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“Los moribundos”1

Desde el punto de vista de la técnica, este relato emplea la figura del narrador homodiegético en primera persona: un personaje testigo ofrece su versión acerca de una situación que se relaciona con él, con los suyos, pero solo en calidad de observador, mientras que los protagonistas son otros y conocemos a estos gracias a la versión que ofrece el testigo. En cuanto a la temática, “Los moribundos” es, también, un texto peculiar porque Ribeyro emplea como trasfondo de la anécdota, sucesos que son parte de la historia peruana del siglo xx: los conflictos bélicos que sostuvieron el Perú y Ecuador a lo largo de dicha centuria2. Esta circunstancia le otorga al relato una alta referencialidad, y hace que posea una significación política e ideológica innegable.

Y ello está reforzado porque el narrador evoca los sucesos del conflicto, dos días después de que “comenzó la guerra”. El inicio de los hechos que son parte de la fábula coincide con el arribo “a Paita (de) los primeros camiones con muertos”. La presencia de este cargamento fúnebre despierta la atención del narrador y de su hermano Javier y ambos van a ver la llegada de los cuerpos al hospital; allí constatan que la guerra produce muertos y moribundos y que cuando se descubría a uno de estos “lo ponían en una camilla, lo metían al hospital y el camión seguía rumbo al cementerio” (Ribeyro, 1994, I, p. 227).

La guerra con su secuela de muertes en grandes cantidades genera en el narrador una serie de sentimientos y de interrogantes que su hermano Javier trata de responder satisfactoriamente, sobre todo para explicar por qué traen a los difuntos hasta Paita. Además, Javier revela al narrador los sobrenombres de ecuatorianos (“monos”) y peruanos (“gallinas”); y puede detectarse en él un sentimiento de nacionalismo porque, aunque señala que “hemos perdido todas las guerras”, no duda en decir que “ésta sí que no la perdemos”.

El narrador testigo evoca, también, el modo en que la guerra afecta, directa o indirectamente, a su propia familia, en especial a su hermana Eulalia, cuyo novio, el teniente Marcos, está en la frontera. Pero lo más preocupante y que incide directamente en el curso que tome la historia es que “pronto los muertos no entraron ya en el cementerio ni los heridos en el hospital”. Ante esa emergencia, aun el padre del narrador, pese a sus resistencias iniciales, se vio en la obligación de colaborar en la ubicación de cuartos vacíos en las casas particulares para alojar a los heridos que no tenían donde permanecer. A su vez, el teniente Marcos regresa de la frontera y visita la casa de su novia y allí informa sobre el avance del conflicto y ante la pregunta de uno de los presentes afirma que esta guerra “ya está ganada”.

La labor de observadores del narrador y de su hermano Javier se hace más dramática a partir del momento en que dos heridos, cuyas nacionalidades no se conocen con precisión, son asignados a la casa de aquellos. Como es previsible, la presencia de los dos soldados causa revuelo entre los dos hermanos; uno de ellos, Javier, los va a ver a los pocos momentos de su llegada y ofrece su versión al otro, pero no puede distinguir la nacionalidad de cada uno, debido a que “no tienen botas (peruanos) ni polainas (ecuatorianos). Están descalzos”.

El personaje narrador espera el día siguiente para ir a ver a los heridos y su testimonio es impactante ya que presenta las condiciones deplorables en que se encuentran ambos, a la vez que trata de acertar con la nacionalidad de los soldados. Empero, la visita al lugar se torna aún más comprometedora pues uno de los heridos le pide agua y le muestra su herida, lo cual le provoca “una especie de vértigo” y lo obliga a ir hasta la cocina donde informa a su hermana acerca del pedido y de lo que ha visto; pero esta le dio una respuesta negativa debido a que asume que los heridos son ecuatorianos y por tanto “son los que disparan contra Marcos”. No se explica por qué los han traído y amenaza con tirarse al mar.

Como el centro de atención del relato son los heridos y el descubrimiento de sus nacionalidades, un asunto que todos quieren dilucidar, el narrador da cuenta de la nueva visita a aquellos en compañía de su padre; pese a los esfuerzos de este último no es posible que ni uno ni otro soldado conteste con claridad a las preguntas del dueño de casa; pero sí es revelador del drama de la guerra el que no puedan entender en qué lengua se expresa uno de los dos heridos; el narrador alcanza a señalar que “dijo una palabra que no entendimos”.

Ante esta dificultad, el padre indica que los enfermeros son los únicos que saben de dónde son uno y otro soldado. Esa misma tarde vinieron los enfermeros, pero ellos tampoco saben con certeza la nacionalidad de cada uno y admiten que “con este lío se han perdido los documentos de identidad” y prometen averiguar en el hospital.

El relato se abre a otras alternativas a partir de la noticia que registra el narrador de que la guerra ha terminado y “que los ecuatorianos habían capitulado”. En el plano oficial y público, la conclusión del conflicto trae consigo una onda de celebraciones en las que participa el propio padre del narrador, pero en el plano privado “los heridos, olvidados ya, se seguían muriendo en nuestra casa”. Es sobre todo en esta desatención a la suerte de quienes han participado en el conflicto, defendiendo los intereses de uno y otro país, que puede comprobarse lo absurdo e inhumano de guerras que exaltan el nacionalismo, pues los gestores de estas no se preocupan por la vida o la salud de los hombres concretos que son víctimas de la violencia bélica.

El observador concentra su interés en el último día de los sucesos que son parte de “Los moribundos”. De esas horas cruciales elige algunas escenas para ilustrar el contraste de situaciones y de sentimientos que trae consigo una guerra. La primera escena que registra se desarrolla en la mañana y es relevante porque el propio personaje encuentra de pie al soldado que había estado con una herida en la pierna. Este informa que su compañero “se está muriendo”, revela su nacionalidad ecuatoriana y anuncia su deseo de irse.

El menor de la familia recurre a su hermano Javier para resolver la situación planteada por el soldado, pero la respuesta de aquel, una vez enterado de la nacionalidad del herido, es considerarlo su prisionero y no atender su solicitud de salida; le ordena que vuelva al depósito y decide montar guardia, pues según él “de aquí nadie se escapa”.

El desenlace de los sucesos comienza a plantearse a partir del momento en que nuestro testigo se concentra en mostrar a través de la técnica de la escena lo que ocurre en la noche de aquel mismo día. El hecho central es la celebración de una comida de “fraternidad” en homenaje a Marcos, y a la que han sido invitados “el comandante de la zona y un ecuatoriano que era dueño del ‘Chimborazo’, el bar más grande de Paita” (Ribeyro, 1994, I, p. 234).

Empero, la atmósfera del relato se torna más compleja pues se produce un contraste entre el ambiente de fiesta y de agasajo y los gritos de los soldados desde el depósito que llegan hasta el lugar donde están los invitados. Esta incómoda situación obliga al dueño de casa a informar que aloja a unos heridos en casa, y dirigiéndose al dueño del “Chimborazo” le reveló que uno era un paisano suyo; el invitado se hizo el desentendido y siguió conversando con los demás.

El enunciador, una vez más, sigue a su padre con dirección al depósito para presenciar y dar testimonio de los últimos hechos protagonizados por los moribundos. Y es el herido peruano, quien, con sus gestos desesperados y sus deseos de comunicarse con el dueño de casa, tiñe la escena de un dramatismo conmovedor. En efecto, lo que presencian el padre y el hijo son los momentos finales de la vida del peruano herido, quien incluso llega a coger al dueño de casa de la corbata e intenta, vanamente, hacerse entender, como lo señala el narrador: “Sus ojos lo miraban con terror. Sus labios comenzaron a moverse y por ellos salían sus palabras tan amontonadas que parecían formar un canto sin fin” (Ribeyro, 1994, I, p. 234).

El padre es incapaz de comprender el mensaje porque su propio compatriota se expresa en una lengua, el quechua, en que se comunican los indígenas, pero no todos los mestizos, aunque ambos pertenezcan a un mismo país. La desesperación del dueño de casa es tal que abandona, por un momento, a su interlocutor y vuelve al comedor para averiguar si alguno sabe quechua; solo Marcos contesta algo y ello provoca la burla de todos los demás. Al papá no le queda otra alternativa que regresar al escenario donde están los heridos y su propio hijo, testigo de estos impactantes momentos.

Lo paradójico de la situación se hace más evidente cuando se constata que el único que entiende el idioma del indígena peruano es el herido ecuatoriano, probablemente también indígena, y quien se convierte en el nexo que permite transmitir los últimos deseos del moribundo. La riqueza y complejidad comunicativa de la escena se intensifica con la presencia de la escritura, pues el padre manda a su hijo a traer papel y lápiz para poder transcribir la traducción del quechua al español que realizará el herido ecuatoriano.

Empero, la comunicación no se desarrolla con la fluidez esperada, debido a que el mensaje del moribundo es ininteligible y alude a imágenes y recuerdos del campo de batalla, pues se menciona a caballos, soldados y a los propios sufrimientos del agonizante. La traducción y trascripción de este discurso balbuciente se mezcla con voces provenientes del comedor que lanzan “vivas a los patriotas”, pero el padre se mantiene firme en su deseo de seguir hasta el final del mensaje, y así ocurre porque a los pocos minutos se produce el deceso del moribundo.

El desenlace ha sido tan conmovedor que los testigos del hecho quedan en silencio, el cual es roto por el padre, que observa el papel que escribió, trata de entenderlo, manifiesta su deseo de enviarlo, pero reconoce que ignora quién es el destinatario y hasta duda de la utilidad de remitir un mensaje incomprensible. Ante esta constatación dobla el papel y se lo guarda en el bolsillo. Antes de volver al comedor, el dueño de casa escucha una pregunta incómoda (y que no responde) del herido que acaba de servir de intérprete: “—¿Cuándo me iré de aquí? —preguntó el ecuatoriano—. Este aire me mata, señor. Ya puedo caminar” (Ribeyro, 1994, I, p. 236).

El sorprendido testigo y su padre, después de haber vivido una experiencia límite (la agonía de un ser humano que dio su vida por la patria y que muere sin poder ser comprendido por los que le rodean), regresan al comedor y el primero de ellos registra algunos detalles que muestran el contraste entre dos situaciones que ocurren en una misma casa: de un lado la muerte de un indígena peruano, y del otro, el ambiente festivo que reina en el comedor con motivo de una celebración que para cualquier ser humano deviene en absurda y chocante.

Es indudable que “Los moribundos” es un relato de gran valor por razones literarias y extraliterarias. Con respecto a las primeras, habría que destacar la gran maestría en el despliegue de un narrador testigo que es capaz de seguir el desarrollo de una historia muy intensa y compleja, sin perder el equilibrio ni caer en el patetismo. El joven observador siempre está en el lugar preciso para observar y focalizar lo pertinente, pero también es hábil para seguir y mostrar las situaciones de contraste que se presentan en ambientes contiguos.

Y en cuanto a los méritos que trascienden a lo meramente estético, este relato plantea los nexos que existen entre lo individual y lo colectivo, la paz y la guerra y entre los sectores marginados y los dominantes en las sociedades latinoamericanas. Como en muchos otros relatos, Ribeyro aborda el tema de la muerte de seres humanos concretos, pero en este caso, ella tiene como causa la ocurrencia de una guerra entre dos países vecinos y unidos por muchos vínculos históricos y culturales. Es decir, los soldados son heridos o mueren como consecuencia de un conflicto decidido por los grupos que detentan el poder político y militar en los países que se enfrentan bélicamente.

Pero la guerra absurda revela que, aunque unos y otros seres humanos estén divididos por razón de su pertenencia a un Estado, pueden resultar unidos por lazos históricos y culturales, como es el caso de los dos heridos que son depositados en la casa del narrador. Es verdad que uno es ecuatoriano y el otro peruano, y los dos comparten el drama de ser víctimas de una conflagración que ellos no han decidido. Además, ambos son indígenas y se comunican en una misma lengua, el quechua, y ello los une más fuertemente que los lazos que derivan de la pertenencia a una mera nacionalidad formal.

De modo que en “Los moribundos” Ribeyro plantea la situación de los sectores indígenas en países andinos como Perú y Ecuador, pero lo hace a través de la historia dramática de personajes concretos que sufren las consecuencias de la marginación en sus respectivas patrias. El problema de la comunicación está desarrollado con todo detalle y permite ilustrar las diferencias entre el idioma español y el quechua. También se advierte las distancias entre la oralidad y la escritura y la imposibilidad de volcar la una en la otra, lo que origina que el mensaje del moribundo sea ininteligible.

TRES HISTORIAS SUBLEVANTES (1964)

En un mismo año (1964), Ribeyro publicó dos volúmenes de cuentos: Tres historias sublevantes y Las botellas y los hombres. Al margen de esta coincidencia cronológica, este último volumen, constituido por diez cuentos, se relaciona, por el número de textos, más con los dos primeros libros que se dieron a conocer en 1955 y en 1958. Sobre todo, con respecto al número de cuentos: Los gallinazos sin plumas (ocho textos); Cuentos de circunstancias (diez). En cambio, Tres historias sublevantes, como su nombre lo indica, es un volumen con un terceto de relatos. Por otro lado, en cuanto al significado de los títulos de los libros se produce una suerte de semejanza entre el libro de 1958 y el que apareció en abril de 1964. En los dos títulos se hace referencia a su carácter narrativo, es decir al hecho de que pertenecen a una reconocida especie narrativa breve: el libro de 1958 elige la palabra “cuentos”, y agrega el tipo al que pertenece. El volumen de 1964 alude a la palabra “historias”, que suele funcionar como sinónimo del nombre de la especie que hizo famoso a Ribeyro.

Pero también las palabras que completan los respectivos títulos agregan sentidos pertinentes, relacionados con la poética del autor, es decir, con la significación particular de dichas palabras. En el primer caso se apela a la expresión “de circunstancias”, que equivale a decir que cada texto recrea una situación, que es, en efecto, algo que caracteriza a la mayoría de los cuentos de Ribeyro. A su vez, el adjetivo “sublevantes” posee una connotación de fuerza, puesto que el verbo “sublevar” alude a “llevar a alguien a la sedición o al motín”, excitar indignación, promover un sentimiento de protesta” (Diccionario de la lengua española, 2014, II, p. 2047).

Al calificarlas como “sublevantes” se refiere a que dichas historias, por los sucesos que evocan, pueden generar un sentimiento de protesta entre los lectores. Y esa reacción es producto de la ironía o del contraste que se establece entre la afirmación de que “El Perú es un país muy grande y rico”3, y el hecho de que los tres relatos, ambientados en las “tres zonas Costa, Sierra y Montaña” muestran a los lectores el nivel extremo de pobreza, de explotación, de abuso, de existencias indignas de la condición humana, algunas de las cuales padecen muertes crueles, en el contexto del enfrentamiento que se percibe en cada uno de los textos, entre los sectores poderosos de la sociedad peruana y lo que Ribeyro llama “la gente del pueblo”, es decir los que carecen de vivienda, de trabajo, de derecho a la propiedad o realizan labores denigrantes a cambio de ínfimas sumas de dinero.

Julio Ramón Ribeyro

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