Читать книгу La psicóloga de Medjugorje - Antonio Gargallo Gil - Страница 4

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La brisa marina masajeaba con fuerza el rostro de Cristina, dando vida a unos cabellos rubios que acompasaban un caminar vivo, seguro, intrépido, igual que la inquietante carrera del tiempo cuya vitalidad hace que nunca se detenga a descansar.

¡Cuarenta primaveras!

Un halo melancólico se fundió con la niebla espesa que envolvía el paseo de Benicasim y que acariciaba con frescura la tersa piel de una mujer que mantenía la belleza de su juventud. Una figura capaz de desconcertar a cualquier desconocido, dado que por su matriz habían pasado ya tres pequeñas criaturas, todos varones, y que llegaron, tal vez, no cuando ella hubiese deseado, porque le habría gustado ser una madre más joven, aunque en lo más profundo de su corazón sabía que vinieron al mundo en el momento oportuno, bajo la firme mano de la madurez.

Envuelta por el sonido de las olas y el eco de sus pasos, avanzaba en su paseo matinal hasta la playa del Torreón. El hecho de que su mirada no pudiese perderse sobre el horizonte azul, le permitió adentrarse en su interior con más facilidad, acogiendo cada uno de sus pensamientos con la misma ternura que mecía a su pequeño Naim, de tan solo un año de edad.

A pesar de la infinidad de veces que realizaba el paseo a lo largo del año, siempre se detenía en el lugar donde se transformó su vida. Allí, en ese rinconcito donde tendría lugar el inicio de un sueño mágico sin fin. Sonreía y descendía hasta la playa donde un día se recostó y cuyo despertar marcaría un punto de inflexión en su caminar. Se agachaba y con infinita ternura cogía un puñado de arena entre sus manos y la dejaba caer. Un ritual envuelto de simbolismo que le recordaba lo cerca que estuvo de la muerte, donde todo era oscuridad y desazón, tristeza y abatimiento, miedos y desasosiegos, desesperanza y dolor; una soledad envuelta de un horizonte tenebroso cubierto por nubes negras que solo permitían vislumbrar el suicidio como único horizonte. Arena que caía como las hojas de otoño, fundiéndose de nuevo con la madre Tierra. Unos granos antes, otros después, pero todos caían. El tiempo de caída era lo único que los diferenciaba, por lo demás, su esencia era la misma, como la del ser humano. ¡Cuántas cosas se habría perdido de haber llegado a tan fatídico extremo!, pensaba con una mueca dibujada con el pincel de la fe y la esperanza. En aquellos lejanos y fatídicos momentos, jamás se imaginó que lo mejor de su vida estaba por llegar.

Sentía la caricia de la arena al deslizarse con suavidad de entre sus manos, al punto que repetía lo que se había convertido en su oración: «Mi tiempo es como la arena. El día de mañana me fundiré con la Tierra y lo haré sin nada, igual que cuando vine al mundo, porque polvo soy y en polvo me convertiré. Solo me iré con el amor que haya podido dar y recibir. No quiero abandonar el mundo con odio, ni con rencor, pero sí repleta de amor y de paz. Gracias por este nuevo amanecer, que hoy pueda vivir el día como si realmente fuese el último de mi vida, y hacerlo con la misma intensidad que lo hacen los granos de arena, capaces de disfrutar de la frescura del mar cuando sube la marea y de las caricias del sol en los momentos más áridos. Que mi vida sea un oasis de paz para todos los que me rodean. Jesús, contigo y como tú».

El sonido del móvil hizo que Cristina regresase súbitamente al mundo exterior. El susurro de las olas volvía a hacerse perceptible acariciando sus oídos, la niebla besaba su piel con la frescura de dos enamorados, mientras sus ojos sonreían por el clima misterioso que dejan las nubes de azúcar cuando deciden dejar de volar, permitiendo saborear su dulzura y sentir su acogedor abrazo.

¡Felicidades, cumpleañera!

Muchas gracias, Marta —repuso Cristina con alegría—. Me alegro de que te sigas acordando de la fecha de mi cumpleaños.

—Tendré que apoyarte en este duro trámite que supone abandonar el apasionante número tres y darte la bienvenida al prestigioso club de los cuarentones. ¿Cómo te sientes?

—Me da un poco de vértigo, pero lo superaré —repuso con una sonrisa imperceptible.

—Aprovechando que es domingo y no tengo guardia en el hospital, ¿te apetece tomar un café esta tarde o lo tienes complicado con los nenes?

Me encantaría, pero no puedo. Ya sabes que Daniel es un fanático del Villarreal y dice que con su presencia da buenas vibraciones al equipo, hasta el punto de que se ha llegado a creer que es imprescindible para que el club acabe en puestos de Champions.

—Vamos, que le van a tener que hacer socio de honor.

—Lo cierto es que a mí no me importa que vaya. Supongo que aprovechará para soltar todas las tensiones de la semana, le hará un traje a medida al árbitro y ello hace que venga más tranquilo que un koala. —Una sonora risa se escuchó al otro lado de la línea—. Afortunadamente hemos encontrado el equilibrio idóneo para mantener una buena convivencia. Yo le dejo ir al fútbol con sus amigos y, en cuanto regresa, le pregunto y me emociono escuchándolo como si realmente me interesase el partido; y él, por su parte, no me pone ningún impedimento cuando necesito salir a dar un paseo.

—Eso es lo que yo necesitaría: ¡recuperar mi espacio personal! Es que no paro en todo el día. En cuanto acaba mi jornada laboral, comienzo la de madre y ama de casa. Y, claro, llega un momento en el que necesito desconectar porque los niños absorben mucho y si no recuperas energía te acabas quemando. Al final, sin pretenderlo, lo acabas pagando con la persona que tienes al lado.

—El matrimonio funcionará mejor si os otorgáis un tiempo personal para que cada uno pueda sumergirse en su interior y bucear en las inmensidades del ser, de lo contrario tu luz se va apagando y puede crecer un vacío interno difícil de llenar. Puedes tenerlo todo y, sin embargo, sentir que no tienes nada o, en el peor de los casos, caer en la desidia o en la depresión, como a mí me pasó en su día.

—¡Cómo te admiro! —exclamó Marta con sinceridad.

—¿Por qué?

—Cuando tengo que subirle los ánimos a algunos enfermos, siempre les hablo de ti. Les cuento cómo un bello gusano de seda estaba adormecido, hasta que un día decidió abandonar su crisálida para convertirse en una preciosa mariposa capaz de extender sus alas y volar —Cristina escuchaba con atención a la enfermera, sintiendo la energía que envolvían las palabras de su mejor amiga—. Les cuento tu historia, de cómo supiste sobreponerte a esa crisis tan profunda que casi te aparta de mi lado y cómo fuiste capaz de dejarlo todo para partir en busca de tus sueños, que en aquel entonces era el de convertirte en escritora. Les explico con detalle cómo escribiste Las huellas ocultas de Dios y todos quieren leer la novela, hasta las personas mayores con problemas de visión. Cuando lo hacen quedan sorprendidas por el profundo trabajo de investigación realizado y, sobre todo, por el viaje interior que realizan los lectores junto con el protagonista. Luego me piden más libros tuyos y esperan con ansia conocer todos tus títulos, pero la ilusión desaparece de sus miradas cuando les digo que solo tienes esa obra porque, en cuanto pusiste el punto final, como si un rayo de luz se posase en ti, descubriste tu verdadera vocación.

—Imagino que se quedarán sorprendidos cuando les informas de cuál es mi trabajo actual.

—¡Alucinan!

—Yo a veces también lo hago, la verdad.

—Desde luego que hay que tener coraje para estar en un sitio como ese. ¡Yo sería incapaz!

—Lo mismo decía mi madre, pero si eres capaz de entrar con una mirada transparente, limpia como la de un bebé, dejando todos los prejuicios a un lado, entonces se establece una sintonía difícil de explicar.

—Me alegro mucho de que disfrutes tanto en tu trabajo. Algún día tienes que escribir un libro narrando tus experiencias, seguro que será un éxito.

—La semilla narrativa está adormecida, pero no niego que algún día pueda volver a despertar…, el tiempo dirá.

—Guapa, tengo que dejarte, ya ha despertado la fiera —El llanto agudo e inconfundible del pequeño Marcos reclamando a su madre dejaba entrever que la conversación había llegado a su fin.

—Vale, tranquila. Muchas gracias por llamar y que pases un buen domingo.

—Igualmente.

Cristina tuvo que descender del coche debido a la lluvia y a la espesa niebla que seguía, por segundo día consecutivo, correteando por las inmediaciones de Castellón. Mostró su tarjeta identificativa al guardia de seguridad —en días normales siempre lo hacía desde el interior de su vehículo— y la gran puerta corredera se abrió. Ante la escasa visibilidad accedió al parking exterior con extremada prudencia. ¡Jamás había visto una niebla tan compacta! Incluso daba la impresión de que podría cortarla en pedacitos para tomarse un rico y refrescante pastel de nube. Además, tuvo que descender del coche en varias ocasiones para aparcar correctamente, ante la dificultad de ver las líneas blancas que dividían las plazas.

Apenas había cerrado el vehículo, cuando la sobresaltó el tacto de una mano que se posaba repentinamente sobre su hombro.

—Disculpa, no pretendía asustarte —dijo una cálida voz al ver cómo Cristina se había llevado las manos al corazón.

La dulzura en la mirada de aquella mujer que parecía haber salido de la nada la tranquilizó, aparte de que era consciente de que estaba en el lugar más seguro de la ciudad, donde las medidas de vigilancia eran extremas.

—¿Trabajas aquí, verdad? —preguntó la misteriosa voz que se protegía de la fina lluvia con un gracioso y juvenil paraguas de colores bajo el cual se desprendía pura vida.

—Sí —repuso Cristina con amabilidad, pensativa por la mirada familiar de unos ojos grisáceos penetrantes cargados de una paz indescriptible­­—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Había pedido cita con el subdirector para que me concediese una pequeña entrevista con uno de los profesores del centro —La voz de la mujer transmitía una paz y una bondad fuera de lo común—, pero con la niebla… —prosiguió con una mínima pausa— no he encontrado la entrada y he acabado en el parking.

—¡Qué casualidad! —exclamó Cristina—. Precisamente yo formo parte del claustro de profesores.

­­La dama, de extremada belleza y atrayente personalidad, lanzó una sonrisa cómplice, dejando al descubierto una dentadura perfecta que parecía fundirse con el color de la niebla.

—Un placer, mi nombre es Miriam.

—Igualmente. Yo soy Cristina —repuso estrechando su mano.

«Tiene la piel tersa y suave como la seda. Y esa mirada… ¿dónde la he visto antes?».

—En ese caso ya no será necesario que incordie al subdirector, si ya tengo ante mí la persona que necesitaba.

—Claro, estaré encantada de ayudarte —afirmó Cristina, tomándose la confianza de tutear a su interlocutora por la cercanía que presentaba—. ¿Quieres que te muestre la escuela y te presente al claustro?

—Tengo autorización para entrar en las oficinas, pero no sé si me dejarían entrar contigo —expuso Miriam con sinceridad—. Además, no será necesario.

—En ese caso te puedo facilitar mi número de teléfono y cuando te venga bien quedamos y me haces esa entrevista —sugirió Cristina, consciente de que ante ella tenía una mujer de corazón dócil con quien podría entablar una bonita y enriquecedora amistad.

—Tranquila, no quiero robarte tu tiempo —musitó Miriam, mientras sacaba de su bolso una tarjeta de color verde pistacho y se la extendía con inmensa amabilidad.

Cristina notó un escalofrío que le recorrió de pies a cabeza, erizándosele la piel.

«¡No me lo puedo creer! ¿Estaré soñando?», pensó completamente anonadada por la situación que estaba viviendo y consciente de que estaba más despierta que nunca.

—Esta tarjeta es muy especial, es la única que he hecho y, por supuesto, la persona que aparezca en mi consulta con ella le aplicaré la terapia gratuitamente —La voz de Miriam retumbaba en el corazón de Cristina como lo hace el sonido en una cueva—. Lo único que te pediría es que se la entregues a uno de tus alumnos, a quien creas pudiese ayudarle.

Cristina clavó sus ojos sobre la tarjeta. ¡Tenía el mismo formato que la de El psicólogo de Nazaret! Aquel psicólogo que le transformó la vida por completo y que le permitió saborear el Cielo en la tierra.

MIRIAM DE MEDJUGORJE

PSICÓLOGA

«¿Acaso será su madre? —se preguntó con la mente completamente obnubilada y con sus ojos inmersos en las profundidades de la tarjeta—. ¡Claro, por eso me resultaba familiar su mirada!

—¡Buenos días, Cristina! —La voz de Florencio, el capellán, que acababa de aparcar a su lado, despertó a la profesora del breve letargo en el que estaba sumida.

—¡Buenos días! —contestó Cristina, alzando su mirada y percatándose de la ausencia de quien le había dado la tarjeta—. ¿Miriam? —inquirió en voz alta ante la oscuridad blanquecina en la que estaba inmersa.

—¡Gracias, Cristina! —escuchó una voz lejana y, a continuación, el ruido del motor de varios coches que llegaban al parking.

Cristina aceleró el paso dejando a Florencio atrás. Con un poco de suerte la alcanzaría antes de abandonar el recinto, momento que aprovecharía para plantear a Miriam la infinidad de preguntas sin respuesta con las que se había quedado. Además, ¡la tarjeta no tenía ninguna dirección! ¿Cómo una psicóloga profesional podía olvidar plasmar la ubicación de la consulta?

¡Era vital detenerla!

—Espera, Miriam —gritó con más fuerza acelerando su paso.

Toda esperanza se desvaneció cuando los ojos de Cristina contemplaron cómo, a escasos metros de ella, la puerta principal estaba abierta y nadie a su redor, más que el poderoso ruido del motor del camión de reparto que entraba para desempeñar sus funciones.

Cristina sintió la impotencia de tener que enfrentarse a las palabras muertas, esas que quedan desnudas sin poderlas vestir con los bellos hábitos de la voz y que, inexorablemente, acaban errando por la mente en forma de eco. Un eco incómodo, doliente, que la dejó desconcertada.

Durante unos segundos se quedó reflexionando, al menos la experiencia le sirvió para tomar conciencia de lo importante que era hablar las cosas y aclarar cualquier malentendido, sobre todo con las personas queridas. Un día están aquí y, al día siguiente, pueden no estarlo. Y esas palabras muertas yacen en el corazón como estaca hiriente, porque el orgullo no permitió darles voz. Ahora entendía la filosofía y las palabras de su marido: «Si alguna vez nos enfadamos, que no caiga la noche sin antes haberos perdonado».

La psicóloga de Medjugorje

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