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Capítulo 2
ОглавлениеEL MUNDO DE LAU estaba hecho de sueños y tejido de ilusiones. Cuando era pequeña tenía muchos problemas para dormir, entonces mi papá siempre le leía o le contaba una historia. Ella se resistía a cerrar los ojos hasta que él le narrara un cuento sobre aquella princesa inteligente y hermosa a la cual el mundo admiraba y amaba.
Muchas noches, en especial cuando llovía sin tregua y caían rayos, ella se despertaba en la madrugada y venía a mi cuarto, se metía en mi cama, me incomodaba y me espantaba el sueño, pero a mí no me importaba. A la mañana siguiente la veía arropada con todas mis cobijas y, cuando la despertaba, me daba un fuerte abrazo de buenos días, sonreía y se iba para su cuarto.
A pesar del paso de los años, ella seguía teniendo para mí ese halo angelical que la caracterizaba, ese aspecto tierno que la hacía única a mis ojos. Sin embargo, para ojos de los demás, esa ternura y esa esencia se extraviaron en el camino de alguna manera. Con el tiempo la mirada de Lau delataba una tristeza, un vacío y una angustia existencial que eran casi palpables.
* * *
Minutos después de recibir la llamada que anunciaba la muerte de mi hermana, caminé por el pasillo hacia la habitación que se me había asignado en el retiro. El tiempo y el espacio dejaron de ser una percepción tangible para convertirse en un concepto sin importancia.
Una de las psicólogas que me acompañaba se llamaba Natalia, no tenía más de treinta años, aunque se creía y se comportaba como de diecisiete. Decía gran cantidad de estupideces, palabras tal vez escritas en un manual para ayudar con el duelo y afrontar pérdidas. Todo lo que pronunciaba sonaba como un tintineo, pues su timbre de voz me fastidiaba, y no soportaba la condescendencia con la que me hablaba. Su forma lastimera de mirarme y de creer que entendía por lo que estaba pasando me hicieron perder el control.
—¡Cállese y déjeme en paz! ¡Usted no tiene ni idea de lo que siento en estos momentos! ¡Déjeme solo!
La empujé y corrí hacia la habitación. Odié a esa mujer, odié a mis papás, odié al mundo, odié a Lau y me odié a mí mismo por no estar ahí para ella. Me encerré con mi soledad y mi tristeza.
Abrí la caja donde guardaba mi celular y lo encendí. Las vibraciones por los mensajes entrantes y las notificaciones inundaron ese aparato.
Yo solo busqué en los archivos fotográficos la imagen de mi hermana con el fin de recordar su sonrisa. Tenía mucho miedo de olvidarla. Me quedé en silencio, contemplando aquella imagen, detallando cada centímetro. Le di un beso a la pantalla, en el lugar donde se reflejaba la frente de mi hermana. Eso mismo hacía ella conmigo.
Un momento hermoso de nuestras vidas se había detenido en el tiempo, evidencia de que por un instante fuimos muy felices. Lo recordé: Sammy tenía doce años y yo trece. Estábamos con el uniforme de gala del colegio y nos habíamos ganado un premio en el Modelo de Naciones Unidas. Mi hermana iba en el medio de los dos, abrazándonos, mientras me daba un beso en la mejilla para luego decirme lo orgullosa que se sentía por lo que había logrado. Mi mamá tomó una fotografía con su celular para enmarcar aquel momento.
—Me haces muy feliz, hermanito. Tus sueños son mis sueños. Te quiero mucho. No olvides que tienes a la mejor hermana del mundo, ¿eh, Lumpy? —Sus palabras nos rodearon a Sammy y a mí, nos llenaron de entusiasmo y de alegría.
Luego, Lau nos dio una palmada en la cabeza a cada uno. Esa era su forma de decirnos que nos quería y que éramos muy importantes para ella.
* * *
Estuve un buen tiempo sumido en los recuerdos hasta que por fin salí de la habitación del retiro, tal vez dos horas después de escuchar la noticia, y me subí al auto que dispusieron para transportarme.
Iban conmigo el conductor y una psicóloga de nombre María, de unos cuarenta y cinco años. Su mirada dejaba escapar un tenue brillo de resignación. Era experta en aconsejar a los demás y estudiaba en profundidad lo que les sucedía a los seres humanos que, como yo, teníamos una pérdida, pero daba la sensación de que nada de lo que sabía le funcionaba en su vida. Su mano tibia tomó la mía para transmitirme seguridad, y debo confesar que, de alguna manera, ese gesto me tranquilizó.
El lugar donde hacíamos los retiros espirituales estaba ubicado en un sector muy exclusivo a las afueras de Bogotá. El camino de regreso a la ciudad estaba enmarcado por un paisaje de un verde intenso. Mi mirada se centró en la belleza de esos árboles, las plantas y los bosques de pinos.
Me dejé llevar por los recuerdos y volví a pensar en ella. La imagen de Lau se posó en mi mente como una huella perpetua, me negaba a creer que lo que mi mamá me había dicho era cierto. Pensé que tal vez mi hermana estaba en el hospital y que solo cuando yo llegara abriría los ojos y me sonreiría como tantas otras veces.
Estaba en la fase de negación, esa etapa donde no aceptas la realidad, la parte más hipócrita de nuestra existencia.
El paisaje cambió y se volvió gris y turbio, como en nuestra historia de vida, en la que nuestra niñez fue verde primaveral y nuestra adolescencia un otoño oscuro.
A la entrada de la ciudad observé una valla publicitaria que anunciaba la felicidad a través de una marca de whisky, y a mi memoria vino aquel momento terrorífico, cuando las palabras de mi papá se hicieron ciertas.
—¿Qué hubiera pasado si tu hermana hubiese estado ahí, en el lugar de Mariana? Vamos, dime.
Juliana Medina, Tatiana Cifuentes y Valeria Baquero eran las mejores amigas de mi hermana, las famosas “arpías” —ese apodo salió de la sala de profesores por los problemas que tenían con ellas— y, a decir verdad, sus acciones y su comportamiento le hacían justicia al apodo.
Bellas, inteligentes y socialmente exitosas, manejaban cualquier situación a su antojo.
Recuerdo muy bien cuando estaban en sexto y tuvieron un problema con María Fernanda Guerrero, una niña nueva en el curso a quien cogieron entre ojos por ser inteligente y bonita. Juliana y Valeria tomaron la vocería y comenzaron a insultarla, enviándole papelitos, mensajes de voz y de texto.
Era lógico que esa niña se asustara, se sintiera intimidada y triste. Entonces las “arpías” no desaprovecharon el momento. Su ataque tomó toda la fuerza y la hizo trizas. Su mamá se enteró y puso la queja en el colegio, queriendo encontrar algo de justicia y tranquilidad para su hija.
Cuando todas fueron llamadas a Coordinación, Juliana y Valeria negaron con vehemencia su participación en los hechos y acusaron a María Fernanda de ser quien las insultaba y, como es obvio, involucraron a Lau y a Tatiana para que las apoyaran. El coordinador, quien era un hombre equilibrado, justo y que se había ganado el corazón de los estudiantes por su capacidad para escucharlos, se dio cuenta de que mentían y, entonces, sin mayores evidencias, decidió jugársela.
—Muy bien, niñas. Voy a seguir investigando todo esto, pero quiero que sepan que si están mintiendo, corren el riesgo de ser suspendidas. Si me dicen la verdad, podemos llegar a un acuerdo y fingir que no pasó nada.
La veteranía y la experiencia del coordinador no lo habían preparado para el índice de maldad en el que se movían estas chicas que, sin ningún reparo, acudieron a sus mamás escuderas, quienes a través de WhatsApp alertaron a los demás papás:
Tergiversaron toda la historia e insinuaron que el coordinador había tenido un comportamiento amenazante y antipedagógico que mellaba la autoestima de los “angelitos”.
Juliana nos contó que su mamá, junto con la de Valeria, fueron a crucificar al pobre coordinador, incluso pidiéndole que se disculpara con las niñas.
—Por favor, escriba en el acta que usted usó la palabra suspensión y que eso causó un impacto negativo en la autoestima de las niñas, afectando el derecho a su sano desarrollo —dijo la mamá de Juliana, quien es la prueba fehaciente de una sociedad excluyente y mezquina.
Puedo imaginar la cara del coordinador cuando escuchó semejante atropello, tal vez su rostro se llenó de esa sensación que nos rodea cuando sentimos impotencia y frustración, al no poder reaccionar de la manera que queremos. Como buen negociador, no aceptó toda la petición de la arpía mayor, pero sí acordó escribir que él había usado la palabra suspensión. Por desgracia, la situación desvió su cauce y terminó con la salida de María Fernanda unos meses después, debido a los continuos ataques verbales en los descansos y en las clases.
Lau mintió, robó y ocultó información valiosa por proteger a las que ella consideraba sus amigas. Mi hermana fue cómplice de cada una de las fechorías que se les ocurrían a estas pequeñas tramposas. Ella era igual de culpable, o más, porque estaba allí entre un silencio criminal y una actitud de celebración. Cada tarde, al llegar a la casa, la culpa y el arrepentimiento la asaltaban, eran fantasmas que de a poco la atormentaban y amenazaban con poner en riesgo su feliz vida de princesa adolescente. Lau se sentía sucia, se asqueaba de todo aquello que representaba lo que éramos. Pudo haberse arrepentido a tiempo, pero tal vez, y al igual que yo, sintió que ya era demasiado tarde.
Las pequeñas criminales impunes expandirían su maldad cancerígena, llevándose por delante cuanta voluntad férrea existía y vulnerando a todo aquel que se encontraban a su paso. Todas se escudaban tras el disfraz de niñas obedientes, excelentes estudiantes y pertenecientes a familias “bien”.
* * *
Eduardo era el hermano mellizo de Juliana, un tipo muy callado, no muy alto, pelo rubio, delgado y con gafas. Estaba enamorado de Lau, pero ella no le ponía cuidado, o por lo menos no durante quinto y sexto, pero en séptimo la cosa cambió un poco.
Supe que en una fiesta, en la casa de Valeria, se habían dado un beso y que ella fue la que lo buscó. A la edad de Eduardo no es mucho lo que los adolescentes sabemos sobre sexo o sobre relaciones, creo que todo lo aprendemos a través de amigos o del porno. Lau se quejó de que todos los besos se los daba con lengua y que desde el principio quería tocarla por todas partes.
—¡Qué tipo tan intenso! Me babeó toda, yo no sé si darle otra oportunidad. Quiere meterme a la cama de una y qué pereza. —La escuché decir cuando grababa un mensaje de voz.
Eduardo era buena gente, el típico nerd que es aceptado solo porque su hermana es popular, un personaje que no tenía muchas habilidades sociales y a quien su mamá calificaba como niño superdotado que debía ser aceptado en Harvard o en Oxford, aunque en verdad estuviera lejos de merecer ese calificativo.
Una vez, cuando estábamos en sexto, dejó de asistir durante un tiempo al colegio por una extraña enfermedad, según había reportado su mamá. Pero un día, en una de las piyamadas que hacían mi hermana y sus amigas en la casa de mis papás, supe lo que en verdad pasó: su mamá había subido a su cuarto para darle una sorpresa y, al abrir la puerta sin avisar, se vio horrorizada al encontrarlo dando un espectáculo que ninguna mamá debería ver, sentado frente al computador con una página porno abierta, gimiendo con la pareja del video.
Al escuchar el grito de su mamá, él trató de subir la cremallera de su pantalón y, por el afán, pellizcó a su mejor amigo, haciéndolo sangrar con profusión. No entiendo cómo cedió Lau a la presión para salir con Eduardo después de saber eso.
Pero la cosa con él no terminó ahí, pues en una fiesta, en la época en la que estaba saliendo con mi hermana, le dio por mezclar el coctel que le iba a entregar con un tranquilizante que, según él, la iba a excitar y le facilitaría las cosas.
Valeria me llamó aquella noche y me dijo que algo le pasaba a mi hermana. No lo pensé dos veces y volé hasta donde estaban. A pesar de todos los esfuerzos que hice para despertarla, Lau seguía inconsciente, vi su rostro pálido, sus labios resecos y partidos, y sus ojos por completo perdidos. No tuve más remedio que llamar a mi papá.
Según el médico de urgencias que la atendió, de habernos demorado más tiempo habría sido fatal. Mi papá me culpó por todo lo que había pasado.
—Te lo advertí, te lo dije. —Fueron las palabras de reclamo que resonaron en la sala de espera.
Fue una noche larga y angustiante en la que solo estábamos mis papás y yo. Fue la primera vez que noté que algo no estaba bien, aunque a nadie más pareció importarle.
Algunos creyeron que con un mensaje a través de Facebook era más que suficiente, otros subieron una fotografía con Lau como si con eso todo se arreglara.
Es extraño cómo cambiamos nuestra forma de expresarnos, de conectarnos, de interactuar. Pasamos de lo presencial a lo digital. Con un simple “Mejórate pronto” asumimos que es suficiente para hacerles sentir a quienes queremos que estamos ahí para ellos.
Los sermones después de esa situación fueron largos. La cantaleta de mi mamá, los reclamos de mi papá y la zozobra en la que vivíamos no nos dejaron ver el trasfondo del asunto: el futuro estudiante de Harvard era un violador en potencia.
Lau sí estaba tomando, pero no tenía la intención de acostarse con él, todo era un plan elaborado para que ella perdiera la virginidad, ya que todas las demás se habían graduado en ese aspecto.
Ella decidió no denunciarlo, tal vez porque de alguna manera aceptó “ciertas condiciones”. Prefirió ese silencio malsano que nos vuelve testigos mudos de nuestra propia tragedia, con tal de no perder a aquellos que nos dan ese statu quo, ese nivel social dentro de un círculo de personas falsas que se hacen llamar amigas. Callar se volvió ese trago amargo que no sé si tuvo que tomar por decisión propia, o solo porque no tenía cómo probar su teoría.
* * *
Lau y yo estábamos tomando caminos difíciles, y no éramos conscientes de la fuerza con la que esto nos golpearía como familia.
La comunicación con mi papá se fue rompiendo poco a poco y todo lo que me decía me sonaba a reclamo, a esas indirectas que ofenden, a esas palabras que no sé por qué me hacían explotar con gran furia.
Mi postura empezó a ser más defensiva, y entonces comenzaron los enfrentamientos. Al principio todo era verbal, pero la agresividad fue escalando hasta convertirnos en un par de desconocidos que querían liarse a golpes.
Me agobié en el silencio como causa perdida, como un torrente de agua que no sabe de dónde viene ni para dónde va, cuyo destino tal vez sea naufragar en un mar de desdichas, o en un campo de arenas movedizas pintadas de tragedia.
Recordé que habíamos dejado de abrazarnos hace ya mucho tiempo. Mi papá y yo éramos dos extraños que convivían en el mismo lugar, enemigos que por diferentes razones se tenían que soportar.
La leve hipocresía nos hizo hablar muchas veces y nos resignamos a la rutina familiar que nos ataba sin que los diálogos fueran tan profundos, sin que los espacios llenaran el silencio de una comunicación inexistente.
Él se sumergió en todo aquello que lo excusara de pasar tiempo con sus hijos, y yo me alejé con dolor. El que un día fue el feliz hogar Cárdenas, se había resquebrajado por completo.
Iba perdido en mis pensamientos mientras el auto avanzaba, rumbo a enfrentar la muerte de Lau. El cielo parecía entender todo aquello que cruzaba por mí ser. El firmamento se cerró y se vistió de gris, un gris oscuro que llevaba en sus entrañas aquellas lágrimas de tristeza que pronto cubrirían la ciudad y mi vida.
El tráfico se volvió lento, mucho más lento. No supe qué me llevó a esa situación, pero me hallé fuera del auto y comencé a correr en medio de la lluvia, estrellando mis pies contra los charcos recién formados y sintiendo mi ropa como una carga pesada, aunque no tanto como lo era todo el dolor que me embargaba.
—Cami, espera. No te vayas. Por favor, detente.
Una voz ahogada gritaba detrás de mí. Al comienzo se escuchaba muy cerca, pero fue alejándose despacio hasta que desapareció por completo y me dejó suspendido en el silencio. Mis pies se movían sin ser consciente de todo lo que pasaba a mi alrededor, de los pitidos de los autos que forzaban el avance de sus vecinos, de los estruendosos gritos de los vendedores ambulantes, de las gotas de lluvia estrellándose contra el suelo.
Sin embargo, un leve sonido fue haciéndose presente y reconocí su voz, sabía que era ella, sabía que era Lau. Cansado, empapado y con lágrimas en el rostro, que se confundían con la lluvia, me detuve. Giré y vi a María, la psicóloga, haciendo un esfuerzo sobrehumano para alcanzarme. Mi corazón se fragmentó de inmediato al percatarme de que la voz que había escuchado no era la de Lau, porque ella ya no podría hablarme.
Me arrodillé en el lodo junto a un potrero abandonado mientras desde los autos me llegaban miradas extrañadas de aquellos indolentes que presenciaban con lástima el pobre espectáculo que, sin saber, estaba dando.
Los truenos en el cielo fueron cada vez más intensos, al igual que la lluvia. El aguacero se tornó torrencial y el agua me golpeaba con fuerza, pero nada me importaba. La psicóloga me llevó hasta el auto otra vez y retomamos la ruta hacia mi casa. Mi cuerpo tiritaba, no solo de frío sino de ansiedad, debido a la abstinencia, esa sensación caprichosa que sufrimos los adictos, esa presencia fantasmagórica que se presenta con temblores, dolores insoportables y síntomas que rayan la irracionalidad. Sentía que el mundo iba y volvía, mi respiración se aceleraba y por momentos solo deseaba tener algo que me tranquilizara y que desapareciera el dolor.
Me pregunté por el camino muchas cosas, pensé en las palabras que nunca le dije a mi hermana; en los momentos que no pasé con ella; en tantas y tantas veces que me llamó, me escribió y yo solo me quedé callado; pensé en todas las preguntas que me hizo y yo nunca respondí.
No es la distancia lo que separa a las personas, sino el silencio malévolo que las envuelve como serpientes venenosas y poco a poco las estrangula.
Lau y yo siempre tuvimos una excelente relación. Sin embargo, como suele pasar en esta vida, damos las cosas por sentadas, y nosotros no fuimos la excepción. Nunca piensas que la existencia pueda ser tan frágil y que en cuestión de minutos esa persona con la que hablabas ya no esté, o tal vez seas tú quien ya no esté y dejes ese espacio vacío.
* * *
Cuando llegamos a la casa vi los troncos del jardín en los que solíamos sentarnos de niños, la vi correr allí, alegre, inocente y sin ninguna clase de miedo. Allí mismo nos habíamos sentado una tarde en la que me pidió que por favor dejara de consumir, que las drogas no me llevarían a nada bueno.
Ella buscó el momento preciso e intentó contarme por qué se sentía tan triste, quiso decirme algo que tenía que ver con ella, y yo solo me levanté, le di un beso en la frente y me perdí por dos días, de los cuales no recuerdo nada.
Al volver a la casa, Lau no solo evitó una tragedia, sino que me tranquilizó como solo ella sabía hacerlo.
Yo me había perdido en un coctel de drogas y alcohol con los que creía que eran mis amigos. Había salido un viernes y regresado el domingo. Fue tan bajo lo que caí, que mi organismo se desordenó de tal manera que ya no podía controlar mis esfínteres. Llegué golpeado, no porque alguien más lo hubiera hecho, sino porque estaba tan drogado que perdí el equilibrio y me caí varias veces. Estaba sin un peso y completamente sucio. El cuadro familiar no podía ser más patético: mi mamá de rodillas, dando las gracias a Dios porque yo había aparecido, Lau suspirando para mostrar su alivio, y mi papá, bueno, él perdió la paciencia y me dio toda la cantaleta posible.
—Camilo, si va a seguir en esas es mejor que coja camino porque esta no va a ser más su casa. Usted está al borde de la indigencia y este no es un refugio para drogadictos. Mire a su mamá, se la ha pasado llorando todo el tiempo. Patricia, deje de llorar por este vago que además llega cagado a la casa, ahí tiene a su bebé convertido en una piltrafa humana.
Las palabras de mi papá estallaron en mi cabeza, tal vez no fue lo que decía sino cómo lo decía y, sobre todo, la forma en la que le habló a mi mamá, o quizá esa era la excusa que yo estaba esperando para explotar.
Todo fue subiendo de tono. Acompañando el volumen de nuestras voces, los empujones se hicieron presentes, adornados por los gritos de mi mamá y el llanto de Lau. Mi papá me dio una bofetada, y yo reaccioné y le tiré una patada que se estrelló en la parte exterior de su muslo izquierdo. Lo vi cojear, no sé de dónde sacó un palo y vi en sus ojos la intención de golpearme, así que se lo quité de las manos y traté de pegarle con todas mis fuerzas. En medio de la lucha, mi mamá cayó y se golpeó contra el comedor, mientras Lau, mi papá y yo forcejeábamos en una danza violenta hasta llegar a las escaleras. Él me sujetó con fuerza, al tiempo que Lau fue a levantar a mi mamá. Ahora los hombres de la casa estábamos solos en esa lucha titánica. En un momento dado, mi papá quedó sentado sin saber qué hacer mientras yo, con torpeza, me zafaba de su yugo y levantaba el palo para golpearlo, entonces Lau apareció de la nada en medio de los dos.
—¡Si es tan machito, pégueme! A ver, lo estoy esperando. ¡Usted a mis papás no los toca! Son lo único que tenemos.
Su rostro, inundado de lágrimas, sus uno cincuenta y siete de estatura y su actitud desafiante me hicieron reaccionar. Solté el palo y me arrodillé para llorar con ella y decirle cuánto lo sentía, les pedí perdón a todos, pero mi papá no estaba dispuesto a ceder. Todavía en estado de recuperación por la pelea, trató de arreglarse la camisa y calmarse un poco para decirme:
—Busque para donde irse porque yo, así como está, no lo quiero acá. Váyase con los hampones de sus amigos y con la putica esa con la que anda. A mí me respeta la casa.
Lau lo amenazó con irse conmigo si insistía en sacarme de allí, y así compró tiempo para que yo pudiera quedarme.
Los días por venir fuimos unos autómatas, el silencio reinaba en la casa, mi mamá me insistía con el desayuno, Lau bajaba las escaleras y se dirigía hacia la ruta, y yo caminaba detrás de ella. Mi papá salía muy temprano y regresaba muy tarde, evitando estar en la casa ante su incapacidad para saber qué hacer. Nos volvimos una familia fantasma, teníamos problemas y no queríamos enfrentarlos, solo deseábamos que, de alguna u otra forma, aquello que nos agobiaba desapareciera, aunque ninguno hacía nada en absoluto por lograrlo.
Mis papás estuvieron todo ese tiempo esperando a que les llegara la noticia sobre un accidente fatal en el cual yo perdía la vida, una sobredosis, una pelea, no sé, pero el destino en su ironía nos dejó ver que, quien creíamos libre de todo problema y de todo pecado, sería la protagonista de ese macabro titular.
Lau y yo tomamos rumbos muy distintos, pero igualmente peligrosos. La diferencia fue que el mío era evidente y ruidoso, y el de ella, bueno, ese camino fue espinoso, silencioso y toda una olla a presión, una bomba de tiempo casi imposible de desarmar, escondida en lo más recóndito de su corazón.
* * *
Recuerdo que llegamos a la casa y abrí la puerta del auto para bajarme. El frío me calaba los huesos, el gélido viento silbaba como un llanto desgarrador que rompía el silencio en el que me había encerrado.
Alguno de los vecinos corrió su cortina para ver mi imagen, para ver el lamentable estado en el que me encontraba y en el que quedaría cuando confirmara la noticia. Recuerdo que llegué a la puerta y, con un temor gigantesco, timbré…