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II La dignidad ontológica de la persona como fundamento de los bioderechos

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ANTONIO TRONCOSO REIGADA

Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Cádiz

Si el principio biojurídico fundamental es el respeto a la dignidad de la persona, los bioderechos, como los derechos humanos, deben tener un carácter universal y no meramente nacional. Tanto el Código de Bioética de Nuremberg de 1947 como la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 fueron redactados con la presunción de que contenían principios de alcance universal pues éstos tienen su fundamento en la dignidad inherente a todo ser humano. Desde este planteamiento, los bioderechos, al igual que los derechos humanos, o son universales o no existen. Además, el proceso de globalización que comenzó a finales del siglo XX puso de manifiesto que los problemas bioéticos tenían un alcance global: el tráfico internacional de órganos humanos, la investigación biomédica proyectada en países del Norte pero realizada en países del Sur, el SIDA, las desigualdades en el acceso a la salud. Esto obligaba también a un planteamiento global, lo que dio lugar a la Global Health Ethics y a la regulación internacional de los bioderechos1).

Son muchos los instrumentos internacionales aprobados sobre esta materia. Las primeras referencias a los bioderechos se producen en el ámbito del derecho a la salud. Así, el Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos, adoptado por la resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas 2200 de 16 de diciembre de 1966, señaló como principio fundamental que «nadie será sometido sin su libre consentimiento a experimentos médicos o científicos» –art. 7–. En Europa y a partir de la Convención Europea de Derechos Humanos –CEDH– de 1950, se comenzó a reconocer el acceso igualitario a la salud en el marco de los derechos humanos, algo que en ese momento no era posible en Estados Unidos, donde hasta muy recientemente ha habido una fría acogida a los derechos de prestación en el ámbito sanitario2).

Ha sido a partir de la década de los ochenta del siglo pasado cuando los derechos humanos se extienden a otros problemas bioéticos distintos del acceso a la salud como la dignidad de la fase terminal de la vida, la reproducción humana asistida, los trasplantes o la ingeniería genética. Especial mención merece la institución en el Consejo de Europa del Comité Director de Bioética, que fue en la década de los noventa el principal promotor de los textos jurídicos que abordaron los problemas de bioética usando el paradigma de los derechos humanos, proceso que culminó con la aprobación del Convenio del Consejo de Europa para la Protección de los Derechos Humanos y la Dignidad del Ser Humano con respecto a las Aplicaciones de la Biología y la Medicina –también denominado Convenio de Oviedo–, de 4 de abril de 19973), en el que las partes se obligan a proteger al ser humano en su dignidad y garantizan a toda persona el respeto a su integridad y a los demás derechos y libertades fundamentales con respecto a las aplicaciones de la biología y de la medicina –art. 1–, estableciendo el principio de primacía del ser humano en virtud del cual «el interés y el bienestar del ser humano deberán prevalecer sobre el interés exclusivo de la sociedad o de la ciencia» –art. 2–. La apertura a la firma del Convenio por parte de cualquier Estado fuera del espacio europeo manifestó su vocación internacional. La Unión Europea también ha mostrado una preocupación por la protección de las personas en relación con los avances biomédicos. Así, hay que subrayar el art. 3.2CDFUE, que establece que «en el marco de la medicina y la biología se respetarán en particular: el consentimiento libre e informado de la persona de que se trate [...]4); la prohibición de las prácticas eugenésicas, y en particular las que tienen como finalidad la selección de las personas; la prohibición de que el cuerpo humano o partes del mismo en cuanto tales se conviertan en objeto de lucro; [y] la prohibición de la clonación reproductora de seres humanos».

También hay que mencionar las declaraciones realizadas en el ámbito de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura –UNESCO–, que parten de su Comité de Bioética y dan continuidad a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, poniendo el énfasis en la dignidad de la persona: la Declaración sobre Genoma Humano y Derechos Humanos, de 1997, que afirma la dignidad intrínseca de todos los miembros de la familia humana5); la Declaración Internacional sobre Datos Genéticos Humanos, de 20036); y la Declaración sobre Bioética y Derechos Humanos, de 20057), que es un hito en la actividad normativa internacional en el terreno de la bioética, al ser la primera vez que los Estados establecen normas mínimas comunes sobre ciencias médicas y de la vida y donde se establece como principios –art. 3– que «se habrán de respetar plenamente la dignidad humana, los derechos humanos y las libertades fundamentales» y que «los intereses y el bienestar de la persona deberían tener prioridad con respecto al interés exclusivo de la ciencia o la sociedad»8). La Declaración de Naciones Unidas sobre Clonación Humana, de 2005, establece que los Estados Miembros «habrán de prohibir todas las formas de clonación humana en la medida en que sean incompatibles con la dignidad humana y la protección de la vida humana»9).

Las declaraciones internacionales y regionales de derechos humanos ponen como fundamento de estos la dignidad de la persona, al mismo tiempo que proclaman la protección del derecho humano a la vida, existiendo una estrecha relación entre dignidad de la persona y derecho a la vida, de la que este último es principio y consecuencia. El Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos parte del «reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana, estableciendo en su art. 3 que «toda persona tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad». El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos reconoce en su Preámbulo que estos derechos «se derivan de la dignidad inherente a la persona humana» y «a todos los miembros de la familia humana» y señala que «el derecho a la vida es inherente a la persona humana. Este derecho estará protegido por la ley. Nadie podrá ser privado de la vida arbitrariamente» –art. 6–. Una mención parecida se encuentra en el art. 2.1 CEDH y en el art. 4 de la Carta Africana de los Derechos Humanos y de los Pueblos, de 1981 –que entró en vigor en 1986–10). Un paso más se encuentra en la Convención Americana de Derechos Humanos de 1969 que señala que «toda persona tiene derecho a que se respete su vida. Este derecho está protegido por la ley y, en general, desde el momento de la concepción. Nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente» –art. 4.1–.

Sin embargo, la existencia de culturas, especialmente en África, Asia y Oceanía, cuyos valores en algunos supuestos entran en conflicto con algunos principios recogidos en estas declaraciones internacionales cuestiona su carácter universal, proyectando la idea de que los derechos humanos son algo propio de la cultura occidental –de la Ilustración o de la civilización judeo-cristiana11)–, una situación que se ha hecho más evidente con la globalización y que se ha agravado por la pluralidad de tradiciones culturales en un mismo territorio –la multiculturalidad–. Esta crisis de la universalidad de los derechos humanos también afecta al alcance global de los bioderechos. A partir de esta dificultad, se ha planteado que la búsqueda de una bioética global se transforma en un problema irrelevante, pues lo único que debe garantizar el Estado, y más ampliamente la comunidad internacional, es que las diversas comunidades puedan organizarse libremente para vivir conforme a sus propios principios, que no lesionen los intereses de otras comunidades y que los individuos conserven la libertad de adherirse a ellas12). De esta forma, la diversidad cultural supone un obstáculo para la consolidación de una bioética global y para la atribución de un valor absoluto y no relativo a los bioderechos. Si el recurso a los derechos humanos ha facilitado el alcance global de los bioderechos, las dificultades para su fundamentación en la dignidad de la persona obstaculizan su carácter universal.

Un diálogo intercultural sincero podría favorecer el reconocimiento de los derechos humanos. No es necesario contraponer diversidad cultural y derechos humanos. Si bien cada pueblo es creador de su cultura y protagonista de su historia, la cultura es algo dinámico que un pueblo recrea permanentemente. La universalidad de los derechos humanos –en este caso de los bioderechos– no requiere su transculturalidad –no supone un límite externo a todas las culturas, que serían los derechos humanos–, ni siquiera que los derechos humanos sean inculturados sino la percepción de que el denominador común de todas las culturas es el respeto del ser humano en su sentido más profundo, aunque revestido del ropaje que cada cultura ofrece. Así, en la Conferencia Mundial sobre Derechos Humanos de Viena de 1993 –organizada por las Naciones Unidas– se afirmó la necesidad de contextualizarlos, llegando a una fórmula de acuerdo para afirmar su universalidad y obligar a su promoción justa y equitativa, al mismo tiempo que se respetan los contextos históricos, culturales y religiosos13). Igualmente, la Declaración sobre Bioética y Derechos Humanos de la UNESCO, de 2005, afirma –art. 12– que «se debería tener debidamente en cuenta la importancia de la diversidad cultural y del pluralismo. No obstante, estas consideraciones no habrán de invocarse para atentar contra la dignidad humana, los derechos humanos y las libertades fundamentales o los principios enunciados en la presente Declaración, ni tampoco para limitar su alcance».

En los últimos años los organismos internacionales de derechos humanos han impulsado una concepción individualista de los bioderechos, centrada en la autodeterminación individual o en el consenso social, que no es compatible con el concepto clásico de dignidad de la persona, característico no sólo del pensamiento cristiano sino también de otras culturas de matriz fuertemente comunitaria como la oriental o la africana. De esta forma, el clima de diálogo intercultural y de sincero esfuerzo por profundizar en el sentido ontológico de la dignidad de la persona, que facilita la universalidad de los bioderechos, ha sido progresivamente sustituido en la esfera internacional por una tendencia a la inflación de derechos humanos en clave individualista, que no sólo no contribuye a un consenso universal sobre los mismos sino que crea entre las diversas culturas un clima de desconfianza, como se apreció en la Conferencia Internacional sobre la Población y el Desarrollo de El Cairo, de 1994 y en la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer, de Pekín, de 199514).

Así, existe una concepción subjetiva de la dignidad de la persona que la desvaloriza al confundirla con la autonomía personal o con el consenso social15). Sin embargo, la dignidad de la persona no depende del valor que le da el propio sujeto o la comunidad. Como señala Aparisi, «el individuo no merece un respeto incondicionado porque así lo ha decidido él mismo, mediante una decisión autónoma». Tampoco la persona tiene dignidad porque «la sociedad o el poder político se la han atribuido»16), aunque como ya hemos señalado anteriormente, el consenso social no sólo es esencial sino que también es la única forma para su concreción dentro de una sociedad democrática. Como señala Spaemann, la dignidad de la persona, en un sentido ontológico –en un sentido objetivo– significa que el hombre no es sólo un ser que tiene un valor para sí mismo sino que tiene un valor en sí mismo 17). De esta forma, la dignidad ontológica es algo superior a esa pura decisión individual o social, e implica la consideración del ser humano como fin en sí mismo en sentido objetivo e incondicionado –no como un «fin en sí mismo para sí», y, por tanto, no con un fundamento subjetivo–18). Esta interpretación de la dignidad centrada en la autonomía de la voluntad lleva a la distinción entre persona y ser humano19), lo que tiene consecuencias jurídicas concretas a la hora de determinar en qué supuestos los seres humanos que no disponen de capacidad para autodeterminarse –por estar en situación de ancianidad, enfermedad, discapacidad, vida neonatal o prenatal, etc.– son sujeto de derechos, cuál sería su estatuto jurídico y en qué casos ven relegados sus intereses jurídicos, quedando a merced de otros20). Además, una concepción de la dignidad humana basada en la autonomía individual al final fortalece la posición de los poderosos frente a los débiles. Sólo una concepción ontológica de la dignidad de la persona puede proteger a los débiles, en cuestiones como los trasplantes de órganos o la maternidad por subrogación21).

También se ha desarrollado una concepción utilitarista de la dignidad de la persona a partir de la noción de calidad de vida propia del ámbito sanitario, especialmente en lo relativo al aborto en la indicación embriopática y en la eutanasia. Sin embargo, la calidad de vida no puede ser un criterio para afirmar la existencia de diversos grados de humanidad y de dignidad de la persona. Además, no es fácil una afirmación objetiva del grado de calidad de vida de una persona ya que ésta, junto a parámetros objetivos, también tiene en cuenta las apreciaciones subjetivas del paciente22). No parece razonable poder afirmar la existencia de «vidas humanas indignas» porque carecen de calidad de vida. Una cosa es que determinados parámetros de calidad de vida del paciente puedan ayudar a tomar decisiones en el ámbito sanitario y otra cosa distinta es que estos parámetros sirvan para graduar la dignidad de la vida y «para determinar a quién debe amparar el Derecho, y quién debe ser dejado al margen de toda protección legal». Tanto la concepción subjetiva de la dignidad de la persona, que la confunde con la autonomía de la voluntad23), o su visión utilitarista, que la reduce a la calidad de vida, suponen una fuente de discriminación que contradice los mismos fundamentos de la idea de la dignidad humana y de los derechos humanos.

De esta forma, una visión escéptica hacia un fuerte carácter global de los bioderechos también viene motivada por las posiciones contradictorias acerca de su contenido, que lleva a mantener dentro de los mismos un derecho y su contrario –el derecho a la vida del nasciturus o el derecho al aborto–24). Si bien existe un consenso en que la dignidad de la persona es el fundamento de la bioética y de los bioderechos, también hay una gran discrepancia acerca de las consecuencias éticas y jurídicas de este principio. Así, nadie niega el concepto de dignidad de la persona como principio básico de la bioética y de los bioderechos. El problema es su contenido y las consecuencias prácticas de este principio en este ámbito, que no sólo son parcialmente divergentes sino contradictorias en cuestiones como el aborto, la eutanasia, la investigación con embriones humanos, el diagnóstico preimplantacional, etc. De esta forma, la dignidad de la persona deja de ser un concepto unívoco para convertirse en concepto ambiguo e intrascendente, cuando no en un concepto vacío, carente de un significado concreto, con un fuerte carácter retórico25). A nuestro juicio, si bien puede admitirse como algo consubstancial la existencia de una ambigüedad sobre el concepto de dignidad de la persona dentro del ámbito de la reflexión bioética –acerca de las consecuencias de la dignidad de la persona como principio ético –, en una posición o plano distinto se encuentra la interpretación jurídica sobre el concepto de dignidad de la persona, tal como se encuentra recogida en las normas internacionales y nacionales –la dignidad de la persona como principio jurídico –, que tiene un significado jurídico preciso. En este caso, hay que tener en cuenta los cánones tradicionales de la interpretación jurídica, dentro de los cuáles la interpretación literal y la comprensión original del texto tienen un valor fundamental26).

La dignidad de la persona, tal como se encuentra recogida textualmente en las normas internacionales antes señaladas y, en concreto, en el documento fundacional del paradigma contemporáneo de los derechos humanos, como es la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, y en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, es una expresión que designa una cualidad real en el ser humano. Por este motivo, ambos textos hablan de una «dignidad inherente a la persona humana» y «a todos los miembros de la familia humana». Se trata de una dignidad ontológica, de una «dignidad intrínseca», que se da por la pertenencia a un conjunto de seres de igual entidad ontológica, en este caso, la especie humana. La dignidad humana parte del valor que todo ser humano tiene en sí mismo, con independencia de cualquier otra razón, lo que le hace merecedor de un respeto incondicionado27). Así, como señala Hillgruber en relación con el art. 1.I de la Constitución Alemana –que proclama que «la dignidad humana es intangible»–, la dignidad es una «cualidad de sujeto del hombre». De esta forma, «derecho a la vida y dignidad convienen a todo hombre ya solo en virtud de ser hombre, ya solo debido a su pertenencia a la especie»28). De hecho la concepción ontológica de la dignidad de la persona presente en estas Declaraciones internacionales posteriores a la II Guerra Mundial y en el texto constitucional alemán de 194929) encuentra su antecedente próximo en el Código de Bioética de Nuremberg de 1947 y está configurada en gran medida en contraposición con la concepción subjetiva y utilitarista que relativizó el valor del ser humano y que caracterizó el periodo anterior30). Por tanto, el hombre, en su condición de ser siempre deficitario en algún sentido «no se convierte en portador de derechos fundamentales en virtud de un determinado logro en materia de dignidad –Würdeleistung– o de un potencial de obtención de resultados en ese campo»31). La dignidad es algo inherente a la persona, con independencia de la autonomía de su voluntad –de su capacidad para autodeterminarse o de actuar en la vida social–, de su utilidad o del mayor o menor grado de desarrollo vital32) y protege a la persona, evitando cualquier causa de discriminación. De esta forma, la dignidad del hombre es expresión de la más radical igualdad pensable33). Por ello, la dignidad humana es el último baluarte de defensa que le queda a los débiles y a los excluidos34). Como afirma Hillgruber, «lo que hace del hombre un ser especialmente acreedor de protección es desde siempre menos su excelencia metafísica que su debilidad física y su fragilidad psíquica, especialmente visibles en la infancia, la enfermedad y la vejez».

La dignidad de la persona en sentido ontológico es la que se encuentra recogida en los Tratados internacionales, no existiendo hasta ahora ninguna norma de Derecho Internacional que refleje la dignidad en un sentido subjetivo o utilitarista. Sin embargo, esta situación ha ido cambiando progresivamente. Si bien se mantiene en algunos países una legislación que protege la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural sin intervención humana, al mismo tiempo se han ido aprobando progresivamente en muchos países leyes que ponen el énfasis en el principio de autonomía personal o de libertad personal de la mujer embarazada para poner término a su embarazo –dentro de una nueva categoría de derechos a la salud sexual y reproductiva35)– y del enfermo que desea ser ayudado a morir –eutanasia36)–.

1

Cfr. C. Borgoño, loc. cit. pp. 48-49.

2

Cfr. L. González Morán, De la Bioética al Bioderecho, cit. pp. 124-183.

3

El Convenio entró en vigor el 1 de diciembre de 1999, al ser ratificado por cinco de los Estados firmantes. En España entró en vigor el 1 de enero de 2000.

4

L. González Morán ha puesto de manifiesto que hasta la primera mitad de la década de los sesenta del siglo XX las decisiones médicas correspondían de forma prácticamente exclusiva a los profesionales de la medicina: «ellos solos eran los que tomaban las decisiones, incluso en las cuestiones más difíciles, como podía ser retirar el tratamiento vital al paciente, sin discutirlo con éste, sus familiares o sus colegas» –De la bioética al bioderecho, cit. p. 21–.

5

El Preámbulo de la Declaración recuerda que «las investigaciones sobre el genoma humano y sus aplicaciones abren inmensas perspectivas de mejoramiento de la salud de los individuos y de toda la humanidad», pero destaca que «deben al mismo tiempo respetar plenamente la dignidad, la libertad y los derechos de la persona humana». Así, el art. 1 señala que «el genoma humano es la base de la unidad fundamental de todos los miembros de la familia humana y del reconocimiento de su dignidad intrínseca y su diversidad [...]». El art. 2 establece que «cada individuo tiene derecho al respeto de su dignidad y derechos, cualesquiera que sean sus características genéticas» y que «esta dignidad impone que no se reduzca a los individuos a sus características genéticas y que se respete el carácter único de cada uno y su diversidad».

6

Uno de los objetivos de la Declaración –art. 1.a)– es «velar por el respeto de la dignidad humana y la protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales en la recolección, el tratamiento, la utilización y la conservación de los datos genéticos humanos, los datos proteómicos humanos y las muestras biológicas de las que esos datos provengan».

7

Cfr. H. Gros Espiell y Y. Gómez Sánchez (coord.), La Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos de la Unesco, Comares, Granada, 2006.

8

Esta Declaración, que trata de las cuestiones éticas relacionadas con la medicina, las ciencias de la vida y las tecnologías conexas aplicadas a los seres humanos –art. 1–, establece como objetivo «promover el respeto de la dignidad humana y proteger los derechos humanos, velando por el respeto de la vida de los seres humanos y las libertades fundamentales, de conformidad con el derecho internacional relativo a los derechos humanos» –art. 2.c)–. Cfr. L. González Morán, De la Bioética al Bioderecho, cit. pp. 57-90, esp. p. 82.

9

Romeo Casabona subraya que esta Declaración tuvo el voto contrario de la delegación española. También destaca otros protocolos adicionales del Convenio del Consejo de Europa sobre Derechos Humanos y Biomedicina, que no han sido ratificados todavía por España, pero que han tenido influencia en el Derecho interno, incorporándose sus criterios a la Ley de Investigación Biomédica –«Bioderecho en España», cit. pp. 157-158–.

10

El art. 4 señala que «los seres humanos son inviolables. Todo ser humano tendrá derecho al respeto de su vida y de la integridad de su persona. Nadie puede ser privado de este derecho arbitrariamente» y el art. 5 que «todo individuo tendrá derecho al respeto de la dignidad inherente al ser humano y al reconocimiento de su status legal».

11

Véanse, por ejemplo, las dificultades del Islam con los derechos humanos.

12

H. T. Engelhardt se inclinó por una visión escéptica, afirmando la existencia de una gran diversidad de comunidades autorreferentes que se guían por estándares propios y que el Estado debe aceptar. En esta dirección, se habla del «libre mercado» de las preferencias éticas. Este planteamiento lleva en la práctica a la completa autodeterminación individual y a la imposibilidad de que el Estado legisle sobre los bioderechos para proteger la dignidad humana. Este autor es crítico con la posibilidad de una bioética global y, en concreto, con la Declaración sobre Bioética y Derechos Humanos, de 2005, de la UNESCO, a la que considera un acuerdo vacío, carente de un significado concreto. Cfr. las referencias a Engelhardt en C. Borgoño, cit. p. 48.

13

En el Preámbulo de la Declaración se afirma que el «carácter universal» de todos los derechos humanos y de las libertades fundamentales reconocidos en la Carta de las Naciones Unidas «no admite dudas». Se establece así –n.º 5– que «todos los derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes y están relacionados entre sí. La comunidad internacional debe tratar los derechos humanos en forma global y de manera justa y equitativa, en pie de igualdad y dándoles a todos el mismo peso. Debe tenerse en cuenta la importancia de las particularidades nacionales y regionales, así como de los diversos patrimonios históricos, culturales y religiosos, pero los Estados tienen el deber, sean cuales fueren sus sistemas políticos, económicos y culturales, de promover y proteger todos los derechos humanos y las libertades fundamentales».

14

Cfr. C. Borgoño, loc. cit. p. 51.

15

Cfr. en este sentido R. Dworkin, El dominio de la vida. Una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad individual, Ariel, Barcelona, 1994.

16

Cfr. A. Aparisi, «El principio de la dignidad humana», cit. p. 209.

17

Cfr. R. Spaemann, «Sobre el concepto de dignidad humana», en Persona y Derecho, XIX, 1988, pp. 20-21.

18

El valor de la dignidad de la persona no puede depender del sujeto que la valora –en ese caso la vida tendría un valor relativo al sujeto que la valora–. En esta dirección, Aparisi, siguiendo a Spaemann, señala que el valor intrínseco de la dignidad de la persona «está, incluso, por encima de las normas jurídicas que se establezcan en una sociedad». Así, «cuando el único fundamento que se encuentra para la dignidad es la autonomía del individuo o un mero consenso social o político, ésta puede continuar siendo algo subjetivamente estimable, que no es poco, pero resulta insuficiente. El consenso social puede poner de manifiesto que, en un determinado momento histórico, la dignidad de un colectivo concreto de individuos es valiosa, pero también puede dejar de serlo. De hecho, esto es lo que ocurre en muchos países con la dignidad de los embriones, fetos con deficiencias, personas en estado vegetativo» –ídem –.

19

La STEDH Vo contra Francia (2004) –parágrafos 51-52– confirmó que el nasciturus pertenecía a la raza humana pero que no era deseable ni posible responder a la cuestión de si el nasciturus era una «persona», en el sentido del artículo 2 del CEDH.

20

Borgoño critica esta interpretación funcional de la dignidad humana, centrada en la capacidad de autodeterminarse, a la que contrapone la interpretación ontológica, y que contrasta con la progresiva extensión de la titularidad de los derechos humanos, que va desde la abolición de la esclavitud hasta el reconocimiento de derechos de las personas con discapacidad. En todo caso, afirma que esta interpretación funcional de la dignidad no es relevante en el Derecho Internacional porque no existe ningún texto que la abrace explícitamente. Cfr. C. Borgoño, «Bioética global y derechos humanos», cit. pp. 50-51.

21

Desde una posición liberal se defiende la neutralidad estatal, tildando de paternalista cualquier intento público de restricción de la autodeterminación individual. En efecto, para los defensores a ultranza de la autonomía, el Estado no debe emitir juicios sobre lo que es beneficioso o perjudicial para una persona, sino que debe mantenerse en una posición neutral, que no interfiera en las elecciones libres de las personas. Este planteamiento se resume en la expresión volenti non fit iniuria –no se comete injusticia contra quien obró voluntariamente–, que recomienda a los poderes públicos «no entrometerse en lo pactado por los particulares porque nadie mejor que el propio individuo sabe lo que le conviene». Desde esta perspectiva se ha planteado la aplicación de la autonomía de la voluntad y de la lógica del mercado a los trasplantes de órganos, permitiendo incentivos económicos a la donación, algo actualmente prohibido. Lógicamente, las personas dispuestas a donar un órgano son aquellas que atraviesan una situación económica desesperada y quien se beneficiaría de la venta de órganos son los ciudadanos de los países ricos, que, en un estado de enfermedad, necesitan desesperadamente un órgano. De nuevo «el recurso a la autonomía ofrece el mismo resultado: más poder para los poderosos, peor situación para los pobres». Cfr. J. M. Martínez Otero, «La hipertrofia del principio de autonomía en el debate bioético», Cuadernos de Bioética, XXVIII 2017/3ª, p. 330 y 334-335. Lo mismo puede decirse de la maternidad subrogada donde la contratación de una mujer para gestar un hijo se ha convertido en una fuente de recursos económicos para mujeres pobres de lo que se benefician las personas que, con suficientes recursos económicos, pueden conseguir un hijo mediante un contrato con una mujer gestante». Cfr. N. Jouve de la Barreda, «Perspectivas biomédicas de la maternidad subrogada», Cuadernos de Bioética, XXVIII, 2017, p. 155.

22

Algo semejante ocurre con la definición de salud –que se encuentra en la Constitución de la Organización Mundial de la Salud– como «un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades». Aparisi considera que la calidad de vida es un concepto impreciso y difícil de delimitar, que se refiere no solo a la salud sino también a otros factores como la vida familiar, el nivel económico, el medio ambiente y la satisfacción profesional y «más que un parámetro para reconocer o no dignidad a un ser humano, es una meta o ideal acorde con la misma dignidad» –«El principio de la dignidad humana», cit pp. 213-215–.

23

Un buen ejemplo de esta concepción subjetiva, poniendo en este caso el énfasis en la «participación activa en la vida social», es la Opinión parcialmente disidente común de los Jueces Rozakis, Tulkens, Fura, Hirvelä, Malinverni y Poalelungi, en la STEDH (Gran Sala), de 16 diciembre 2010, Caso A, B y C contra Irlanda, donde al analizar la cuestión del aborto, señalan que «los valores a proteger –los derechos del feto y los derechos de una persona viva– son, por naturaleza, desiguales: de un lado, tenemos los derechos de una persona que ya participa activamente en la vida social, y de otro los derechos de un feto, que se encuentra en el vientre de su madre, cuya vida no está establecida definitivamente mientras no haya concluido el proceso del nacimiento, y que todavía no es actor de la vida social. Desde el punto de vista del Convenio, se puede igualmente sostener que los derechos consagrados por este instrumento persiguen esencialmente proteger, frente a acciones u omisiones del Estado, a los individuos que participan activamente en la vida cotidiana ordinaria de una sociedad democrática» [la cursiva es nuestra].

24

Cfr. la discusión doctrinal sobre el aborto en Alemania que analizamos –infra Capítulo V.VI– o el debate sobre la Resolución 1607 (2008) de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, sobre el acceso a un aborto seguro y legal en Europa.

25

Ejemplo paradigmático de lo que estamos diciendo es el art. 21.1 de la Constitución Rusa, que señala que «la dignidad de la persona es protegida por el Estado. Nada puede servir de fundamento para su menoscabo». Para Aparisi, la actual manipulación del término dignidad humana no le priva de su verdadero significado. La solución no está en prescindir del término, como algunos defienden, ni tampoco en sustituirlo por otro. Sigue siendo necesario el término lingüístico «dignidad humana» para designar algo que es real, el valor incondicionado del ser humano. Por tanto, es preciso recuperar el significado real y original del término, el ontológico, ligado a la igualdad y a la universalidad del respeto a los seres humanos, considerados como sujetos y no objetos en cualquier etapa y circunstancia de su vida. Cfr. A. Aparisi, «El principio de la dignidad humana», cit pp. 204-205.

26

Esta cuestión la hemos analizado en Interpretazione costituzionale. Una riflessione, Cedam, Padova, 2012, pp. 1-82. Cfr. infra Capítulo IV.

27

Cfr. A. Aparisi, «El principio de dignidad humana», cit. p. 207.

28

Cfr. C. Hillgruber, «Zehn Jahre zweites Abtreibungsurteil», cit p. 39. Como señala Höfling, «generalizando los elementos centrales de dignidad, libertad y racionalidad, la pertenencia a la especie es suficiente para suponer la dignidad humana también de los individuos a los que patentemente no les convienen las mencionadas propiedades». Cfr. W. Höfling, «Art. 1» –Menschenwürde, Menschenrechte, Grundrechtsbindung–, en M. Sachs, Grundgesetz Kommentar, 7ª ed., C. H. Beck, München, 2014, pp. 95-96, núm. 57, nota 234.

29

Cfr. infra Capítulo V.I.

30

Höfling critica a los propugnadores de una ética utilitarista de los intereses –que distingue entre personas y hombres–, de un cálculo utilitarista que contrapesa unas vidas humanas con otras, lo que contradice abiertamente el art. 1.I de la Constitución Alemana que reconoce un concepto ontológico de la dignidad humana –ídem–.

31

Ibídem p. 96, núm. 58, nota 242.

32

Como señala W. Höfling, «por tanto, incontrovertidamente les conviene dignidad humana a los neonatos –también a los anencefálicos– y a los niños de muy corta edad, al igual que a los hombres ancianos y discapacitados o enfermos. A esos efectos es irrelevante si el ser humano en cuestión fue o será alguna vez capaz de autodeterminación moral» –ibídem notas 239-240–.

33

Müller-Terpitz subraya que la garantía de la dignidad ontológica del ser humano se revela «como una prohibición de diferenciar estrictamente formal, que funda un estatus de equivalencia de valor sin excepciones de todos los pertenecientes a la especie humana». Cfr. R. Müller-Terpitz, Der Schutz des pränatalen Lebens, Mohr Siebeck, Tubingen, 2007, pp. 344-345, nota 247.

34

Como señala Aparisi, «la concepción ontológica de la dignidad sostiene que todo ser humano es valioso por lo que es, no por las capacidades o cualidades que tiene. La dignidad humana sólo se puede basar en la idea de que todo ser humano merece un respeto incondicionado. [...] En el contexto actual parece necesario, hoy más que nunca, demandar el carácter inherente de la dignidad. Ello debe ir unido a una revalorización de la reflexión sobre la dependencia y la vulnerabilidad humanas, como elementos intrínsecos a nuestra existencia. El desafío consiste en descubrir en la misma fragilidad la dignidad de la persona y el sentido profundo de toda vida humana, en admitir «la inseparabilidad entre desvalimiento biológico y excelencia espiritual» [con cita a J. Ballesteros]. Como señala Gabriel Marcel, la calidad sagrada del ser humano aparecerá más claramente cuando nos acerquemos al ser humano en su desnudez y en su debilidad, al ser humano desarmado, tal como lo encontramos en el niño, el anciano, el pobre. Por más deteriorado que esté un ser humano, nunca será una cosa, sino una persona, con un valor imponderable e insustituible, no sólo para él, sino también para todos los demás. Considero que en esto consiste, en esencia, el significado de la dignidad humana» –«El principio de dignidad humana», cit. p. 219–.

35

Esta nueva categoría de derechos está presente en la Conferencia Internacional sobre la Población y el Desarrollo de El Cairo, de 1994 y en la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer, de Pekín, de 1995, que después mencionaremos.

36

Cfr. la proposición de Ley Orgánica de regulación de la eutanasia, presentada por el Grupo Parlamentario Socialista en mayo de 2018 –BOCG, de 21 de mayo de 2018, núm. 270-1–.

Los bioderechos y la interpretación constitucional a la luz de la dogmática alemana

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