Читать книгу Cartas a Franco de los españoles de a pie (1936-1945) - Antonio Cazorla Sánchez - Страница 4

INTRODUCCIÓN

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VOCES EN UN TIEMPO DE MISERIA

Estimado/a lector/a:

He de advertirle de que tiene en sus manos un libro que produce tristeza. Quizás, al leerlo, tendrá usted que hacer pausa para recuperar el ánimo, porque los documentos que en él se incluyen relatan, en primera voz y a veces de forma descarnada, un tiempo terrible. Este libro reproduce las cartas que la gente, en su mayoría desconocida, escribió a Francisco Franco Bahamonde (1892-1975) entre 1936 y 1945, esto es, durante la guerra civil y los peores años de la larga posguerra española. La gran mayoría de las cartas son de españoles pero también hay, sobre todo para el período de la guerra civil, de extranjeros. Las cartas se conservan en el Archivo del Palacio Real, en Madrid, sección Casa Civil de la Jefatura del Estado. Hay allí cientos de miles de ellas, que fueron catalogadas hace unos dos años por lo que es la primera vez que se utilizan para una investigación.[1] Pocas veces el público tiene acceso a los documentos que manejan los profesionales de la historia; y más raramente aún puede el lector o lectora «oír» directamente la voz del pasado. Estas cartas son una excepción.[2] Durante el verano de 2011, estudié unas 8.000 misivas y escogí inicialmente unas 600. Por último, tras hacer varias purgas más y clasificarlas, quedaron los 273 casos que aparecen en estas páginas.

Durante la transcripción de estas cartas, he intentado reproducir fielmente los textos, corrigiendo solo errores menores o puntuales de ortografía (aunque se han dejado cuando eran continuos en el texto) o mecanografiado, y se ha respetado el estilo y las formas de expresión de los autores. En la mayoría de los casos, he eliminado los apellidos y direcciones postales de los particulares. La razón es simple: este libro no pretende exponer, denunciar o avergonzar a nadie, sino mostrar cómo explicaron y presentaron los españoles de a pie su realidad ante el Caudillo y, en el proceso, qué retrato de su tiempo nos dejaron. Finalmente, he clasificado las cartas por temas en doce capítulos y, dentro de cada capítulo, cronológicamente. Como se podrá comprobar, a menudo hay más de una carta referida a un mismo caso y la correspondencia (respuestas oficiales, súplicas repetidas, etc.) se prolonga durante varios años. Cada uno de los capítulos comienza con una breve introducción explicando qué se va a leer. Soy consciente de que, al seleccionar las cartas, mis prejuicios se habrán colado por aquí o por allá. Cuando esto ha ocurrido, ha sido de forma involuntaria: lo único que he perseguido al escoger los textos es que estos fuesen los más ilustrativos, variados e interesantes de los consultados. No obstante, he de señalar que, por cuestiones de espacio casi siempre pero también por motivos éticos, quedaron fuera de este libro textos impactantes.

A veces se verá que los destinatarios formales de las misivas eran los ayudantes de Franco, principalmente su primo Francisco Franco Salgado-Araujo (coloquialmente conocido como Pacón) quien fue primero su secretario y luego Jefe de la Casa Militar, y Julio Muñoz Aguilar, el Jefe de la Casa Civil. A veces, también los destinarios fueron la mujer de Franco, Carmen Polo —también llamada La Señora, quien tuvo una oficina propia—, o la hija de ambos, Carmencita. Pero el destinatario último, el hombre del que se esperaba la gracia, el favor o el perdón, era siempre el dictador. Si, por ejemplo, se escribía a doña Carmen en realidad se buscaba que esta influyera en su marido.

Entre otras cosas, en estas cartas se puede observar fugazmente la rápida transición de la imagen pública de Franco, quien de ser uno de los principales generales rebeldes en julio de 1936 se convirtió en el otoño en el líder del Nuevo Estado. A lo largo de 1937 Franco se fue transformando rápidamente en el Caudillo o dictador, asumiendo un poder cada vez mayor que no abandonaría hasta su fallecimiento en noviembre de 1975. Especialmente desde las últimas fases de la guerra, las personas que le escribían, ya describían a Franco, siguiendo la propaganda oficial, como el artífice de la rebelión del 18 de Julio. Pero además de esta falacia y de muchas otras exageraciones, durante la lectura de estas cartas se ve la miseria moral y material que la guerra y la dictadura impusieron a los españoles. Solo esta miseria, por un lado, y el poder inmenso de Franco, por otro, pueden explicar el tono y los temas de esta correspondencia, que en definitiva muestra cómo y por qué centenares de miles de personas —amigos o enemigos, víctimas o beneficiarios— se pusieron en las manos del Caudillo dirigiéndose a él con halagos, invocando su piedad, denunciando a vecinos o conocidos, o descubriendo la intimidad propia. Si usted, lector o lectora, piensa ya que este libro comienza a ser demasiado parcial, le ruego que evite leer el resto de la introducción y que se dirija directamente a la lectura de los documentos reproducidos, para que de esta manera pueda juzgar personalmente la época y la vida de los españoles entre 1936 y 1945 y su relación con Franco. Por el contrario, si quiere saber más del contexto histórico en el que se deben situar estas cartas, por favor, continúe leyendo los párrafos que restan.

Hasta finales del siglo XX, los españoles no tuvieron muchas oportunidades para disfrutar de la libertad y del bienestar. La monarquía de Alfonso XIII (1902-1931), tan inocente en muchas cosas, nunca llegó a generar un verdadero sistema democrático. Sí, es cierto, había bastante libertades, por lo menos hasta la llegada de la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), y muchos derechos; pero el sistema de la Restauración se basaba en un entramado de poder corrupto y falseado, que impedía que esa libertad relativa se trasladase en voluntad política efectiva. Cuando la monarquía se derrumbó en 1931, dejando paso a la República, parecía que por fin todo el mundo iba a tener una voz si no igual sí, al menos, igual de legítima y que el país iba a entrar en una fase de justicia y prosperidad. No fue así. La República, por razones que aún los historiadores debatimos con calor, fracasó en estabilizarse, muriendo a manos de los militares rebeldes de julio de 1936, y del hombre que más provecho sacó de la desgracia de España y de su libertad perdida: Francisco Franco.[3] En contra de las mentiras que se iban a empezar a propagar a partir del verano de la muerte de 1936, al hombre que se transformó en el Caudillo no le esperaba nadie, ni él mismo. Como tampoco esperaba nadie la dictadura cruel, cerril y miserable que finalmente impuso. El azar, la mala fe y la dinámica de violencia, esta última sin parangón en la historia española reciente, dieron lugar al Caudillo y al régimen que dirigió con mano de hierro hasta el día de su muerte.

El azar empezó su caprichoso andar cuando el caudillo (en minúscula, pues así le llamaban los periódicos antirrepublicanos) de las derechas españolas, el general José Sanjurjo, se achicharró el 20 de julio de 1936 en la avioneta que le traía de Portugal para encabezar la rebelión militar. Así moría el gran héroe de las guerras de África y el gran enemigo de la República contra la que ya se había sublevado en agosto de 1932.[4] En 1936, Franco también era, como muchos militares de su época, un «héroe». La prensa de derechas nunca ahorró en adjetivos para los oficiales que lucharon, no con demasiado acierto, en las campañas de Marruecos. Franquito (como le llamaban sus colegas por su poca envergadura física) era uno de ellos: siempre servicial y dispuesto a contarle a los periodistas lo que querían oír y publicar en los periódicos peninsulares, donde había un marcado abuso de calificativos y despropósitos.[5] No obstante, en vísperas de la guerra civil, el ya algo orondo Franco era más famoso y «heroico» por dirigir la represión de la revolución de Asturias de octubre de 1934 o por su estrecha colaboración con el ministro de la Guerra, José María Gil Robles, en la segunda mitad de 1935 que por sus hazañas en el norte de África. El azar siguió su curso cuando resultó que en la primavera de 1936 no había ningún general conspirador en el norte de África (los que había allí eran republicanos: los detuvieron y a algunos los mataron) y a Franco le pidieron sus colegas que se hiciese cargo él de los mercenarios de la Legión y los regulares que tan bien conocía y que tanto le querían. No obstante, Franco no lo tenía claro y dio largas hasta el último momento (Miss Islas Canarias 1936 le llamaba con sorna el general Gonzalo Queipo de Llano). El día 15 de julio, y solo cuando se dio cuenta de que no podía dilatar más, y de que el general Emilio Mola, el cerebro de la operación, ya le buscaba sustituto, se unió a la rebelión. Las fotos que publicó la prensa canaria del general que llega en barco a Las Palmas en la mañana del 17 de julio muestran a un hombre abrumado, no a un líder decidido y clarividente dispuesto a tomar el control de nada. La excusa oficial de esa visita —que le permitió coger el famoso avión Dragon Rapide que sus amigos de ABC le habían alquilado en Londres— fue asistir al funeral del general Amado Balmes, muerto en un extraño y oportuno accidente.[6]

Después, cuando ya era el Caudillo, y esto forma parte ya de la mala fe, se inventaría él y sus publicistas —muchos de ellos antiguos y apasionados lisonjeros del caudillo Sanjurjo— que Franco fue quien organizó y lideró el Glorioso Movimiento Nacional.[7] Había que tejer fino, pues aunque ya rebelde Franco se había movido con suma cautela. Salió de Las Palmas el 18 de julio, cuando ya sabía que sus hombres controlaban Marruecos. Durante los diferentes tramos del trayecto hasta Tetuán —donde llegó con el bigote afeitado y después de cambiar de ropas un par de veces, en la mañana del 19— se fue asegurando que todo seguía bajo control. Él, y no digamos nada sus lisonjeros cortesanos, dirían después muchas veces que arriesgó su vida; y no es cierto. A lo más arriesgó su carrera, pero para la eventualidad estaba el dinero que Juan March le había depositado en un banco extranjero por si la cosa salía mal. Quien sí arriesgó la vida, y la perdió, fue su rival por el poder, el general Manuel Goded, cuando después de controlar Mallorca fue a Barcelona, donde los rebeldes llevaban las de perder, a intentar cambiar la suerte de las armas.[8] La vanidad, y la necesidad de crear el Mito del Caudillo explican que las figuras de Sanjurjo, Mola, Gil Robles, Balmes, Goded y otros tuviesen que ser empequeñecidas, empañadas con desprecio apenas velado, o casi borradas de la memoria histórica franquista. Como también serían olvidados los favores de otros patronos y protectores que estuvieron detrás, con promociones irregulares y dedazos, de la fulgurante carrera militar de Franco, como su «amigo» el rey «soldado» Alfonso XIII, o el gran padrino de los africanistas, el general Dámaso Berenguer.[9] El Napoleón español no podía haber tenido padrinos (como tampoco se podía decir que otros generales, como por ejemplo el liberal Baldomero Espartero llegaron a general antes que Franco: a los treinta y a los treinta y tres años respectivamente). No es que ninguno de los citados fuesen grandes hombres: sencillamente es que podían hacer sombra al dictador que creía ser no ya un gran hombre sino el escogido de Dios.[10]

Con todo, lo peor para los españoles de a pie no fue el endiosamiento de un general, sino la violencia de la guerra y el gran trauma que esta generó; esto es, la pérdida de centenares de miles de vidas y el miedo y el dolor que esta experiencia dejaron detrás. Porque una cosa sería la retórica de la dictadura sobre el Glorioso Movimiento Nacional y otra muy distinta lo que los españoles querían o esperaban en 1936. Dicho simplemente: en el verano de 1936, muy pocos españoles querían, o esperaban, la guerra. Pero el franquismo, basándose en hechos reales y memorias parciales, como las intervenciones en las últimas Cortes republicanas de Gil Robles o del «protomártir» José Calvo Sotelo donde denunciaban la violencia reinante, construyó el mito de un país en caos al borde de la revolución, con un gobierno entre débil y cómplice con tanto desmán. Según la dictadura, España se moría y tuvo que ser el ejército, ante el clamor de la opinión pública, el que se sacrificase alzándose para salvar a la patria. Muertos hubo demasiados en la primavera de 1936, pero no llegaron a los trescientos, que en todo caso equivalen, aproximadamente, a bastantes menos de cada uno de los días de la guerra que destrozó a España durante cerca de treinta y dos meses. Durante la guerra civil murieron por lo menos 400.000 personas (soldados, víctimas del terror blanco y rojo, civiles en bombardeos y huidas, etc.), y en la posguerra aproximadamente otros 250.000 más entre los que mató Franco, unos 50.000, y los que se murieron de hambre (o más bien se les dejó morir), que sumaron quizás otros 200.000.[11]

La primavera de 1936 fue nefasta, pero demasiado a menudo ha sido relatada de manera parcial y tendenciosa. Gil Robles (que acabó de semiparia bajo la dictadura) y Calvo Sotelo (asesinado unos días antes del golpe), que tanto lamentaban la violencia de la primavera de 1936, estaban metidos en la rebelión... Y respecto al ejército, solo fue una parte, una leve mayoría de los uniformados, la que se sublevó. El resto permaneció leal o indeciso. Pero ni Franco ni los militares victoriosos en la guerra iban a recordar a los compañeros que ellos habían asesinado, destituido o condenado al exilio. Ellos, y solo ellos, eran el ejército, o mejor aún, España. A los españoles normales, que ni querían esta violencia masiva y cruel ni se beneficiaron de ella, solo les quedaba adaptarse y hacer lo mejor del tiempo que les había tocado vivir y que, desde julio de 1936 hasta muchas décadas después fue, por muchas razones, miserable. Veían partir a sus hijos al frente; muchos no volvían. Oían o veían los crímenes y atrocidades de unos y de otros. Sufrían los bombardeos, las escaseces... y poco podían hacer salvo esperar que la paz llegase cuanto antes.

El fin de la guerra no trajo la paz sino la victoria, y esta, a pesar de lo que decía la propaganda del régimen, no trajo ni justicia ni pan, pero sí muchas mentiras y crueldades. La victoria fue para los que por convencimiento o casualidad formaron parte del grupo de los vencedores, pero no para todos ellos. Al fracasar en su política económica —los años cuarenta fueron los de la verdadera Gran Depresión para España—, la autarquía en la que Franco y su círculo cuartelero tenían depositadas tantas esperanzas imperiales, hubo relativamente poco que repartir; y el reparto empezó, lógicamente, por arriba. A los de abajo, aun a los veteranos del ejército de Franco, les llegó poco y a menudo nada. Peor quedaron los que además de vencidos eran pobres. Por un lado sufrieron la represión implacable de la dictadura —que fusiló a decenas de miles de personas y metió en la cárcel a cientos de miles más— y, por otro, fueron la víctima principal de la atroz situación social del país. Ante esta catástrofe, dijo el régimen —y muchas personas lo creen aún hoy en día— que no fue para tanto el sufrimiento y que todo se debió a la malévola coincidencia de las destrucciones causadas por la guerra (y en particular de los «rojos»), las malas cosechas (la «pertinaz sequía») y el impuesto aislamiento internacional. Mentían: el hambre que sufrieron los pobres españoles no tiene igual en la Europa occidental del siglo XX. Fue mayor que el de los holandeses en el invierno de 1944-1945 (aunque menor que el de los griegos en el invierno de 1941-1942), pero en ambos casos fue provocado por un invasor extranjero, los nazis, durante una guerra. En el caso de España, el hambre lo causó el gobierno nacional y llegó con la paz, porque la guerra no destruyó los campos. Por el contrario, en la posguerra las cosechas se vendieron a precio de oro en el mercado negro... mientras que Franco creía que el futuro de España estaba al lado de la Alemania nazi, y por eso rechazó, cuando se la ofrecieron, la ayuda de las potencias «plutocráticas».[12] Por último, el sistema de racionamiento que impuso era corrupto e ineficaz. Para los pobres, el racionamiento a veces ha sido bueno. Por ejemplo, nunca comieron los británicos pobres mejor que durante la Segunda Guerra Mundial. En España, sin embargo, el racionamiento les dejó morir. Claro que el Reino Unido era en la década de 1940 una democracia decadente, y España un imperio con destino en lo universal.[13]

La división entre vencedores y vencidos y la penuria material de postguerra causó otro tipo de miseria: la moral. Si los ladrones y los enchufados medraban y prosperaban, lo que había que hacer para sobrevivir era imitarlos, al menos en lo esencial. De aquí que denunciasen, estraperleasen y buscaran enchufes pobres, ricos y los de en medio. No es que la mayoría, roja, azul o neutra, hiciese o condonase estos actos, pero probablemente nunca en la historia de España contemporánea el cinismo hacia lo público fue tan extenso como en la década de 1940. En este período, el Estado se convirtió en un medio para alcanzar privilegios, no en un mediador imparcial: falló a los españoles normales y enriqueció aún más a los que por contar con los medios y/o las conexiones —el famoso enchufe, la recomendación o el amigo— lo usaron en su provecho.[14] La familia, en cambio, se convirtió en el medio y en el fin de la supervivencia; más importante aún cuanto más pobres y desamparados eran sus miembros. Muchos de los rasgos sociológicos y actitudes políticas de la sociedad española de hoy, tanto en la esfera pública como en la privada, tienen sus raíces en el cinismo amoral de los años de la victoria.

Los historiadores solemos decir que en las dictaduras no hay opinión pública sino popular. Con esto describimos el hecho de que la gente no puede expresar libremente sus opiniones y por lo tanto no podemos saber exactamente (o muy aproximadamente) qué piensa. Lo que sí podemos, a partir de fuentes mediatizadas y parciales, es estimar y valorar lo que la gente piensa, y a partir de ahí explicar por qué (aunque demasiado a menudo, los historiadores decidimos de antemano, a partir de una serie de factores, lo que la gente debería pensar). Sabemos que durante el franquismo la mayoría de los españoles tenía que tener mucho cuidado con lo que decía, no fuese a ser que siendo afectos, neutros u hostiles al régimen, lo dicho fuese o pareciese inconveniente a la autoridad. Pero esto no quiere decir que la gente estuviese muda, ni mucho menos.[15] Por el contrario, había varias formas de afirmar las opiniones, incluso las que iban en contra de las autoridades, y los intereses propios. La más eficaz y segura de todas era utilizar el lenguaje católico y falangista oficial para señalar la diferencia entre lo que, según la ideología de la dictadura, la realidad debía ser y la circunstancia en la que uno se encontraba o denunciaba. No faltan en el pensamiento joseantoniano ni en el católico ni en los discursos de Franco referencias a la justica, la caridad y el perdón. Como se observará en las cartas que componen este libro, esta estrategia de hablar con el lenguaje correcto servía tanto para los vencedores como para los vencidos. Aquellos hacían más hincapié en los méritos y sufrimientos del vencedor: en el derecho a disfrutar la paz y de los frutos de la Nueva España que tanto esfuerzo les había costado. Los vencidos, en cambio, apelaban a las palabras de caridad y perdón, dentro de una tradición cristiana de arrepentimiento y absolución de los pecados. En definitiva, si alguien quería algo y por ser pobre, perseguido o falto de influencias, no tenía esperanzas de conseguirlo apelando a los canales normales del Estado, lo mejor era apelar a los principios del régimen y al hombre que lo encarnaba: el Caudillo.

La propaganda del régimen intentaba manipular a los españoles, pero estos también podían utilizar la propaganda para sus propios intereses. Cuando escribían a Franco o a sus representantes, y desde luego cuando el nombre del Caudillo aparecía invocado, se decía lo que el régimen decía que se debía decir y con las palabras y conceptos del discurso oficial: otra cosas es que se dijese toda la verdad. Era un juego de expectativas. Toda crítica se esperaba que fuese envuelta en una declaración de lealtad. A cambio, se esperaba que el Caudillo correspondiese con la magnanimidad que la propaganda le atribuía. No cabe duda de que, para muchos de los que se dirigían al Caudillo, el interés era el principal y hasta el único motivo. Pero también había razones más sinceras. En la España tan dura de la posguerra, y ante un Estado tan arbitrario y (salvo a la hora de reprimir) ineficaz, el Caudillo era para muchos la única esperanza de justicia. Mucha gente necesitaba creer que lo bueno que se decía de él era verdad y que lo malo que se vivía todos los días era producto de la camarilla que le rodeaba y le engañaba, y que, en definitiva, se aprovechaba de la bondad de Franco en su propio interés. Es el mito, tan viejo como la política misma, del buen rey y los malos cortesanos. Los historiadores sabemos que esto no fue así. Franco estaba bastante bien informado de lo que pasaba en el país. Por ejemplo, en el archivo de la Fundación Francisco Franco se guardan muchos de los cuadernos que le enviaban semanalmente la policía y los servicios de información de la Falange. Estos documentos están a menudo anotados y subrayados por la mano del dictador. El Caudillo sí sabía del hambre, la injusticia y la represión, por supuesto, pero lo que a él le importaba eran otras cosas, empezando por las amenazas a su poder.

Franco, como otros dictadores de su tiempo —Mussolini, Stalin, Hitler, Mao, etc.— fue más popular que su propio régimen. A la popularidad entre las personas de derechas, que le agradecían haber protegido propiedad y religión durante la guerra, habría que sumar la de las masas más despolitizadas que simplemente querían vivir una vida más o menos normal, a pesar de la miseria reinante en la década de 1940, después de los horrores de la guerra civil. El miedo a que esta se pudiese repetir llevó a mucha gente a apoyar al dictador o, al menos, a no apostar por ningún cambio. También se benefició Franco de que la gente estaba muy desencantada con la política en general y la democracia en particular, que en el caso de España muchos veían como causantes de las desgracias pasadas y presentes. No es de extrañar por tanto que la política y los políticos —oposición, autoridades y, por supuesto, los falangistas— fuesen vistos con escepticismo y rechazo. Y queda, por último, el mayor y único «logro» (aparte de la «Victoria» sobre parte de sus compatriotas y a costa de tanto dolor colectivo) de la dictadura hasta que el desarrollismo de la década de 1960 le permitió pretender otras cosas: la tan pregonada «Paz de Franco».[16]

España permaneció al margen de la Segunda Guerra Mundial; pero casi por accidente. Franco, cuando las cosas iban bien para Alemania, quería entrar en la guerra de barato y en el último momento, y que además Hitler le regalase el imperio francés del norte de África.[17] Eso se intuía en su momento, lo que no se sabía, hasta que los documentos aparecieron hace poco en el archivo de la Fundación Francisco Franco, es que además el Caudillo tenía planes para invadir Portugal (en el catálogo del citado archivo, el documento aparece descrito como una invasión desde Portugal).[18] A Hitler el precio le pareció demasiado alto y eventualmente, dado que el Reino Unido no claudicó como él y Franco esperaban, la mente del Führer se fijó en la conquista de la Unión Soviética. Mientras tanto, la propaganda franquista espoleó a los nazis e insultó a los aliados... hasta ir cambiando de tono en 1943-1944, cuando el resultado de la guerra parecía cada día más oscuro para los nazis, y el régimen empezó a hablar de la amenaza comunista y de la paz que España disfrutaba gracias a su Caudillo. Ahora la paz orquestada por la propaganda coincidía con los deseos de la mayoría de los españoles. Estos no podían saber lo que el Caudillo había intentado hacer en 1940 pero sí sabían que no querían más guerras. De este modo, Franco el guerrero dio paso al Franco de la paz y la reconstrucción, aunque ambas fuesen, a causa de la represión y de las fallidas políticas económicas del régimen, más una aspiración que una realidad. Esta fue la mayor fuente de legitimación del Caudillo desde entonces y hasta el día de su muerte. Y todo esto explica cómo el general que un día de 1936 se lanzó contra su gobierno como parte de una conspiración militar, convertido luego en el dictador y que tanta miseria trajo a España, acabó siendo la esperanza de partidarios, neutrales y hasta de sus víctimas... y cómo todos ellos y nuestro país quedaron tan lejos de la Europa liberada de 1945.[19]

ANTONIO CAZORLA SÁNCHEZ

Ottawa, mayo-junio de 2012

Cartas a Franco de los españoles de a pie (1936-1945)

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