Читать книгу Asesino Binario - Antonio Dyaz - Страница 15

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CAPÍTULO 1

Una lágrima se deslizó lentamente por mi mejilla, sorteó los accidentes de mi piel, y finalmente se estrelló contra la espuma del lavabo. Allí se transformó en una diminuta flor roja, una amapola solitaria en un mar de jabón. ¿Por qué estaba llorando sangre?

Comencé a marearme.

Quizá el ángulo del sol en el espejo aquel día era distinto, o quizá mi incipiente barba exigió un afeitado con posturas distintas. Cuando nos aferramos a una rutina cotidiana durante años, el más mínimo cambio puede reducir a pedazos una disciplina forjada con el tesón de los solitarios, de los guerreros que cada día se miran al espejo y ven un vendedor de alfombras, un detective privado, un instalador de antenas o un vendedor de El Corte Inglés.

¿Cómo no se me había ocurrido antes? Es probable que la decisión se hubiera estado larvando en el área reptiliana de mi cerebro durante este último lustro de trabajos precarios, que me habían permitido tiempo suficiente para afilar mis habilidades como hacker aficionado.

Aquella mañana no parecía como todas las demás mañanas. Porque lo que vi en el espejo fue un asesino a sueldo. La definición golpeó mi conciencia como un guante de boxeo cargado; no cabía la menor duda. Todos mis años de zozobra, profesiones estúpidas, inseguridad y dilemas morales acababan de ser pulverizados por esa revelación.

Mi ética estaba en permanente conflicto con la realidad, sobre todo después de leer a Wittgenstein y a Schopenhauer. Y mi moral no existía, dado mi irredento ateísmo. Por esa razón Kant jamás me convenció, aunque nunca me convertiría en el protagonista de American Psycho. Sexo y poder son palabras gemelas; pero no así el amor. Y yo soy un tipo romántico, aunque esté dispuesto a matar por dinero. Muchos lo hacen por celos, por placer, por efectos de sustancias psicoactivas... y los más peligrosos y abyectos son capaces de matar por un ideal. No me cabe la menor duda de que hay gente que merece morir, y gente dispuesta a pagar por ello. Yo sería la correa de transmisión entre ambas realidades.

La adrenalina comenzó a refrescar mis arterias, y supe que había hallado mi particular aguja en el pajar. ¡Tantas ocupaciones absurdas! ¡Tanto tiempo desperdiciado! ¿Por qué había tardado dos décadas en encontrar mi vocación?

Cobraría mis servicios en bitcoins. Y nada de Chrome, Firefox o Explorer; navegaría con TOR a través de la llamada Deep Web o Internet Profunda, para que nadie pudiera localizar mi IP. Sería invisible para el Poder, pero estaría siempre disponible para mis clientes e ilocalizable para mis enemigos. Entonces reparé en que aún no tenía enemigos, lo que me situaba muy abajo en el escalafón del crimen. «No importa», recité mentalmente:

«Dadme tiempo, y tendré enemigos. Dadme enemigos y tendré prestigio. Dadme prestigio y tendré poder. Dadme poder y tendré tiempo.»

Aullé como un lobo en celo, salté sobre el sofá de IKEA Söderhamn ® y me quité la camiseta con gesto retador, como si fuera Cristiano Ronaldo tras violar la portería contraria en una final. Pero al cruzarme con el espejo de la entrada pude constatar que mi cuerpo no es como el de CR7. Soy gordo, pálido y macilento. Y calvo. Pero no se equivoquen, siempre disfruté de un inesperado sex-appeal, y he tenido entre mis brazos a las mujeres más hermosas (y no pocos hombres), que han caído rendidas ante un, para mí inexplicable pero bienvenido, encanto. ¿El timbre de mi voz? ¿Mis vastos y absurdos conocimientos? ¿Mis lunares? ¿Mi esmerada pedicura?

El politono del móvil me apeó de mi ensoñación. Miré la pantalla ¡Era Amanda! Pero si no me devolvía las llamadas desde hacía dos semanas... En un arrebato de autoestima decidí no contestar.

El amor propio ni es propio ni es amor, pero a veces funciona.

Entonces aterricé en una realidad que nada tenía que ver con Al Pacino, Robert de Niro o Jason Statham. Porque, además de mi entusiasmo, tenía un problema... en realidad varios problemas. Jamás había matado a nadie. No tenía ni idea de técnicas de defensa personal, no digamos de mercenario o de guarda de seguridad o de policía, ni entrenamiento militar alguno, además de no haber pisado un gimnasio en mi vida. Y cada vez que veía sangre me mareaba de manera irremisible.

Sin embargo, hay algo que sí tenía: convicción, y muchas ganas de ganar dinero eliminando a indeseables. Aunque el concepto de «indeseable» no es universal. Bueno, ya pensaría sobre ello más adelante, examinando cada caso antes de aceptarlo.

Me puse manos a la obra. Invertí mi finiquito tras un empleo temporal de tres al cuarto en los grandes almacenes y algunos ahorros en comprar un nuevo y potente ordenador, además de adquirir un portátil con los últimos avances tecnológicos y conseguir algunos periféricos que me serian útiles (almacenamiento masivo de datos, biometría, ese tipo de cosas). El más importante era una costosa impresora 3D de última generación que me permitiría fabricar mis propias armas.

Nadie de mi pasado podría jamás asociarme con el chaval gordito que mataba su tiempo libre jugando al billar intentando robar las miradas de las princesas rotas que acompañaban a los capos del barrio.

Ni tampoco con el esforzado comercial que vendía artículos de deporte en la planta siete de El Corte Inglés: «Sí; esta fusta es de fibra de carbono, cuesta el doble, pero realmente merece la pena». Mentira. Toda mi vida había sido una mentira. Hasta que supe ver el asesino que llevaba dentro; bien, pues ahora lo llevaría fuera. Sin complejos, pero adoptando técnicas de mimetismo propias de los insectos. Como ya he señalado antes, soy de esos tipos que piensan que el mundo sería un lugar más seguro si nadie estuviera dispuesto a morir por un ideal.

«Aquella mañana Gregorio Samsa despertó convertido en un monstruoso insecto», comenzaba La metamorfosis de Kafka. Bien; ahora el insecto era yo. Me imaginé con seis patas y no me vi mal del todo. Conocía un proveedor de exoesqueletos militares de Kevlar ®, le propondría unos diseños...

Mi anodino apartamento en la periferia de la ciudad resultaría una base perfecta para mi nueva profesión, sin ostentaciones. Inicialmente mi civismo fiscal me empujó a la Agencia Tributaria, a preguntar el epígrafe que más se pudiera ajustar a mi actividad, pero lo más parecido a un asesino a sueldo es el epígrafe de Torero (Matadores de Toros, Grupo 051), y bajo ningún concepto iba a engrosar las filas de esos analfabetos sanguinarios. Así que no pagaría la abusiva y disuasoria cuota de autónomos, no declararía mis ingresos, no emitiría facturas y no tendría jefes: tendría clientes.

Carecía de familia, sin apenas lazos afectivos (con Amanda y las demás chicas solo me une compartir el entusiasmo por ciertos lubricantes y algunos sofisticados juguetes eróticos) por lo que no me vería obligado a llevar una doble vida. Llevaría una sola, pero más intensa que la de cualquiera de los mortales de Vicálvaro o de San Blas (ambos barrios madrileños son fronterizos en el mapa, pero en la calle se lamen mutuamente las heridas). Y por supuesto pasaría mucho tiempo de hotel en hotel, ya que mis ingresos me lo iban a permitir, aunque por el momento debería conformarme con mi pequeño apartamento, hasta que lograra obtener documentación falsa convincente que me permitiera aceptar encargos en otros países y en otros lugares. Todo se andaría.

Entonces llegó un mensaje al móvil. Amanda de nuevo... lo abrí, era un vídeo... ufff pero no un vídeo cualquiera. ¡Rayos! ¿por qué me excita tanto Amanda cuando se filma mientras se introduce la botellita de Tabasco ® por... ahí? Fue idea mía, pero no se lo decía en serio ¿y si se le abre en el interior accidentalmente? Probablemente habría vuelto de vacaciones, o se habría aburrido de su último amante atrapado en Meetic o en eDarling o en Tinder. Al final siempre volvía a mí, y yo me dejaba hacer.

Por cierto, no les he dicho mi nombre, aunque ya no importa lo que ponga en mi DNI. A partir de ahora seré Big K. Parece el nombre de un rapero o de un DJ, pero créanme, David Guetta me aburre y Kanye West cobra más de lo que merece. Lo de big se explica fácilmente: peso 120 Kg. Big K viene de Binary Killer. Es un software para jugar en Bolsa, y especular en pocos segundos con opciones a futuros. A veces he ganado dinero con él, pero me parece un procedimiento tedioso, y demasiado volátil, aunque me gusta el nombre, y por eso lo adopté para mí: Binary Killer.

Jamás me sentí tan ilusionado. Tabula rasa, que en latín significa «borrón y cuenta nueva». Más o menos. Ahí radica mi peligro: no soy un asesino cualquiera; soy un asesino culto. Estudié Filosofía en la universidad, he devorado bibliotecas e incendiado mis retinas en cines y videoclubs (cuando existían los videoclubs y cuando se podía ir al cine sin mascarilla y sin miedo a contraer un virus). Y sí; sé latín. Literalmente, al igual que Boris Johnson, Primer Ministro del Reino Unido y exalcalde de Londres (no me lo invento, pueden comprobarlo, el tipo habla latín) pero mi prudencia habría de conducirme al anonimato y al éxito, lo que me recuerda una cita de Ovidio:

Bene qui latuit, bene vixit

(«El que vive bien, vive inadvertido»)

Pero nunca me convertiría en un asesino en serie, qué vulgaridad ¡Esa gente está desequilibrada!. Muchos se enriquecen mutilando lentamente a miles de familias condenadas a sobrevivir con salarios miserables, y ostentan cargos públicos remunerados y reciben parabienes de los gobernantes.... pero ¡Basta! ¡Hemos dicho que nada de ideología!

Mi primer paso sería imprimir un arma, pero como había decidido ser autosuficiente, después de leer varios manuales de emprendedores, y ver en streaming alguna conferencia de la London School of Economics supe que mi primer crimen habría de cometerlo con mis propias manos, e invertir los emolumentos que me reportara en la adquisición de una pistola de fabricación cerámica, indetectable en los aeropuertos, con silenciador y proyectiles ensamblables. Así dispondría de dos armas, y mi pequeño arsenal comenzaría a crecer gracias a la tecnología. Obtuve los diseños en Internet, sin necesidad de bucear en la Deep Web, y me puse manos a la obra. Me sentí un artesano del crimen.

Y por cierto, aquella remota mañana realmente no había llorado sangre, solo me había cortado al afeitarme, y el escozor hizo que mis lacrimales actuaran y que ambos fluidos compartieran su trayectoria hacia la espuma del lavabo. Pero la flor roja resultante fue una señal, quizá la más importante de mi vida. Bendita amapola que despertó mi conciencia y que me hizo pensar:

«Matar por dinero... ¿Hay acaso algún oficio más noble y más antiguo?»

Asesino Binario

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