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En la oficina de correos

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Acababan de enterrar a la joven esposa del viejo administrador de correos, Hattopiertzov. Después del acto acudimos, tal como dicta la tradición, como invitados al banquete funerario. Cuando servían los buñuelos, el viudo estalló en llanto, y comentó:

—Estos buñuelos son tan limpios y rollizos como ella. Todos los comensales coincidieron con esta opinión. En verdad era una mujer toda virtud.

—Sí; todos los que la conocían quedaban admirados —declaró el administrador—. Sin embargo, amigos míos, yo no sólo apreciaba su belleza y su bondad; estas dos virtudes van de la mano con la naturaleza femenina, y por tal razón son bastante frecuentes en este mundo. La amaba por otra faceta de su personalidad: la quería —¡Dios la tenga en su gloria!— porque me era fiel, aun con su carácter alegre y juguetón. Me guardaba fidelidad a pesar de que tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; era totalmente fiel conmigo, un viejo.

Un sacerdote, que figuraba entre los convidados, parecía bastante incrédulo.

—¿Tanto le asombra a usted? —lo interrogó el jefe de correos.

—No se trata de eso; pero en nuestra época las mujeres jóvenes son un tanto..., entendez vous...?, sauce provenzale... —¿Así que sigue incrédulo? ¡Bien!, le voy a demostrar la certeza de mi declaración. Para ayudarla a mantener su fidelidad yo aplicaba ciertas artes estratégicas o de fortificación, si me permiten expresarlo de ese modo. Gracias a mi sagacidad y mi ingenio, mi mujer no podía serme infiel en modo alguno. Yo usaba toda mi astucia para cuidar la integridad de mi matrimonio. Empleaba unas frases que son como una hechicería. Era suficiente con que las pronunciara. En lo referente a la fidelidad de mi esposa yo dormía tranquilo. —¿Cuáles son esas palabras mágicas? .. —Son muy sencillas. Yo esparcía por el pueblo ciertos rumores. Ustedes mismos los conocen bien. Le contaba a muchos: "Mi mujer, Alona, sostiene relaciones con el jefe de policía, Zran Alexiench Zalijuatski." Y eso bastaba. Nadie se atrevía a acercarse a Alona, por temor al jefe de policía. En cuanto la veían los hombres se alejaban de prisa, pues temían que Zalijuatski pudiera imaginarse algo. Ja, ja!... Se necesitaba estar loco para enredarse con ese diablo. Es asombrosa la diversidad de denuncias que ese policía era capaz de imaginar. Por ejemplo, con sólo ver a tu gato por ahí, te denunciaba por maltratar a los animales.

—¡Cómo! ¿Entonces tu mujer no tenía relaciones con el jefe de policía? —se asombran todos.

—Era un truco mío. ¡Pero me doy cuenta de que todos to creyeron!... ¡Con qué habilidad los engañé a todos!

Después de esta ostentosa declaración todos guardamos silencio durante un buen rato. Nos sentíamos ofendidos de que este viejo gordo y de nariz voluminosa se hubiera burlado de nosotros.

—No te saldrás con la tuya. Espero que te cases otra vez. Te aseguro que no nos volverás a engañar —murmuró alguien.

La dama del perrito y otros cuentos

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