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Veraneantes

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Una pareja de recién casados recorría incesantemente el andén del lugar de veraneo. Él la tomaba del talle; ella se estrechaba contra él y ambos se veían felices. A través de los jirones de nubes, la luna parecía mirarlos con el ceño fruncido. Era muy posible que sintiera envidia y despecho por su tediosa y forzosa virginidad. En la quietud del aire se sentía el aroma de las lilas y las acacias. Más allá de las vías, un pájaro cantaba con agudos chillidos.

—¡Estar aquí es magnífico, Sascha! —dijo la recién casada—. ¡Casi podría pensar que estamos soñando! ¡Ese pequeño bosque nos contempla con calidez y cariño! ¡Hasta los postes telegráficos nos cobijan con su firmeza!... Al verlos, Sascha, siento vida en el paisaje y confío en que allá, en alguna parte, hay otras personas, una civilización... ¿No te llega a embelesar el débil ruido de un tren que pasa? —Claro que sí, pero... ¡tus manos están muy calientes! Tal vez es porque tienes muchas preocupaciones. Varia... ¿Qué vamos a cenar hoy?

—Tenemos sopa de verduras y pollo. Un pollo alcanza para los dos; y te traje de la ciudad sardinas y un poco de pescado ahumado.

La luna hizo un guiño cuando se ocultó tras una nube, como si hubiera aspirado rapé. El espectáculo de la felicidad humana le hacía pensar en su soledad..., una especie de lecho solitario más allá de los montes y los valles...

—¡Ya llega el tren! —dijo Varia—. ¡Qué gusto me da!

En el horizonte aparecieron tres ojos brillantes, y el jefe de la estación salió al andén. Las luces de los guardavías se desplazaron de un lado a otro de los rieles.

—Esperemos a que parta este tren y vayámonos a casa —dijo Sascha bostezando—. ¡Apenas puedo creer lo bien que vivimos juntos, Varia!

La oscura silueta del monstruo humeante se arrastró silenciosamente junto al andén y se detuvo. A través de las ventanillas de los vagones, en una especie de penumbra, vieron pasar rostros cansados, sombreros, hombros... —¡Mira! —dijo una voz desde uno de los vagones—. ¡Ahí está Varia! ¡Y su marido!... ¡Vinieron a esperarnos! ¡Vamos con ellos! ¡Vareñka!... ¡Vareñka!... ¡Aquí!

Del vagón salieron dos niñas y se colgaron del cuello de Varia. Después de ellas bajaron una robusta matrona, de edad avanzada, y un caballero, alto y esbelto, de patillas canosas. A continuación, dos muchachos en edad escolar cargando el equipaje; poco después, la institutriz, y, por último, la abuela.

—¡Aquí estamos! ¡Aquí estamos, estimado amigo! —empezó a decir el señor de las patillas, estrechando la mano de Sascha—. Seguramente nos esperaban desde hace mucho tiempo. ¡Me parece verlo, estabas enfurruñado porque tu tío no llegaba! ¡Kolia!... ¡Kostia!... ¡Niña!... ¡Fifa!...

¡Hijos!... ¡Abracen a su primo Sascha!... Todos hemos venido a verlos y a pasar tres o cuatro días con ustedes. ¿Verdad que no es molestia?... ¡Anda, con nosotros no debes mostrarte tan ceremonioso!

El matrimonio estaba verdaderamente aterrado por la inesperada llegada del tío y de toda su familia. Mientras su pariente hablaba y repartía besos, la imaginación de Sascha se desbocaba con el siguiente cuadro: se veía a sí mismo y a su mujer ofreciendo a los invitados sus tres habitaciones, sus muebles y sus mantas.

Veía cómo desaparecían devorados en un segundo el pescado ahumado, las sardinas y la sopa de verduras. Contemplaba a los primos arrancando las flores, derramando la tinta. Imaginaba a la tía hablando todo el día de sus enfermedades (su solitaria y su dolor de estómago) y de que al nacer ostentaba el título de baronesa Fintij... La mirada de Sascha estaba cargada de odio mientras contemplaba a su joven esposa y le murmuraba al oído:

—¡Cómo se han atrevido a venir a verte! ¿Por qué no se van al diablo?

—¡No! ¡Vinieron a verte a ti! —contestó ella, mientras le sostenía la mirada con una expresión de aborrecimiento y maldad.

—¡No son parientes míos, sino tuyos!... —dijo atragantándose; a continuación se volvió hacia los recién llegados y les dirigió la más amable de las sonrisas—. ¡Acompáñenos, por favor...!

La luna volvió a aparecer detrás de una nube. Era muy probable que estuviera sonriendo... ante la idea de no tener parientes...

Sascha volteó la cabeza para ocultar a los invitados un gesto desesperado y molesto; no obstante, consiguió exclamar, haciendo esfuerzos para que su voz sonara alegre y magnánima:

—¡Hagan el favor de acompañarnos, queridos huéspedes!... ¡Por aquí, si son tan amables...!.

La dama del perrito y otros cuentos

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