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ОглавлениеI. MORIR MÁRTIR
A JESÚS, HIJO DE DIOS, que nos ha dado su misma vida, solo podemos responderle adecuadamente dándole toda nuestra existencia.
En tiempos de paz y de crecimiento gozoso, eso sucede con el propio ritmo de la vida de fe, a medida que el fiel aprende las exigencias del «seguimiento cristiano». En tiempos de persecución (cuando se acaba de fundar una comunidad eclesial, o cuando se endurece la historia profana y se revuelve contra la Iglesia), se puede pedir a todos los creyentes que entreguen la vida, en cualquier momento; y la madurez necesaria para aceptarlo es un don de Dios, que acompaña y sostiene la llamada al martirio. Pero eso no quita que se den circunstancias históricas —como sucedió en los primeros siglos— en las que la praeparatio martyrii (preparación al martirio) sea la pedagogía más adecuada. Se trata de educar a los fieles cristianos para que no solo pertenezcan al Señor Jesús en vida, sino para que sean suyos en el momento de la muerte: una muerte siempre inminente, como la última y más gloriosa afirmación de la propia identidad espiritual.
Las antiguas Actas de los Mártires nos han relatado cómo algunos de ellos llegaron, a veces, a negarse a dar su propio nombre a los perseguidores: les bastaba el nombre de cristianos, por el cual estaban presos. El grito de san Pablo —«No soy yo el que vivo, sino que vive en mí Cristo»— se debe hacer realidad para todos los cristianos y, a menudo, eso sucede en las profundidades misteriosas del yo bautizado; profundidades en las que el creyente se sumerge más cuanto más «cree».
En los mártires, en cambio, ese grito (con el que el yo se adentra a evocar la Persona misma de Cristo) salta hasta la superficie de su ser, y debe hacer visible la fuerza de Su Presencia.
Puestos ante el «caso extremo» del más radical testimonio, los mártires dicen al mundo que una vida sin Cristo es muerte, mientras que la muerte con Cristo es para ellos vida eterna.
«Dar la vida» o «perderla voluntariamente» no es aún martirio, aunque a veces se haya dado ese nombre a la experiencia de hombres generosos que se han sacrificado por la patria, o por una justa causa —o incluso para asegurar la destrucción del enemigo—. Un mártir cristiano lo es con dos condiciones. Es necesario que su «fuerza» no provenga de una fortaleza humana. Aunque esta es posible en algunos casos (recurriendo a todas las técnicas del valor y la resistencia), el mártir cristiano se basa más bien en su debilidad, que dejar en brazos de Otro, que la cuidará. Tanto es así que al cristiano conducido al martirio —o peor aún a la insoportable tortura que lo prepara—, solo se le pide llegar con fe al umbral de lo insoportable, creyendo que Cristo (su verdadero «yo») lo padecerá en su lugar.
Así, las Actas auténticas del martirio de las santas Felicidad y Perpetua (tradicionalmente atribuidas a Tertuliano) nos transmiten el episodio de la joven mártir Felicidad que, obligada a parir en la cárcel, a los verdugos que se burlan de ella («¿Qué harás cuando te echemos a las fieras, tú que ahora lloras tanto?») responde con humilde valentía: «¡Ahora soy yo quien sufro, pero allí será Otro quien sufrirá en mi lugar!».
Además, es necesario que el mártir muera sin una pizca de odio o rencor hacia sus perseguidores, sino casi llevándolos con él —en su perdón, en su amor y su esperanza—, ofreciéndose en una inefable comunión entre santos y pecadores: una comunión que reanuda los vínculos, precisamente ahí donde el mal querría definitivamente romperlos.
Los mártires, en suma, se saben ya resucitados con Cristo, mientras son llamados, por gracia, a completar Su pasión en sus propios miembros.
* * *
Los primeros siglos de la historia cristiana están llenos de ejemplos de mártires que la tradición ha relatado con afecto, y son muchos los antiguos nombres que han terminado conquistándonos con sus vidas. Ya el historiador Tácito escribe que una «ingente multitud» de cristianos fue ejecutada bajo el reinado de Nerón. Y los autores cristianos hablaron de «una gran multitud de elegidos», o de «un pueblo incalculable de testigos». Las catacumbas (de san Calixto o de santa Domitila, de Priscila, san Sebastián o de santa Inés) han custodiado su sagrado recuerdo.
Sin embargo, en este texto hemos preferido evocar algunas figuras de mártires pertenecientes al segundo milenio, que vivieron en contextos históricos y sociopolíticos más cercanos a los nuestros.
SANTO TOMÁS BECKET (1118-1170)
Santo Tomás Becket ha marcado el comienzo del segundo milenio, escogiendo «amar el honor de Dios» y anteponiéndolo a la devoción y la amistad que sentía por su soberano Enrique II. Así las cosas, impidió que el monarca se entrometiese en la Iglesia en Inglaterra.
En la corte, en un acceso de ira, el rey se desfogó arremetiendo contra «esos cortesanos suyos cobardes que permitían a un sacerdote burlarse de él». Eso bastó para que cuatro rabiosos caballeros jurasen vengar al soberano. Llegaron a Canterbury con una escolta armada en la tarde del 29 de diciembre de 1170, cuando el arzobispo se disponía a celebrar las vísperas. Él, pudiendo encerrarse en la catedral, ordenó sin embargo que dejasen abiertas las puertas: «La Iglesia de Dios no debe convertirse en una fortaleza», dijo. Hubiese podido huir o esconderse en la cripta, pero decidió quedarse junto al altar, revestido con los solemnes ornamentos episcopales y con la cruz en la mano. Los conjurados empuñaban espadas y hachas.
—¿Dónde está Tomás Becket, el traidor al rey y al reino? —gritaron.
—No soy un traidor. Soy un sacerdote —respondió el arzobispo, con la vista fija en la imagen de la Virgen que había en la pared frente a él.
Y mientras todo el grupo se le echaba encima, Tomás se tapó los ojos con las manos y murmuró:
—En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu.
Luego añadió con decisión:
—Acepto la muerte en el nombre de Jesús y de su Iglesia.
Le golpearon en la cabeza con un hacha, y se desplomó en un charco de sangre. Los conjurados, antes de saquear el palacio episcopal, ordenaron arrojar el cuerpo a una ciénaga. La noticia de aquel asesinato conmovió a Europa. Se contaba que incluso el propio papa quedó turbado y consternado, y nadie se atrevió a dirigirle la palabra durante ocho días. El mismo Enrique II se encerró tres días en su habitación, sin querer comer nada.
La trágica muerte en defensa de la libertad de la Iglesia, que padeció Tomás en su catedral, revestido con los ornamentos episcopales y en el curso de una liturgia, impresionó de tal manera a los contemporáneos que incluso se le reconoció el título altisonante de Arzobispo Primado, no solo de una ciudad, sino del mundo entero.
Fue canonizado en 1173, dos años después de su muerte, y se le encuentra ya representado entre los santos mártires en los mosaicos del ábside de Monreale, construido en 1174.
SANTO TOMÁS MORO (1477-1535)
Nacido en Londres, Tomás Moro fue uno de los más grandes humanistas de su tiempo. Es autor de una célebre obra de filosofía política titulada Utopía. Casado y padre de cuatro hijos, magistrado, dio testimonio de intensa caridad, llegando a fundar la Casa de la Providencia para acoger ancianos y niños enfermos. En 1529 fue nombrado Canciller del Reino de Inglaterra por el rey Enrique VIII —como ya lo había sido Tomás Becket—. El soberano entró en conflicto con el papa, porque pretendía la invalidación de las nupcias contraídas con Catalina de Aragón (que no le había dado hijos), para casarse con Ana Bolena.
Al rechazar el pontífice aquella pretensión, el rey se hizo proclamar «único protector y cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra». Moro, en conciencia, no pudo aceptar tal decisión y dimitió como canciller. Encerrado en la Torre de Londres, permaneció allí durante quince meses, meditando la Pasión de Cristo y «tratando de seguir humildemente sus huellas». Hubo muchos que trataron de convencerlo, recordándole que el Acta de Supremacía había sido aceptada incluso por muchos obispos, pero Moro siempre respondía que «la mayor parte de los santos había pensado en vida como él pensaba», y que «el concilio de un solo reino no tenía autoridad contra el concilio general de la Cristiandad». Lo decapitaron en un descampado ante la Torre de Londres —precisamente el 6 de julio de 1535, víspera de la fiesta de santo Tomás Becket—.
El día anterior de su muerte escribió a su hija: «Querría ir al paraíso mañana, en un día tan propicio para mí». Y, como el primer Tomás había elegido morir repitiendo las últimas palabras de Esteban protomártir, así también Moro se dirigió a los jueces que lo acababan de condenar, evocando el mismo episodio bíblico: «No tengo nada que añadir, señores, sino esto: como el apóstol Pablo, según leemos en los Hechos de los Apóstoles, asistió consintiendo en la muerte de san Esteban, guardando la ropa de los que lo lapidaban, y ahora es santo y está con él, en el cielo, donde estarán unidos para siempre, verdaderamente del mismo modo espero (y rezaré intensamente por esto) que vosotros y yo, mis señores, que habéis sido mis jueces y me habéis condenado en la tierra, podamos todos juntos encontrarnos con gozo en el cielo por nuestra salvación eterna».
Así murió cristianamente. Durante toda su vida había mostrado la dignidad del hombre —tan reivindicada en el Renacimiento— armonizando fe, cultura, caridad, afectos familiares, actuación social y política. Al final, muriendo mártir, mostró que su más alta dignidad estaba en dedicar totalmente a Cristo Jesús la propia vida.
Con Tomás Moro, además, el ideal humanístico del verdadero hombre no solo se afirmó con solemne dignidad ante la persecución y la muerte, sino que alcanzó una cumbre altísima: la de reconocer la plena dignidad humana incluso a los perseguidores, hasta el punto de desearles, con verdadera esperanza, la misma santidad, citándoles en el paraíso.
Avanzamos ahora algunos siglos para llegar a finales del siglo XVIII, cuando no serán ya reyes quienes martirizarán a los cristianos, sino «ciudadanos» que pretenden actuar en nombre «de la libertad, la igualdad y la fraternidad».
SANTAS MÁRTIRES CARMELITAS DE COMPIÈGNE (1794)
A finales de 1793, los revolucionarios franceses desencadenaron el gran terror en nombre de su «razón iluminada» que exigía «no solo el castigo, sino la aniquilación de los enemigos de la patria», además de «su total descristianización».
Pero para condenar a muerte a dieciséis monjas carmelitas no encontraron otra «luz de la razón» que acusarlas de fanatismo. Así, en nombre de la República, fueron guillotinadas dieciséis mujeres en París, llamada por entonces “la plaza del trono robado”. ¡Dos de aquellas religiosas tenían 79 años! Pero las monjas consiguieron transformar la horrible escena en una acción litúrgica, y la multitud asistió a ella como se asiste a un rito sagrado.
De ordinario el cortejo de los condenados debía abrirse paso entre dos filas de gente ebria y vociferante, pero afirman los testigos que aquellas dos carretas donde iban las hermanas pasaron «entre tal silencio de la multitud como no hubo otro durante la Revolución». Llegaron a la vieja plaza donde se alzaba la guillotina hacia las ocho de la tarde. La priora pidió y obtuvo del verdugo la gracia de morir la última, de modo que pudiese asistir y sostener, como madre, a todas sus religiosas, sobre todo a las más jóvenes. Querían morir juntas, también espiritualmente, como si asistieran a un único y último acto comunitario. La priora pidió aún al verdugo que esperase un poco, y lo obtuvo también: entonó entonces el Veni Creator Spiritus, que cantaron enteramente; luego todas renovaron sus votos.
Al término, la madre se puso al lado del patíbulo, teniendo en la mano una pequeña imagen de la Virgen, que había conseguido esconder hasta entonces. La primera fue la joven novicia, que se arrodilló ante la priora, le pidió la bendición y el permiso para morir. Besó la imagencita de la Virgen y subió los escalones del patíbulo «contenta, como si acudiese a una fiesta», dijeron los testigos; y mientras subía entonó el salmo Laudate Dominum omnes gentes, acompañada por las demás que, de una en una, siguieron sus pasos con la misma paz y alegría, aunque fuera preciso ayudar a subir a las más ancianas. La última en subir fue la priora, que lo hizo tras entregar la imagencita a una persona cercana (la imagen se conservó, y aún está hoy en el monasterio de Compiègne).
Escribe E. Renault: «El golpe de la cuchilla, el rumor seco del corte, el sonido sordo de la cabeza que cae… Ni un grito, nadie aplaude o grita descompuesto (como solía ocurrir). Incluso los tambores habían enmudecido. A esta plaza, corrompida por el olor de la sangre fétida, abrasada por el calor estival, un silencio solemne descendió sobre los asistentes. Quizá la oración de las Carmelitas les había tocado ya el corazón».
Se sabrá luego que aquel día, entre los jóvenes presentes, más de una muchacha prometió a Dios, en su corazón, ocupar su lugar.
De su conmovedora vivencia surgió un relato (La última del patíbulo, de G. von Le Fort), un drama (Diálogos de Carmelitas, de G. Bernanos), una ópera musical (de F. Poulenc) y el guion de una película, escrito por P. Bruckberger.
BEATO MIGUEL AGUSTÍN PRO (1891-1927)
Estudios recientes afirman que en el siglo XX —el de las más violentas ideologías revolucionarias— se cuentan más de cuarenta y cinco millones de mártires cristianos.
Al frente de toda esa multitud estuvo el joven jesuita padre Miguel Agustín Pro, víctima de la primera persecución grande del siglo, desencadenada en México por parte de grupos masónicos que implantaron en 1917 la primera constitución socialista de la historia mundial, con el empeño explícito de erradicar la fe católica del país y de las conciencias.
Las cosas llegaron a tal punto que los sacerdotes fueron obligados a pasar a la clandestinidad. El padre Miguel Pro se convirtió así en el “prestidigitador de Dios” que conseguía mimetizarse de modo fantástico para atender y sostener a cualquier precio a los fieles.
Ejercía a escondidas su ministerio con energía indomable, recurriendo a ingeniosos disfraces para eludir los controles de policía, y predicando en secreto ejercicios espirituales. Fundó centros eucarísticos, donde distribuía a diario centenares de comuniones, llegando hasta las 1500 en un solo día. Sabía también alegrar a su gente con la guitarra y su capacidad de organizar ratos de fiesta. Después de solo dos años de sacerdocio, fue arrestado con la falsa acusación de haber participado en un atentado político. El proceso se desarrolló con desprecio de toda norma jurídica y de todo derecho humano, y el padre Miguel fue condenado al morir fusilado.
Fue ejecutado en presencia de periodistas y fotógrafos, porque el dictador en el poder deseaba ofrecer al mundo el espectáculo de un cura asustado que pedía piedad.
Sin embargo, su ejecución fue más bien una sagrada celebración.
Cuando en la mañana del 23 de noviembre de 1927 se abrió la puerta del sótano de la cárcel y resonó la voz del comandante que gritaba su nombre, el padre Pro comprendió que había llegado su hora. Se paró un instante para bendecir a sus compañeros y, en ese momento, el carcelero, llorando, le pidió perdón.
—No solo te perdono, sino que te doy las gracias —le respondió el padre, antes de abrazarlo.
Cuando llegó al lugar de la ejecución, se le concedió tiempo para rezar. Lo hizo de rodillas, ante el pelotón ya formado. Luego, se levantó y dijo:
—Dios es testigo de que soy inocente del delito que me imputáis. Que el Señor tenga misericordia de todos vosotros.
Extendió los brazos en cruz, con el crucifijo en una mano y el rosario en la otra, y añadió:
—Perdono de todo corazón a mis enemigos.
Y luego en voz alta:
—¡Viva Cristo Rey!
Al parecer, un soldado del pelotón de ejecución murmuró, conmovido:
—Es así como mueren los justos.
Las fotos, difundidas rápidamente, más que para humillar al mártir se convirtieron pronto en reliquias.
Algunos días antes de morir, el padre Pro había escrito esta conmovedora oración: «Creo, Señor, pero aumenta mi débil fe. Corazón de Jesús, te amo, pero aumenta mi amor; confío en ti, pero fortifica mi esperanza. Corazón de Jesús, te entrego mi corazón, pero guárdalo en el fondo del tuyo, y custodia mi promesa, para que la mantenga hasta el más completo sacrificio de mi vida».
BEATO VLADIMIR GHIKA (1873-1954)
Pertenece a la innumerable compañía de mártires que atestiguaron la fe ante la rabia de los regímenes ateos comunistas. Era un príncipe rumano, convertido al catolicismo, que fue declarado mártir en 2013.
En los comienzos del atormentado siglo XX, recién ordenado sacerdote, Vladimir Ghika fundó en su patria el primer instituto católico dedicado a obras de caridad, inspirándose en san Vicente de Paúl. Nunca había existido algo así en su tierra. Vladimir lo llevó a cabo dedicando todas sus energías y su patrimonio a los pobres y enfermos, pero también elaborando una característica “liturgia del prójimo”, que constituye una constante de su pensamiento y de la formación que impartía a sus seguidores.
“Liturgia del prójimo” quiere decir que, en la visita a los pobres, hay que celebrar “el encuentro de Jesús con Jesús”. De hecho, «en los dos lados está solo Cristo: el Cristo Salvador viene al Cristo Sufriente, y los dos se integran en el Cristo Resucitado, glorioso, y que bendice».
Por eso, cuando llamaban a Vladimir por alguna necesidad, acudía rezando: «Señor, voy a encontrar a uno de los que tú has llamado “otro tú mismo”». Esta era su máxima preferida: «Nada hace a Dios tan próximo como el prójimo». Y la puso en práctica hasta la última hora de su vida, también en el horror de una cárcel comunista, donde le arrojaron cuando tenía ya más de ochenta años, y donde pasó los últimos meses ayudando a todos los presos con el afecto, las atenciones y los relatos propios de un abuelo.
Pudo aplicar así, literalmente, lo que había escrito en sus Pensamientos, comentando el episodio de los discípulos de Emaús: «Cuando muere el día, los discípulos de Jesús pueden ser reconocidos solo por el modo en que —como su Maestro— saben partir el pan, sacrificando para los hermanos el pan vivo de sus propios cuerpos».
En la cárcel, él partía este pan consumiendo su débil voz al servicio de sus compañeros de prisión. En las largas y frías horas de la noche, todos estaban pendientes de sus labios y no se cansaban nunca de pedirle alguna historia que iluminase y calentase las tinieblas de aquella terrible cárcel. Vladimir conocía en persona la historia gloriosa de los antiguos principados rumanos; había frecuentado los salones de los intelectuales y los talleres de los más célebres artistas.
Los detenidos lo rodeaban, como niños impacientes:
—Monseñor, por favor, ¡otra historia!
Y Vladimir hablaba largo y tendido, contando, describiendo, pintando a lo vivo escenarios y personajes, enmarcando su narración con reflexiones sobre el sufrimiento, sobre la santidad, sobre el prójimo, sobre Dios. Y he aquí que los muros de la prisión parecían desaparecer y los presos volvían a creer en la vida, en la historia, en la belleza del mundo, en la Providencia divina que penetraba incluso entre las fisuras de aquellas paredes frías y malolientes. «Para él —contó un testigo—, los muros de la prisión no existían. Era libre, porque hacía la voluntad de Dios». Así, en aquella cárcel calentada solo por la caridad de aquel anciano sacerdote, pasó el terrible invierno entre 1953 y 1954. Había dicho proféticamente: «Nuestra muerte debe ser el acto supremo de nuestra vida: pero puede suceder que Dios sea el único que lo conozca».
SAN MAXIMILIANO KOLBE (1894-1941)
Maximiliano era un joven franciscano conventual polaco, lleno de ardor apostólico y de iniciativa, que fundó en su patria el convento Niepokalanov, la Ciudad de la Inmaculada. Primero fue una gran basílica mariana y luego, junto a ella, un convento para centenares de frailes (eran 762 al cabo de diez años) y un complejo editorial dotado de la estructura necesaria. Cerca tenía una estación ferroviaria y un pequeño aeropuerto.
Los nazis detuvieron a Maximiliano mientras estaba en plena actividad apostólica, que por entonces se extendía hasta Japón. El franciscano consideró entonces el lager como un nuevo campo de misión. Durante un castigo colectivo, decidido por el comandante del campo tras la fuga de un preso, el padre Kolbe se ofreció espontáneamente para sustituir a una de las personas elegidas para morir, y que estaba desesperado por la suerte que correrían su mujer y sus hijos.
Condenados a morir de hambre, los presos designados fueron arrojados desnudos en el barracón de la muerte y no se les dio ya nada, ni siquiera una gota de agua.
Desde aquel día, el campo se convirtió en un lugar sagrado. La larga agonía quedó marcada por las oraciones y los himnos sagrados que el padre Kolbe recitaba en alta voz. Y desde las celdas vecinas respondían los demás condenados. La fama de lo que sucedía se extendió incluso por otros campos de concentración. Cada mañana, inspeccionaban el bunker del hambre. Cuando se abrían las celdas, aquellos infelices lloraban y pedían pan; a quien se acercaba, lo golpeaban y lo arrojaban violentamente contra el suelo. El padre Kolbe no pedía nada, ni se lamentaba. Permanecía en el fondo, sentado, apoyado contra la pared. Los mismos soldados lo miraban con respeto.
Los condenados comenzaron a morir. Después de dos semanas quedaban vivos solo cuatro, con el padre Kolbe. Para acabar con ellos, el 14 de agosto de 1941 les pusieron una inyección de ácido fénico en el brazo izquierdo. Era la víspera de una fiesta mariana que Maximiliano amaba mucho: la Asunción, a la que dirigía siempre una canción popular que dice: «Iré a verla un día».
Contó después su carcelero: «Cuando abrí la puerta de hierro, ya no vivía. Pero se me presentaba como si estuviese vivo, apoyado aún en la pared. La cara estaba radiante de un modo insólito. Los ojos muy abiertos y concentrados en un punto. Toda su figura parecía en éxtasis. Jamás lo olvidaré...».
El padre Maximiliano había sido el último en morir, atestiguando que la fe y la caridad habían alcanzado la victoria, allí donde se había programado la destrucción de la misma humanidad del hombre.
Fue canonizado como “mártir de la caridad”.
BEATO FRANZ JÄGERSTÄTTER (1907-1943)
Franz era un sencillo campesino austriaco, nacido en la frontera con Baviera, que se atrevió a oponerse al régimen hitleriano negándose a cualquier colaboración. Llamado a filas, rechazó enrolarse porque, en conciencia, no podía participar en una guerra injusta. Había estudiado la Biblia y los documentos de la Iglesia, había hablado con amigos y personas cultas, y su convicción se había hecho inconmovible. Su mismo párroco reconocía: «Me ha dejado mudo, porque tenía los mejores argumentos. Queríamos animarle a desistir, pero nos ha vencido siempre citando las Escrituras».
Luchaba contra el nazismo, y le preocupaba que sus hijas tuviesen que vivir en un mundo descristianizado (lo que el nazismo exactamente se proponía hacer, desde los primeros años de vida de los niños). Por eso fue apresado y ejecutado cuando tenía treinta y cinco años.
A su mujer, que lo apoyaba fielmente en su difícil elección, y a sus hijas, les dejó este testamento: «Escribo con las manos atadas, pero prefiero esta condición a tener encadenada mi voluntad. Ni la cárcel, ni las cadenas y ni siquiera la muerte pueden separar a un hombre del amor de Dios, o robarle su libertad».
Y en la última carta que consiguió enviarles escribió: «No me ha sido posible ahorraros los sufrimientos que debéis padecer por mi causa… Doy gracias a mi Salvador por poder sufrir y morir por Él». Y concluía con estas palabras: «Que el corazón de Jesús, el corazón de María y el mío sean una sola cosa, ahora y por toda la eternidad».
La Eucaristía, que recibía del capellán de la prisión, la cotidiana lectura de la Biblia y la foto de sus hijas lo confortaron en sus últimos días.
Los compañeros de cautiverio contarán más tarde que Franz se había vuelto tan caritativo que incluso se privaba del último pedazo de pan para dárselo a los compañeros más fatigados. Uno de ellos escribirá luego a la mujer de Franz: «Los hijos tienen todo el derecho a creer que su papá ha muerto como un santo». Y también el capellán le escribirá: «Esté convencida que pocos en Alemania han sabido morir como su marido. Ha muerto como héroe, como creyente, como mártir y como santo».
Hasta el final le dejaron sobre la mesa un impreso en el que podía comprometerse bajo juramento a servir en el ejército alemán. Le hubiese bastado una firma para salvar su vida. Pero al capellán de la cárcel, que lo visitó para confortarlo, y trataba de dirigir su atención hacia aquel papel, le respondió el joven:
—No puedo firmar… Mi alma está estrechamente unida al Señor.
BEATO TITO BRANDSMA (1881-1942)
Tito fue un sacerdote carmelita holandés —profesor de Filosofía e Historia de la mística en la Universidad Católica de Nimega, de la que era rector—, que fue deportado y ejecutado por los nazis en el campo de Dachau.
Ya en 1936, cuando las noticias no estaban tan extendidas ni eran tan ciertas, él había colaborado en un libro titulado Voces holandesas sobre el trato hacia los hebreos en Alemania, donde escribía: «Lo que se hace ahora contra los hebreos es una cobardía. Los enemigos y adversarios de ese pueblo son, en verdad, mezquinos si piensan que deben actuar de un modo tan inhumano. Y si piensan manifestar o aumentar de ese modo la fuerza del pueblo alemán, eso es más bien la ilusión propia de quien es débil».
En Alemania reaccionaron enseguida con rabia, definiéndolo en la prensa nacional como “un profesor maligno”. Pero Brandsma, consciente de su responsabilidad como educador, no desistió. En el curso académico 1938-1939 ya daba cursos a sus estudiantes sobre “las funestas tendencias” del nacionalsocialismo, donde abordaba todas las tesis importantes que estaban siendo vulneradas: valor y dignidad de cada persona (sana o enferma); igualdad y bondad de toda raza; valor indestructible y primario de las leyes naturales respecto a cualquier ideología; y presencia y guía de Dios en la historia humana contra todo mesianismo político y toda ideología del poder.
Brandsma sabía que entre quienes lo escuchaban estaban también los espías del partido.
En 1941, en Holanda, se publicaron en los diarios católicos algunos anuncios del Movimiento Nacionalsocialista Holandés. La circular de Tito Brandsma, Asistente eclesiástico de los periódicos católicos, no se hizo esperar. En ella negaba, en nombre de toda la prensa católica, cualquier colaboración con el nacionalsocialismo.
Pocos meses después, el profesor era detenido y deportado al campo de Dachau, donde fue sometido a todo tipo de vejaciones y a verdaderas torturas.
Fue necesario enviarlo a la enfermería del campo. Ese hecho significaba que su suerte estaba echada. Hoy conocemos lo sucedido gracias a un testigo de excepción: precisamente la misma persona que lo mató, y que después se convirtió pues el recuerdo del padre Tito no la abandonaría nunca.
Era enfermera pero, por miedo, obedecía las órdenes inhumanas que le dictaba el oficial médico. Según su relato, «al llegar a la enfermería, Tito ya estaba en la lista de los muertos». Narró los experimentos que se hacían con los enfermos, también con Tito, y cómo le salían de dentro, sin querer, las palabras con las que soportaba los maltratos:
—Padre, no se haga mi voluntad sino la tuya.
También contó la enfermera cómo todos los enfermos la odiaban y la insultaban con los apelativos más infamantes, odio que ella les devolvía de manera impasible; pero la impresionaba que aquel anciano sacerdote, en cambio, la tratase con la delicadeza y el respeto de un padre: «Una vez tomó mi mano y me dijo: ¡Pobre chica, rezaré por ti!».
Un día el preso le regaló su rosario, hecho de cobre y madera. Irritada, la joven contestó que aquel objeto no le servía. No sabía rezar...
Tito le dijo:
—No es necesario que digas toda el Avemaría, di solo: Ruega por nosotros pecadores.
El 25 de julio de 1942, el médico de la enfermería le entregó a la enfermera una inyección de ácido fénico para que se la pusiese en vena a Tito. Era un gesto de rutina. La enfermera lo había realizado ya cientos de veces, pero la pobrecilla recordará luego «que, después de hacerlo, se sintió mal el resto del día». Puso la inyección a las dos menos diez, y a las dos murió Tito. «Estuve presente cuando expiró… El doctor estaba sentado junto a la camilla, con un estetoscopio, para guardar las apariencias. Cuando el corazón dejó de latir, me dijo: ¡Este puerco ha muerto!».
De sus verdugos, el padre Tito había dicho siempre: «También ellos son hijos del buen Dios, y quizá quede en ellos todavía alguna cosa…».
Dios le concedió precisamente este último milagro. El médico del campo llamaba sarcásticamente a esa inyección de veneno «inyección de gracia». Y he aquí que, mientras la enfermera se la ponía, era la intercesión de Tito la que infundía en ella la gracia de Dios. Y la pobrecilla, en el proceso canónico, explicó que el rostro de aquel anciano sacerdote se le había quedado impreso en la memoria para siempre, porque había leído en ese rostro algo desconocido para ella hasta entonces. Dijo sencillamente:
—Él tenía compasión de mí.
Como Cristo.
Así, con la dulzura de un padre humillado, Brandsma consiguió dar vida a quien acababa de darle muerte.
SAN OSCAR ROMERO (1917-1980)
Nombrado en 1977 arzobispo de San Salvador, capital de la homónima república sudamericana, Oscar Romero tenía fama de ser reservado. Su vida parecía más inclinada al estudio que a las luchas y enfrentamientos sociales. Pero en el curso de su apasionado ministerio episcopal, observando más de cerca los sufrimientos de su pueblo, oprimido por una dictadura injusta y violenta —y muy afectado por el ejemplo de algunos compañeros perseguidos y ejecutados por el régimen—, devino un «buen pastor» combativo, a dar la vida en defensa de su grey.
Comenzó a denunciar públicamente los crímenes de Estado en sus homilías dominicales, y sus prédicas se difundían por radio en el país, y también en el extranjero. Después de meses y meses de pasión y valerosa resistencia, un domingo se dirigió directamente a los soldados, pidiéndoles que dejasen de matar por cuenta de los dictadores y de los ricos propietarios:
«Quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Pero, ante una orden de matar dada por un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: ¡NO MATARÁS! Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios… Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, que defiende los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede permanecer en silencio ante tan gran abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas, si van teñidas con tanta sangre… En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben al cielo cada vez más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: cese la represión».
Con estas palabras, Romero había firmado su condena a muerte, y en el fondo de su corazón lo sabía.
Al día siguiente, 24 de marzo de 1980, por la tarde, Romero celebra la misa en la capilla del hospitalito, el hospital de la Divina Providencia para enfermos terminales de cáncer (donde había elegido vivir, en tres pequeñas dependencias, originariamente destinadas al guarda). En la predicación comenta el evangelio del grano de trigo que, caído en tierra, debe morir para dar fruto.
Luego lo aplica a la Eucaristía que va a ofrecer:
«En este momento, la hostia de trigo se convierte en el cuerpo del Señor ofrecido por la redención del mundo y el vino de este cáliz se transforma en su sangre, precio de la salvación. Que este cuerpo inmolado y esta sangre sacrificada por los hombres nos den valor para entregar nuestro cuerpo y nuestra sangre a Jesús para dar fruto de justicia y de paz a nuestro pueblo. Unámonos ahora íntimamente en fe y esperanza a este momento de oración».
Luego se dirige al centro del altar y se vuelve al pueblo para iniciar el ofertorio. Desde el fondo de la iglesia surge un disparo. Los fieles asustados se tiran al suelo. Cuando se levantan, ven a su arzobispo caído al lado del altar, alcanzado en el pecho por un proyectil de alta fragmentación. Caído, con las manos aún agarradas al corporal, Romero ha derramado sobre su cuerpo el vino y las formas que iba a consagrar, y todo se empapa con su sangre.
El martirio prosiguió el domingo siguiente, durante los funerales, cuando la ceremonia fue violentamente interrumpida por disparos que sembraron el pánico entre la multitud, y dejaron sobre el terreno cuarenta cadáveres de gente pisoteada.
Así murió monseñor Romero, sustituyendo en el último momento las hostias y el vino que iba a consagrar por su propia carne y sangre.
Todos los mártires mezclan su sangre con la de Jesús: mueren en su Muerte y resucitan por su Vida. Pero los que mueren físicamente abrazados a la Eucaristía, y como apretándola a su corazón, o celebrando el sacrificio eucarístico, son unos privilegiados.
Convertirse en Eucaristía para los propios hermanos, en efecto, es lo que se pide a todos los cristianos, pero realizarlo con evidencia física es un regalo extraordinario que toda la Iglesia ha recibido del obispo Romero.
BEATO PINO PUGLISI (1937-1993)
Es el décimo y último mártir que vamos a recordar, subrayando también la distinta forma de su martirio: el de un párroco en medio de su gente, asesinado mientras trata de sacar a sus jóvenes de la delincuencia organizada que domina en su territorio.
Sacerdote desde sus 23 años, el padre Puglisi fue primero capellán y párroco, luego profesor de religión en distintas escuelas de la ciudad y director espiritual en el seminario diocesano.
En 1990 es nombrado párroco de su mismo barrio natal, en la periferia de Palermo, donde la mafia cultivaba entre los jóvenes a sus futuros matones. Don Pino intervino para contrarrestar esa labor defendiendo a sus «niños de la calle», ofreciéndoles un centro educativo, al que dio el nombre de Padre nuestro. Al mismo tiempo se comprometió en persona para denunciar las influencias mafiosas y las malversaciones que devastan el barrio y la parroquia.
Cuando —después de muchas amenazas e intimidaciones— la mafia decidió quitarlo de en medio, el padre Pino estaba tan indefenso que no tuvieron dificultad en asesinarlo. Era el día de su cincuenta y seis cumpleaños: por la mañana había celebrado dos bodas, luego había ido al ayuntamiento para el enésimo e inútil intento de conseguir una escuela de enseñanza media; por la tarde se había reunido con algunos amigos para celebrar un rato su aniversario y recibir sus felicitaciones; luego había preparado a algunos padres para el bautismo de sus niños; después se dirigió a su casa para atender a unos esposos que deseaban hablar con él. El grupo de pistoleros que iba a eliminarlo estaba por allí cerca, pero solo para un primer reconocimiento, para estudiar la situación. Y la situación era tan sencilla (y la víctima tan confiada), que decidieron actuar. Mientras el padre Pino introducía la llave en la puerta de su casa, una mano lo previno y agarró su cartera:
—Padre, esto es un atraco —dijo el cómplice.
El padre Pino apenas se volvió.
—Me lo esperaba —dijo, con una sonrisa bondadosa inolvidable, mientras el ejecutor le disparaba en la nuca.
¿Se esperaba tener que dar la vida precisamente en ese instante? No lo sabremos, porque no vio a su asesino o quizá percibió solo confusamente la presencia amenazante a su espalda. En los últimos años —siendo ya párroco en Brancaccio y director espiritual del seminario— no había querido abandonar un encargo al que tenía mucho afecto, el de capellán de una casa refugio para madres solteras. Precisamente a ellas les había dado una prédica el día anterior sobre la pasión de Jesús. Había dicho:
—Cuando tenemos miedo o experimentamos una sensación intensa de calor, se producen contracciones bajo la piel. Ahí hay unas bolsitas de las que brota el sudor. Pero cuando la contracción es más fuerte, porque el miedo llega a ser angustia, tensión insoportable, se rompen los capilares. Por eso se dice que Cristo sudó sangre… Sudó sangre por el miedo humano ante el dolor. Y ante la cruz imploró al Padre evitarle el amargo cáliz antes de unirse a Su voluntad. Todo esto nos hace sentir a Cristo más cercano aún a nosotros, como un hermano. En esto hemos conocido el amor de Dios. Él ha dado la vida por nosotros y nosotros debemos dar la vida por los hermanos.
Ahora sabemos lo que esperaba el padre Pino Puglisi: esperaba el momento en que Cristo crucificado lo abrazaría y lo llevaría con él.
Y TANTOS OTROS MÁRTIRES COTIDIANOS
Este último martirio que hemos contado puede definirse como «un martirio pobre» (también semejante a la Eucaristía, que es pan humildemente partido, que se deja consumir cada día), preparado y saboreado lentamente, como lo saboreó Jesús a lo largo del camino que le llevó a Jerusalén y luego al Gólgota. Así caminaba el padre Pino Puglisi por las calles de su barrio dominado por la mafia, interesándose por todos los problemas de la gente, acompañando a sus fieles con verdadera y activa caridad pastoral, defendiendo y apoyando todas las causas justas, y sabiendo que las calles se habían convertido para él en un largo Via Crucis libremente aceptado: sabía que toda esa violencia que le llegaba era una estación de su camino hacia el Calvario. Pero también él encontró al final los brazos de Jesús para sostenerlo.
Y son estas experiencias atípicas de largo martirio, como la vivida por el padre Puglisi —marcado en todas las horas de tantas jornadas—, las que nos recuerdan que hoy, mientras vuelven las sangrientas persecuciones de antaño con la misma ferocidad que entonces, los cristianos pueden ser perseguidos no solo con formas extremas —esas que exigen el testimonio explícito y valiente, otorgado en un acto supremo y conclusivo—, sino también en forma monótona y continua.
Son persecuciones que se expresan en días y días de hostilidad creciente, chantajes sistemáticos y amenazas ciertas, aunque no estén claramente definidas.
Pueden consistir en agresiones metódicas a la fe del cristiano, a su caridad, a su hambre y sed de justicia, a su pasión por la verdad, a su amor a la Iglesia.
Y el martirio puede llegar en mil maneras, incluso anónimas: a veces el mártir tiene un rostro indistinto entre cientos de rostros igualmente desfigurados; a veces el martirio está escondido en una muerte aparentemente casual que, sin embargo, ha sido cuidadosamente programada o incluso solicitada por los perseguidores; a veces el «sí» del mártir a Cristo está escondido en el «no» que él dice a los violentos de este mundo.
Ya a comienzos de los años 50, Charles Journet, un célebre teólogo, advertía: «Puede suceder que la época en que hemos entrado conozca una forma de martirio muy pobre, muy corriente, sin nada espectacular para la fe de la comunidad cristiana —pues lo espectacular está pasando todo al campo de la Bestia—, una época en que se le pedirá al mártir, antes de morir corporalmente por Cristo, que se envilezca y renuncie incluso al gozo de poder confesar a Jesús frente al mundo».
Hoy las dos formas de vocación al martirio (la extrema y la cotidiana) parecen imbricarse una con otra, y ser ambas habituales.