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“Al pie del acantilado”1

“Al pie del acantilado2” es una historia intensa, detallada, dramática y bien construida. La conducta observada en los seres que participan de la acción, constituye un ejemplo de una actitud de resiliencia3, protagonizada por unos pocos personajes pobres que han sido expulsados de la ciudad y que, en la búsqueda de un espacio para poder sobrevivir y ejercer su derecho a la vida, encuentran lugares inhabitables, pero con el trabajo y el ingenio logran construir una casa bastante austera, con materiales deleznables y se establecen allí, durante un lapso significativo (siete años) hasta que una vez más, autoridades que vienen de la ciudad los obligan a salir de allí, los expulsan y estos expatriados reinician la búsqueda a fin de encontrar un pedazo de tierra, “al pie del acantilado”, donde subsiste una “higuerilla”, para comenzar la tarea de levantar una “nueva vivienda”. Y así al infinito.

Hemos ofrecido una síntesis de la historia que se construye con gran destreza y sabiduría por parte del narrador. Y antes de ingresar al análisis de algunos aspectos relevantes de esta experiencia límite ambientada en el “fondo del barranco, en los viejos baños de Magdalena”, dentro de lo que hoy se conoce como la Costa Verde (que es precisamente un gran acantilado que rodea a Lima), la ciudad capital del Perú, queremos destacar, desde el punto de vista del discurso y de la estructura, la presencia de algunos aciertos, de este cuento célebre de Ribeyro4.

El primero es el de haber elegido un convincente narrador autodiegético, en primera persona que cuenta una historia, a la vez, personal, familiar y vecinal, de gran contenido humano y muy verosímil, porque es representativa de la realidad social de Lima, incluso de esta capital que, oficial y formalmente, se dispone a celebrar el Bicentenario de la Independencia (1821-2021), y que no solo no ha sabido ni podido resolver los problemas de vivienda, de tránsito, de violencia, de corrupción, de caos permanente, sino que ha sido desbordada por todas estas y otras plagas y luce más caótica, inhumana, insegura, racista y peligrosa para todos sus habitantes, diseminados en un espacio incomunicado por un pésimo sistema de transporte, que subsiste hasta la actualidad.

En este contexto, el relato “Al pie del acantilado” conserva su vigencia, porque fue imaginado por un narrador que es, a la vez, protagonista de esta especie de gesta popular de sobrevivencia, y que se muestra como un hombre de acción y de reflexión. En sus más de diez bloques narrativos se exhibe como un persistente e indoblegable constructor de una frágil vivienda para él y sus dos hijos que lo acompañan (Pepe y Toribio) en la dura aventura de la sobrevivencia en un ámbito precario situado entre la costa y el mar. En las fases finales de la lucha para evitar el desalojo de él y de sus vecinos llega a ejercer un importante liderazgo que permita hacer respetar los derechos de estas familias.

Al lado de esa capacidad de trabajo y de resistencia a las adversidades que debe soportar en su difícil y austera existencia, debemos destacar sus dotes como narrador de su propia historia. En ese sentido, su prosa recurre con frecuencia al auxilio de imágenes poéticas para darle un sentido más figurado y connotativo a su narración5. Es sintomático que el primer párrafo completo sea una muestra lograda y sugestiva del buen manejo de las imágenes, que dotan al relato en su totalidad de un sentido metafórico. Apreciemos su mirada reflexiva y figurativa:

Nosotros somos como la higuerilla, como esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y escarpados. Véanla cómo crece en el arenal, sobre el canto rodado, en las acequias sin riego, en el desmonte, alrededor de los muladares. Ella no pide favores a nadie, pide tan solo un pedazo de espacio para sobrevivir. No le dan tregua el sol ni la sal de los vientos del mar, la pisan los hombres y los tractores, pero la higuerilla sigue creciendo, propagándose, alimentándose de piedras y de basura. Por eso digo que somos como la higuerilla, nosotros, la gente del pueblo. Allí donde el hombre de la costa encuentra una higuerilla, allí hace su casa porque sabe que allí podrá también él vivir. (Ribeyro, 1994, II, p. 17)

En este conocido párrafo, Leandro, el narrador, establece una comparación entre dos seres vivos: la higuerilla (que pertenece al reino vegetal) y la gente del pueblo (que pertenece al ámbito humano). Y lo que ambos tienen en común es el ser resistentes ante las dificultades del espacio en que crecen y hacen sus vidas. La higuerilla y la gente del pueblo tan solo piden “un pedazo de espacio para sobrevivir”. Y eso es lo que apreciamos en el relato, al inicio y al final. La primera vez, que es el punto de partida y de desarrollo de la historia, la higuerilla es encontrada “al fondo del barranco, en los viejos baños de Magdalena”. Y la razón por la que Leandro y sus hijos la buscan con apremio es porque están en condición de perseguidos por la ciudad, “como bandidos”. Descubierta esta señal de vida que es la higuerilla, ellos se quedan allí durante siete años, lapso en el cual la existencia es muy dura y sobrevienen algunas desgracias, aunque el grupo alcanza una precaria estabilidad. Al término de ese periodo, otra vez tienen que salir de allí e inician una nueva búsqueda hasta encontrar, una vez más, la “señal de vida” que les permita reiniciar el inestable ciclo vital a que están sometidos por ser marginales, pobres e ignorados por el Estado.

Cabe agregar que la ocupación del espacio indispensable para levantar una construcción que se asemeje, en lo esencial, a una casa común y corriente la realizaron primero Leandro y sus dos hijos. Con sumo sacrificio y en el lapso de un año, “ya teníamos nuestra casa en el fondo del barranco y ya no nos importaba que allá arriba la ciudad fuera creciendo y se llenara de palacios y de policías. Nosotros habíamos echado raíces sobre la sal” (Ribeyro, 1994, II, p. 18).

Poco tiempo después llegó Samuel, otro perseguido, y fue recibido por Leandro y sus hijos. Se incorporó y contribuyó con su trabajo a mejorar la vida de todos ellos y a cambio de su aporte no exigía nada, tan solo un poco de comida y “que lo dejaran en paz”. Con la llegada del verano aparecieron personas por los alrededores, pero no venían en búsqueda de un lugar para construir, sino a disfrutar de un baño de mar. En el ir y venir, esos bañistas, después de retirarse de la playa pasaban cerca de la casa de Leandro y al verlo reclamaban que “su playa” estaba sucia y pedían que la limpiara. A Leandro le incomodó el reclamo, pero en cambio le agradó que pensaran que era “su playa”. Y por ello Leandro y Samuel se esforzaron por limpiar y ofrecer algunas comodidades mínimas a los visitantes.

Y Leandro no cesaba en su propósito de enfrentar todos los obstáculos que descubría, entre ellos, por ejemplo, los fierros que impedían nadar más adentro a los bañistas. Pero el reto de luchar contra esos fierros hasta sacarlos totalmente, lo asumió Pepe, el hijo mayor del narrador, que se pasaba gran parte de su tiempo metido bajo el agua. Esta tenacidad para conseguir su propósito, sin considerar la inconmensurable fuerza del mar, lo llevó a morir ahogado. Y esta fue la tragedia más dolorosa que sufrió Leandro: perdió al hijo que más lo secundaba en el trabajo de cada día. Y tuvo que continuar, sin bajar la guardia.

Con posterioridad a estos luctuosos hechos, se hicieron presentes los últimos “perseguidos”, es decir, los hombres y mujeres del pueblo que también llegaron para construir sus casas “en la parte alta del barranco”. Leandro los observa y da cuenta del modo desesperado con que levantaron sus precarias viviendas, “con lo que tenían a la mano”. Una vez que estuvieron instalados se estableció una comunicación entre el narrador y algunas mujeres, que como parte de su rutina bajaban a lavar ropa. Por el diálogo que entablan nos enteramos de que han pasado tres años desde que se instaló el grupo familiar pionero, que ahora tiene un miembro menos, por la muerte de Pepe y su padre se lamenta de la soledad en que vive.

Leandro es, pues, el eje de la historia y del discurso. Es él quien encabeza la lucha por la sobrevivencia, el que lleva a la práctica su labor de constructor y de defensor de la casa y del entorno en el que sobrelleva su vida. Y, a la vez, en base a la experiencia que acumula cada día, a los golpes que le da la vida, adquiere una sabiduría, una capacidad de reflexión y un arte para construir imágenes y comparaciones que enriquecen la complejidad de ese mundo precario, donde actúan personajes que expresan diversos matices de la condición humana, vistos con los ojos observadores y certeros del narrador de “Al pie del acantilado”. Apreciemos, por ejemplo, el modo en que reflexiona luego de sufrir una de las pérdidas que más lo conmueven: su hijo Pepe, su más cercano colaborador, muere ahogado en el mar en plena lucha por tratar de retirar una barcaza que les impedía ganar un mayor espacio. Leandro recurre a las comparaciones que, a la vez, sugieren imágenes metafóricas: “Perder a un hijo que trabaja es como perder una pierna o como perder un ala para un pájaro. Yo quedé como lisiado durante varios días. Pero la vida me reclamaba, porque había muchísimo que hacer” (Ribeyro, 1994, II, p. 27).

Si tratamos de apreciar en su totalidad la historia desarrollada en “Al pie del acantilado” y recurrimos a algunos conceptos propios de la narratología y de la semiótica narrativa greimasiana6, podríamos señalar que este relato en cuanto al desarrollo de los sucesos supone un recorrido completo, que considera, en el marco del cuadrado semiótico7, los siguientes términos: disjunción-(1) ----- no disjunción-(2) ----- conjunción-(3) ------ no conjunción ----- disjunción-(4). La disjunción primera corresponde a la expulsión de los personajes encabezados por Leandro, que se encuentran en una situación de desalojados. La no disjunción, al momento en que el pequeño grupo familiar encuentra una higuerilla en un lugar al fondo del barranco y se establece allí, aunque de modo precario. La conjunción primera se alcanza cuando Leandro y sus hijos no solo logran construir su casa, sino que mejoran el entorno y esto les permite cobrar algún dinero a los bañistas que bajan hasta la playa que ha sido arreglada por los personajes del relato. La no conjunción retorna cuando llegan algunos de los hombres de la ciudad y visitan hasta en dos oportunidades el lugar donde viven Leandro y los de las casas vecinas, surgidas después de la instalación de los que Luchting (1971, p. 83) llama “los pioneros”.

Estas visitas crean una incertidumbre y concluyen con el arresto de Samuel y el anuncio de que los habitantes de esa barriada tienen que desalojar porque se han instalado en terrenos del Estado. La disjunción final se concreta en el momento en que los pobladores son expulsados con apoyo de la fuerza pública y el trabajo de una cuadrilla que destruye las casas levantadas por los precarios poseedores. El último en salir es, precisamente, Leandro, que se resistió hasta el final, porque los demás vecinos aceptaron la oferta de la Municipalidad de ser trasladados a una nueva zona (Pampa de Comas), donde podrían instalarse y construir viviendas con el respaldo de la ley. Leandro luchó para que los vecinos no acepten esta oferta, que él consideraba insegura, pero finalmente, las maquinarias llegaron hasta los límites de su casa y él tuvo que abandonar casi solo el lugar, porque su hijo Toribio no estaba con él en ese momento. Sin embargo, al emprender el éxodo, nuevamente, Leandro lo hizo sin alejarse del mar. De ese modo, un poco más adelante su hijo le dio el alcance y juntos recomenzaron el reto de levantar una nueva vivienda. Como se ve, los personajes han terminado como comenzaron, diseñando una circularidad desfavorable para ellos.


Si bien Leandro ha sido derrotado por la fuerza legal y policial de los que detentan el poder y ejercen la autoridad desde la distante comodidad de la ciudad, continúa en su lucha, no se da por vencido, usa un método ya conocido para descubrir el signo de vida que, con su presencia, le anuncia que ha llegado a la tierra prometida. Y es su hijo Toribio quien pronuncia las palabras esperadas, equivalentes a las que dijo Rodrigo de Triana cuando avistó “tierra” desde una de las carabelas comandadas por Colón. Leamos:

—¡Mira! ¡Una higuerilla!

Yo me acerqué corriendo: contra el acantilado, entre las conchas blancas, crecía una higuerilla. Estuve mirando largo rato sus hojas ásperas, su tallo tosco, sus pepas preñadas de púas que hieren la mano de quien intenta acariciarlas. Mis ojos estaban llenos de nubes.

—¡Aquí! —le dije a Toribio—. ¡Alcánzame la barreta!

Y escarbando entre las piedras, hundimos el primer cuartón de nuestra nueva vivienda. (Ribeyro, 1994, II, p. 41)

Pese a haber soportado una serie de adversidades durante los siete años que vivió en ese acantilado (la mayor de las cuales fue la muerte de su hijo Pepe, que se ahogó luchando contra el mar), Leandro mantiene intacta su capacidad de seguir viviendo, de comenzar, cual un Sísifo de la costa limeña, un nuevo ciclo, porque ha encontrado, una vez más, el símbolo que es su par, porque la higuerilla y Leandro son dos seres que resisten las derrotas y reinician el ciclo de la vida.

Durante décadas se ha discutido (y se seguirá haciendo) acerca del múltiple valor que se le ha asignado a este texto. Desde el punto de vista del mundo recreado por el autor, se ha señalado la verosimilitud que ha conseguido Ribeyro al plasmar, una vez más, el problema de la marginalidad que existió y que subsiste en Lima, los abismos de las diferencias sociales y económicas que dividen a “los de arriba”, “los del medio” y a “los de abajo”. Todo ello sigue vigente, pero a una escala mayor y en el marco de una globalización que ha agudizado las contradicciones de todo tipo que saltan a la vista en el contexto de una Lima, que ya no es la que Ribeyro evocó en los inicios de la década de los sesenta, cuando él estaba entre nosotros, e incluso, unos pocos años antes había vivido y trabajado en Ayacucho. W. Luchting (1971, p. 62) ha escrito mucho sobre eso y ha analizado exhaustivamente todos los aspectos ideológicos y artísticos de “Al pie del acantilado” y otros críticos han destacado el carácter de gesta popular que tiene “la fundación”, primero, de una casa (la de Leandro) y luego la de muchas viviendas hasta constituir un núcleo de marginales que resiste con todo (Huárag, 2004, p. 138). Pero la ley y las instituciones le “echan el ojo” a la zona y no se detienen sino cuando logran expulsar a estos moradores precarios.

Desde el punto de vista de la poética y de la construcción de esta “casa” hecha de palabras y con el acabado de la narración que es el cuento “Al pie del acantilado”, lo determinante es la estrategia que pone en marcha Ribeyro, y que ha empleado en otros célebres relatos. Nos referimos, por ejemplo, a “Doblaje”, conocido “cuento de circunstancia”, que también es examinado en estas páginas. ¿Dónde está la semejanza entre uno y otro texto (el realismo versus lo fantástico)? ¿Qué tienen en común el exquisito cultor del esoterismo y creyente de la teoría del doble, que vuela a Sidney y el marginal Leandro que es expulsado de Lima y viaja para buscar y encontrar entre las rocas del acantilado, la higuerilla que es su “otro yo”, su “doble”, que le dice que pueden coexistir juntos?

Para la puesta en escena de una y otra historia, y crear “el efecto de realidad” que atrape al lector y lo lleve a emprender su propio viaje por los respectivos mundos verbales de la ficción, Ribeyro elige emplear, con variantes y adaptaciones, una fórmula que no le falla cuando construye una nueva historia.

Dicha fórmula, de su bagaje, consiste en comenzar con un enunciado convincente y prometedor que “pesca” al lector y lo hace “morder” el anzuelo de la lectura. Trascribamos los dos “sebos” que arroja el narrador al océano de los que buscan buenas historias. Tomando en cuenta la antigüedad de los textos comenzamos con “Doblaje” y cerramos con “Al pie del acantilado”. Recordemos que, en el primer cuento, el narrador anuncia que su padre, (de un viaje a la India), ha regresado con una colección de libros de ocultismo. Y lanza el anzuelo:

En uno de esos libros leí una vez una frase que despertó mi curiosidad. No sé si sería un proverbio o un aforismo, pero de todos modos era una fórmula cerrada que no he podido olvidar: “Todos tenemos un doble que vive en las antípodas. Pero encontrarlo es muy difícil porque los dobles tienden siempre a efectuar el movimiento contrario”. (Ribeyro, 1994, I, p. 127)

Este comienzo no tiene pierde y el lector compra su boleto para irse a Sidney, acompaña al narrador en su búsqueda infructuosa del doble. El narrador, en su retorno a Londres, descubre que su doble ha dejado una prueba de su presencia en la casa: el retrato de Winnie, la mujer a la que ambos han amado. La estrategia empleada supone la concurrencia sucesiva de una fórmula inolvidable que “paraliza” al lector (la acabamos de presentar). Y sobre la marcha, se despliega la historia, que lo mantiene pegado al texto, a la vez que goza, palabra a palabra, de un viaje espacio-temporal, porque el cuento es un vehículo que sirve para volar en alas del ritmo de la prosa que nos hace ver y creer el mundo ficticio en acción, con todos sus atractivos y detalles y ello produce el “placer del texto” del que hablaba Roland Barthes (2015).

Ese mismo fenómeno narrativo ocurre en “Al pie del acantilado”. Nos parece que también podemos explicar cómo funciona la magia narrativa con la que Ribeyro persuade a sus lectores y los vuelve crédulos. Reproduzcamos solo la oración primera en la que está el núcleo de la fórmula. En los demás enunciados del párrafo se la detalla: “Nosotros somos como la higuerilla, como esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y escarpados” (Ribeyro, 1994, II, p. 17).

En este comienzo lo esencial es el planteamiento de la comparación, entre un “nosotros” (“la gente del pueblo”, según Leandro) y la higuerilla. Para convencer de la validez de lo que afirma nos hace ver cómo vive y resiste la planta, ofrece imágenes de su indesmayable lucha por conseguir “tan solo un pedazo de espacio para sobrevivir”. Y luego de haber abundado en ejemplos de la validez de la comparación concluye “que somos como la higuerilla… Allí donde el hombre de la costa encuentra una higuerilla, allí hace su casa porque sabe que allí podrá también él vivir” (Ribeyro, 1994, II, p. 17).

Y todo el extenso y fluido relato no es sino la construcción de la historia, con sus elementos fundamentales: el espacio fronterizo entre la tierra y el mar, el proceso de construcción de la casa con sus detalles, los sucesos en su trabajada conexión mediante la presencia de los personajes, entre los cuales destaca el propio Leandro, que asume una doble tarea: la de levantar la vivienda allí, “al pie del acantilado” y la de construir el relato guiándose por el plano de la comparación, que permite establecer un paralelo entre la vida y resistencia de uno y otro elemento comparado: la gente del pueblo y la higuerilla. Y en esa operación, la casa de Leandro asume un protagonismo porque ella es el producto del trabajo esforzado del hombre sobre el espacio escarpado que la higuerilla ha ayudado a encontrar a estos seres marginales que luchan contra un sistema que no les da tregua. Pero ellos tampoco la piden, solo requieren de la presencia de la planta sobre la cual podrán levantar la casa que los albergará durante esos siete simbólicos años. Esa es la extensión del tiempo efectivo que viven los personajes. Y Leandro crea el tiempo de la narración, producto de la selección, del encadenamiento de los sucesos, de principio a fin.

Siguiendo la clasificación propuesta por el propio autor, “Al pie del acantilado” es un cuento “resumen”, en tanto abarca una etapa amplia o significativa de la vida y peripecias de uno o más personajes. En este caso, el narrador en primera persona y por tanto protagonista de los sucesos que evoca, narra su propia existencia y las de otros personajes a lo largo de algunos años. Y la medición temporal la hace el narrador observando el transcurrir de las estaciones. Y como la historia se desarrolla principalmente muy cerca del mar, la de mayor significación y en la que acontecen los cambios más relevantes es el verano.

Julio Ramón Ribeyro

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