Читать книгу Julio Ramón Ribeyro - Antonio González Montes - Страница 11
Оглавление“El chaco”
RITMO: ESCENA. RESUMEN. ELIPSIS
En este intenso relato de final trágico, el narrador permanece innominado, solo se le llama con el apelativo de origen quechua, “Chiuchi”1, y es de la comunidad de Huaripampa, escenario de varios hechos relevantes. Usa la primera persona en condición de narrador testigo y como personaje se identifica emocionalmente con Sixto Molina, el comunero, que vuelve moribundo a su terruño y perece luchando. Este joven testigo de la gesta individual de Molina, también le dice “Chiuchi” a Antonio, un personaje menor de edad, como él, que trabaja en la hacienda, y le informa de lo que ocurre allí. En algún momento el narrador conjetura que Antonio y él se parecen mucho y pueden ser hermanos. Sus caras son del color de las piedras que los rodean. Este testigo de la gesta de Sixto es muy dinámico y está cerca de los hechos, transcribe los diálogos de las escenas. Usa, a veces, imágenes y descripciones de ciertos lugares agrestes del Ande. Así facilita la comprensión de los lectores que son ajenos a ese mundo rural, dominado por los cerros. El relato emplea la narración ulterior. Evoca sucesos ya ocurridos. Se luce con imágenes alusivas a Sixto Molina cuando este aparece hacia el final del día del chaco.
El espacio mayor en el que se desarrolla la lucha de un comunero en contra del hacendado y sus allegados es el de la zona central del Ande peruano, en el departamento de Junín. La comunidad de Huaripampa, uno de los centros de las acciones, se sitúa cerca de las provincias de Jauja y de Huancayo. A lo largo del cuento se citan varios lugares, que corresponden a zonas, parajes, terrenos, casas, establecimientos de venta. Algunos de ellos se repiten más de una vez.
La historia, ambientada en la región de la sierra, se inicia in media res, a partir del día en que retornaron a Huaripampa varios comuneros que trabajaban en las minas de La Oroya. Vuelven por la nostalgia de su comunidad, sus tierras, sus animales, pero están maltratados por la dureza del trabajo en los socavones. El narrador da cuenta de la presencia de estos personajes, a los que ve moribundos. Y así, poco a poco, se fueron muriendo y el único que sobrevivió hasta el final de la historia es Sixto Molina, aguantó los abusos, en especial, del hijo del hacendado, Niño José, pero respondió a ellos y murió luchando, en un chaco, organizado por su enemigo, Santiago, el hacendado.
La mayor parte del relato se desarrolla mediante la técnica de la escena, que consiste en mostrar lo que ocurre en la historia, en un tiempo casi equivalente al de los hechos. El narrador observa lo que ocurre y apela a la citada técnica, en la que se incluye lo que hacen y lo que dicen los personajes. A través de ello se infiere el tipo de relaciones (armónicas o de conflicto, de igualdad o de superioridad, de acatamiento o de rebeldía) que existe entre los personajes en el contexto espacio-temporal que comparten. Veamos un ejemplo. Una de las primeras escenas a las que asiste el narrador, en calidad de testigo, es la que muestra a dos personajes que son integrantes de los mundos en conflicto que “El chaco” hace conocer a los lectores. Trascribiremos algunos fragmentos, a partir del momento en que el narrador y Sixto Molina se encuentran “en la carretera que separa nuestra comunidad de la hacienda de don Santiago” (Ribeyro, 1994, II, p. 45).
Estábamos conversando cuando vimos acercarse al niño José, el hijo del patrón, que ya creció y dicen que es ingeniero. Venía al paso de su yegua “Mariposa”. Al pasar a nuestro lado se detuvo y nos saludó. Yo me quité el sombrero y le di los buenos días, pero Sixto no dijo nada y lo miró a los ojos. Así estuvieron mirándose largo rato, como buscándose querella.
—No te conozco —dijo el niño José—. Pero por la cara que tienes debes ser minero y huaripampino. ¿No sabes decir buenos días?
Sixto se rio como nunca lo había oído yo, dándose puñetes en el vientre y cogiéndose más abajo las partes de la vergüenza.
¿De dónde ha salido éste? —me preguntó el niño José—. —¿Más idiotas todavía en Huaripampa?
—Es Sixto Molina —le dije—. Ha venido de las minas hace unos meses. Pero Limayta dice que pronto tendremos que enterrarlo.
El hijo del patrón se fue hacia las minas sin decir nada, pero yo me enteré por el chiuchi Antonio, que vive en la hacienda, de que esa misma noche le contó todo a don Santiago. (Ribeyro, 1994, II, p. 46)
Esta escena, una de las primeras, es una de las claves de “El chaco” porque presenta el tipo de relaciones jerárquicas que existían en diversos lugares de la dura geografía de los Andes centrales en el Perú, en las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo xx, aunque los antecedentes de esta relación conflictiva se remontan hasta el establecimiento del régimen colonial, en el siglo xvi, cuando el Imperio español irrumpió con violencia y sometió por la fuerza y el abuso a los que habían vivido en el gran espacio socio-cultural establecido por el Tahuantinsuyo (no exento de contradicciones y de rivalidades étnicas y territoriales, que los conquistadores aprovecharon para sus fines de dominación).
Volviendo a la escena que reúne al comunero Sixto Molina con el hijo del patrón, el niño José, cabe decir que es un desencuentro porque, de un lado, el heredero quiere que se reproduzca el comportamiento de siempre: que los comuneros lo saluden con respeto, como signo de reconocimiento de su jerarquía. Sixto rompe esta rutina y no lo saluda. Solo atina a reírse, como nunca lo había hecho, dice el narrador testigo. Ya sabemos que la risa es subversiva, cuestiona el poder, como lo sugiere Umberto Eco en El nombre de la rosa (1999). Bajtin también se ha referido al poder cuestionador de la risa (1990, p. 59).
El narrador sigue de cerca el desarrollo del conflicto que acaba de estallar y da a conocer que el niño José no aprueba la actitud desafiante del comunero. Exige que cada vez que se encuentren, este lo salude como lo hacen los demás, pero Molina insiste en no saludar y se limita a mirar de modo penetrante al hijo del hacendado. El niño José pierde los papeles y golpea con violencia al maleducado, según su punto de vista. La pugna sigue: Sixto no cede en su conducta, pese al maltrato recibido. Ante ello, el hijo de Santiago opta por cambiar de ruta para no encontrarse con su tenaz opositor. A su vez, este sigue esperando en el mismo lugar de la carretera para repetir su ritual de silencioso observador de su rival.
Además de su capacidad de resistencia ante los golpes de su rival, Molina se revela como un estratega que sabe devolver, en el momento y lugar menos esperados, una respuesta que desestabiliza al poderoso hacendado y a su familia. El narrador, valiéndose de lo que le informa el chiuchi Antonio, (quien trabaja para Santiago), hace saber al lector
que una piedra muy grande había rodado desde el cerro hasta la casa del patrón. La piedra fue dejando un surco en la ladera, abrió una brecha en los tunares, rompió la pirca del corral y se metió al galpón, matando a cuatro ovejas. (Ribeyro, 1994, I, p. 47)
Este golpe es la respuesta de Sixto ante los abusos del niño José. Y de hecho, establece la dinámica dicotómica del relato hasta el final: las acciones de Molina y de Santiago responden a un porqué, expresan el enfrentamiento permanente que mantienen a lo largo de la historia, la cual se cierra, literal y metafóricamente, con la realización del chaco; es decir, de la “caza” de Sixto en la explanada que está debajo del cerro Marcapampa, un espacio digno del sacrificio de un personaje emblemático de la comunidad, un hombre con una gran capacidad de resiliencia.
La magnitud del daño sorpresivo que sufre la propiedad determina la inmediata respuesta del hacendado, quien esa misma noche viene hasta la comunidad. Y para destacar la singularidad de esta inopinada llegada, el narrador recurre al empleo de una analepsis, es decir, a la evocación del pasado para verificar que el patrón solo visitaba Huaripampa en época de cosechas, cuando aparecía en búsqueda de braceros para que trabajen en sus chacras, y por ello venía de buen ánimo, “invitaba cigarros y aguardiente, contaba historias que hacían reír, bailaba con las cholas y hasta se emborrachaba con Celestino Pumari, el personero” (Ribeyro, 1994, II, p. 47).
Como hemos indicado, uno de los grandes aciertos narrativos del relato es que siga la acción mediante la técnica de la escena, que permite observar y percibir, con sus diversos matices y connotaciones, los enfrentamientos directos de Santiago y su hijo José, con Sixto Molina, el solitario comunero que desbarata las argucias de sus opositores. Ello es lo que se aprecia en la siguiente secuencia, una de las más candentes y reveladoras de la historia, que se inicia con la llegada de Santiago y su comitiva a Huaripampa, lo que dice y hace en ese lapso, y concluye con su partida luego de haber discutido con Sixto Molina, a quien se acusa de ser el autor de la acción que provocó la destrucción de parte de la casa y la muerte de algunos animales de los hacendados.
El propietario realiza el recorrido en compañía de su hijo José y del mayordomo Justo Arrayán. Los tres se dirigen a la casa del personero Celestino Pumayari, quien también es parte del grupo. Allí intervienen Santiago y su hijo José. El primero da cuenta de lo que ha ocurrido, quiere saber quién es el causante y amenaza con irse a Huancayo, la capital del departamento de Junín para pedir que el prefecto ubique al criminal. Su hijo asevera que Sixto ha sido el responsable y pone como testigos a gente de la hacienda que “lo ha visto varias veces rondando el cerro”.
Luego de este intercambio de pareceres acerca del suceso que los ha traído hasta la comunidad, se dirigen todos a la casa del acusado. Lo encuentran dedicado a quehaceres cotidianos y el primero en dirigirse a él fue Santiago, quien
le habló en castellano, pero Sixto se hizo el que no entendía. Justo Arrayán, el mayordomo, tuvo que hablarle en quechua y después dijo —Molina dice que es muy débil para empujar una piedra grande. —¿Cómo sabe que es una piedra grande? —preguntó el niño José. (Ribeyro, 1994, II, p. 48)
Y así continúa la comunicación, con Justo Arrayán que hace de traductor entre Sixto, que insiste en hablar en quechua, y el hijo del hacendado que lo hace en español. Santiago se incomoda con esta situación y utilizando el poder que detenta, da la siguiente orden y su cumplimiento nos permite apreciar que Sixto es un bilingüe coordinado, es decir, que maneja ambas lenguas y cuando decide hablar en español no solo lo hace con fluidez, sino que expresa sus ideas con fuerza y coherencia. Apreciemos este fragmento de gran significación socio-lingüística y de crucial valor ideológico. (Más le hubiera valido a Santiago no provocar a Sixto). Leamos:
Don Santiago gritó:
—¡Que hable en castellano! ¡Todos ustedes saben castellano! No creo que sea tan bestia que se haya olvidado. Dime tú, carajo, ¿Entiendes lo que te digo?
Entonces Sixto Molina habló en castellano y lo hizo mejor que los señores, como nunca habíamos oído nosotros hablar a un huaripampino.
—Usted no es mi padre —dijo— usted no es dios, usted no es mi patrón tampoco. ¿Por qué me viene a gritar? Yo no soy su aparcero ni su pongo ni su hijo, ni trabajo en su hacienda. No tengo nada que ver con usted. Cuando más, vecinos. Y carretera de por medio, y pirca de tunares.
Nosotros creíamos que allí no más don Santiago le iba a rajar la cara de un fuetazo, pero se quedó como atontado, pensando. Miró a su hijo, al mayordomo y a la veintena de comuneros que formaban círculo. (Ribeyro, 1994, II, p. 48)
En realidad, estas palabras dichas por Sixto son la mejor explicación sobre el sentido profundo y connotativo que posee el relato creado por Ribeyro. En “El chaco”, la historia plasma las contradicciones sociales, económicas que existen en ese espacio donde han compartido relaciones asimétricas los todopoderosos hacendados, herederos de los dueños de la tierra desde los tiempos coloniales, y los comuneros, que siempre han luchado para conservar sus terrenos, aunque no han podido librarse de la explotación de su fuerza de trabajo a que los someten personajes como Santiago. Y a ello sumemos, la presencia de las minas, que han propiciado el surgimiento de un proletariado minero, procedente de las comunidades y que no pierde sus vínculos con aquellas, como es el caso de Sixto y de otros trabajadores, que retornan a Huaripampa, pero lo hacen en condiciones de extrema debilidad. En la práctica vuelven como moribundos a su lugar de origen. Y el único que no perece de inmediato es Sixto, que da la batalla en contra de los hacendados explotadores y muere luchando heroicamente en contra de un enemigo poderoso.
Y lo que también es digno de resaltar es la claridad de este personaje respecto de su condición de comunero independiente, que no se somete a las órdenes del hacendado, quien considera la comunidad de Huaripampa y a sus habitantes como sus dependientes. Y esa lucidez la expresa Sixto en el idioma que los dominadores han impuesto como un instrumento más de sujeción. Además, el héroe de “El chaco” habla el quechua y también el castellano y en esta lengua, como dice el narrador, se expresa como ningún comunero había podido hacerlo; su contundencia verbal es tal que deja “atontado” al propio hacendado.
Una y otra vez, Sixto demuestra que es un hombre de acción y un estratega, que sabe atacar a su enemigo de clase en el momento preciso y en lo que más le afecta. Ello es lo que ocurre, una semana después, poco antes de que empiecen las cosechas, otra actividad de gran importancia para el gran propietario de las tierras. Una de esas mañanas llegó el pastor Específico Sánchez para informar a Santiago del incendio de la choza de Purumachay, una punta donde se conservaba el ganado más fino de la hacienda, unos merinos traídos desde el extranjero. Esta pérdida puso de vuelta y media al patrón, que salió a buscar a sus lanares, pero no logró recuperarlos. Solo le quedó culpar a Sixto y realizar una nueva visita a Huaripampa, como lo había hecho hace poco.
Llega una comitiva de doce personas y se dirige a la casa de Sixto, pero él no está allí. Pese a que se lo dicen, el hijo de Santiago patea la puerta, ingresa, va hasta el corral y mata a las dos únicas vaquillas del comunero. Este asimila la agresión de sus rivales con entereza y hasta debe soportar los reclamos de Pumari, que lo culpa de “meterlos en líos”, con Santiago. Este, a su vez, quizá arrepentido, como dice el narrador, volvió a la comunidad para hacer las paces y con ese fin vino solo y se llevó a Sixto y a otros comuneros a la chichería de Basilisa Pérez. Una vez más, Molina desbarató los argumentos de su rival, refutó sus alegatos sobre la paz que debe existir entre vecinos e ignoró el elogio póstumo que hizo de su padre, un sacrificado pastor, como casi todos. Resumió su respuesta con las siguientes palabras: “—Hablar bonito no es decir la verdad. No tengo nada que ver con usted —y no bebió la chicha ni comió el chuño que invitó don Santiago” (Ribeyro, 1994, II, p. 51).
Con estas declaraciones, se descartó toda posibilidad de tregua entre los rivales. Pese a ello, y como estaban en época de cosechas, el hacendado volvía cada día para utilizar la fuerza de trabajo de los comuneros. No siempre es fácil convencerlos porque ellos también tienen sus tierras, pero Santiago les da dinero y llegó a regalarles una máquina de escribir, que Pumari llevó a su casa, aunque este no sabe de escrituras. Como era de esperar, el único comunero que se resiste a trabajar para Santiago es Sixto y busca convencer a los demás, incluso con imágenes fuertes (“sangre de calandria”, pezuña del patrón”), que les haga tomar conciencia. A su vez, el hacendado hacía su propia labor y recurría a métodos violentos contra su rival. Por ejemplo, urdió una nueva paliza a cargo de tres misteriosos “aparecidos”, que dejaron al borde de la muerte al comunero. Limayta lo trajo de vuelta a Huaripampa, echado sobre el espinazo de un burro y luego le dijo unas palabras muy duras: “—¡Ah, Molina, haces mal en seguir viviendo! —decía Pedro Limayta—. Eso te pasa por no querer morirte de una vez, cuando has venido de la mina con el cuerpo podrido” (Ribeyro, 1994, II, p. 53).
Pese a haber quedado con el brazo quebrado, “como si fuera el ala de una gallina”, Sixto no bajó la guardia y siguió dando la batalla a su enemigo de clase. Su plan consistió, esta vez, en aprovisionarse de alimentos y subir hasta la cima del temido cerro Marcapampa, en compañía de dos aliados, los hermanos Pauca, quienes odiaban al hacendado porque sus mujeres, atraídas por el dinero del patrón, se fueron a Huancayo y abandonaron a sus esposos. Eso explica que se hayan unido a Sixto. Ellos también tienen ánimo de venganza. El recorrido hasta ese lugar es largo, pero el narrador se las ingenió para seguir al trío de rivales de Santiago. Los Pauca no querían que los siga, pero Sixto aceptó su compañía y ofreció darle una tarea, en el plan que tenía en mente, para cuando llegaran a la cima del cerro.
En esta ocasión, asesta un golpe mortal a Santiago: todos iniciaron la bajada del Marcapampa y se dirigieron a un lugar que, según dedujo el narrador, no podía ser otro que la casa del patrón. Llegaron de noche hasta allí y le tendieron una celada al “niño” José, el heredero de Santiago. Uno de los Pauca tocó la puerta, mientras Sixto y el otro Pauca se escondían. Con engaños hicieron que el hijo del patrón salga, farol en mano, y cuando estuvo fuera, lo atacaron y pese a que salieron otros a ayudarlo, finalmente el plan funcionó y sobre el piso quedó tendido José y otro más. Durante esta tensa escena, el narrador, subido en un muro hizo de vigía de los conjurados y cuando escuchó que venía más gente, recurrió al silbido para que el trío huya del lugar de los hechos. De ese modo, la venganza quedó consumada.
Ante tamaño golpe, la respuesta del hacendado también fue feroz. Huaripampa vive, otra vez, la angustia por la llegada de Santiago y de sus secuaces, que recorren amenazadores todo el pueblo. Y una de las primeras en sufrir la saña represiva es la hermana de los Pauca, cuya casa es destrozada. Después, todos se van a la chichería, con el hacendado a la cabeza y este anuncia que ha mandado traer a los Pauca. Mientras esperan que lleguen estos, se desata en aquel lugar una atmósfera de festejo: los comuneros y otros funcionarios que se han sumado a la causa del poderoso, beben, fuman, exhiben sus armas y se dan ánimos para lo que ocurrirá con los Pauca. En esa reunión también se hace pública la decisión de realizar un chaco2 para cazar a Sixto Molina. Santiago confirma que participarán los demás hacendados, habrá apoyo de los policías, que actuarán amparados por una orden.
Más tarde se produce un clímax mayor con la llegada de los Pauca, que vienen amarrados a las monturas de los caballos para que avancen a la carrera. Y en cuanto están presentes, los hermanos sufren los peores castigos físicos y luego se los llevan, pero hacen traer a la hermana y la someten a las peores vejaciones. Estas escenas provocan en el lector el mismo rechazo que se siente en escenas semejantes, perpetradas por personajes tan ruines como los que están presentes, en la novela El Tungsteno (1931), de César Vallejo. El desenfreno es tan intenso y prolongado que todos los que han abusado de la hermana de los Pauca terminan dormidos. El narrador que ha presenciado estos hechos abandona el lugar para tratar de ver y hablar con Sixto Molina y en ese recorrido observa que varios hacendados que se odiaban con Santiago también se han unido a su causa, porque un “cholo” pone en peligro los intereses de todos los dueños y puede arrastrar a otros cholos a cuestionar el poder de los hacendados. Y esto es intolerable para ellos, que se sienten propietarios de los comuneros.
El relato ingresa a su fase final. Por testimonio de Pedro Limayta se sabe que Sixto ha partido de su comunidad, con su fusil, anunciando que va a Huancayo, aunque su destino parece ser el cerro Marcapampa según le comenta Limayta al narrador. Este, se las ingenia para conseguir un caballo y seguir el rastro de Molina y tiene que sortear ciertos obstáculos que le impiden avanzar. Por su parte, Santiago y sus muchos aliados y colaboradores se dividen con el fin de que el perseguido no tenga por donde escapar. Poco a poco se va configurando el cerco, es decir, el chaco, alrededor de la zona por la que debe estar la “presa”. El narrador comenta que, hasta el cielo, con su limpidez, colabora para que la operación de cacería se concrete con éxito. Todos confluyen hacia el cerro Marcapampa, pero aún no ven a Sixto. En esas circunstancias, cuando los perseguidores se juntan cada vez más y están prestos a entrar en acción, el narrador registra la llegada de los comuneros de Huaripampa hasta allí. La súbita presencia de este grupo preocupa a Santiago y por ello envía a Pumari a preguntar por el motivo de su visita. Los interrogados respondieron que no querían nada especial, solo observar. Pero la tensión retorna porque un nuevo grupo de huaripampinos viene por otro costado del cerro y también se quedan. El narrador comenta que estos movimientos diseñan la figura de un chaco que envuelve al otro chaco. Estos sucesos sugieren que los comuneros alientan el deseo de apoyar a Sixto y de sitiar a Santiago y los suyos, pero este propósito, si lo hubo, se frustra y el plan sigue su curso, sobre todo porque el hacendado asume una actitud más firme ante los huaripampinos, y estos acatan la orden de que no avancen más.
El chaco siguió adelante, con el avance de los jinetes y cholos hacia la cima del cerro; uno de estos últimos cayó y casi se produce un desbande, pero el patrón siguió acicateando a sus secuaces, pese a que Sixto no aparecía por ninguna parte y esta constatación desalentó al propio Santiago, pues temía que todo el operativo resulte un fracaso. El narrador y Chiuchi merodean por el lugar, observando el movimiento de las nubes, y en esos momentos alguien, desde abajo, informa a gritos que ha visto salir a Sixto; y, en efecto, el comunero perseguido baja dando tumbos y más que caminar parece que volaba. De inmediato se desató el tiroteo y como era previsible, Sixto cayó abatido y quedó, dice el narrador, como “un borrego despeñado”. Los comuneros se acercaron para ver cómo había quedado y solo miraban “ese cuerpo ensangrentado, que la lluvia atravesaba como un colador”. Con esa imagen concluye la gesta individual de un comunero en contra del poder de los hacendados. Ribeyro narra estos hechos con dinamismo y eficacia y también expresa su simpatía por Sixto. Sin duda, un gran relato, que revela el conocimiento y preocupación que sentía por este mundo polarizado.
Como ya hemos señalado, el narrador ha realizado un gran trabajo de seguimiento de los sucesos más candentes, que se han realizado en los escenarios relevantes de la historia: la casa de Sixto, los alrededores de la casa hacienda de Santiago, el cerro Marcapampa. Como no es posible que esté en todas partes al mismo tiempo, su condición de huaripampino le permite interrogar a los personajes que le proporcionan la información que necesita para construir su relato. Y uno de sus colaboradores más cercanos es el “Chiuchi” Antonio, un joven como él, que trabaja, nada menos que en la casa hacienda. Pero se las ingenia para que sus amos no perciban que está colaborando, de algún modo, con Sixto. Quizá ello se explique porque en alguna parte de su relato, el narrador especule con la versión de que este “Chiuchi” sea su hermano.