a hacerlo mejor, pero no lo logró y repitió que yo era un imbécil. Yo estaba muy herido en mi dignidad, sobre todo por la calificación de «viejo jamelgo», sobre todo teniendo en cuenta que tenía conciencia de hacer una cosa tan absurda y tan insípida por pura cortesía hacia los demás y sin que me interesara lo menos del mundo. Además, no tenía la menor sospecha de que esto pudiera considerarse vergonzoso o inmoral. Así que, al volver a casa, le conté a mi madre delante de todos, muy tranquila e ingenuamente (no se trataba de una delación, puesto que yo no sabía que «follar» a una niña fuera reprensible) en qué nos habíamos entretenido. Espanto general, terrible escándalo. Mi padre va a ver al general para avisarle del peligro moral al que se han visto expuestos sus hijos, sin duda por la compañía de algunas malas influencias como esa Zoé, ese Misha, ese Vania, todos ellos hijos de familias bastas; pero el general se enfurece ante la idea de que haya podido pensar que sus hijos (imagínese, los hijos de un general) fuesen capaces de hacer cosas sucias, afirma que he mentido, insulta a mi padre que le contesta con violencia; el enfado entre las dos familias vecinas es completo. Tal fue mi primer contacto con las cosas sexuales, contacto que por lo demás no me ensució en absoluto, pues no entendí nada de lo que había visto y no sentí ni sombra de una emoción genésica. Es como si hubiera visto a los chicos frotarse la nariz unos a otros.

Recuerdo que, algún tiempo después de este incidente, ya de vuelta en Kiev, mi tía, que acababa de llegar del campo, charlaba con mi madre sin saber que yo las escuchaba. Decía que había descubierto que Olga, que en el campo dormía en la terraza debido a los calores estivales, había sido visitada continuamente por la noche por un chico de doce años, el hijo del cochero, que se metía en su cama «para hacerle guarradas». Después del escándalo del Cáucaso, entendí de qué «guarradas» se trataba. Y mi madre le dijo a mi tía: «¡Ah! Ahora entiendo por qué Olga ha llegado aquí tan amarilla y con ojeras». Concluí que hacer «guarrerías» era malo para la salud.

En esa época, y hasta la edad de once años, yo era excesivamente púdico. Esa pudicia no tenía ninguna base sexual y era, creo, puramente imitativa, pero yo pensaba que era cosa espantosa mostrarse a una persona del sexo femenino no ya desnudo, sino incluso en camisa y calzoncillos. A partir de los siete años tuve un cuarto propio y recuerdo el terror que experimenté cuando nuestra criada estuvo a punto de sorprenderme mientras me cambiaba la camisa. Desde ese momento, me aseguré siempre cuidadosamente de que mi puerta estuviera bien cerrada antes de orinar, de desnudarme, etc. Lo que me hace creer que no había nada sexual en ello es que sé de casos de niños de cuatro e incluso de tres años que experimentan los mismos temores púdicos: es un fenómeno de imitación y de sugestión. Los niños ven a los adultos esconderse para desnudarse, para hacer sus necesidades, etc..., oyen los gritos de las damas a punto de ser sorprendidas en ropa interior y concluyen que ser visto poco o nada vestido es cosa terrible. ¡Cuán profundas y tenaces son las impresiones de esa edad! Mi padre, para inspirarme la valentía física, hablaba con desprecio delante de mí de los niños débiles, miedosos, que son como «mujercitas». Esto me produjo una impresión tan profunda que hasta la edad adulta consideré la debilidad física como la cosa más vergonzosa, peor que los mayores vicios, y me espantaba la idea de que yo fuera una de esas «mujercitas» de las que me hablaba mi padre, cuando en realidad era muy robusto para mi edad y físicamente valiente aunque miedoso moralmente (así, no dudaba en pelear con un muchacho mayor que yo, pero no me atrevía a levantar la voz para reclamar mis derechos).

Volviendo al pudor, tuve en esa época sueños que se han perpetuado a lo largo de toda mi existencia y siguen todavía hoy: soñaba que me encontraba en la calle o en un salón, sin ropa, sin pantalón o solamente descalzo o sin chaqueta (o con un solo pie descalzo). Trataba de ocultar ese escándalo y experimentaba indecibles sufrimientos. Como acabo de decir, esos sueños sigo teniéndolos ¡y me hacen sufrir tanto como a la edad de ocho o nueve años! Y sin embargo, a partir de los doce ya no experimenté en la vida real ninguna especie de sentimiento de pudor y si evitaba dejarme ver desnudo era por respeto hacia los reglamentos públicos y en absoluto por sentimiento íntimo. Nueva prueba de la profundidad de las huellas subconscientes de las impresiones infantiles. Otro sueño horrible del que nada ha podido liberarme es la visión de estar en un banco del colegio (gimnasio), sin saberme la lección y a la espera de ser interrogado por el profesor. Tengo esa torturante pesadilla, todavía hoy, al menos una vez por semana. En cuanto al sueño de estar vestido de forma incompleta en medio de la gente, lo tengo cada quince o veinte días y es verdaderamente duro. Me he enterado por conversaciones de que muchas personas (sobre todo las mujeres) tienen sueños angustiosos en que se hallan desvestidas o incompletamente vestidas en medio de la gente. Cuando era niño soñaba también a menudo que caía en las profundidades o que me perseguían animales salvajes y perros, pero al llegar la edad adulta dejé de tener esos sueños.

Recuerdo que cuando tenía siete u ocho años (era después de la historia con los hijos del general), paseaba una vez por la calle con mis hermanas y nuestra institutriz francesa cuando un niño del pueblo (un pequeño muzhik) que yo no conocía me dijo señalando con el dedo a una de mis hermanas: «¿Te la follas?».

En esa época teníamos una institutriz francesa, estupenda muchacha a la que queríamos mucho. Me daba a leer libros franceses, cosa que yo hacía con pasión, sobre todo cuando eran libros de viajes o de aventuras de guerra. Sólo temía a mademoiselle Pauline cuando me daba clases de piano: aborrecía el ejercicio que consiste en golpear el teclado. Queríamos mucho también a nuestra criada y no sé qué prefería escuchar: las canciones provenzales que cantaba mademoiselle Pauline acompañada por el piano o los cuentos de hadas que nos contaba la criada Pelagia. Yo tenía la firme intención de convertirme más tarde en explorador del centro de África, pero quería viajar allá con mi mujer, como Bekker, cuyos viajes leía. Me preguntaba con quién debía casarme, si con mademoiselle Pauline o con Pelagia, hija del pueblo, fuerte y que sabía cocinar. Entendía que para un viajero era más práctico tener a alguien como Pelagia, pero le tenía más afecto a mademoiselle Pauline y, además, era más instruida y su conversación más interesante. Más valía pues llevarla conmigo, teniendo en cuenta que en el desierto no había piano para atormentarme con las escalas. Pero una vez oí decir a alguien que Rubinstein viajaba con un pequeño piano portátil mudo para no dejar que se le «oxidaran» los dedos durante los viajes. Entonces temí que mademoiselle Pauline llevase consigo de viaje un piano portátil para obligarme a realizar los odiados ejercicios. Ante esa idea todo mi valor de explorador africano me abandonaba. Esto hizo inclinarse la balanza en favor de Pelagia, a quien declaré solemnemente mi intención de tomarla por esposa cuando fuese mayor para que me acompañara en mis exploraciones por África, a lo cual ella accedió de buena gana.

En aquella época de mi vida estaba lleno de afecto por todas las personas que me rodeaban. Amaba a mademoiselle Pauline y a las criadas (sobre todo a Pelagia) tanto como a mis padres, pero adoraba sobre todo a los soldados. En efecto, muy cerca de nuestra casa había un cuerpo de guardia donde tenía numerosos amigos entre los soldados. Por principio, mis padres dejaban a los niños plena libertad de movimientos (igual que, también por principio, no nos castigaban nunca. Si yo consentía en tareas desagradables tales como, por ejemplo, el estudio del piano, era por cortesía y debilidad de voluntad y no por imposición exterior. La institutriz debía someterse a ese sistema aunque lo encontrara extraño). Salíamos cuando queríamos, hacíamos amistades por nuestra cuenta. Yo trabé relaciones de amistad con varios soldados que, a mis ojos, estaban rodeados de una aureola de majestuosidad casi divina, sobre todo los de caballería: húsares, dragones. Experimentaba una voluptuosidad celestial al tocar sus botones de metal, sus galones, sus cascos, pero sobre todo sus armas. Como todos los niños, las armas me volvían loco (sables, fusiles, pistolas) y me quedaba horas enteras en el cuartel acariciando esos objetos que me fascinaban. ¡Qué feliz hubiera sido si mis padres, en lugar de comprarme trenes y otros juguetes que me interesaban poco, me hubieran comprado sables y fusiles! Pero no lo hacían nunca, probablemente por principios, y yo era demasiado tímido como para expresar mis deseos. ¡Mis padres, internacionalistas y antimilitaristas, no sabían qué pequeño admirador del ruido de los sables y qué patriota era su hijo! En efecto, los soldados me iniciaron en el patriotismo ruso asegurándome que el ejército ruso no había sido vencido nunca y no podía ser vencido por ninguna fuerza humana, porque un solo soldado ruso es más fuerte que cincuenta soldados alemanes, franceses, ingleses o turcos. Le pregunté a mi padre si era cierto todo aquello: me dijo que no, pero no le creí. Las afirmaciones de mi amigo el húsar me persuadían más, como si emanaran de un hombre competente, de un especialista, mientras que mi padre era un simple paisano. ¡Era tan agradable pertenecer a una nación cuyos soldados jamás habían podido ser derrotados! Mi padre me decía que Sebastopol había sido tomado por los franceses, pero mis amigos los soldados aseguraban que, muy al contrario, eran los soldados franceses e ingleses los que habían sido derrotados y exterminados en Sebastopol y eso me parecía mucho más verosímil. Durante la guerra ruso-turca de 1877-1878, mis padres deseaban, por odio al gobierno, la derrota de Rusia (cosa que yo ignoraba en aquel momento). Yo leía apasionadamente los periódicos y me exaltaba con el relato de las victorias de mis compatriotas (los reveses nunca se confesaban en la prensa rusa); me daba rabia ser niño y no poder enrolarme en las tropas para combatir al lado de mis amigos los húsares. Los generales Gurko y Skobeleff eran mis héroes favoritos.

Hacia la misma época (entre los ocho y los nueve años), estuve a punto de hacerme creyente. A mis dos hermanas y a mí se nos había criado al margen de toda religión, como es el caso de casi todos los hijos de «intelectuales» en Rusia. Se desconoce en Europa que las clases instruidas en Rusia son totalmente irreligiosas y ateas. Se juzga a Rusia según unos espíritus excepcionales, tales como Tolstoi o Dostoievski. Su misticismo, su cristianismo es completamente extraño a la sociedad ilustrada en Rusia. Y las mujeres aquí son tan poco creyentes como los hombres. Nosotros los rusos no podemos ni siquiera comprender cómo la gente instruida, en Europa occidental y sobre todo en Inglaterra, se interesa tanto por cuestiones religiosas; nos asombramos de que unos ingleses inteligentes y a veces sabios vayan a un templo para escuchar banalidades morales y los simples lugares comunes de un predicador; la costumbre inglesa de leer la Biblia sin cesar, de citarla en toda ocasión, nos parece una manía extraña, pues pensamos que hay miles de libros más instructivos, más agradables, más interesantes desde todo punto de vista que la Biblia. Del mismo modo, cuando nos enteramos de que, en los países de Europa occidental, unos sabios y unos filósofos, unos pensadores serios discuten para saber si el sentimiento religioso es eterno y si la humanidad podrá algún día prescindir de él, no podemos ocultar nuestra sorpresa, puesto que nosotros vivimos en un medio donde todo sentimiento religioso ha desaparecido sin dejar rastro. ¿Cómo podemos admitir la necesidad y la perennidad de la religión, si aquí toda la sociedad instruida, la flor y la élite de la nación, un millón de individuos o más, vive sin sentir la menor necesidad de las creencias religiosas? Desde ese punto de vista, el ruso típico no es el excéntrico Tolstoi, sino ciertamente Kropotkin quien, durante su larga existencia, meditó sobre multitud de cosas, pero nunca sobre Dios ni sobre el alma. La cuestión religiosa no se le plantea más que la cuestión de la astrología, la quiromancia, etc. En mi familia, como en todas las familias con las que nos relacionábamos, no se hablaba nunca a los niños de Dios, de la vida futura, de Jesucristo.

Esto afligía a la buena Pelagia, que quiso convertir a los pequeños paganos y nos enseñó la religión, lo cual fue posible sin que nuestros padres supieran nada de ello, pues, aunque nos querían, se ocupaban bastante poco de nosotros, como ya he dicho. Pelagia no sólo me explicó los principales dogmas cristianos, sino que me enseño incluso rezos que yo recitaba con compunción. Finalmente se dedicó a llevarme, así como a la mayor de mis dos hermanas, a la iglesia para que comulgáramos, a la cual yo pertenecía por nacimiento, pues en Rusia el bautismo es obligatorio para todos los niños rusos, es decir, nacidos de padres griego-ortodoxos; el Estado no considera rusos a los católicos, los judíos, los mahometanos, los protestantes; son solamente «súbditos alógenos (inorodtsi) del Imperio», pero no rusos. Conozco a un estudiante judío, súbdito ruso, que se asombró mucho cuando en un documento oficial francés se le atribuyó la nacionalidad rusa; creyó que era un error, y exclamó: «No, yo soy de nacionalidad judía», sin comprender la respuesta del funcionario francés: «En Francia, conocemos la religión judía, pero no conocemos una nacionalidad judía».

No hay una edad determinada para la primera comunión, se puede hacer comulgar al niño desde el momento en que está bautizado y, entre el pueblo, así se hace a veces. Pero antes de llevarme a la comunión, Pelagia me explicó que el sacerdote me confesaría. Me preparaba pues a la confesión temblando e intentando descubrir en mí pecados que eran minúsculos, supongo. Pero tenía muchísimo amor propio, como todos los tímidos, y la idea de desvelar mis pequeñas faltas a un extraño me asustaba mucho. Pelagia me había enseñado que yo iba acompañado de un ángel guardián que me protegía contra el diablo. Recuerdo que, echado en mi camita de hierro, con las luces apagadas, no podía dormirme, pensando en lo que iba a decir al sacerdote. Tan pronto me decidía a ocultarle mis pecados (tales como el de haberle sacado, con intención hiriente, la lengua a mi hermana o haberme mostrado perezoso en el estudio de las escalas y la gramática francesa que me imponía mademoiselle Pauline) —pero me decía entonces que esa decisión impía me era sugerida por el diablo—, tan pronto me resolvía a decirlo todo y sentía que obedecía entonces al ángel guardián. Finalmente ganó el ángel guardián: me decidí a revelarle todo al confesor, por mucho que le doliera a mi amor propio; experimenté un sentimiento de santa alegría y de beatitud y me dormí con ello. Al día siguiente me latía fuerte el corazón cuando Pelagia nos llevó a la iglesia, pero mi santa decisión era inquebrantable. Cuál no sería mi asombro cuando, durante la confesión, el sacerdote no me interrogó sobre ninguno de los pecados, sino que me preguntó solamente si sabía las oraciones y el Símbolo Niceno,** que Pelagia me había enseñado, y que yo recitaba bien que mal, sin comprender por lo demás prácticamente nada (pues en ruso la lengua litúrgica es el antiguo eslavo que es al ruso actual lo que el inglés de Beowulf o de Caedmon’s Paraphrase es al inglés de hoy. Por ello, las oraciones que recita el pueblo ruso les resultan absolutamente ininteligibles). Después comulgué sin experimentar ninguna especie de emoción y únicamente me pregunté por qué el pan (los griego-ortodoxos comulgan con trozos de pan y no con hostias) y el vino que había tomado no tenían en absoluto el sabor de la carne y la sangre. Respecto a la confesión, comento de paso que los sacerdotes griego-ortodoxos la comprenden de muy distinta manera que los sacerdotes católicos. En efecto, cuando más tarde, siendo alumno del gimnasio, me obligaron por los reglamentos escolares a confesarme y comulgar todos los años, el sacerdote no me hizo nunca pregunta alguna sobre los pecados sexuales, ni siquiera cuando tuve diecisiete años; ¡me preguntaba si era respetuoso con mis profesores, si no me peleaba con mis compañeros y si estudiaba a conciencia mis lecciones! Sé, por lo demás, del caso de una dama católica convertida a la religión griega que se indignaba —toda decepcionada y desilusionada— por la manera lacónica y «superficial» en que confesaban los sacerdotes de su nueva religión. «¡Casi no me ha interrogado!», decía.

Mi fervor religioso no duró mucho. Pelagia nos dejó algún tiempo después de mi comunión clandestina (de la que mis padres no supieron nada). Mi inteligencia experimentó, en esa época de mi vida (entre los ocho y los diez años), rápidos progresos. Comprendí que mis padres eran ateos, lo que me hizo dejar súbitamente de creer, dado que la autoridad intelectual de la excelente Pelagia, ausente, no se ejercía ya sobre mí, mientras que mis sentimientos patrióticos y militaristas se mantenían alimentados por la conversación de mis queridos amigos los soldados, encarnación de la fuerza física hacia la que mi propio padre me había inspirado una profunda veneración, sin prever las consecuencias de sus discursos. El período místico fue, por tanto, muy breve en mi vida.

A la edad de nueve años perdí a mis dos hermanitas. Se las llevó la difteria, de la que yo quedé contagiado al mismo tiempo que ellas, pero de la que sané. Se me ocultó su muerte durante varios meses, inventando historias. Pero yo empezaba a tener ya un espíritu más crítico y sospechaba alguna desgracia. Cuando supe por fin la verdad, me dio pena pero, cosa extraña, no me hizo llorar, y eso que lloraba siempre al ver morir a un perro, un gato, un pájaro o un ratón. Tal vez se debía a que no experimenté sorpresa moral, pues sospechaba ya la verdad que me ocultaban.

* El autor se refiere a Henry Havelock Ellis (1859-1939), médico y activista social británico que fue pionero en el estudio de la conducta sexual humana. En su obra, Havelock Ellis cuestiona los tabús de la moralidad victoriana.

** El credo que resume los principios básicos de la fe ortodoxa.

Lolita secreta

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