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INTRODUCCIÓN

(y agradecimientos)

En las tumbas del pasado se solían encontrar, esparcidas junto al cuerpo e incluso en otras partes del terreno ceremonial, semillas de mostaza, avena, zanahoria o amapola. Allí donde se han encontrado estas últimas, una posible interpretación atribuiría su presencia al efecto narcótico que tiene su ingesta: las semillas de amapola se habrían colocado allí con el objetivo de asegurar el sueño plácido del muerto.

Esa es la parte tranquilizadora. Sin embargo, la constante en muchas culturas es que el sueño del muerto debe ser plácido, sí, pero sobre todo eterno. Hay, hubo, un miedo a los «aparecidos», un miedo a que el sueño se interrumpa y reaparezca lo que se pensaba ya definitivamente enterrado. Por ello, esa eternidad es de hecho una garantía para los vivos. No obstante, si esta hipótesis es relevante para el caso de las semillas de amapola, ¿qué hay del resto de semillas?

Lo que se repite en numerosas culturas no tiene que ver con las propiedades de la semilla, sino sobre todo con su cantidad. El objetivo es que, si el cuerpo inerte despertara de su sueño, amenazando así la vida de la comunidad, ese «aparecido» o «vampiro» quedaría atrapado en la tumba, obligado a contar las semillas. Porque el monstruo, la amenaza no-muerta, tiene una compulsión irrefrenable: debe contar. Nada que esté a su alcance puede quedar sin contabilizar. Démosle, pensaban nuestros antepasados, ítems suficientes para que su ejercicio contable sea inacabable. El mismo efecto protector se podía lograr colocando redes de pesca en las tumbas o en las puertas de las casas, pues para contar el no-muerto tendría además que ir deshaciendo, uno a uno, todos los nudos[1].

El «vampiro» o «aparecido» griego o macedonio, llamado vrykolakas, también tiene esta manía irrefrenable de contar, y el motivo de que los vestidos se adornaran con flores de muchos pétalos en varias festividades mediterráneas –contaba en 1903 un viajero y periodista inglés–[2] tendría que ver con esa obsesión numérica, esta vez ampliada a todo tipo de peligrosas criaturas mágicas. En una situación de emergencia, la flor podría arrojarse a la criatura, para que esta tuviera que detenerse a contar los pétalos o estambres. No es este un descubrimiento antropológico reciente: ya en la literatura médica del siglo XIX se menciona la aritmomanía como una explicación psicopatológica del surgimiento de leyendas como la del vampirismo[3].

Lo curioso es que la primera traducción al inglés del término «vampiro» apareció en 1733 en la obra de Charles Forman, precisamente para describir a los que se lucraban con la deuda nacional[4]. A partir de aquí la historia es bien conocida: un siglo y medio después, la versión de Bram Stoker destaca cómo en el forcejeo entre Harker y el vampiro, un golpe fallido del cuchillo en el torso del no-muerto abre una brecha por la que cae un reguero de billetes y oro. Como nos recuerda Franco Moretti, a diferencia

del Drácula histórico y otros vampiros anteriores, [al Drácula de Stoker] no le gusta derramar la sangre: necesita sangre. Chupa tanta como sea necesaria y nunca desperdicia una gota. Su fin último no es destruir las vidas de otros a capricho, echarlas a perder, sino usarlas. Drácula, dicho de otro modo, es un ahorrador, un asceta, un defensor de la ética protestante […] un empresario racional […] impelido a un crecimiento continuo, una expansión ilimitada de sus dominios[5].

Esta versión de 1897, afirma Moretti, es la del «vampiro monopolista», el «producto final del siglo burgués y también su negación». Es una proyección de la amenaza que para el ámbito británico suponía la importación de un nuevo desarrollo capitalista foráneo, el capitalismo de monopolios, opuesto a la «mentira ideológica del capitalismo victoriano, un capitalismo avergonzado de sí mismo» que en realidad no quería ver en esta forma extranjera su plena continuación lógica.

Así, entre aritmomanía y monstruos devastadores, podríamos acabar esta introducción, culminándola con alguna cita de Marx sobre el carácter vampírico del capitalismo. Pero han pasado muchos años y su vigencia está precisamente en los cambios que ha traído la profundización de su lógica: el monstruo ha ampliado sus dominios. Dicho de otro modo: el vampirismo se ha propagado. Así que en este punto nos puede resultar más útil citar a Sadie Plant, que nos ofrece un análisis de su actual estadio epidemiológico:

El capitalismo hace de todos nosotros «aritmomaníacos» avanzados: nosotros también, como los vampiros, intentamos correr, pero nos retiene la necesidad de contar y dar cuenta de todo. La vida en una economía capitalista es una cuestión de cálculo constante: empleamos nuestro tiempo en pesar pros y contras, memorizar códigos pin y contraseñas, haciendo presupuestos y evaluaciones, rindiendo cuentas. Calorías, colesterol, niveles de azúcar en sangre, recuento de células, de polen, de precipitaciones, temperatura, likes, amigos, seguidores: no hay límite a lo que puede contarse, ni límite para lo que cuenta[6].

La lucha entonces debería ser principalmente contra el número, al menos en esta forma «aritmomaníaca»: trasladar a prosa los cálculos que pretenden privarnos de voz y rescatar aquellas cifras que desmienten los discursos de segregación y austericidio. En palabras de Groys: «en el capitalismo, la confirmación o refutación definitiva de toda acción humana no es lingüística sino económica: no se expresa con palabras sino con números […] la revolución comunista es la transcripción de la sociedad del medio del dinero al medio del lenguaje»[7]. El medio contable en su versión maníaca es la manifestación de esa destrucción temida por los antiguos pueblos mediterráneos: el no-muerto, sin semillas que lo distraigan, solo puede abandonarse a su necesidad vital de extraer nuestra sangre, hasta la última gota.

Podríamos continuar con la metáfora: recordemos la ciudad de Flint, Michigan, en 1989, retratada en aquella escena de Roger and Me, en la que varios jóvenes explican a Michael Moore cómo malviven vendiendo su propia sangre. Treinta años después, una de las profesoras en huelga de Oklahoma confesaba a la periodista Amy Goodman que para llegar a fin de mes su marido debía vender su plasma, mientras ella limpiaba centros comerciales[8]; en un artículo-publicitario online de ese mismo año, la «Branded Content Editor» de una revista digital nos recomendaba unirnos a aquella profesora y su marido, dejarnos chupar la sangre, y ganar así hasta 70 dólares a la semana «más galletas gratis»[9].

Sin embargo, si bastara con un análisis metafórico del funcionamiento del capitalismo, la lucha política, y libros como este, serían superfluos. La metáfora vampírica explica algunas cosas, pero desde luego no nos ofrece demasiadas pistas sobre el modo en que este sistema económico ha logrado seducir a millones de personas (mientras coaccionaba o no dejaba alternativa a todas las demás). Esto es, ¿cómo es que el vampiro ha logrado mostrarse como un joven seductor, cargado de promesas convincentes de bienestar futuro? ¿Cómo ha sido capaz de convencernos de que no conviene nunca mirar hacia atrás?

Una respuesta, fértil y en absoluto secundaria, ha consistido en centrarse en el modo en que, como sujetos, como trabajadores, hemos percibido la relación entre esas «promesas» y nuestra vida cotidiana. Si quebramos esa percepción cotidiana (nos decimos) se mostrará en toda su fealdad el engaño –o si volvemos a la metáfora, el elegante seductor no-muerto quedará privado de su máscara, o de su tapadera, y lo veremos como realmente es, un ser sediento de sangre.

No me aventuré, desde el comienzo de este trabajo, a discutir esta concepción.

Lo que sí estaba claro es que ha habido, desde hace demasiado tiempo, una tenaz obsesión por ignorar la primera parte de esa relación entre las promesas y la realidad. La falsedad de una promesa puede establecerse de tres maneras: desde la experiencia acumulada, en las contradicciones presentes en su enunciación, o a partir de su resultado futuro. El capitalismo contemporáneo, con los epítetos que decidamos ponerle según la disputa de moda (neoliberal, posmoderno, etcétera), ha tenido un éxito incuestionable en eliminar la primera vía. Sin Historia, sin memoria, o mejor: sin un tiempo estable en el que apoyar ambas, el registro de los engaños acumulados queda inutilizado.

Esto tiene que ver con el fracaso de los dos otros enfoques: hoy somos todos expertos en desentrañar las contradicciones del presente; y pese a todo la estructura socioeconómica del campo en el que las discutimos nos lleva a la invención constante de nuevas tendencias, nuevos conceptos, nuevas modas en nuestro propio estudio del capitalismo en sus microtendencias presentes. (Por no hablar del cortocircuito entre vida laboral «intelectual» y el desarrollo teórico marxista, que también imponen las circunstancias económicas actuales: no sólo es que el ambiente incite a las y los intelectuales marxistas a la creación y seguimiento de nuevas modas teóricas, sino que, para encontrar su hueco como analistas, tienen que crear su propia «marca» de análisis del capitalismo. De este modo, nos encontramos con que «la clave definitiva» para el análisis del capitalismo presente está primero en un estilo musical, y luego en una moda lingüística, y después en un término importado de otro contexto sociopolítico, o en una nueva aplicación de móvil, etcétera, etcétera.) Sin embargo, incluso a pesar de esta proliferación infinita de análisis, que bloquea más que resuelve, podríamos decir que andamos sobrados de teoría. O al menos tenemos más que suficiente para apañárnoslas. Excepto en lo que respecta al tercer ámbito: el del futuro.

Carentes de pasado, y estando todos centrados en cada forma de «nueva explotación» o «nuevo rostro del capitalismo», se nos escapa el modo en que una y otra vez las promesas liberales se apoyan en un futuro siempre inasible, y por eso, irrefutable. Aquí comenzó la andadura de este libro: ¿y si la utopía que deberíamos estar estudiando no es otra que la liberal?[10].

Una vez empieza a contemplarse el desarrollo histórico del capitalismo y su legitimación liberal con estos anteojos, muchas preconcepciones bien ancladas en la tradición de la izquierda deben quedar, como mínimo, en suspenso: ¿no hay acaso un hilo utópico común, y previo, al liberalismo y a los primeros experimentos socialistas?

La respuesta, que antecede y proseguirá a la redacción de este libro, trae consigo muchos problemas y sorpresas que aquí no podían abordarse. En primer lugar, respecto a la izquierda llama la atención la pertinaz manía de disputar un campo, el utópico, que como ya han señalado otros estudios[11] es tan antiguo como la literatura, y tan viejo como Ur. Y es especialmente chocante en la medida en que la novedad acaso más potente del marxismo fue la ruptura teórica (cuando no retórica) con el pensamiento utópico. En segundo lugar, y partiendo de ahí, llama también la atención que se haya pasado por alto hasta qué punto la matriz utópica originaria[12], que podríamos empezar a perfilar a partir del Poema de Gilgamesh[13], el Pentateuco, y varios diálogos de Platón, tiene tantos puntos en común con lo que se suele considerar un subconjunto de ella. Me refiero a la modalidad que, por resumir, podríamos denominar a partir de una de sus formas más reconocibles, la robinsonada (aunque la ampliemos para incluir sus referentes inmediatamente anteriores). Desde Nicolás de Oresme hasta Harriet Martineau; desde Defoe hasta el Marqués de Sade, podría trazarse perfectamente una historia de la utopía literaria cuyo cauce nos llevara con más claridad hasta Voltaire o Ayn Rand (u Horatio Alger, como veremos más adelante) que hacia H. G. Wells o Bogdánov.

En todo caso, parecía claro que la utopía liberal era un objeto de estudio en un incomprensible estado de abandono, que merecía ser retomado. Sin embargo, esto me llevó a algunos callejones sin salida: el estudio del liberalismo, como señala Pierre Rosanvallon, arroja varias conclusiones que nos impiden un estudio directo de algo así como una «utopía liberal» o «capitalista»:

Resulta claro que no hay unidad doctrinal del liberalismo. El liberalismo es una cultura, no una doctrina. De allí los rasgos de lo que atañe a su unidad y de lo que entreteje sus contradicciones […] Su unidad es la de un campo problemático, de un trabajo, de una suma de aspiraciones[14].

Este inexistente «liberalismo absoluto» o «completo», por tanto, es una de las primeras cosas que se disuelven entre los dedos del que se acerca a estudiarlo: más problemático si cabe ha resultado identificar una utopía. Pero no está todo perdido. De hecho, lo que espero que se aclare con la lectura de este libro es que hay toda una cadena, un «hilo» de fragmentos y relatos utópicos, entrelazado con otros tantos momentos mitológicos y sin duda también teológicos, que sostiene el edificio capitalista.

Habría que matizar la expresión «fragmentos y relatos». En un primer lugar, descartando el concepto originario de mitema, y aunque me resultara tentador recuperar el concepto vichiano de «universali fantastici», pareció adecuado partir del análisis de «utopemas» siguiendo el ejemplo de Alain Pessin[15]. Sin embargo, su definición específica del utopema merecía una discusión en profundidad que resultaba demasiado tediosa para un libro como este, en el que se trata de abrir una discusión nueva y sugerir o retomar sendas, más que cerrarlas. Aun así, en los capítulos siguientes emplearé el término en unas pocas ocasiones, pero siguiendo una definición puramente interna a este libro: se trataría de las matrices narrativas fundamentales alrededor de las cuales se reagrupan varios discursos teóricos o movimientos intelectuales y sociales que vamos a abordar en los diferentes capítulos. Así, por ejemplo, el utopema de la salvación por la máquina; o el del poder invisible que garantiza nuestra felicidad futura.

Y, sin embargo, por las razones anteriores, no se encontrará esto explicitado en el índice, ni justificado exhaustivamente. En general, podría haber sido interesante desarrollar su definición contrastándola con la de «biografema», según la recuerda Fran­çois Dosse a partir de Barthes: «pequeños detalles que por sí solos pueden decirlo todo», un «rasgo sin unión que remite a la singularidad de los gustos y los cuerpos», que «trazan líneas de fuga» a partir de la forma mínima «me gusta, no me gusta»[16]. Así, podríamos abordar la historia de los liberalismos como la biografía de un cuerpo deseante y contradictorio, pero sobre todo dominante, azaroso y lleno de caprichos casi personales: esta visión tendría un componente materialista indudable, en la medida en que bajaría esa ideología del mundo puro de las teorías y las discursividades, a las vicisitudes de la vida histórica concreta. Pero aparte del origen estructuralista demasiado explícito del término biografema, que requeriría un comentario y explicación específicos, resulta menos adecuado para este desmontaje biográfico del liberalismo que los consejos que da el propio Dosse, alejándose del relato construido a partir de biografemas: «preservar la indistinción, la indeterminación y el carácter mixto de temporalidades diferentes … el orden de la cotidianeidad y del fantasma»[17].

En definitiva: no busco un único relato, narración o mito al que el liberalismo dio forma para legitimar su funcionamiento «vampírico», sino constatar una pluralidad de ellos. O más exactamente, la cuestión no es que el liberalismo ofrezca uno o varios contenidos mitológicos fundadores, o una o varias promesas teo-teleológicas dadas de una vez por todas y acotables en periodos históricos. Lo que veremos, es que los utopemas se solapan y se suceden, son «emergentes» y luego «residuales», o se hibridan primero para aparecer después, repentinamente, de forma individual y dominante.

De hecho, si estos utopemas se alternan, es porque bajo todos ellos, si retiramos una a una, pacientemente, todas las capas fantásticas, en su mismo corazón, no hay una utopía: obviamente (pues no se defiende aquí una lectura idealista de la historia) en última instancia no encontraremos un relato o una idea, sino un choque real y efectivo, una tensión. Se llama lucha de clases, pero en la medida en que esencialmente es una tensión material, puede declinarse de muchas formas. Para que haya choque, debe haber una división. Por ejemplo, como la que constantemente mantenemos entre nuestro ambiente industrial y el limitado mundo que habitamos: sobre esa división, alzamos una tapia para no ver la destrucción de un planeta cuya habitabilidad reducimos día a día[18]. También podría verse como esa pared invisible de leyes o requisitos que no nos permiten acceder a una vivienda, o nos alejan de una vida como ciudadanos de pleno derecho, sea por nuestra piel, o por nuestro pasaporte; un escudo de silencio que impide que «los propietarios» den explicaciones o compensaciones reales por los despidos[19]. Un muro: una valla.

No obstante, algo debe haber en esa tensión última, que permite su encaje con las estructuras utópicas, y el engarce de los utopemas entre ellos o con otros que puedan venir. Quizás, si el capitalismo es una gran máquina de producción de divisiones, de escisiones y exclusiones; si el capitalismo es pura reproducción de antagonismo, quizás, entonces, el liberalismo sea, en su razón última, distancia.

[1] A. Löwenstimm, Aberglaube und Strafrecht, Berlín, 1897, p. 96, y P. Barber, Vampires, Burial and Death, New Haven, Yale University Press, 1988, p. 55.

[2] G. F. Abbott, Macedonian Folklore, Cambridge, Cambridge University Press, 1903, pp. 218-220 y notas.

[3] E. Dupouy, Medicine in the Middle Age, trad. ing. de T. C. Minor, Cincinnati Lancet Press, 1889, p. 35.

[4] Citado en S. D. Moore, Swift, The Book and the Irish Financial Revolution, Baltimore, John Hopkins University Press, 2010, p. 173.

[5] F. Moretti, «The Dialectic of Fear», New Left Review 136 (noviembre-diciembre 1982), pp. 67-85.

[6] S. Plant, «Compelled to count», ensayo del catálogo de la exposición de Susan Morris en el Centre PasquArt, Biena (Suiza), 2017, accesible en http://www.sadieplant.com.

[7] B. Groys, The Communist Postscript, trad. ing. de T. H. Ford, Verso, Londres, 2009, pp. xv-xvi [ed. cast.: La posdata comunista, Buenos Aires, Cruce, 2015].

[8] Cfr. Michael Moore: Are We Going to Be Like the «Good Germans» Who Let Hitler Rise to Power?, 21 de septiembre de 2018, entrevista accesible en democracynow.org.

[9] Este detalle –y muchos consejos y charlas durante la redacción de este libro– se lo debo a Daniel Bernabé.

[10] Fue mi editor, Tomás Rodríguez, quien me propuso esta vía, que por supuesto no habría podido transitar sin su ayuda y la de la editorial Akal. Tampoco, es obvio, sin el apoyo de Arantza, ni de mis (y sus) padres y hermanos.

[11] Especialmente el de M. Spariosu, Modernism and Exile: Liminality and the Utopian Imagination, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2015; y naturalmente el clásico de Frank E. Manuel y Fritzie P. Manuel, Utopian Thought in the Western World, Cambridge, Massachusetts, Belknap Press, 1979.

[12] Spariosu (véase nota supra) la denomina «exílica-utópica».

[13] Precisamente investigando este punto estuve muy cerca de caer en aquella «locura babilónica» de la que fue víctima J. M. Keynes al estudiar la historia de la moneda. En estas cosas quizás puedo encontrar simpatía en libreras de referencia como Silvia Broome (su “alias” en redes sociales), Carlos, Eva, Alfonso, Santiago, o el tristemente desaparecido José Luis, cofundador de la librería Metalibrería, que me vendió un espléndido librito de poemas babilónicos y, regalándome otros, se negó a poner precio a una –corta– amistad.

[14] P. Rosanvallon, El capitalismo utópico, trad. de V. Ackerman, Buenos Aires, Nueva Visión, 2006, p. 13.

[15] A. Pessin, L’imaginaire utopique aujourd’hui, París, Presses Universitaires de France, 2001.

[16] Una «biografemática» mutua de este tipo sí he construido en estos años con Jorge Diezma (ya veremos quién retrata antes al otro); algunas ideas para este libro surgieron, sin duda, gracias a la oportunidad que me brindó de escribir el texto de presentación para su exposición en el Jardín Botánico de Madrid, junto a las notas que tomé en la preparación para un texto nunca acabado alrededor de la exposición Adverbios Temporales, comisariada por Cristina Anglada, que pese a todo me agradeció el intento. Lamentablemente, de haber incorporado a este libro todas las notas, el último capítulo habría sido inabarcable. Así que, si el público lector tiene a bien, quizás las incluya en alguna reedición.

[17] F. Dosse, La apuesta biográfica, trad. de J. Aguado y C. Miñana, Valencia, PUV, 2007, pp. 306-308 y 310.

[18] Finalmente, no he titulado esta introducción «Agradecimientos ecológicos», porque podría entenderse mi obediencia a los consejos de Alberto Olmos («¡Soy artista, no me toques una coma!», El Confidencial, 23-01-2019) como una frivolidad. Efectivamente, he intentado reducir al mínimo ese marginal pero real gasto en papel que suponen las páginas de agradecimientos, incluyéndolos en las notas. Por supuesto, más papel se gasta en mala literatura, o en esos mismos agradecimientos publicados en papers, revistas de economía o tesis doctorales publicadas en Estados Unidos (por nombrar al mayor destructor ecológico per capita). Pero es un gesto mínimo que no me suponía un gran esfuerzo (nótese cómo me acerco a traicionarlo según aumenta la extensión de esta nota). Sí suponen un esfuerzo todos los «gestos mínimos» que se le están exigiendo diariamente a los trabajadores, cada vez más insistentemente, por parte de un emergente pseudoecologismo patronal. Todo sea por no cambiar un sistema que sí es el principal enemigo de la vida en el planeta. En esta dirección iban mis consultas a Jorge Riechmann durante la redacción del libro, que atendió con su paciencia y amabilidad habituales. Lamento no haber podido profundizar en la línea que le anuncié, esto es, avanzar en una crítica más sistemática de la literatura liberal desde el punto de vista ecologista: sigue habiendo un hueco en ese aspecto, que espero se llene pronto. Jorge y Yayo Herrero siguen marcando el camino. Por cierto, junto con activistas anónimos como mi amigo Raúl, «Ramsey».

[19] En estas luchas, por supuesto, están amigas, lectoras y compañeras sin las cuales el libro me habría sido materialmente imposible de escribir, y/o la vida menos soportable. Sin repetir nombres: Jaime, Marga, David, Mara, Álvaro, Fátima, Dulce, Tizón, Lucas, Gasch y Josemi (mi triple agradecimiento a ellos dos, y saben por qué), Eddy, Yolanda, J. Manuel, Fernando, Pepe, Tamara, Tote, Gonzalo, Sîan, Paco, Alberto, Javier, Juana, Juan, Antonio, Olaya, Carlos, Jara, Alejo, José Luis, David, Ricardo, Miguel, Miguel Ángel, Sara y Jorge, Maxi, Leonor, Bea, Ana, Pedro, Adoración (de su invitación a hablar de mi anterior libro en la universidad también se han alimentado algunos párrafos e ideas de este).

El sueño de Gargantúa

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