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Capítulo 1

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—CIERRA LOS OJOS E IMAGINA que estás en una pradera, la pradera más hermosa que hayas visto jamás. Observa los colores, percibe el aroma de las flores, siente la brisa que acaricia tu piel. El sol brilla en lo alto y su calor es una sensación indescriptible. Caminas por todo el lugar y encuentras arroyos de agua cristalina que calman tu sed y te refrescan cuando lo necesitas. No existe ninguna preocupación o angustia en tu mente; en ella todo es felicidad. Te sientes tranquilo, es una sensación única, no hay odios, no hay rencores, tu vida es perfecta. A lo lejos puedes ver unas figuras, te acercas lentamente porque te causa curiosidad saber qué hay más allá de los arbustos. Cuando estás lo suficientemente cerca puedes ver algunos autos, gente muy elegante que pareciera estar celebrando algo. Te acercas más para poder saber qué pasa, tal vez estén igual de felices que tú. Sigues avanzando hasta que comienzas a identificar los rostros, todos te son familiares, personas que hace tiempo no veías, otras que ves muy a menudo y algunas que nunca pensaste ver. Pero ¿por qué están todos reunidos en el mismo sitio? Decides ir a preguntarles pero, de repente, te das cuenta de algo. Varios están llorando de manera inconsolable, algunos se ven acongojados y otros van con la mirada perdida. Ves que hay un grupo de amigos que hablan, quieres acercarte para escuchar qué dicen y, cuando lo intentas, te das cuenta de que están allí por ti...

—¡Es tu funeral!

—Llevaste tu vida al límite, fuiste una llama al viento en medio de un mar huracanado que terminó por apagarte.

—Luego, del golpe recibido por la sorpresa, te inquieta saber de qué es lo que están hablando tus amigos, las cosas que puedan estar pensando. Toda tu familia está allí. Ves a tus papás tratando de resistir el dolor...

—¿Por qué te extrañan esas personas? ¿Cuál es tu legado?

—PUEDEN ABRIR LOS OJOS —dijo la psicóloga.

Abrí los míos y estaban llorosos, por lo cual no pude distinguir mucho a mi alrededor. El centenar de jóvenes que estábamos allí teníamos la misma expresión, me refiero a que todos vivimos una experiencia que nos dejó exhaustos emocionalmente.

Teníamos lágrimas en los ojos y miedo a que ese relato fuera verdad. No creo que haya sido solo el miedo a morir, sino el miedo a causarles dolor a aquellos que amamos, miedo a ser recordados por las cosas malas y no por las buenas. Muchos tuvieron que ser sacados del salón, pues su llanto era incontrolable.

Yo estaba ahí. No solo era testigo presencial, sino que era un actor preponderante. Había llegado a ese lugar porque, por mi manera de actuar, me había convertido en una rueda suelta imposible de controlar. Ni mis papás, ni mis amigos, ni mucho menos mis profesores podían detenerme. De forma paradójica, sí lo hizo la muerte, esa fase que todos tenemos que vivir algún día, ya sea porque alguien cercano fallece o porque llegamos a ese destino. Tuve que perder lo que más amaba en la vida para poder contar esta historia y, con ella, espero que nadie más sufra lo que yo tendré que sufrir toda mi vida.

* * *

Todo parece muy latente, como si hubiese pasado hace apenas unos minutos.

Había tocado fondo con las drogas, por lo que mis papás me habían inscrito en un retiro espiritual. No practico ninguna religión, pero ofrecerme para ayudar a otros me pareció, a la postre, la mejor forma de compensar todo el daño que hecho aunque, en primera instancia, esa no era mi intención. Fue la casualidad derivada de una amenaza de mi papá lo que me llevó a terminar aceptando algo de lo que al comienzo sentía vergüenza, pero de lo que hoy me siento orgulloso.

Estábamos en el retiro cuando una de las consejeras fue a buscarme, mientras yo escuchaba a una chica de unos dieciséis años que estaba en el campus llorando detrás de un árbol. La voz de la mujer interrumpió la paz y el silencio del lugar.

—¡Camilo Cárdenas! ¡Camilo Cárdenas! Ah, ahí estás. Camilo, perdona. Te necesitamos en Administración. Es algo urgente.

Su forma de decírmelo no fue la más diplomática. A veces, cuando a los adolescentes nos dan algo de poder o responsabilidad, nos dejamos llevar por el afán de figurar y perdemos la perspectiva. Caminé con ella hasta llegar a la oficina administrativa del lugar, donde se encontraban la directora general de la fundación y dos psicólogas que prestaban apoyo. Mi primer pensamiento fue que me iban a sancionar por algo que no había hecho. La directora me miró y me pasó el teléfono.

—Es tu mamá —me dijo con tristeza en la voz.

Tomé el teléfono como si fuera un aparato explosivo. Al otro lado escuché la voz de mi mamá, sus palabras eran difíciles de entender, su voz temblorosa y entrecortada anunciaba algo sobre mi hermanita Lau, un año menor que yo. Mi mamá repetía todo el tiempo lo mismo, y era como un mensaje en clave morse.

—Cami, Lau se nos fue… Lau ya no está con nosotros… Cami, tu hermana… Lo siento mucho…

Me costó mucho asimilar lo que mi mamá me acababa de decir. fue difícil procesarlo. Mi pequeña hermana, a la que siempre juré proteger, había muerto. Ya no me acompañaría en esta vida.

Fue ese punto de quiebre el que me hizo despertar de alguna manera. El dolor que se siente en una situación de esas es indescriptible y, aunque la gente te dice que debes ser fuerte, que debes mantener la entereza, o aunque vengan y te abracen diciéndote “Lo siento mucho”, nada en el mundo puede aliviar la tristeza tan grande que se adueña de ti.

Me quedé con el teléfono en la mano por unos segundos. Detrás de la silla de la directora había un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús. Me detuve a observarlo y sentí que me devolvía la mirada. Le pregunté una y mil veces por qué se había llevado a mí hermana, por qué todo seguía saliéndome mal, pero no obtuve respuestas, o tal vez no había sido capaz de entenderlas.

Muchos dirán que ese es el castigo que me merecía por todo lo malo que hice, y quizá tengan razón, sobre todo porque vivimos en una sociedad donde la justicia no funciona. No obstante, preferiría cien mil millones de veces pagar mi condena en un reformatorio, en una cárcel o ser torturado de la peor manera a sufrir de ese modo. No sé si existe el karma o si solo es una excusa que usamos para justificar que debemos aceptar las consecuencias de nuestras acciones, pero exista o no, la ley de causa y efecto es una realidad, y yo no fui inmune a ella.


Las cosas comenzaron muy temprano. Caímos en la trampa de la conformidad y de creernos el cuento de la familia modelo.

Vengo de un hogar amoroso, mis papás siempre han sido personas que se preocuparon por sus hijos, iban a todas las reuniones del colegio y nunca faltaron a los talleres escolares, pero nada de eso los preparó para la debacle que les esperaba. Fuimos víctimas de una sociedad tóxica que se alimenta y se fortalece con los mensajes contradictorios dictados por los adultos.

A diferencia de lo que muchos podrían pensar, al principio mi hermana y yo éramos unos niños ejemplares, bien educados y “temerosos de Dios”. En síntesis, éramos lo que esta sociedad llama unos “niños bien”, provenientes de una “familia bien”.

Siempre estuvimos en el mismo colegio y, aunque con seguridad algunos podrían culpar a las directivas y a los profesores de nuestras decisiones, estas las terminamos tomando nosotros, y creo que el juicio de responsabilidades arrojaría que ellos son más inocentes de lo que se presume. Todas las cosas parecían estar marchando a la perfección, hasta que llegué a sexto grado. Ahí la historia comenzó a escribirse hacia el declive.


Samuel Gómez, a quien llamábamos Sammy, siempre fue mi mejor amigo. Entramos al colegio el mismo día, y desde ese instante nos entendimos muy bien. Éramos dos niños que lo compartíamos todo: los juguetes, la lonchera, las rabietas, los sueños y las ilusiones.

Ambos fuimos piratas en nuestro mar de ilusiones, desenterramos tesoros en islas inhóspitas y luchamos las batallas más épicas en la historia del universo. Nos encantaba sentarnos a ver los partidos de fútbol e imaginar que éramos los jugadores de esos equipos, soñábamos con formar parte del Real Madrid o del Barcelona. Cuando jugábamos FIFA en la consola de videojuegos, no diferenciábamos entre la fantasía y la realidad, allí podíamos hacer todo lo que quisiéramos, nos sumergíamos en los gritos del estadio, la narración y la emoción de marcar goles. Pero cuando nos desconectábamos, todo volvía a una realidad fatigante, esa que te sume en el barro y te marca para siempre.

En el colegio jugábamos fútbol en el descanso y el almuerzo para que el profe de Educación Física, que también era el entrenador de fútbol, nos eligiera como parte del equipo. Tratábamos de hacer lo mejor, recordábamos las gambetas de los partidos que veíamos en televisión y de los que jugábamos en el Play, e inventábamos jugadas mágicas, o por lo menos así lo creíamos.

Sammy se tropezaba bastante y se caía todo el tiempo. Su peso lo hacía fatigarse con facilidad y no contaba con buena ubicación espacio-temporal, cuando más brillaba el sol, uno podía ver su figura regordeta, decorada con rizos en la cabeza, levantando las manos, siempre pidiendo el balón. Ni él mismo sabía en qué posición jugaba, estaba por todo el campo, caminaba cuando tenía que correr y hacia lo contrario cuando debía caminar; algunos decían que jugaba de estorbo derecho. Siempre que me metía en problemas era por defender la honra de mi amigo.

Santiago Díaz iba un curso por encima de nosotros, y era el típico adolescente arribista y soberbio que todo lo hacía bien, o casi todo. Era un delantero infalible que se ufanaba de jugar en las inferiores de Millonarios. Solo había que ver su Facebook, lleno de fotografías con trofeos, medallas y diplomas. Siempre estaba en forma, con sus músculos definidos y sus abdominales bien marcados. Fue goleador no sé cuántas veces en su categoría de los intercolegiados. Las niñas lo admiraban y se morían por él, todos lo idolatrábamos. Sachi, como le decíamos, siempre hacía de arquero en los descansos, pues le daba miedo que algún torpe o bruto lo lesionara.

Gabriel Vásquez, de nuestro curso, era el único estudiante negro del colegio. La razón por la que estudiaba con nosotros era porque su papá era un trabajador de mucha confianza del dueño de la institución, por lo que le otorgó una beca. Para nosotros, él era simplemente uno más de nuestros compañeros, pero sus habilidades con el balón eran quizá mejores que las de Sachi.

* * *

Estábamos metidos en uno de nuestros partidos, íbamos empatados. Siempre que podíamos jugábamos contra séptimo, apostando nuestro orgullo, nuestra dignidad y algo más. El encuentro estaba dos a dos, el premio era el uso exclusivo de la cancha por los próximos tres meses. Gabriel, en una de sus tantas jugadas, se sacó a dos de encima, adelantó el balón y saltó, esquivando al tercero que se había lanzado al suelo para sacarle la pelota. Su zurda mágica amenazó con sacar un remate fuerte al ángulo, pero con gran destreza y delicadeza filtró un pase magistral entre toda la defensa al costado derecho, dejando en inmejorable posición al jugador que llegaba por esa punta, mano a mano con el arquero. En esa situación, uno tiene dos opciones: pegarle o hacer el pase al medio para que otro anote. Ese día era prácticamente imposible no marcar el gol, a menos que quien tuviera el balón fuera…

Sammy había llegado por esa punta y, para sorpresa de todos, bajó el balón con gran habilidad con el borde interno del guayo. El arquero, Sachi, se había posicionado hacia el poste derecho, pensando que Gabriel patearía hacia ese costado. Todos gritamos al unísono “¡Péguele!”. Sammy levantó la cabeza, vio el arco solo y acomodó el balón para rematar, tiró su pierna derecha hacia atrás mientras Sachi corría a cerrarle el ángulo. Era lógico que, si Sammy usaba toda su fuerza, el balón entraría sin problema, y estuvo a milésimas de segundo de abrazar la gloria, milésimas que partieron en dos su historia, la mía y la de todos los que estuvimos allí.

Quisiera decir que ese fantasma momentáneo que poseyó a mi amigo, haciendo dos movimientos de crack, también lo ayudó a meter el mejor gol de su vida, pero la verdad es que lo abandonó en el momento más importante.

Sammy volvió a ser el mismo torpe que parecía tener dos pies izquierdos: su remate nunca salió como todos esperábamos, fue tal la fuerza que le imprimió a su pierna que el guayo salió volando directo a la cara de Sachi, dándole el tiempo suficiente a los de séptimo para recuperar el balón. Todos tratamos de seguir jugando, pero Sachi había sido golpeado en lo más profundo de su orgullo. Las niñas que miraban el partido se reían de lo sucedido. Casi con seguridad, la mayoría de las burlas iban dirigidas a Sammy, pero algunos “Cómase el pie del gordo” llegaron a los oídos de Sachi.

Entonces arremetió contra el pobre Sammy, levantándolo a patadas, tirándole un guayo a la cara y arrojándolo al suelo.

—¿Qué le pasa, gordo remarica? Lo voy a reventar…

Cuando escuché eso, me lancé sobre Sachi, con tan mala suerte que se dio cuenta e hizo un movimiento y me tiró dentro del arco. Mis compañeros se lanzaron sobre él, los compañeros de él sobre nosotros. Era la primera gresca en la que participábamos. Hasta ahí habíamos mostrado esa unión, esa hermandad, esa conexión que está contenida en el dicho del fútbol:


Creí que mis amigos habían salido a respaldar a Sammy, a defender al compañero caído, pero ese fue el momento de la ruptura total, el punto de partida de historias divididas que no se unirían jamás.

En verdad, todos fueron en mi ayuda. Ninguno de ellos hubiera movido un solo dedo para ayudar a aquel que más que un amigo era mi hermano, pero que para ellos no era sino un gordo torpe y perdedor que no había sido capaz de meter un gol.

Imagino que, en nuestra ingenuidad, todos llegamos magullados a la casa a contar nuestra aventura, exagerando algunos detalles, pues cuando eres niño tiendes a hacer ese tipo de cosas.

La lluvia de correos por parte de los papás no se hizo esperar: algunos pidieron reunión con las directivas del colegio, y otros solicitaron que expulsaran a los que comenzaron la pelea.

Como resultado de la nefasta oleada de protestas, el coordinador de disciplina, el señor Bhaer, casi siempre un tipo conciliador y que buscaba lo mejor para todos, se vio en la obligación de entrar en acción, por lo que nos llamó a todos al auditorio, nos escuchó y nos hizo reflexionar sobre nuestro comportamiento.

Aceptamos nuestras culpas y pedimos perdón por nuestros errores. Como “gran castigo” por la conducta que tuvimos, nuestra pena fue ser meseros en la cafetería y ayudar a las señoras del aseo a recoger papeles, botellas y toda la basura del colegio durante dos días.

Pero como sucede en esta sociedad de doble moral, algunas mamás indignadas pusieron el grito en el cielo y buscaron más problemas donde no los había.

Mientras algunas familias hablaban mal de las otras y les prohibían a sus hijos juntarse con los buscapleitos, estos y todos los involucrados saltábamos al campo cada día, como algo sagrado, fieles a la consigna de “lo que pasa en la cancha se queda en la cancha”.

Sin embargo, las malas perdedoras, esas mamás indignadas que tienen demasiado tiempo para pensar, esas señoras que se aburren y cuya única ocupación es fijarse en todo lo que hace el prójimo, esas que, al no tener vida propia, comienzan a preocuparse por la existencia de las otras personas, no quedaron satisfechas con la situación.

Como siempre, intentaban decirles a los otros papás cómo criar a sus hijos, a los profesores cómo enseñar, y al colegio a quién admitir y a quién no. Ellas decidieron, a raíz del suceso, formar los tan temidos chats grupales, primero a través de la plataforma del colegio, después mediante Facebook, para al fin terminar en WhatsApp.

La red social interna de padres, invisible y excluyente, comenzó a fracturar incluso las amistades más fuertes, incluida la que yo tenía con Sammy.

Para nadie es un secreto que todos los prejuicios con los que crecemos nos son heredados por nuestros papás. Prejuicios que se van fortaleciendo con el tiempo. Repetimos en nuestro actuar todo lo que escuchamos y vemos en casa. Es una espiral decadente que va marcando nuestro camino y el de todos aquellos que pagan con su inocencia. Parte de nuestra forma de ser nos es implantada.

A las celebraciones de cumpleaños ya no se invitaba a todo el curso como en los primeros años, pues desde la casa nos empezaron a enseñar que la vida social tiene reglas y que si quieres ser exitoso debes cumplirlas.


Crecimos con la convicción de que nuestros papás estaban haciendo lo mejor por nosotros, y les hacíamos caso, no los cuestionábamos.

Sin embargo, todos sabíamos que sus acciones no eran más que el fruto de la manipulación y el capricho, y sé que, muy en el fondo, ellos también lo sabían.

* * *

De esa forma, los que comenzamos a compartir tiempo juntos teníamos unos patrones, unas coincidencias y unas características que nos hacían encajar en lo que la sociedad demandaba. Yo había empezado a caer en este despeñadero social, siendo uno de los que fomentaban, sin querer, pero a la vez queriendo, la exclusión, la segregación y el tan famoso bullying.

Entré a formar parte de un grupo exclusivo conformado por Rafa, Andrés, Mateo, Juanes y yo, al cual les sumamos a algunas mujeres, entre ellas mi hermana Lau y sus amigas, quienes, aunque iban un curso por debajo de nosotros, estaban dispuestas a formar parte del club.

Ahora que lo pienso, somos solo títeres de una sociedad que ha malinterpretado las creencias, tanto religiosas como políticas. Juzgamos sin tener bases concretas, asumimos posiciones porque otros lo hacen y, lo peor, somos tan, pero tan soberbios, que creemos que tenemos razones para actuar de esa manera.

Mis papás y los papás de mis amigos creían que nos hacían un bien levantándonos los castigos cada vez que, por alguna razón, quebrantábamos una regla del manual de convivencia, aunque lo justo era ser castigados. Todo eso creó una sensación de impunidad a la cual nos fuimos acostumbrando. Muy dentro de nosotros fuimos descubriendo, tácitamente, que podíamos burlar las reglas, evadir la ley y salirnos con la nuestra mediante la excusa de la “educación con amor”.

La amistad, ese lazo casi irrompible que nos une a personas que no comparten nuestra misma sangre, ese lazo invisible que te ata a otros individuos y se alimenta de recuerdos, de tus mejores momentos, de tus lágrimas, de tus secretos, empezaba a cambiar de objetivo para todos o, mejor dicho, para la gran mayoría. La amistad pasó de ser un sentimiento fresco, puro, lejano de las vanidades y del comportamiento superficial, a convertirse en un acto liderado por la conveniencia, la falsedad de la imagen y el juicio implacable del qué dirán.

* * *

El momento crucial de mi amistad con Sammy ocurrió un día en el que me buscó para ver un partido de la Champions, pero llegó en el instante más inoportuno para mí. Esa tarde me porté como un cretino y, por dármelas de mucho, lo ignoré delante de mi grupo.

—No, Sammy, no quiero ver esa mierda hoy. Además, usted debería estar corriendo a ver si baja la panza. Hermano, si sigue así va a parecer un camionero.

Todos se quedaron callados por un momento, pero después soltaron la risa, y la vergüenza por ser el amigo del gordo del salón se convirtió en placer por la aceptación de mi nuevo grupo.

Sin embargo, esa noche me sentí muy mal y traté de buscar a Sammy varias veces —tal vez no las suficientes— para pedirle perdón, pero no me quiso contestar. A partir de ahí nuestras charlas fueron cada vez menos, hasta que dejamos de dirigirnos la palabra. Nos fuimos separando poco a poco y no lo evitamos.

Aquellos amigos que me empoderaban y me mostraban un mundo en el cual yo podía ser una de las estrellas del equipo de fútbol en mi categoría, donde las niñas se sentían atraídas por mí y donde hasta los séniors me aceptaban, me respetaban y me respaldaban, esos amigos se encargaron de establecer un límite entre Sammy, ellos y nuestra amistad. Por desgracia, yo no tuve el carácter ni la personalidad que se necesitan, y escogí el lado incorrecto.

* * *

Cuando eres pequeño admiras a quienes están en cursos superiores, a esos que son populares, a los que están en noveno, décimo y a los séniors. Te prometes a ti mismo seguir sus pasos, sus tradiciones, las cosas buenas y las malas. Eso desemboca en un relevo generacional que no permite acabar con todos aquellos flagelos que azotan los colegios y, por ende, a la sociedad. Crecimos creando jerarquías y alimentando brechas.

Para cualquier profesor es un problema mayúsculo que un estudiante no lo deje hacer clase porque siempre está interrumpiendo, y mis amigos y yo éramos expertos en eso. Algunos docentes lloraban por la desesperación, otros detenían las clases y daban un sermón larguísimo. Eran ingenuos creyendo que, después de esos discursos, íbamos a ser mejores, inconscientes de que estábamos cumpliendo con nuestro objetivo de no estudiar.

Otros profesores eran más temperamentales y sus estrategias se limitaban a poner más y más trabajo, pero entonces llamábamos a “la caballería” y, por arte de magia, el docente disminuía los trabajos o los suprimía por completo.

Nos creíamos ganadores cuando lográbamos algo, pero todo se limitaba a una falsa victoria que nos llevaba a regocijarnos y, sin saberlo, a hundirnos más en el fango de nuestra mediocridad. Estábamos inmersos en una espiral que nos encaminaba al abismo más profundo que pueda tener el ser humano. Nuestra soberbia era tal que, si nos hubiesen mostrado un video de nuestro futuro, no nos hubiéramos dado cuenta de lo que nos esperaba.


Mi mamá nos contaba que ella había comenzado a salir de rumba cuando tenía dieciséis años, que mis abuelos le daban permiso solo hasta cierta hora y que debía ir con mis tíos.

Nosotros empezamos a salir cuando yo tenía trece años, a mi hermanita Lau la dejaban ir conmigo, pero ella también tenía sus propios amigos, por lo que siempre que íbamos a una fiesta, ella se abría con su parche y yo con el mío. Llegada la hora de irnos, nos reuníamos en un mismo sitio y llegábamos juntos a casa.

Al principio, las cosas eran simples: una fiesta donde los hombres nos quedábamos a un lado por la vergüenza mientras las niñas bailaban al otro lado. La timidez de la adolescencia no nos dejaba pensar más que en idealizarnos e imaginarnos levantándonos a las mujeres que nos gustaban, preferiblemente de otros colegios, y bailar era algo secundario a lo que accedías al ir tomando más y más guaro, y cuando ya estabas prendo era cuando se tenía la valentía de hacer cualquier cosa.

El trago llegó en forma de sorbos que dábamos a pico de botella y se combinaba con el cigarrillo. Entendí a las patadas que ni nuestras mentes, ni mucho menos nuestros organismos estaban preparados para semejante ingesta de licor.

Mariana Quiroga, a la que todos conocíamos como Mari —quien además ostentaba el apodo de Vomitrón desde los doce años—, siempre se enlagunaba en las farras. Una noche, en la casa de Rafa, bebió más de la cuenta. La vimos pintar las paredes con toda la comida que salpicaba, desacomodando los muebles a su paso y desordenando la cocina a cada movimiento.

Entre todos le hicimos a Mari una “bomba” —agua, Alka-Seltzer, aspirina y limón— para ayudarla a vomitar más fácilmente, después le dimos café sin azúcar y todo lo que se nos ocurrió para tratar de que sus papás no se dieran cuenta del estado en el que estaba. Mari nos pidió que la dejáramos sola en el baño un segundo, y eso hicimos.

Una hora después llegó su mamá y supimos que se iba a armar un mierdero, pues esa señora siempre ha sido de las que se la pasan metidas en el colegio y se creen las dueñas del mismo, en lugar de prestar la atención debida a sus dos hijas que, de forma visible, no iban por buen camino, al igual que la mitad de nosotros.

Empezamos a buscar a Mari, pues desde que la habíamos dejado en el baño no la volvimos a ver. Cuando entré al cuarto de Rafa para revisar, lo encontré besándole el cuello con pasión, mientras ella estaba casi inconsciente y con la blusa desapuntada.

No me percaté de que la mamá de Mari estaba detrás de mí hasta que quedé prácticamente sordo por el grito que dio. Rafa se levantó de la cama de inmediato, tratando de ocultar una erección como quien intenta tapar el sol con un dedo.

—¡Violador, pervertido! Mañana mismo pongo una denuncia y lo hago echar del colegio. Drogaron a mi niña, bárbaros.

La música se apagó de repente y todos nos sentimos descubiertos. Ninguno superaba los catorce años y ya teníamos semejante problema. Como era de esperarse, el lunes siguiente los papás de Mari fueron al colegio a exigir que echaran a Rafa por intento de violación, argumentando que la habíamos drogado con esa intención. No nos bajaban de delincuentes y criminales.

Tal vez no se habían dado cuenta de que Mari seguía los pasos de su hermana, Isa, una sénior de las más populares en nuestro colegio, y no solo por su belleza, que la hacía ser la envidia de las niñas y el deseo de todos nosotros, sino por su reputación bien ganada y porque algunas de sus fotografías llenaban carpetas enteras de nuestros teléfonos. Isa era causa de peleas en las fiestas porque mantenía noviazgos con dos o tres tipos al tiempo, quienes se daban cuenta de la traición esa misma noche y salían indignados a defender su honor.

Por desgracia para Mari, su hermana se convirtió en su modelo a seguir y superar, lo que desencadenó cambios profundos en su comportamiento y su forma de ser. Mari perdió su virginidad a los trece años. Al par de hermanas los apelativos de perra, zorra o resbalosa las rondaban por los pasillos del colegio pero, poco a poco, se acostumbraron a todo lo que se decía de ellas y los insultos dejaron de afectarles. El escalón social en el que se encontraban era suficiente para soportar esos comentarios.

Después de eso, nuestros papás nos dieron a Lau y a mí una charla sobre el manejo del trago, la presión de grupo y bla, bla, bla. Ella y yo nos mirábamos sin saber qué decir. Mi papá me preguntó muchas cosas para las que yo no tenía respuestas.

—¿Qué hubiera pasado si tu hermana hubiese estado ahí, en el lugar de Mariana? Vamos, dime.

Yo no podía pensar en eso. No me imaginaba a Lau de ese modo. Ella era mi hermanita, aquella que siempre me cubría de todo. Era muy inteligente, la mejor del salón, e incluso la mejor del colegio en una época. Tenía un carácter fuerte y no tragaba entero, su capacidad de liderazgo era tal que propios y extraños terminaban haciendo lo que ella quería.

Era inconcebible para mí pensar en Lau en el papel de Mari. Intentaba armar en mi cabeza la escena de Lau con alguien tratando de abusar de ella y me hervía la sangre. Creo que ninguno de mis amigos se hubiera atrevido a hacerle algo. No podía siquiera imaginármelo.

* * *

Lau era una niña bonita, no tan alta. Tenía pelo oscuro y largo, y ojos marrones, grandes y vivaces, que sobresalían en un rostro de piel tersa y suave. Lideraba un grupo de niñas más conocidas como “las arpías”.

Sus tres mejores amigas eran muy lindas, y con el tiempo se pusieron buenísimas. Ellas eran un anexo de nuestro parche: cuando no teníamos fiesta, formábamos la farra en la casa de alguien que estuviera solo y allí tomábamos y, cuando ya estábamos prendos, las cosas se calentaban y ellas se quitaban la ropa, bailaban para nosotros y aceptaban los desafíos que les poníamos, excepto Lau, quien no estaba invitaba a esos planes por expresa solicitud de mi parte. Siempre me sentí responsable por ella, tal vez nunca la ayudé a tomar las mejores decisiones, pero en mi limitado juicio traté de evitar que se hiciera daño o que alguien se lo hiciera.

Mi hermana era muy pila, pero no quería ser encasillada como nerd o ñoña. Deseaba pertenecer al mundo de los populares, ese club superfluo y decadente que esta sociedad del siglo XXI mitificó, gracias a la forma de pensar de muchos, y al auge de las redes sociales y la tecnología. Esa misma sociedad les enseñó a los jóvenes a venderse, a exhibirse a través de cuanta fotografía pudieran publicar para obtener todos los likes y los comentarios posibles.

Muchos colegios se convirtieron en clubes sociales en los que no solo debías pagar una cuota alta por estar, sino en los que podías ser víctima de discriminación por no ser bueno en fútbol, por no ser lo suficientemente atractivo, por no hablar de cierto tipo de temas, por no tener ciertos amigos o por cualquier cosa salida de los estándares.

Nuestro grupo de amigos era la élite del colegio y, como tal, podíamos hacer lo que se nos antojara.

Pero yo sabía que todo eso era una máscara, una que te pones para representar el papel que solo puede exigirte una sociedad malsana, una que se convierte en tu propio cáncer y que devora tus principios y valores.

* * *

Lau no era perversa ni mala. Tenía un alma caritativa, era muy romántica y lloraba con las historias tristes. Siempre que llegaba a la casa buscaba a mi mamá para abrazarla.

—Dame amor, dame amor, no me lo niegues. —Le decía siempre lo mismo a mi mamá. Sus palabras se convirtieron en tradición, un ritual de cada tarde, persiguiéndola para abrazarla.

Mi mamá se derretía con aquella pequeña que después de darle abrazos y besos, levantaba a su gatica persa, Tábata, por quien se moría de amor.

Creo que lo que más le gustaba a Lau de Tábata era que a ella no le importaba si se emborrachaba, se drogaba o le hacía la vida imposible a alguien hasta casi llevar a esa persona al suicidio. Creo que eso es lo atractivo de una mascota, que no te juzga, no te critica y siempre te es fiel a como dé lugar. Los seres humanos, en cambio, hacemos todo lo contrario, y Lau y yo somos la prueba fehaciente de la existencia de una dualidad monstruosa en todos nosotros, de esa capacidad de engendrar lo mejor y lo peor a la vez.

En ocasiones pienso que si pudiéramos vernos en un espejo y este reflejara lo que en verdad somos, nadie, absolutamente nadie sería capaz de verse a sí mismo a los ojos. Nuestra esclavitud por lo banal nos encadenó a un infierno humanado, un purgatorio que puede acabar con la vida de cualquiera y que nos somete a las torturas más impensables e inverosímiles, ante la mirada inerte de aquellos que se supone que deben cuidarte.

Muchas veces entré al cuarto de Lau, aunque a ella le molestara. Abría la puerta y la encontraba consintiendo a Tábata y sonriendo, o mirando por la ventana mientras cantaba alguna de sus canciones favoritas, o atrapada en algún libro mientras las gotas de lluvia golpeaban la ventana. A pesar de todo lo demás, ella seguía siendo la misma chica tierna y amorosa a la que siempre amé.

En la mesa de noche de su cuarto reposaba una fotografía en la que aparecíamos ella, Sammy y yo, abrazados y riendo a carcajadas. Recuerdo que un día la vi y entré por completo a la habitación. Luego me senté al lado de mi hermana. Ambos extrañábamos a Sammy y nos preguntábamos si él sentía lo mismo que nosotros. Lau me miraba y suspiraba, como si sintiera lástima por aquella amistad que poco a poco iba agonizando.

—Lumpy1, déjate de romanticismos. Sammy no va a volver a ser tu amigo. Más bien disfruta de los que tienes. Así es la vida, hermanito. —Ella me había puesto ese apodo de Lumpy porque cuando tenía nueve años me había caído jugando en una cancha de básquetbol y me había pegado en la frente. Se me formó una protuberancia que he cubierto con mi pelo desde entonces.

* * *

En ocasiones decimos que odiamos a nuestros hermanos porque pensamos que son más amados por nuestros papás, porque creemos que son unos sapos en la casa o tan solo porque debemos compartir todo con ellos.

Lau y yo tuvimos nuestras peleas por diferentes razones, pero al final del día siempre terminaba amando a esa pitufa. Sus abrazos me tranquilizaban, su sonrisa me sanaba y sus palabras, sin importar que estuviera equivocada, me reconfortaban… siempre lo hacían.

Lo que nunca te dije

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