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SVETLANA ALEXIEVICH. UNA HISTORIADORA DE LAS VOCES ANÓNIMAS

Svetlana Alexievich (Ivano-Frankivsk, Ucrania, 1948). Escritora y periodista bielorrusa. Su estilo de narrativa coral mezcla periodismo, ensayo y literatura. Autora de obras sobre la Segunda Guerra Mundial, la intervención rusa en Afganistán, la Perestroika, la catástrofe de Chernóbil y las consecuencias de la caída de la URSS. Premios Ryzsard Kapuscinski (Polonia), Herder (Austria) y Médicis (Francia). Premio Nobel de Literatura en 2015, siendo la primera escritora de no ficción en recibir ese galardón.

EL ALMA RUSA CREE EN LAS LÁGRIMAS

A lo largo de la vida he ido aprendiendo a sustituir la lectura de las grandes biografías, que siempre tienen algo de mito, por los libros centrados en la gente corriente. He sustituido, en cierto modo, el romanticismo por el realismo, pero es un realismo que quiere creer en que hay siempre un lado bueno en las personas, y no me gusta ese realismo, o quizás naturalismo, desprovisto de compasión que hace que algunos escritores se parezcan más a entomólogos que a retratistas del alma humana. Por eso me fascinaron enseguida los libros de Svetlana Alexievich, que no conocía hasta que alcanzó el Premio Nobel de Literatura.

Los recuerdos personales y las vivencias de otras personas, recogidas en su grabadora, forman un todo inseparable en la obra de Svetlana Alexievich. De hecho, no conoció directamente la gran guerra patriótica de 1941-45, pero los recuerdos de quienes la vivieron, particularmente las mujeres, la acompañaron desde muy pequeña. Una infinidad de mujeres perdió a sus padres, hermanos o maridos durante aquella guerra contra el Tercer Reich, y nunca los olvidaron. Les quedó para siempre un poso de profunda nostalgia de los hombres que nunca volverían a ver, y en los casos en que consiguieron recuperarlos, aunque dañados por heridas físicas o morales, no los abandonaron, sino que dedicaron el resto de sus vidas a cuidarlos.

Las mujeres de aquel tiempo habían conocido la muerte muy de cerca. Cuando eran adolescentes y jóvenes vistieron el uniforme militar y empuñaron las armas, pero nunca renunciaron a su condición femenina. Soñaban con el día en que podrían llevar faldas, zapatos de tacón y pintalabios. No querían masculinizarse, pues sabían perfectamente que, pese al ideal igualitario del Estado soviético, las féminas tienen una psicología muy diferente a la de los varones. A este respecto, Alexievich escribe en La guerra no tiene rostro de mujer que las guerras son de los hombres. La mujer en las guerras desempeña otro papel. Sin embargo, esa afirmación molestaba a la ideología oficial, que la veía como sospechosa de negación del heroísmo en una guerra patriótica. No querían darse cuenta de que la compasión y las lágrimas equivalen a otra forma de heroísmo. Toda forma de piedad es una demostración de que los seres humanos no se mueven exclusivamente por motivos ideológicos. La ideología, o lo que pudiéramos llamar el cumplimiento del deber en abstracto, es incapaz de cerrar por completo los corazones. Semejante afirmación la verían algunos con desprecio por parecer una especie de invitación a la lágrima fácil. Pero las lágrimas no tenían nada de fáciles en una sociedad como la soviética, obligada a creer en las consignas oficiales.

Esta reflexión me trae a la memoria una película, Moscú no cree en las lágrimas, el filme soviético de Vladimir Menshovh (n. 1939) que ganó el Oscar a la mejor película extranjera en 1980, una época en la que Estados Unidos y la Unión Soviética vivían momentos tensos en sus relaciones a causa de la invasión de Afganistán. No es un filme relacionado con la Segunda Guerra Mundial, sino que está ambientado a lo largo de los aproximadamente veinte años comprendidos entre el período de desestalinización de Jruschov y la época en que se rodó la película. Con guerra o sin guerra, la película demuestra que la sociedad real no es la de las consignas partidistas, sino la de las complejas relaciones interpersonales entre parejas, padres e hijos, amigos y compañeros, vecinos… Se diría que el filme es un canto al esfuerzo personal y al amor generoso, que resulta ser la esencia de la felicidad, pese a todas las dificultades. Y aporto una curiosa anécdota sobre Moscú no cree en las lágrimas: se dice que el presidente Ronald Reagan vio en varias ocasiones esta película en privado antes de entrevistarse con Mijail Gorbachov, con el objetivo de conocer el “alma rusa”. No es exagerado decir que el “alma rusa” tiene un fuerte componente femenino, sin el cual estaría incompleta. En mi opinión, la lectura de las obras de Svetlana Alexievich no deja de ser un encuentro íntimo con el “alma rusa”.

Alexievich se califica a sí misma de “oído humano”, lo que me recuerda a la expresión “pluma humana” empleada por Flaubert. ¿Cabe mayor realismo que el de captar las conversaciones humanas y plasmarlas en un libro? La autora transcribe las anotaciones grabadas en el alma, que pueden ser más interesantes que un mero relato de los hechos. Sus libros son la demostración de que la gente del pueblo quizás no será muy instruida, pero es capaz de entender el mundo como nadie y pronunciar palabras llenas de sabiduría y sentido común. No estamos ante unos libros de entrevistas, ni los textos se plantean como un interrogatorio. A los amigos no se les interroga: simplemente se les deja hablar. Las personas se expresan en ellos con sencillez y sin recelos, pues ven a Svetlana Alexievich como a una amiga. Les inspira confianza, y esto les lleva a darle toda clase de detalles íntimos. En consecuencia, se transmite un tono de cercanía a la narración de la autora, que prescinde de todo artificio literario. De esto modo surge un caleidoscopio humano con el que se aspira a retratar la verdad. No se trata de la típica entrevista con preguntas preparadas y respuestas no menos elaboradas, que carecen de espontaneidad y, sobre todo, de intimidad. En una entrevista de finales de 2019, durante una breve estancia en España, la escritora afirmaba que «cada persona lleva consigo una historia que se puede contar, y eso es lo que yo hago. Si solo nos basamos en los hechos como fundamento, sin revelar la narrativa implícita, no sale la imagen completa de la realidad». En efecto, en los libros de la Nobel bielorrusa afloran las palabras de la gente sencilla, que suele ser la más sincera. Son palabras extraídas desde el interior, repletas de sufrimientos y vivencias. Sobre este particular, añadiré que Iván Turgueniev, un escritor admirado por Alexievich, escribió una vez, haciéndose eco de un proverbio ruso, que el alma humana son tinieblas. En efecto, según reconoce la autora, es difícil acceder al alma humana, pues el camino está sembrado de televisión y periódicos, de las supersticiones del tiempo en que vive, los prejuicios o las desilusiones.

El alma humana, en sus profundidades más dramáticas o entrañables, vive en las páginas de sus obras La guerra no tiene rostro de mujer y Últimos testigos. A mi modo de ver, el espíritu de esta segunda obra es el mismo que envuelve a la obra de Dostoievski, que no concebía la propia felicidad, o incluso la armonía eterna, si para asegurarla hubiera que derramar una sola lágrima de un niño inocente. No existe ningún progreso, ni tampoco ninguna revolución que pueda justificar esa lágrima. Menos todavía una guerra. Cualquier guerra pesa más que una sola lágrima. El niño siente que hay guerra cuando papá no está y pasará mucho tiempo esperando a que vuelva. La guerra y sus secuelas en forma de atrocidades contra la población civil arrebatarían la infancia a quienes después fueron hombres y mujeres. Pese a todo, en medio de los horrores bélicos brilla en Últimos testigos el testimonio de un niño que no quiere renunciar a su infancia, que asocia a sus primeras lecturas. Será capaz de encontrar en Los hijos del capitán Grant de Julio Verne una pequeña felicidad, cargada de esperanza, frente a la hostilidad del mundo exterior. La historia de la esforzada búsqueda de un padre a través de medio mundo se encuentra en un libro que el niño ha escondido, y que irá leyendo y releyendo a lo largo de una guerra interminable.

DE CÓMO EL HOMBRE PEQUEÑO SE TRANSFORMA EN UN GRAN HOMBRE

Nada hay más alejado de la concepción literaria de Svetlana Alexievich que la mera búsqueda del entretenimiento. Estoy convencido de que todo eso le parece demasiado artificial, pues una vez declaró que «las escenas de la vida cotidiana son mejores que las de la ficción». Luego añadió: «Muy raramente me gusta leer ficción, prefiero la obra entera de Dostoievski». Coincido con ella en que leer a Dostoievski es una tarea casi obligada para quién se haga preguntas sobre el hombre. Se trata de un novelista que sabe encontrar al auténtico ser humano, con toda su mezcla de grandeza y de miseria, hasta en los personajes más degradados. El escritor poseía el arte de descubrir en cualquier persona los frutos del corazón como la caridad y la abnegación. ¿No encontramos algo semejante en las voces despertadas a la vida por la escritura de Alexievich? Leyendo a Dostoievski y a nuestra autora, estaremos en condiciones de aprender que la generosidad no consiste en dar lo que sobra sino en compartir el peso de las cargas ajenas.

En la Rusia actual hay otras mujeres que están tomando el relevo de Svetlana Alexievich. Tal es el caso de Tatiana Krasnova, profesora en la facultad de periodismo de la universidad estatal Lomonosov de Moscú, que tuvo ocasión de entrevistar a la escritora en el verano de 2017. Krasnova no es, desde luego, una simple periodista sino también la coordinadora de Galchonov, una asociación benéfica. Señala que ha recomendado los libros de la Premio Nobel a sus amigos, pero a la vez les ha dicho que no puede decirles sinceramente que les gustarán. Por el contrario, es muy probable que no les gusten y que su lectura les cause espanto y les haga sufrir. La explicación es muy sencilla: solo la verdad hace daño. No es extraño para quienes prefieran la posverdad o las llamadas verdades alternativas. Sin embargo, los libros de Svetlana Alexievich son también una especie de medicina contra la avalancha de información, que paradójicamente nos vuelve sordos y ciegos. Recuerdo que un amigo mío daba en público un sabio consejo: no seguir con la misma ansiedad con la que se seguiría una apasionante competición deportiva, todos aquellos acontecimientos de carácter político en los que el hilo conductor sea la crispación y el enfrentamiento social. No hay que vivir de espaldas al mundo, si bien tampoco debemos consentir que la información nos quite la paz. No estamos defendiendo el comportamiento del avestruz sino la urgencia de dejar un hueco para lo que Tatiana Krasnova considera esencial: la existencia de un tiempo para llorar y para compadecernos los unos de los otros. En esto consiste uno de los méritos de los libros de Alexievich: saben dar voz al dolor y a la desesperación, y a lo más importante de todo, al amor.

La obra de Svetlana Alexievich es una continua invitación a custodiar en nosotros mismos al hombre. Ella misma admite que pertenece a una generación que fue educada con los libros, algo coincidente en la tradición rusa y la soviética, pero no con la realidad. Se diría que su carrera literaria pretende subsanar esta deficiencia con la unión de literatura y realidad. No es una literatura de gestas de héroes, los de la Segunda Guerra Mundial y conflictos posteriores, sino la versión de los hechos que le han proporcionado abuelas, madres, hermanas o viudas, a las que nunca nadie había preguntado por sus vivencias y sentimientos. Esto explica que el gran protagonista de sus libros, que constituyen toda una obra de “polifonía”, sea el hombre común, al que podríamos calificar de “hombre pequeño”, para muchos insignificante. No es el héroe militar ni el obrero modelo, exaltados hasta la saciedad en la época del estalinismo, sino la víctima de las grandes tempestades y catástrofes sociales. Leer a Alexievich es comprender cómo el sufrimiento transforma al hombre pequeño en un gran hombre. Su lectura sirve para reafirmar que no somos un engranaje de los sistemas, un punto lejano e indiferente en medio de una espesa muchedumbre.

PREPARÁNDOSE PARA LA GUERRA

Cabe añadir que Tatiana Krasnova y Svetlana Alexievich se muestran preocupadas por la actual situación de Rusia. Desde el momento en que ha crecido la tensión entre Moscú y las potencias occidentales a partir de la crisis de Ucrania, en muchos automóviles rusos se ha insertado esta inquietante pegatina: “1941-1945: Podemos rehacerlo”. Las dos mujeres han leído con pesar estas palabras porque los autores de ese eslogan no parecen saber mucho de los sufrimientos de la gente corriente en aquellos años. Se diría que una gran mayoría de rusos, y de otros ciudadanos exsoviéticos, solo quieren quedarse en el día de la Victoria, el 9 de mayo de 1945. Cegados por la reiterativa consigna de una patria en peligro, se han vuelto a ver en las celebraciones de carnaval o en las fiestas escolares a niños vestidos con uniforme militar y gorras con una estrella roja. Alexievich subraya que es el retorno de una cultura marcial y militar, en la que está muy presente el culto a la muerte. Ese ambiente ya lo vivió ella en la escuela de su infancia, donde los niños recibían unas enseñanzas que reducían los acontecimientos históricos a luchas, barricadas y revoluciones. En su opinión, Rusia está conociendo una histeria militarista, muy adecuada para que las masas se identifiquen de forma simplista con un líder. Se trata de una actitud propia de todos aquellos que se sienten humillados, sobre todo si un día formaron parte de una superpotencia, y cuando arrecian los temores, no es difícil ver enemigos en todas partes. No cabe duda de que esto es algo muy de nuestra época, donde no importan tanto los hechos objetivos sino el modo en que se sienten o perciben esos mismos sucesos. Habrá que dar una vez más la razón a Dostoievski, profundo conocer de la psicología del pueblo, cuando afirmaba que en Rusia siempre abundarán los niños de taberna soñando con una nueva revolución.

Estas pasiones colectivas no compaginan con una mente intelectual que debe apelar a la razón. Sin embargo, lo triste es que los intelectuales se alejen de la razón y se dejan dominar por sus emociones más primarias. En una entrevista, Svetlana Alexievich recordaba el caso de Zajar Prilepin, un joven y afamado escritor ruso, que se fue a combatir con las milicias pro-rusas del este de Ucrania en 2014. El escritor tomó partido y eligió empuñar las armas trasladándose con toda su familia a la región del Donbass. Por el contrario, Alexievich opinaba que un escritor nunca debería hacer uso de las armas. Pero ante la opinión pública rusa, que es el único juicio que le importa, Prilepin ha querido aparecer como un héroe por el hecho de mandar un batallón de milicianos rebeldes y ser un asesor de los secesionistas pro-rusos. Se trata, según nuestra escritora, de un intelectual caído en una trampa en su búsqueda de un baño de gloria. Representa la tentación de algunos intelectuales que no tienen interés en proponer un pensamiento constructivo y llegan a considerar a la guerra como una idea central de la conciencia humana. La ideología, o simplemente el orgullo, llega a cegar a una persona hasta el punto de olvidar que el ser humano es más grande que cualquier guerra. Esta es la principal tesis de los libros de Svetlana Alexievich. en los que podría aflorar de continuo esta pregunta de Dostoievski: «¿Cuánto de humano hay en un ser humano y cómo proteger al ser humano que hay en ti?». La escritora subraya que Rusia, incluyendo la URSS, siempre ha estado en guerra o preparándose para la guerra, lo que demuestra lo poco en que ha sido estimada la vida humana en ese país.

Una aproximación a las principales obras de Svetlana Alexievich nos ayudará a profundizar en la personalidad de esta excelente conocedora y continuadora de la gran literatura rusa.

LAS MUJERES QUE NO OLVIDARON SU CONDICIÓN HUMANA

La guerra no tiene rostro de mujer, publicada por vez primera en 1985, es la demostración de cómo las mujeres no suelen olvidar la condición humana. En cambio, recuerda Svetlana Alexievich en una entrevista con el filósofo francés de origen ruso Michel Echaltchinoff, los hombres tienden a ocultarse detrás de la Historia, porque la guerra les seduce con su acción y se recrean en el enfrentamiento de las ideas. Por el contrario, las mujeres dan preferencia a los sentimientos, aunque estos les lleven a la conclusión de que la guerra es a la vez un asesinato y un duro trabajo. A una mujer, que es la encargada de dar vida y cuidarla, le tiene que resultar insoportable la perspectiva de verse obligada a matar. Tenemos en el libro el ejemplo de una francotiradora, a la que no le resultaba sencillo pasar de disparar de un blanco de madera a un ser humano. Sin embargo, los mandos militares exigían a las mujeres que no se compadecieran del enemigo. Por el contrario, deberían esforzarse por odiarlo. Pero, como bien recuerda la autora, odiar y matar no es propio de mujeres. Las que acabaron entrando en esa terrible dinámica tuvieron que hacerse violencia a sí mismas, y se convirtieron en mitad ser humano y mitad animal.

Con todo, los testimonios del libro indican que no había otra forma de sobrevivir. Encontramos, no obstante, excepciones como las de una soldado auxiliar de enfermería que da una hogaza de pan a un alemán prisionero, casi un niño. El alemán no daba crédito a sus ojos, pero la mujer se sintió feliz porque había sido capaz de no odiar, y se había sorprendido a sí misma. Esto me recuerda a otro pasaje de Últimos testigos: el de la madre que lleva un saco de patatas y se las niega a un prisionero alemán, pero de repente cambia de opinión, extrae unas patatas y se las da. El niño que acompañaba a aquella madre nunca olvidó la escena. A la aprensión le siguió la compasión. Fue además una invitación a no odiar porque, como bien señala Alexievich, el odio se va formando poco a poco, y no es un sentimiento original e inherente a la persona. El odio no es otra cosa que el resultado de la deshumanización del otro.

Se relata también en el libro el testimonio de una enfermera que iba arrastrando a dos heridos, uno soviético y otro alemán. ¿Había que odiar a uno y amar al otro? ¿Se puede tener un corazón para el odio y otro para el amor? Pero esa misma enfermera terminará por reconocer que el ser humano tiene un solo corazón. Lo importante para ella era salvar el suyo, y no lo salvaría por el odio.

Muchas de las mujeres entrevistadas en La guerra no tiene rostro de mujer compartían el credo comunista, algo que en los años del conflicto mundial era inseparable del patriotismo. Sin embargo, no siempre olvidaban la condición humana en los combates o en medio de los horrores desencadenados por el odio. Eran más fuertes que los hombres, aunque a la vez más frágiles. A Alexievich le impresionó que las mujeres tuvieran piedad de los alemanes prisioneros o vencidos, o que se compadecieran de los cadáveres de ambos lados. Los veían con pena porque eran jóvenes y hermosos. Nada de esto le transmitieron en la escuela cuando le explicaban la gran guerra patriótica. Por el contrario, todas las consignas de los mandos eran una invitación a amar la muerte, a entregar la vida por el ideal comunista o patriótico. La autora recuerda que en la biblioteca de su escuela más de la mitad de los libros trataban sobre la guerra. Otro tanto podía verse en la biblioteca de su pueblo o en la regional. Las mujeres que vivieron el período bélico no le enseñaron entonces, si bien lo harían años después, que la guerra fue para ellas, ante todo, sufrimiento.

Cuando se publicó el libro en 1985, los censores llegaron a la conclusión de que, después de leer La guerra no tiene rostro de mujer, nadie querría ir a la guerra. En ese momento la URSS estaba envuelta en el conflicto de Afganistán. La censura atribuyó a Alexievich una excesiva influencia de Sin novedad en el frente de Erich Maria Remarque (1929), prototipo de la literatura antibelicista. Sus protagonistas son seis soldados alemanes alistados voluntariamente en 1914, que no tuvieron que esperar mucho tiempo para que el primer bombardeo hiciera añicos el concepto del mundo que les habían inculcado. Les habían enseñado que servir al Estado constituía el valor supremo, pero ellos sabían que el miedo a morir era mucho más fuerte. Svetlana Alexievich alegó en su defensa que en su obra se había propuesto buscar la verdad. Pese a todo, le replicaron que la auténtica verdad es «lo que soñamos, lo que aspiramos a ser». Pero la escritora no podía estar conforme con una visión de la vida que exige a los escritores escribir exclusivamente una Gran Historia, la Historia de la Victoria de 1945. No hacerlo así equivalía implacablemente a despreciar las grandes ideas soviéticas, las ideas de Marx y Lenin.

Pese a todo, los argumentos de los censores nunca podrían convencer a una autora que amaba al hombre pequeño, a las pobres gentes, por parafrasear el título de la primera novela de Dostoievski. A este respecto, la confesión de una de las voces de La guerra no tiene rostro de mujer es tan significativa como desoladora: su marido fue condenado a diez años de prisión por haber escrito a un compañero que le costaba sentirse orgulloso de la Victoria porque «habíamos abarrotado de cadáveres nuestro terreno y el ajeno».

HÉROES OFICIALES Y HOMBRES CON UNA CAPA DE HUMANIDAD

Los muchachos del zinc, publicado en 1991, hace referencia a los ataúdes de zinc en los que regresaban a su país los restos de los militares soviéticos caídos en la guerra de Afganistán Al igual que en La guerra no tiene rostro de mujer, el ser humano es contemplado no desde la perspectiva del Estado, dispuesto a sacrificarlo en función de sus intereses, sino desde otro enfoque: lo que representa para su madre, su mujer o sus hijos. Alexievich fue testigo de cómo los ataúdes llegaban en la oscuridad de la noche y eran enterrados en secreto en tumbas con lápidas en las que figuraba esta escueta expresión: “Falleció”.

En aquellos años Pravda, el periódico del Partido, publica titulares de este estilo: “Vamos a ayudar al fraternal pueblo afgano a construir el socialismo”. En efecto, gentes de familias acomodadas, personas con muchas lecturas, fueron allí y creyeron sinceramente que estaban ayudando a los afganos en su vía al socialismo. Pero este idealismo no fue lo que la escritora descubrió. Por el contrario, según afirma en su libro, se encontró con una extraña belleza: la de las ametralladoras, minas y carros de combates… Es la belleza de los objetos antes de convertirse en instrumentos de muerte. Pero a Svetlana Alexievich le explicaron que, si alguien pisaba una de aquellas minas, aunque fuera en un extremo, no quedaría nada de él salvo un pedazo de carne.

Afganistán sirvió para desengañar a una escritora que hasta entonces intentaba creer en un socialismo con rostro humano. A su regreso a casa, se encaró con su padre, que la había educado en los ideales comunistas, y le contó su decepción al ver cómo los soldados soviéticos mataban en un país extranjero a personas que no conocían. Su padre no pudo contener las lágrimas. Pero las heridas se prolongarían a través del tiempo, incluso tras la desaparición de la URSS. Alexievich fue objeto de varias denuncias por haber escrito Los muchachos del zinc. Sus principales acusadoras serían madres de soldados muertos en combate, que en un tiempo abominaron de la guerra, y de quienes habían llevado a sus hijos a la muerte, pero ahora se aferraban al mito de que habían sido unos héroes. La respuesta de la escritora fue que quería mantenerse fiel a lo que llama el legado de Tolstoi: «El héroe que quiero con toda la fuerza de mi alma…ha sido, es y será la verdad». Y existen casos en que no se puede llegar a la verdad sin pasar por el dolor. Se defendió además insistiendo en que no fantaseaba y que no estaba inventando nada. Se había limitado a transcribir lo que los testigos habían querido contarle. Pero lo cierto es que la verdad se da siempre de bruces con una mentalidad educada en el amor hacia el hombre armado y su juguete favorito, la guerra.

Después de la terrible experiencia de Afganistán, Svetlana Alexievich se preguntaba qué clase de libro podría escribir sobre la guerra. Le hubiera gustado escribir un libro sobre una persona que no dispara, que no puede abrir fuego sobre otro ser humano, y que sufre con la idea de lo que realmente significa la guerra, aunque no se encontró con esa clase de persona. En una guerra como la afgana, en que la que el enemigo suele hacerse invisible, los militares disparaban primero y luego miraban a quién le habían dado, y bien podía tratarse de una mujer o de un niño. Un soldado le confesaría algo a la vez elemental y terrible: todo aquel que derrama una primera sangre acabará disparando en más ocasiones. Cuando se dispara una vez, al tirador le entran más ganas de hacerlo, llevado seguramente más por una curiosidad malsana que por el odio. Los testigos de Los muchachos del zinc han debido, sin duda, de experimentar la terrible experiencia de cómo se unen la curiosidad y el odio. Siempre es este último el que termina por imponerse.

Tal y como sucede en otras obras suyas, en este libro de Svetlana Alexievich no pueden faltar las referencias a Dostoievski, en particular a Los hermanos Karamazov. Uno de los protagonistas, Iván Karamazov, afirma que una bestia jamás podrá ser tan cruel como el hombre. Iván es el héroe-ideólogo, el tentador de su hermano Aliosha, el seminarista ortodoxo. Se trata de un hombre que preconiza un camino simple y fácil en la organización de la sociedad y de la política hasta el extremo de justificar la tortura y el sufrimiento ajeno en nombre de un bien superior o de la promesa de un paraíso venidero. Del mismo modo, los que mataban en Afganistán no se consideraban a sí mismos como malvados sino como una especie de guardianes del bien común. Se trataba de personas que sacrificaban sus rasgos de humanidad para liberar a gente ignorante como los afganos que no conocían las supuestas leyes del progreso, por estar apegados a las supersticiones de la tradición o de la religión. Sin embargo, el comandante de un batallón confesó a Alexievich que conforme pasaban los años de una guerra sin salida, se sentía cada vez más incapaz de reunir a sus soldados y darles una charla propagandística, de esas en que trataba de convencerles de que los soviéticos eran los mejores y los más justos. La trágica realidad de la guerra desmentía sus palabras, pero al menos intentaba convencerse a sí mismo de que los soviéticos aspiraban a vivir esos ideales.

Entre los más destacados testimonios de Los muchachos del zinc, está el de una madre que pierde a su único hijo en la guerra. De niño le gustaban los juguetes bélicos, y años después se ofrecerá voluntario para ir a Afganistán. Con todo, la madre le advertirá inútilmente de que le matarán, y no por la patria, sino por nada. Aquella mujer tenía muy claro que la comparación de los militares en Afganistán con los que combatieron en la guerra patriótica de 1941-45 era una falacia, por mucho que los medios oficiales afirmaran lo contrario. ¿Quién podía creerse que los soviéticos estuvieran luchando allí por defender a su país? Se puede añadir que cualquiera que haya estudiado a fondo ese período de la Guerra Fría, sacará la conclusión de que era la geopolítica, y no tanto la ideología, el motor del conflicto afgano.

La guerra de Afganistán produjo más de quince mil muertos entre el medio millón de militares soviéticos desplazados al frente. La propaganda oficial hablaba de que estaban cumpliendo un deber internacionalista, pues la URSS estaba ayudando a un pueblo hermano a construir puentes, carreteras y escuelas. Sin embargo, a los soldados no se les exigía pensar en estos temas. Debían limitarse a marchar con rapidez y adquirir una buena puntería. Sus mandos se encargarían de pensar por ellos. Esta conducta mecánica es un modo inexorable de volverse escéptico. Un combatiente soviético en Afganistán terminaría fácilmente por no creer en que lo que hacen los nuestros es siempre lo correcto y a cuestionar la verdad de lo que cuentan los periódicos y la televisión. Las consignas se dieron de bruces con la realidad cuando un soldado tenía que rematar a un amigo al que traían con la barriga destrozada. Hay que destacar también en el libro el testimonio de una madre de un excombatiente, hijo único. El joven, traumatizado por sus experiencias de combate, mató y descuartizó a uno de sus antiguos compañeros de armas. Ese hijo terminaría en la cárcel, con todos sus miembros intactos, pero con la mente alterada. La madre confesará amargamente que envidiaba a las otras madres cuyos hijos volvieron sin piernas, pero al menos pudieron quedarse a vivir con ellas.

En Los muchachos del zinc aparece una enfermera a la que dieron la estricta orden de no compadecerse del enemigo. Sin embargo, el sentido común de esta mujer le indica que es precisamente la compasión le da las fuerzas necesarias para soportar todo lo que está viviendo. La alternativa contraria supondría que los seres humanos se quedarían anclados en el odio, lo que lleva a la pérdida de la razón, o a la búsqueda de evasiones como las drogas, esa vana ilusión de intentar liberarse de todo. En otro pasaje, Alexievich dice que la guerra no hace mejor a un hombre: lo hace peor, y además nunca será el hombre que era anteriormente. Toda esta situación probablemente deba mucho a lo que se ha inculcado a los soldados desde la cadena de mando: queda prohibido ver a los enemigos como a seres humanos. Si no fuera así, los soldados serían incapaces de matar. La guerra concede licencia para matar. Un hombre que en tiempos de paz sería un asesino, cuando mata está ejerciendo la “santa tarea masculina”, en expresión de Svetlana Alexievich. Se limitaría a cumplir un deber filial para con la Patria y a defender al pueblo. Sin embargo, el odio engendra odio. Sobre este particular, una enfermera transmite un testimonio desgarrador: una anciana afgana estaba tumbada sobre la mesa de operaciones para ser curada de una herida en una arteria. Hubo un momento en que parecía que la mujer intentaba decir algo, pero lo que hizo fue escupir a los que la estaban asistiendo. Su dolor era más inmenso que su propia vida.

Debo señalar que no he conocido a muchos rusos, aunque me atrevo a hacer esta afirmación: no es fácil de extirpar en un ruso el sentimiento de humanidad. Durante el siglo XX, y especialmente en la época del comunismo, las ideologías contrarias veían al ruso como un bárbaro, un descendiente de las hordas tártaras que dominaron parte de ese país en la Edad Media. En esa visión distorsionada los rusos eran inexorablemente seres crueles. Lo más curioso es que un diplomático ruso me dijo una vez que los verdaderamente crueles son los chinos, en la actualidad teóricos aliados de Moscú. Con todo, y por poner un ejemplo, sigue sin desaparecer en la cultura rusa contemporánea la contraposición entre Gengis Khan y Occidente, en la que el conquistador es el héroe, y los occidentales los villanos. La trilogía cinematográfica inacabada del cineasta Serguei Bodrov (sobre el caudillo mongol (2007-2010) va en esa línea, aunque algunos solo han visto en ella una espectacular reconstrucción histórica.

Si hablamos de humanidad, tenemos que acudir a la experiencia de Svetlana Alexievich. Resulta algo pesimista cuando afirma que el ser humano tiene poco de humano. Se diría que tan solo una pequeña capa. Pero a continuación añade que hay que luchar por proteger esa capa en una época en la que se siguen produciendo tantos horrores como en el pasado. Así es la historia de Rusia para la escritora: una historia de horrores, que ha contribuido a insensibilizar a la gente, a crearle una piel gruesa. Sin embargo, por debajo de esa epidermis abultada aflora la humanidad, por encima de los resentimientos y de los dogmatismos de las ideologías. Coincido con la autora en que siguen existiendo sentimientos de compasión y de misericordia en el alma rusa, y lo atribuyo a la herencia cristiana que el mesianismo comunista no fue capaz de eliminar.

El alma rusa no podría entenderse sin su grandiosa literatura, cuya lectura hace que las palabras cobren vida y se encarnen en historias capaces de llegarnos al corazón. Uno de los personajes de Los muchachos del zinc confiesa que no ha podido contener las lágrimas al leer Mumu, un relato de Iván Turgueniev. Es una historia triste, la de Gerasim, un siervo sordomudo, que no consigue el amor de Tatiana y cuyo único consuelo es un perro, Mumu, al que salva de morir ahogado, pero su patrona le obligará a deshacerse del animal. Alexievich desearía que este cuento tuviera un final feliz, pero hay que resignarse porque la vida ordinaria contiene enormes rasgos de crueldad. El que un soldado en Afganistán lea esta triste historia es un ejemplo de que la humanidad no se ha perdido del todo. El problema surge cuando el Estado pretende silenciar los horrores de la guerra con el culto a los héroes, presuntamente dotados de un voluntarismo capaz de superar todos los obstáculos. A este respecto, Svetlana Alexievich rememora a Boris Polevoi (1908-1981), un piloto que perdió las piernas en la Segunda Guerra Mundial y que relató su experiencia en La historia de un hombre auténtico, una obra transformada en ópera en 1948 por Prokofiev. Esta música no agradó al poder soviético porque en sus notas encontraba excesivas disonancias. Las autoridades estalinistas querían más lirismo, pues los héroes oficiales tienen que transmitir emoción a las masas.

Fuera de los dogmas ideológicos oficiales no hay salvación. Esto es algo que también encontramos en Los muchachos del zinc. La autora presenta el testimonio de un joven teniente que tenía colgado en el dormitorio un retrato de Romain Rolland recortado de una revista. Un coronel le preguntó si la URSS no tenía suficientes héroes como para preferir a un extranjero. Lo más sorprendente que el coronel no sabía nada de Rolland, e ignoraba que este escritor francés pacifista (1866-1944), admirador de Gandhi y Tolstoi, fue incapaz de admitir las atrocidades del estalinismo. Antes bien, publicó en 1935 un artículo laudatorio en el diario comunista L’Humanité para refutar las acusaciones contra Stalin. ¿Habría mantenido el coronel el retrato de Rolland de haber conocido estos detalles? No sabemos, aunque lo que es seguro es que no le habría agradado lo que el escritor expresó en privado tras un viaje a la URSS en 1937: el reconocimiento de que era un régimen de la más absoluta arbitrariedad, pero nunca lo expresó en público porque no quería dar argumentos a los enemigos del poder soviético. Sin embargo, lo que sorprende más todavía en la citada anécdota es que el coronel sugiriera al teniente sustituir la imagen de Rolland por la de Marx, “uno de los nuestros”. La réplica del subordinado en el sentido de que Marx era alemán, sería castigada con dos días de arresto.

Svetlana Akexievich señala en su libro que los excombatientes de Afganistán estaban condenados a la inadaptación. Recuerdo todavía las confidencias de una asistenta ucraniana, interna por un tiempo en mi casa. Me contó que su marido, Igor, había sido enviado a luchar a Afganistán. Sobrevivió a la experiencia, pero nunca volvería a ser la misma persona. A los efectos anímicos de una guerra se les suele llamar fatiga de combate, aunque para tenerla no es necesario haber combatido sino haber presenciado toda clase de atrocidades. Inestabilidad emocional, histeria, trastornos del sueño, apatía… Son tan solo unos síntomas de lo que puede experimentar un excombatiente durante toda su vida. Por si fuera poco, a los excombatientes de aquel conflicto no se les recibió como héroes sino con total desconfianza porque eran los supervivientes de una derrota, de la retirada de una guerra que se convirtió en el Vietnam de los soviéticos. La situación recuerda a otro momento de la historia de Rusia: el retorno de los supervivientes de la guerra ruso-japonesa de 1904. Lo describió muy bien Valentín Pikul (1928-1990), autor de novelas populares y uno de los escritores más leídos en la década de 1970. Precisamente en 1986, cuando el conflicto afgano estaba estancado, publicó la novela histórica Tengo el honor, que es la confesión de un oficial del Estado Mayor ruso, un militar que se avergüenza de su uniforme y prefiere salir a la calle vestido de civil. Ni los inválidos ni los mutilados despiertan compasión. Prefieren decir que tuvieron un accidente a reconocer que perdieron sus miembros en una guerra en la que los rusos fueron derrotados por los japoneses. No cabe duda de que los lectores de la obra relacionaban enseguida la trama con el conflicto afgano.

ENTRE EL AMOR Y LA TIERRA ENVENENADA

Voces de Chernóbil es el libro más atípico de Svetlana Alexeivich, publicado en 1997. Recoge los testimonios de quienes sufrieron un acontecimiento inesperado e inconcebible en una URSS considerada como uno de los hitos del progreso humano, entendido, claro está, como progreso técnico. El 26 de abril de 1986, el accidente de la central de Chernóbil, situada en Ucrania, golpeó en gran medida a Bielorrusia, un país agrícola en el que no existían centrales nucleares. La catástrofe se cebó especialmente con los campesinos y afectó a 485 aldeas y pueblos y a 2 100 000 personas, entre ellas 70 000 niños. El territorio bielorruso sufrió el 70 % de la contaminación, con un 26 % de los bosques más la mitad de sus praderas.

Voces de Chernóbil no es una crónica de guerra ni de unos héroes de armas. Sin embargo, hubo héroes, los hombres que salvaron a su país y al resto de Europa porque evitaron la explosión de otros tres reactores nucleares. En Chernóbil no hubo guerra, aunque la muerte llegó del mismo modo incierto e implacable. Se trataba de una muerte que estaba siempre presente al resultar clamorosa la ausencia de seres humanos en relación con el paisaje y los objetos. ¿Tenían conciencia esos héroes de lo que les había pasado a las personas que tuvieron que salir apresuradamente de sus hogares? Por mucho que estuviera envenenada por la radiación, aquella no dejaba de ser su tierra, y se explica que no quisieran llevarse sus pertenencias. A este respecto, Svetlana Alexievich recuerda el monólogo de Pierre Bezhukov, en las páginas finales de Guerra y paz. Tras la derrota de Napoleón en Rusia, en la que él ha participado, el mundo ha cambiado para siempre, aunque Pierre seguirá comportándose como de costumbre: riñendo a su cochero y refunfuñando. Es un ejemplo de que los recuerdos son frágiles, efímeros, conjeturas sobre uno mismo. No son tanto, conocimientos sino sentimientos. Por lo demás, la autora se asombra de que, después de Chernóbil, en una sociedad oficialmente atea y materialista muchas personas se pusieron a filosofar.

Este libro es quizás el ejemplo más logrado de la autora sobre la vida cotidiana del alma, de sus sentimientos y pensamientos… Chernóbil afectó a los cuerpos de las personas, pero no pudo terminar con sus sentimientos. Resulta muy llamativo el ejemplo de una mujer, casada hacía poco tiempo, y cuyo marido estaba afectado por la radiación. El personal sanitario le insistía en que ya no era su marido, pues se había convertido en un elemento radioactivo con gran poder de contaminación. Pese a todas las advertencias, se empeñó en abrazarlo y quedarse junto a la cabecera de su cama. Alexievich subraya que solo el amor es capaz de infundir vida y esperanza. A este respecto, una profesora de una escuela de arte, que además era directora teatral, señaló a la escritora que lo que realmente le daba miedo es que en nuestra vida el miedo ocupe el lugar del amor.

En Voces de Chernóbil se da preferencia al testimonio de los campesinos, ancianos en su mayor parte, capaces de transmitir algo nuevo precisamente por su sabiduría ancestral. Es mucho más interesante lo que ellos cuentan que el conjunto de lo aportado por científicos, médicos o políticos. Tampoco será decisiva la presencia de hombres armados y uniformados para defenderse de las pequeñas partículas invisibles portadoras de la muerte. No se podía vencer al átomo con métodos convencionales, pero algunos políticos persistieron en las consignas habituales de su ideología: buscar culpables, pues, según ellos, el accidente lo habrían provocado espías y terroristas de los servicios secretos occidentales. Llevados por su inconsciencia de la gravedad de los acontecimientos, hay incluso quienes se preguntaron si lo más urgente era suspender o no los actos oficiales de la festividad del 1º de mayo.

No faltan en el libro los paralelismos con la literatura rusa. Tras conversar con algunos supervivientes, Svetlana Alexievich evoca a Leonid Andreiev (1871-1919), el principal representante del expresionismo ruso. Se fija en el cuento Lázaro, el personaje evangélico que nunca será como los demás hombres después de que Cristo le hubiera resucitado. Según Andreiev, Lázaro es un ser oscuro, desprovisto de voluntad y de energía, indiferente al mundo que le rodea, y que tan solo se ocupa de contemplar el sol durante el día e ir en su busca cuando desaparece por la noche. Así se sentían algunos testigos de la catástrofe de Chernóbil. Otro relato del mismo autor lleva por título Ben Tovit. Se trata de un comerciante de Jerusalén, un hombre amable y justo, aunque atormentado por un terrible dolor de muelas. Pasa un día Jesús con su cruz, camino del Calvario, pero el sufrimiento y los aspavientos de Ben Tobit son tan grandes que no se entera de lo que está pasando. Oye a alguien decir que Jesús era capaz de devolver la vista a los ciegos y se pregunta si no podía también haberle curado su dolor. Luego se queda dormido. Ben Tobit es todo un ejemplo de insensibilidad. Pendientes de un dolor de muelas, muchos seres humanos no están a la altura de los grandes acontecimientos. ¿No pasó algo similar en Chernóbil?

El accidente nuclear sirvió para acelerar la descomposición de la URSS. Según la autora, aquel país era una mezcla de prisión y de jardín de infancia, donde se entregaba al Estado la conciencia, el alma y el corazón. En la mentalidad soviética estaba muy presente la idea de sacrificio, de la muerte que da sentido a una vida. De este modo la muerte parece algo bello. Basta con dar un paso adelante y sacrificarse para ser encumbrado y reconocido a título póstumo. Alexievich se pregunta entonces: ¿dónde queda sitio para la gente inocente y desvalida? Pero hay otra pregunta de la escritora, que va más allá de los heroísmos: ¿por qué se ha originado esta catástrofe ecológica? Porque se ha vendido durante mucho tiempo la idea de vivir en un mundo hermoso y justo, en el que el hombre está por encima de todas las cosas. Por tanto, como el hombre era el dueño y señor de la creación, podía hacer lo que quisiera. Recientemente, la autora declaraba que las tecnologías nucleares se pueden rebelar en cualquier momento. Lo comprobó en su visita a Fukushima, en un Japón que parece ser uno de los países más desarrollados, pero lo cierto es que centenares de miles de personas fueron desalojadas de sus casas: «Militares, científicos y representantes del poder, todos estaban igual de perdidos. Ni el pueblo japonés ni nadie sabía qué estaba pasando».

Voces de Chernóbil se merecía una gran adaptación cinematográfica, aunque ya había tenido algunas versiones para el teatro. En 2016 un filme de Luxemburgo, dirigido por Pol Crutchen, adaptó la obra de Svetlana Alexievich y fue seleccionada para el Oscar a la mejor película extranjera. El filme es, ante todo, un gran recitativo coral que evoca el sufrimiento de los hombres, mujeres y niños sometidos a la radiación. Me recuerda un poco a Stalker (1979) de Andrei Tarkovski (1932-1986), donde también aparece una “zona” desolada. En ella se encuentran construcciones oxidadas, abandonadas y perdidas en medio del bosque. La película de Crutchen contiene un gran simbolismo, pero, en mi opinión, no refleja el realismo, por no decir el humanismo, del libro de Svetlana Alexievich. En cambio, en 2019 HBO emitió una serie sobre Chernóbil, un proyecto en el que la propia autora no creía demasiado, si bien le ha impactado que la hayan podido ver millones de personas. Ha dicho al respecto que «la serie me gustó, a pesar de que sea hollywoodense, en el sentido de que hay una distinción muy clara entre buenos y malos, siendo por supuesto los rusos los malos… Pero mi libro iba del abismo que se abrió para nosotros y ese componente filosófico no sale en la serie». Alexievich expresó su disgusto con la productora porque todas las fuentes citadas estaban basadas en su libro, pero no tuvieron la valentía de ponerlo en los títulos de crédito. Solo cuando muchos periodistas a nivel mundial criticaron a HBO e hicieron presión, la escritora obtuvo el esperado reconocimiento.

Mis preferencias cinematográficas sobre el tema van dirigidas, por el contrario, a The Door, un cortometraje de la realizadora irlandesa Juanita Wilson, que concurrió al Oscar en 2010. Se trata de la adaptación de un capítulo del libro, Monólogo acerca de una vida escrita en las puertas, una historia que a Wilson le recuerda a Gogol porque tiene la capacidad de mezclar lo real con lo fantástico. Allí se recoge el testimonio de Nikolai Fomich Kalugin, un padre de familia que se esfuerza en entender los acontecimientos que están más allá de la comprensión.

La primera imagen del filme es la de una noria parada, que se ha convertido en uno de los símbolos más asociado a Chernóbil. En medio de un paisaje nevado Nikolai, encarnado por Igor Sigov, entra sigilosamente en una casa abandonada. Entonces escucha que alguien se acerca con una linterna y camina rápidamente en dirección a la puerta de la casa. Asustado, desmonta la puerta apresuradamente y sube con ella a una moto. Unos guardias le dan el alto, pero Nikolai consigue escapar. Luego escuchamos su voz de fondo que dice que ha robado la puerta de su propia casa. ¿Por qué lo ha hecho? En la obra se recuerda que la puerta simboliza todo lo perdido en Chernóbil: la infancia, la vida entera... No solo se ha perdido una ciudad, se ha perdido todo un mundo. La puerta es un símbolo de la propia vida, y en la madera se encuentran muescas que son retazos de la vida: el colegio, el servicio militar, la boda, el nacimiento de los hijos… Nikolai llevaba una vida tranquila, con un sueldo medio y vacaciones pagadas. Era una persona normal y de repente se convirtió en un hombre de Chernóbil.

Nikolai tuvo que salir de su casa al tercer día del accidente con su mujer Anya y su hija de seis años, Katiusha. El cortometraje recuerda esos momentos y muestra a la niña intentando introducir a su gato en una maleta, pero el animal no se deja y Katiusha llora. Entretanto la radio da consignas para la evacuación, con la insistencia de no perder la calma y de no volver atrás a recoger los objetos personales. Vemos después imágenes de cómo Nikolai abraza a su esposa e hija mientras los soldados acompañan la salida de la población. El protagonista recuerda que la gente no era consciente de que todo lo que se llevaban podía ser una bomba de relojería. Nikolai refleja en su rostro una gran tristeza mientras su hija sigue jugando como ajena a todo.

Un día Nikolai descubre una marca en el brazo de su hija, lo que le produce una cierta inquietud, y la niña se limita a preguntarle cuándo irá a buscar el gato que se dejaron en casa. La escena siguiente presenta a la niña en el hospital caminando por un pasillo de la mano de sus padres. Luego un médico observa muy serio a Anya, que mira a continuación al padre. Después la madre se pondrá a lavar la ropa de su hija. Nikolai apenas tiene fuerzas para mirar a su esposa.

La escena final es el entierro de Anya, que será acostada sobre la puerta que el padre se trajo de su casa. Se sigue así una tradición de la que Nikolai fue puesto en antecedentes por su madre. El cadáver de la pequeña está vestido de blanco y el cortejo fúnebre avanza a través de la nieve encabezado por un pope ortodoxo que lleva un incensario y despliega un libro de oraciones. Los padres se quedan atrás solos y cogidos de la mano mientras la comitiva se aleja.

The door es una auténtica joya del cortometraje. ¿Se habría podido hacer un filme más extenso y de mayor calidad con los principales monólogos de Voces de Chernóbil? Pienso que no. Este cortometraje con su espléndida fotografía y la sobriedad de sus diálogos resulta suficiente para mostrar de un modo verosímil los sentimientos de nostalgia y de pérdida experimentados porque quienes vivieron la catástrofe de Chernóbil.

UN TIEMPO DE SEGUNDA MANO PARA LA LIBERTAD

Los seis libros de Svetlana Alexievich se pueden reducir, según ella misma, a un único libro. Es, sobre todo, un libro acerca de la historia de una utopía, de cómo algunos querían construir sobre la tierra el reino de los cielos. El resultado fue un mar de sangre y millones de vidas humanas arruinadas.

El final del hombre soviético (2013) arranca de la muerte del imperio de los soviets entre lágrimas y maldiciones, pero los argumentos sobre el socialismo no murieron con esa desaparición. El hombre soviético se resistió a morir. El propio padre de la autora creyó en el comunismo hasta el final de su vida, y muchos de sus amigos también. Llegaron incluso a admitir que, si bien habían conocido el estalinismo, este no era auténtico comunismo. El comunismo constituía toda la existencia de aquellas personas. El comunismo era una religión secular con su propia concepción del bien y del mal. Sus partidarios integraron tanto su ideal en la vida de las personas que resultaría casi imposible de arrancar. Otra interesante observación de Alexievich es que los simpatizantes del comunismo han contemplado la vida desde una barricada, que siempre es un lugar peligroso para el ser humano. Estar en una barricada hace que la vista quede dominada por la niebla. No hay matices, ni colores. Somos incapaces de distinguir al ser humano que tenemos enfrente, y así, no es fácil despertar a la realidad.

Svetlana Alexievich vuelve en esta obra a sus paralelismos literarios, en este caso la novela El hombre anfibio (1928) de Alexander Beliaev (1884-1942), conocido como el Julio Verne ruso. Una peculiar criatura, Ictiandro, se aburre en la inmensidad del océano. Le gustaría ser como todos los seres humanos: vivir sobre la tierra y amar a una muchacha. Pero no será posible y morirá. Esta comparación sirve a la autora para subrayar la dificultad del paso del comunismo a la libertad. La mitificación de un ideal desemboca en el miedo a la verdad. Muchos ciudadanos de la URSS, en vísperas de la caída del comunismo, empezaron a ver como a un enemigo no solamente a la verdad sino también a la libertad. Comenzaba lo que nuestra escritora ha llamado un “tiempo de segunda mano”, el del triunfo de los hasta entonces denostados capitalismo y consumismo, lo que implicaría un modo de vivir carentes de ideales sublimes. Lo pequeño, lo insignificante, las preocupaciones ordinarias se convirtieron desde ahora en lo grande. Lo importante era tener dinero, y no haber leído la filosofía de Hegel, para extraer conclusiones.

¿Qué se entiende por libertad en la Rusia postsoviética? En la época comunista los ciudadanos la entendían como la ausencia del miedo, pero además crecieron en medio de la escasez y el racionamiento. Tras el fin del comunismo, la persona supuestamente más libre sería la que tiene la capacidad de elegir y comprar la mayor cantidad de productos en una tienda. Los representantes de las nuevas generaciones difundirán además la idea de la libertad interior, su libertad íntima, por no decir su privacidad, y le darán un valor absoluto. No tienen miedo a dar rienda suelta a sus propios instintos y deseos. Por el contrario, esperan conseguir mucho dinero para alcanzarlos. Pero lo cierto es, como afirma Alexievich, que la democracia no se importa como el petróleo o el gas, el chocolate suizo o los plátanos. Si no hay personas libres, tampoco existe la democracia.

Este concepto tan limitado de libertad sirve a Svetlana Alexievich para reflexionar acerca de la leyenda del Gran Inquisidor de Dostoievski, inserta en Los hermanos Karamazov. En la ciudad de Sevilla, el Gran Inquisidor reconoce en un prisionero a Jesús que ha vuelto a la tierra, pero le reprocha que haya venido a molestar a los hombres. La principal crítica del juez es que Dios haya dotado de libertad al hombre. Todo habría ido mejor si Cristo hubiera tomado la espada del César y proporcionado al ser humano un amor en el que depositar su conciencia. Así habría sido feliz, aunque fuera una felicidad sin libertad. La conclusión del Gran Inquisidor es que únicamente debe reinar sobre los hombres aquel que sea dueño de sus conciencias y tenga su pan en las manos, aquel que les convenza de no serán verdaderamente libres hasta que no le hayan confiado su libertad. Un texto de Dostoievski que es válido para todos los tiempos.

Más de un cuarto de siglo después de la caída del comunismo soviético, la gente aprecia el contraste de las desigualdades, la pobreza y la riqueza arrogante. Lo vemos en otros testimonios del libro de Alexievich. Algunos jóvenes se refugian en la nostalgia de lo que no conocieron y se visten con camisetas del Lenin y Che Guevara. Esos muchachos no consideran la revolución como un error. La revolución era una fiesta, todo el mundo era feliz y hay que celebrar perpetuamente la gran guerra patriótica. El sistema soviético ciertamente se construyó sobre sangre, pero, en la opinión de algunos, esto representaba la prueba de que era sólido como una roca. Otros expresan su admiración por Stalin, que para ellos es un gran patriota. En Internet florecen las páginas salpicadas de nostalgia. En todos ellas se saca la conclusión de que Rusia es un gran imperio que debe ser regido con mano de hierro y que existe una vía rusa específica para organizar la política. No se necesitan antiguos disidentes en la política y en el gobierno al estilo de un Vaclav Havel o un Andrei Sajarov. Tales personas no sirven para gobernar a Rusia. Lo que se requiere es un zar, un padre, un secretario general, un presidente… Un hombre de hierro. Ese hombre es ahora Vladimir Putin, dotado de tanto poder como el antiguo secretario general, pero ya no es comunista. Enarbola las banderas del nacionalismo y la fe ortodoxa, pero no la del marxismo-leninismo.

Svetlana Alexievich contempla a las que considera sus dos patrias, Rusia y Bielorrusia, con una mirada de desolación. Ve en ellas, especialmente en Rusia, una cierta histeria militarista como en los años de la URSS. Sus habitantes tienen la conciencia de ser personas humilladas por Occidente. Tal es el mensaje transmitido por sus gobiernos, y así no resulta difícil ver enemigos de todas partes. Las esperanzas de la perestroika de Gorbachov se desvanecieron progresivamente, aunque por un instante trajeron el espejismo de que estos países podían “normalizarse” e incorporarse al mundo occidental. En aquel momento, y en los primeros años del gobierno de Yeltsin, había continuas alabanzas a la democracia liberal y a la economía de mercado. Sin embargo, no fue eso lo que triunfó en Rusia sino un capitalismo de oligarcas y un mayor empobrecimiento de la gente. Esto explica que en poco tiempo el liberalismo político y el económico perdieran su atractivo. Cayó el sistema comunista, pero nunca habría un juicio de Núremberg para los comunistas, tal y como recalca un entrevistado en el libro, pues esos mismos comunistas son los que tomaron el poder. Muchos exmiembros del partido poseen ahora villas en Chipre o en Miami.

La Nobel bielorrusa señala además que Tolstoi sería una figura incómoda en la Rusia actual. La mayoría de los rusos seguiría dispuesta a leer sus relatos, pero rechazaría su filosofía: la de que la Historia se mueve más por los millones de seres anónimos que por los grandes hombres. Una infinidad de rusos siguen sin comprender esto. Tolstoi coincide con Alexievich en dar da protagonismo a las voces anónimas. La autora acierta plenamente al afirmar que, en Rusia, durante la la época de Yeltsin, empezó una vida en el estilo de Chejov, con personajes grises y sin historia, pues los valores del pasado fueron arrastrados por una corriente impetuosa, la que se llevó a un régimen por delante. Llegó así el tiempo de los nuevos ricos, más preocupados por el lujo que por cualquier tipo de moral. Solo tenían ojos para sus casas suntuosas o sus nuevos automóviles. Particularmente opino que muchos rusos de hoy se sentirían identificados con la obra teatral póstuma de Anton Chejov, El jardín de los cerezos. En ella, Ermolai Lopajin, nieto de un siervo y convertido ahora en un rico comerciante, se propone adquirir una gran finca, en cuyo centro existe un amplio jardín con cerezos, para construir en ella casas de vacaciones para el verano, aunque esto suponga talar el jardín. Los aristócratas propietarios de la finca están arruinados y serán incapaces de hacer nada para impedirlo. La comparación me parece adecuada, pues para muchas personas el Estado soviético era su jardín y sería destruido por unos arribistas sin escrúpulos, los oligarcas de la época de Yeltsin.

Algunos de los entrevistados en el libro de Svetlana Alexievich se quejan de la falta de ideales en la sociedad. La única aspiración de la mayoría es la de trabajar para hacer dinero. Y una vez más la autora escudriña en las fuentes de la literatura rusa para encontrar similitudes e inspiraciones. Evoca el teatro de Alexander Ostrovski (1823-1886), que retrató magistralmente a la pequeña burguesía de mediados del siglo XIX. Sus personajes proceden de la vida misma, inspirados en casos contenidos en los archivos judiciales en que trabajó el escritor. Se trata de comerciantes y pequeños burgueses, dotados de un desmesurado afán de lucro, rebosantes de oscurantismo y rudeza. Su soberbia y arrogancia les hace desaprensivos y mendaces, y tienen el dinero como único fin. Esta clase de personajes abundan en la Rusia postsoviética sin apenas oposición, pues se trata de una sociedad replegada en sí misma. Este símil permite a Alexievich establecer otro paralelismo con Oblomov (1854), la novela más conocida de Iván Goncharov (1812-1891). Es un personaje que encarna la pereza y la apatía, que espera un milagro tumbado en un diván.

Svetlana Alexievich tiene la influencia de los grandes escritores rusos del siglo XIX. Comparte con ellos la búsqueda de la verdad y la tentativa de comprensión de los acontecimientos del presente, si bien nadie logra comprenderlos del todo. Para quien conozca su historia y admire su cultura, Rusia no merece el calificativo despectivo de mongol inerte que le diera Karl Marx. Estoy convencido de que, por encima del barniz de las ideologías, afloran a menudo las raíces cristianas de Rusia, y esta vigencia conlleva un permanente salir de sí mismo, una dinámica de entrega y relación. Tal es la actitud de la mayoría de los testigos que viven en los libros de Alexievich. En esas obras hablan las pobres gentes, los insignificantes, los que no han diseñado la historia oficial… Todos ellos muestran su cercanía y fragilidad al lector. De sus vidas y testimonios pueden surgir vínculos de fraternidad y de amor, mucho más auténticos que todas las utopías políticas y sociales.

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