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3 POR QUÉ NO NOS SALVARÁ LA FRACTURA HIDRÁULICA

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En 1970 los Estados Unidos llegaron a su nivel máximo de producción de petróleo crudo convencional. Casi quince años antes, un prominente geólogo, Marion King Hubbert, había anticipado esta efeméride. En su día, todo el mundo se burló de la predicción de Hubbert, pero, cuando se cumplió su pronóstico, este adquirió una gran notoriedad, al menos durante unos años. La predicción de Hubbert se basaba en un modelo muy sencillo en el que se tenía en cuenta tanto la probabilidad de encontrar nuevos yacimientos de petróleo como la eficiencia con la cual el petróleo es extraído. Uno de los ingredientes del modelo de Hubbert consiste en afirmar que continuamente se están descubriendo y poniendo en marcha nuevos pozos de petróleo y, a pesar de ello, la producción de petróleo puede acabar decayendo. Por tanto, no es posible evitar la caída de la producción de petróleo por el simple hecho de que sean explotados nuevos yacimientos: eso es lo normal y el modelo ya lo incluye. En consecuencia, para poder escapar de las predicciones de Hubbert resulta necesario introducir otros recursos, los cuales a la larga seguirán su propia curva de producción, que —con un poco de suerte— será más lenta que la del petróleo convencional.

Se podría decir que desde comienzos del siglo XXI la industria del petróleo se ha dedicado fundamentalmente a eso: a buscar nuevos recursos, diferentes de los del petróleo crudo convencional, a fin de escapar de la maldición de Hubbert. Se trata, por tanto, de identificar fuentes de hidrocarburos que, con la extracción y el tratamiento adecuados, puedan usarse después como sustitutos más o menos aceptables del petróleo. Los siguientes capítulos los dedicaré a explicar por qué cada uno de los sustitutos que se han ido introduciendo durante los últimos años no va a poder reemplazar al petróleo. Y comenzaré por el petróleo procedente de la fractura hidráulica (fracking), pues se trata de la categoría que más ha crecido en los últimos años y que ha servido para alimentar muchas falsas esperanzas.

Como comentábamos antes, hacia 2005 la producción de petróleo crudo convencional comenzó el lento declive en el que está inmersa desde entonces. En 2008, el precio del barril de petróleo se disparó hasta niveles nunca vistos con anterioridad, y en julio alcanzó casi los ciento cincuenta dólares, por lo que el mundo entró en una profunda recesión económica. Mucho se habló entonces acerca del esquema financiero de las hipotecas basura y muy poco del papel que había desempeñado el encarecimiento de la energía durante esos meses, a pesar de que —sin duda— los elevados precios del petróleo tuvieron una gran relevancia en el desencadenamiento de la crisis. El hecho es que los analistas del sector sabían y comprendían de sobra que había que hacer algo de forma urgente para paliar la llegada al peak oil del crudo convencional, y por ese motivo era preciso conseguir cuanto antes una nueva fuente de hidrocarburos líquidos. Cualquiera. Al precio que fuera.

A finales de 2009 y principios de 2010, cuando el precio del petróleo comenzaba a remontar con fuerza otra vez después del fuerte parón económico de 2008, en los Estados Unidos se comenzaron a explotar nuevos tipos de hidrocarburos líquidos. Se trataba de extraer un hidrocarburo semejante al petróleo convencional, pero que, en vez de ocupar las oquedades y recovecos de una roca porosa —semejante a una esponja—, se encontraba atrapado dentro de una roca compacta, sin cavidades conectadas y en la cual el petróleo no podía fluir a partir de la perforación inicial. Para poder extraer esos hidrocarburos, se recurrió en primer lugar a la técnica de la perforación horizontal (se excava un agujero inicial en vertical y después se consigue hacer girar la cabeza perforadora noventa grados, hasta situarla prácticamente en un plano paralelo a la superficie, a fin de excavar túneles en varias direcciones). Con esas perforaciones horizontales, que generalmente se extienden un kilómetro o dos en múltiples direcciones (por lo común, se trazan entre ocho y dieciséis galerías horizontales partiendo del mismo pozo vertical), se consigue acceder a un mayor volumen de la roca con el objetivo de recuperar esas gotas de petróleo dispersas por todo su seno. Sin embargo, como la roca sigue siendo demasiado compacta y el petróleo no fluye con facilidad, se recurre a una segunda técnica: la de la fractura hidráulica (en inglés, hydrofracking, una expresión que luego se abreviaría como fracking). La fractura hidráulica consiste en inyectar agua y arena a presión a impulsos repentinos que son prácticamente como explosiones con el objetivo de fracturar la roca compacta y así volverla porosa a la fuerza. Con esto se accede a una cantidad mucho mayor del petróleo almacenado en la roca, pero —aun así— tiende a quedarse pegado a la piedra y fluye poco, de modo que se precisa inyectar otras sustancias que favorezcan su drenaje para que el petróleo sea menos pegajoso y pueda por fin fluir hasta la superficie.

Como es fácil suponer, la técnica de explotación del fracking (que comprende la perforación horizontal múltiple y la fractura hidráulica) resulta extremadamente costosa, y por ese motivo no se ha usado de forma masiva hasta que nuestra desesperación nos ha obligado a ello. A veces, se dice que el fracking estadounidense es fruto de la innovación tecnológica, pero eso no es cierto: la perforación horizontal hace décadas que se usa, principalmente en los pozos que se perforan en alta mar (porque allí lo que cuesta más es hacer el primer pozo vertical), y, en cuanto a la fractura hidráulica en sí, también es conocida desde hace décadas y, de hecho, ya se había usado en ciertas formaciones en las que los pliegues del terreno dificultaban la salida del petróleo convencional. Lo que nunca se había hecho antes es aplicar estas técnicas a rocas tan poco propicias y con tan escaso rendimiento como a las que se les está aplicando masivamente en los Estados Unidos desde 2009. Añádase a esto que los pozos de fracking obtienen el 80 % de su rendimiento en los dos primeros años y que cinco años después su producción resulta completamente despreciable, por lo que se suelen abandonar antes de cumplirse ese plazo, y se comprenderá por qué no se han hecho oleoductos que transporten la producción, pues los pozos duran tan poco tiempo que no sale a cuenta. Todo se traslada en camión, tanto el petróleo que se extrae como el agua y la arena que se inyectan para hacer la fractura hidráulica, las sustancias que se usan para favorecer el flujo de hidrocarburos y las aguas contaminadas que afloran. Todo va en camiones, que en las zonas más productivas forman hileras interminables que circulan veinticuatro horas al día. Y como de promedio se necesitan doscientos pozos de fracking para producir lo mismo que con un pozo convencional, se tienen que perforar miles de pozos, sin pausa, para mantener en marcha semejante industria.

Hacia 2010 los Estados Unidos producían solamente cinco millones de barriles diarios, poco menos de la mitad de la producción que habían logrado en 1971 (algo más de diez millones de barriles diarios). Tras ese declive sostenido durante casi cuarenta años, los Estados Unidos han conseguido catapultar su producción total de hidrocarburos líquidos gracias al petróleo de fractura hidráulica, y en 2018 consiguieron por fin llegar a los once millones de barriles diarios, lo que superaba el récord de 1971. La cosa no se detuvo allí y a mediados de 2019 se produjeron en los Estados Unidos doce millones de barriles diarios, y se convirtieron así en el primer productor del mundo, posición que habían perdido hacía más de cuarenta años. Debido a este innegable éxito de la industria extractiva norteamericana, desde numerosos medios —ya en 2012— se saludó con efusión la llegada del fracking y se vaticinó que la técnica se extendería rápidamente a muchos otros países con formaciones rocosas semejantes a las de los Estados Unidos, unas rocas compactas con un contenido relativamente alto de hidrocarburos líquidos. El mundo, nos decían, caminaba hacia una nueva era de abundancia petrolera, los Estados Unidos conseguirían en pocos años la independencia energética y el poder de la OPEP se desvanecería.

Siete años más tarde, se ha visto a las claras que el fracking supone una actividad propensa a la exageración y al exceso de marketing, cuya explotación lleva con seguridad a la ruina económica, aunque a diferente velocidad en función de si hablamos de los Estados Unidos o de cualquier otro país.

En Argentina, en 2011, tanto los poderes políticos como la población se abonaron con excesivo entusiasmo a la idea de que la explotación del petróleo y del gas de lutitas mediante esta técnica iba a generar pingües beneficios, y que en el caso particular del petróleo el país podría remontar la caída continua de producción que se venía dando desde 2001. Apostándolo todo a esas promesas de energía casi ilimitada, el Gobierno argentino expropió entonces la gran compañía argentina de hidrocarburos, YPF, propiedad entonces de Repsol, puesto que consideraban que la compañía española no era lo suficientemente diligente para explotar ese gran tesoro nacional. Ocho años después, la producción de petróleo argentino ya no cubre el consumo nacional y, por supuesto, no queda petróleo neto que exportar, mientras que el país se ha visto abocado a un nuevo rescate del Fondo Monetario Internacional.

Aparte de Argentina, el único otro país en donde se ha hecho una explotación a escala apreciable del petróleo de fracking es en los Estados Unidos, como comentábamos, con gran éxito aparente. Sin embargo, ya en 2014 el Departamento de Energía de los Estados Unidos alertaba de que las 127 mayores compañías de petróleo y gas de todo el mundo (contando las públicas y privadas, nacionales y multinacionales) habían estado perdiendo más de ciento diez mil millones de dólares por año de 2012 a 2014.

El estudio del Departamento de Energía de los Estados Unidos resulta especialmente preocupante, pues justo de 2011 a 2014 el precio medio del barril del petróleo fue el más caro de toda la historia, incluso teniendo en cuenta la inflación. Es decir, con precios del petróleo sostenidamente por encima de los ciento diez dólares por barril, estas compañías estaban perdiendo unas cantidades astronómicas de dinero. ¿Cuánto dinero perderían durante los años siguientes, en los que el precio medio se ha situado en torno a los sesenta dólares por barril, casi la mitad? La causa fundamental de estas pérdidas fueron los gigantescos gastos en exploración y desarrollo, que se multiplicaron casi por tres de 2000 a 2014, y justamente el fracking fue uno de los responsables de ese enorme incremento del gasto.

A partir de 2014, y con la caída del precio del petróleo por el menor crecimiento de la demanda, sobre todo en China, las operaciones de las compañías petroleras emprenden un curso diferente según si estas se radican en los Estados Unidos o en el resto del mundo. Si bien en todo el mundo los recortes en la búsqueda y el desarrollo de nuevos pozos de petróleo son continuos, llegó a reducirse la inversión total a la mitad entre 2014 y 2018. Sin embargo, en los Estados Unidos la inversión sigue creciendo, de modo que en 2018 se dio la paradójica situación de que Norteamérica (Estados Unidos, Canadá y México) estaba invirtiendo en su exploración y desarrollo más que el resto del mundo, a pesar de producir menos del 20 % del petróleo mundial.

La culpa de ese frenesí inversor norteamericano es, por supuesto, del fracking. Las empresas del sector se han endeudado como si no hubiera un mañana, en una lógica por entero perversa en la que los créditos de hoy sirven para pagar los vencimientos de deuda de ayer, un esquema piramidal de deuda que siempre acaba funestamente. Mientras que la mayoría de la prensa económica ve en la fractura hidráulica una demostración de que el ingenio humano no tiene límites, se multiplican los avisos procedentes de fondos de inversión y de grandes bancos de que el fracking podría llevar a muchos inversores a la ruina. El hecho es que, en su acelerada huida hacia delante, solo abriendo nuevos pozos con esta técnica —cada vez menos productivos porque los mejores se han explotado antes— se pueden pagar los vencimientos de los intereses, aunque en ningún momento se esté devolviendo el capital inicial. Los inversionistas aguantan, convencidos de que la continua mejora tecnológica abaratará los costes y de que en algún momento el fracking producirá pingües beneficios. La realidad es, sin embargo, que las mejoras tecnológicas son pequeñas y no compensan la pérdida de calidad de los lugares que se explotan una vez que los mejores sitios ya han sido utilizados. Para agravarlo aún más, la deuda anual solo del sector del fracking estadounidense se incrementa en varias decenas de miles de millones de dólares por año.

¿Podrá el petróleo de la fractura hidráulica aguantar el tipo? ¿Podrá la producción de petróleo de fracking continuar subiendo? Según las previsiones más pesimistas, esta técnica de extracción ha tocado fondo en 2019; según las más optimistas, no llegará a su culmen hasta 2025. En ningún caso se espera que la producción de petróleo total de los Estados Unidos (contando los petróleos no convencionales como el de fracking y los convencionales de toda la vida) supere jamás los quince millones de barriles diarios, de modo que quedará, por tanto, lejos de los veinte millones de barriles diarios de consumo estadounidense; en suma, el sueño de la independencia energética no se va a cumplir nunca. Además, en cualquiera de los dos escenarios de máxima extracción de petróleo de fracking (peak fracking oil), una vez que la producción de petróleo ligero de roca compacta empiece a decaer, los inversionistas comprenderán que no se va a poder devolver nunca el capital inicial y, entonces, se desatará el pánico. Es decir, el fracking no solo no va a resolver el problema, sino que en realidad es una bomba de relojería que va a causar mucho daño cuando estalle. Y en un plazo de tiempo bastante breve.

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