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CAPÍTULO SEGUNDO

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La primera vez que vio a Cristina, la noche de su llegada, la consternación había quedado reflejada en el rostro de Miguel.

―No has debido venir ―musitó―. No tenemos nada de qué hablar.

―Me debes por lo menos una explicación ―había susurrado ella quedamente. No podía reconocer en aquella mirada vacía a su amigo de la infancia.

―¿Sabes? Creí que serías más lista, que la ausencia de mis cartas te daría la respuesta que precisas.

Sin más palabras, le había dado la espalda, alejándose de ella. No volvieron a hablar en los días siguientes. Él trabajaba en el comedor y ella se encargaba de las habitaciones. En un lugar como aquel era difícil que coincidieran. Además, él, por motivos que la muchacha desconocía hasta ese momento, no se alojaba en el hotel. Los quehaceres de ambos los mantenían alejados. Cristina se sorprendió al notar más furia que desolación ante la actitud de Miguel. Sentía cómo la herida que hendía su fuero interno punzaba su orgullo, pero su corazón seguía intacto.

Había pasado tan solo una semana cuando la muchacha conoció por fin los motivos que habían llevado al que fuera su prometido a alejarse de ella. Era una mañana gélida de enero y la escarcha del camino empañaba los cristales de todas las estancias del hotel. Cristina se hallaba en la cocina, preparando el té para los clientes que habían solicitado almorzar en sus habitaciones. Ya había depositado algunas tazas en la bandeja y se disponía a llevarlas, cuando una joven morena, de tez pálida y ojos oscuros, entró en el lugar, estremeciéndose por las bajas temperaturas. Su vientre abultado y sus tobillos tumefactos denotaban un avanzado estado de gestación. La gobernanta, al verla, corrió a su encuentro y le ofreció una silla.

―Olga, muchacha, no deberías caminar en tu estado. ¿Vienes a ver a tu marido?

―Así es, señora ―respondió la joven―. Miguel ha olvidado la corbata de su uniforme en casa y, como sabe, las normas del hotel no le permiten servir en el comedor sin ella. Hágase cargo, desde que tuve que abandonar mi puesto de camarera debido a mi estado, nuestros ingresos escasean y dependemos de su trabajo para sustentarnos.

―Pero, chiquilla, no importaba que vinieras hasta aquí. Tenemos corbatas de sobra. Esta misma mañana le dimos una a tu marido y ahora mismo está sirviendo los desayunos. Descansa un momento aquí antes de volver a tu casa.

Cristina cruzó aquel pasillo, enervada por la furia. Aquella noticia la había atravesado como un vendaval, quebrantándola en mil pedazos. Olvidando en ese instante sus quehaceres, corrió a buscar a Miguel a fin de increparle su mezquindad. Evidentemente, Cristina había sopesado la posibilidad de que existiera una nueva pasión en el corazón de su viejo amigo, pero nunca imaginó que la engañara tan impunemente y después no fuera capaz de sincerarse con ella. Por fortuna, lo encontró a solas, ocupado en dar brillo a unas copas de cristal de bohemia que debían ser utilizadas en la cena de esa noche. Fuera de sí, corrió hacia él y le abofeteó sin mediar palabra:

―Maldito cobarde, malnacido. Llevabas engañándome desde que llegaste a esta ciudad. Y no tienes los arrestos para sostener mi mirada, para decirme la verdad. ¿Y tú te llamas hombre?

Para sorpresa de Cristina, los ojos de Miguel reflejaron una profunda tristeza cuando se posaron en ella.

―Nunca he dejado de amarte, pequeña, y voy a lamentar cada día de mi vida el haberte perdido. No debí meter a Olga en mi cama, lo sé, pero la soledad es mala compañera. Mis primeras semanas en la ciudad fueron terribles, el trabajo era una auténtica pesadilla. Ella me dio un refugio y yo me dejé arrastrar. Cuando me dijo que esperaba un hijo, yo… No fui capaz de afrontarlo. Al verte aquí el otro día sufrí una profunda conmoción. Tuve que controlar el impulso de abrazarte, sé que he perdido el derecho a sentir esto por ti.

―Has perdido el derecho a mirarme a la cara, Miguel. Si hubieras sido sincero tal vez podría perdonarte. Pero no has jugado limpio. Lo siento por esa chica, porque es obvio que no te merece. No nos mereces a ninguna de las dos… Al menos yo he podido liberarme y seguir con mi vida.

Miguel volvió su rostro hacia la pared, incapaz de sostener aquella mirada que, en un solo instante, había mudado toda su furia en desprecio. Ella se alejó de allí. Sintió cómo su corazón se desbocaba, sus latidos se precipitaban a su garganta… De pronto, notó cómo una mano se posaba en su hombro. Se volvió rabiosa, dispuesta a increpar a su antiguo prometido todo el odio que albergaba, cuando se topó con los ojos de Pablo de la Mora:

―¿Estás bien?

―Señor De la Mora, yo… sí, sí, discúlpeme.

―Por supuesto, Cristina.

Él se disponía a alejarse, cuando Cristina sintió cómo las lágrimas que había estado luchando por retener pugnaban por precipitarse hacia sus mejillas.

―Íbamos a casarnos, ¿sabe?

Pablo asintió comprensivo y tomó asiento frente a ella. Estaban en un pasadizo postrero, alejado de presencias inoportunas.

―Te refieres al camarero del comedor, ¿verdad? Le he visto alejarse furioso hace un momento.

―Nos conocíamos desde niños. Creí que estaríamos juntos toda nuestra vida, había trazado un plan... Pero él dejó embarazada a una chica y se casó con ella. Creyó que no era relevante comunicármelo.

Él la observó detenidamente durante unos segundos.

―Creo, sinceramente, que tienes miedo. No lloras por haberle perdido, muchacha. Lo que te ocurre es que ahora sientes un vacío y piensas que no podrás continuar con tu vida.

―Si usted supiera cómo fue mi infancia, señor De la Mora. Soy hija de madre soltera. No, ni siquiera fue seducida y engañada. Un tipo la violó cuando regresaba a su casa después de realizar algunas labores de lavandería para cierta familia de abolengo que vivía en la zona. Sus padres la echaron de casa, pero ella me sacó adelante, pese a las burlas y al desprecio de sus vecinos. Yo era una niña sin padre, marcada desde mi nacimiento. Miguel fue mi único amigo. Creía que nuestro matrimonio devolvería el honor a nuestra familia y que mi madre podría vivir sus años de madurez en una paz relativa.

No sabía por qué le estaba relatando todo aquello a un completo desconocido. Pero las palabras bullían en su garganta y salían embravecidas. Era su único desahogo en esos momentos. Necesitaba que alguien la escuchara.

―Pero no necesitas a un hombre para eso, chiquilla. Eres más fuerte de lo que crees ―dijo Pablo―. Mírate, llevas una semana aquí y yo te veo muy capaz de salir adelante. Recuerda lo que te dije el día que nos conocimos, ahorra, cambia tu futuro, trae a tu madre contigo.

―Señor, no es tan fácil.

―Mira, la gente ha sido cruel con vosotras porque en esta maldita sociedad los prejuicios pesan más que las buenas acciones. Tras la pesadilla vivida y con una niña en su haber, tu madre merecía comprensión y el apoyo de los suyos, pero solo obtuvo rechazo. Aun así, ella encontró fuerzas para salir adelante. Y tú, ¿vas a dejar que un mequetrefe cualquiera te hunda?

Al oír esas últimas palabras, Cristina sonrió. Aquel hombre podía parecer superficial y atolondrado, pero había más amabilidad en él que en todas las gentes con las que se había cruzado hasta el momento.

―Gracias, señor De la Mora.

Como respuesta, el joven depositó en manos de la chica la bandeja que esta, en su desesperación, había dejado olvidada en un rincón de aquel pasillo.

―No me las des. Ahora seca esas lágrimas y vuelve al trabajo antes de que la gobernanta note tu ausencia. Voy a permanecer en este hotel por tiempo indefinido y me gusta que seas tú quien sirva las habitaciones. Quizá algún día necesite de ti cuando mi compañía nocturna empiece a mostrarse difícil y se niegue a marcharse.

Entre lágrimas e hipidos, aquella última frase logró arrancar una carcajada a la desconsolada muchacha. Una vez más aquel caballero había conseguido restituir su ánimo sin más herramienta que la amabilidad.

Aquella mañana, la gobernanta ordenó a Cristina que acudiera a la habitación 219 a llevar una taza de té a su inquilino, pues este había manifestado su deseo de no bajar al comedor a desayunar. Cuando Cristina tocó a su puerta y anunció su presencia, una voz desde el interior le comunicó que estaba abierta y que podía pasar. La joven pensó que el cliente del hotel debía permanecer aún en su lecho, por eso enmudeció de sorpresa al ver que Pablo de la Mora se hallaba sentado en una de las butacas con una hermosa dama a su lado. Sosteniendo un libro en su mano, el joven departía alegremente con su acompañante.

―Es una heroína fascinante. Tiene una fuerza que la empuja más allá de los convencionalismos nimios de la sociedad y la hace buscar su propio camino. Anoche no pude evitar pensar en ti mientras leía en mi cama, ¿sabes?...

Al decir estas palabras, el joven acarició suavemente un mechón de cabello de la mujer y susurró algo en su oído. Aquella dama se sonrojó levemente y se levantó.

―Pablito, eres terrible. Debo irme ya ―susurró coqueta.

―Espero verte esta noche en el comedor, Cecilia. Recuerda que pienso guardarte un asiento a mi lado.

Cristina esperó a que la mujer hubiera abandonado la estancia para acercarse. Disimuladamente, la joven leyó el título de la obra que el joven De la Mora sostenía: Madame Bovary. Cristina no había leído esa obra, pero la conocía, pues su publicación suscitó tal escándalo en su día que el cura del pueblo se vio obligado a condenar la novela desde su púlpito. La madre de la joven camarera le había contado la historia entre carcajadas.

«Qué oportuno ―pensó divertida―, la historia de una dama que le es infiel a su marido».

―Por favor, señor De la Mora. ¿Realmente hay alguna mujer que se deja seducir con una frase tan fútil?

El joven se volvió hacia ella con una sonrisa en los labios:

―Sigues diciendo lo primero que se te pasa por la cabeza, ¿verdad, Cristina?

―Con usted es difícil evitarlo, señor.

«Ellas no le valoran ―hubiera querido decirle―. Usted es amable e inteligente y ellas no ven más allá de su atractivo y su cartera. No, esas damas que usted se esfuerza tanto en llevar a la cama no le merecen en absoluto».

Ignoraba que Pablo escogía esa compañía banal y superflua por miedo a comprometer su propio corazón… Aquella muchacha le agradaba, con ella podía expresarse con franqueza, sin medir sus palabras. Sentía que le comprendía mejor de lo que él se entendía a sí mismo. Le gustaba hablar con ella unos instantes cuando acudía a su habitación a avivar el fuego o a traerle algo. Siempre tenía una sonrisa franca, vivaz. Y Pablo sabía que era inteligente. Aquel día, mientras le servía la taza de té que había solicitado, el joven la sorprendió tratando de leer por encima de su cabeza el periódico que sostenía.

―¿Hay algo que te preocupa, Cristina?

Ella apartó los ojos, sonrojada, y musitó una disculpa, pero él la retuvo suavemente.

―No, por favor, habla. ¿Qué sucede?

―¿De verdad regresa el príncipe Alfonso a recuperar su Corona?

―Así es. Tras la disolución de las Cortes el pasado 3 de enero, Martínez Campos se dirigió a Sagunto, donde, con el apoyo del ejército Alfonsino, proclamó la Restauración de la monarquía borbónica. El Gobierno no ha podido hacer nada al respecto puesto que el ejército ha declinado oponerse al golpe y reconoce al joven Alfonso como jefe del Estado. Cánovas del Castillo ha salido de prisión y le espera en Madrid junto a Primo de Rivera.

―No puedo entenderlo, la verdad. Creí que odiaban a los Borbones.

―No, odian a su madre, la reina Isabel II. La acusaban de ser déspota y libidinosa, pero era tan solo una chiquilla cuando tomó el poder. Por ello, resultó ser fácilmente manipulable y no puede negarse que el suyo fue uno de los Gobiernos más corruptos de la historia de nuestro país. A tiempo que las prebendas a la clase política, así como las rebeliones y los golpes de Estado, se sucedían, el pueblo padecía hambre e inestabilidad. Cuando se autoproclamó presidente del Gobierno, los políticos comenzaron a temerla. El populacho, famélico y desesperado, la consideraba responsable de sus penalidades. Además, el sector más radical del Gobierno creía que una mujer no podía llevar sobre los hombros el peso de la Corona. Ya sabes que muchos consideraban que el líder Carlista era el heredero legítimo del trono.

―Carlos María de Borbón y Austria…

―Así es. Cuando doña Isabel nació, su padre, el abyecto traidor Fernando VII decretó la pragmática sanción para que ella pudiera reinar. Su hermano, Carlos María Isidro, quien se consideraba el heredero legítimo por el mero hecho de ser varón, inició la que se conocería como la primera Guerra Carlista. Ello trajo al país tal vorágine de violencia e inestabilidad que hizo a la reina impopular ante sus súbditos, ya desde la regencia de su madre, María Cristina. En esos años se inauguró el primer ferrocarril y parecía que el progreso traería bonaza. No fue así. La crisis económica y la corrupción fue de tales dimensiones que los políticos aprovecharon la situación para iniciar la revolución que la destituiría del trono, obligándola a abandonar el país.

―Yo era muy niña por aquel entonces, pero aún lo recuerdo vivamente.

―Se creyó que un líder extranjero, ajeno a aquellas guerras y desavenencias, podría calmar los ánimos, pero ni el pueblo ni la clase política quiso aceptar a un monarca forastero, sin lazos de sangre con la realeza que conocía.

―Siempre he creído que a Amadeo de Saboya no se le dio una oportunidad.

Pablo no pudo evitar arquear una ceja sorprendido. Normalmente, a las mujeres de su entorno no solían interesarse por la política. Su conversación era siempre insustancial. Y a aquella chiquilla, ávida de conocimiento, se le negaba el acceso a la educación por carecer de medios económicos.

―Es posible que así sea, muchacha.

―¿Puedo confesarle algo?, creía que la República cambiaría las cosas.

―Muchos lo creyeron. La gente al evocar el concepto de República piensa en la Revolución francesa, en las ideas de libertad, igualdad y fraternidad que se extendieron a lo largo de Europa de mano de los gabachos. Pero el paradigma de nuestra república no era ese. Los políticos no tomaron el poder para el pueblo, sino que lo hicieron para sí mismos.

―¿No es eso lo que pasó finalmente en Francia?

―Así es. Una vez que se alcanza el poder es difícil no convertirse en tirano, aunque no dudo que las ideas primigenias de aquella revolución fueran nobles. Es una lástima que gentes como Robespierre o Napoleón Bonaparte las manipularan. Lo más cerca que estuvimos en este país de alcanzar ese Gobierno idílico con el que soñaron en Francia fue en 1812. ¿Has oído hablar de la Constitución de las Cortes de Cádiz?

―La Pepa. ―Sonrió Cristina.

De repente, la joven fue consciente de que llevaba mucho tiempo hablando con aquel cliente y temió ser reprendida por su gobernanta.

―Debo irme, señor De la Mora. Su conversación es tan fascinante que me cuesta no perder la noción del tiempo, pero si no atiendo enseguida a los otros clientes del hotel me despedirán sin contemplación.

No obstante, cuando se hallaba junto a la puerta, con la mano puesta en el pomo, se volvió resueltamente hacia Pablo:

―¿Sabe, señor De la Mora? Creo que fueron injustos con Isabel II. No concibo que el mero hecho de ser mujer determine que la sociedad te considere incapaz o inferior a ningún hombre.

―Bueno, Cristina. En realidad, no es que la altanera Isabel fuera una gran reina. Se dejó influir demasiado y permitió que la corrupción campara a sus anchas sin tratar de evitarlo. Dicen las malas lenguas que llevó consigo una gran cantidad del caudal público al exilio, al igual que hiciera en su día su madre María Cristina. Aun así, tienes razón, una mujer no debería ser juzgada por el mero hecho de serlo.

Pablo sopesó sus propias palabras unos segundos antes de dirigirse a su escritorio y tomar un libro.

―En 1792 una escritora inglesa llamada Mary Wollstonecraff pensó exactamente lo mismo que tú. Consideraba que los preceptos de la Revolución francesa ignoraban a las mujeres y decidió darles voz. Defendió que una mujer no debía ser relegada a un mero plano doméstico, que era un ser capaz y totalmente válido para desempeñar cualquier actividad si se le daba oportunidad. Hace tiempo encontré una copia traducida al español en una pequeña librería clandestina y decidí comprarlo.

Con estas palabras, Pablo depositó el libro en manos de la joven camarera. Cristina contempló el tomo desgastado con curiosidad: Vindicación de los derechos de la mujer.

―Léelo ―dijo Pablo de la Mora―, creo que hallarás fascinante esta obra y resolverás muchas de tus dudas. Cuando lo hayas acabado, si lo deseas, puedes venir a mi dormitorio a comentarlo y te prestaré otros.

De pronto, el gesto de la muchacha mudó hasta volverse adusto y desconfiado. Con furia contenida, Cristina volvió a depositar el libro en la mano de su interlocutor y se dirigió hacia la puerta.

―No soy una de sus admiradoras, señor. Tampoco una joven ignorante a la que pueda impresionar fácilmente. A mí no me seducirá con su palabrería barata.

No obstante, cuando se disponía a cruzar la puerta y encaminarse al vestíbulo, Pablo le cerró el paso resueltamente.

―Creo que te equivocas conmigo. Nunca he seducido a una muchacha pobre ni a una joven casadera. No es que las menosprecie, pero soy muy consciente del concepto de moral que las aprisiona. Sé que vuestra honra, aun cuando se trata de una idea obtusa y cruel, es cuanto tenéis y llevar a una joven como tú a mi cama podría arruinarle la vida. No, chiquilla, créeme, no estás ante el típico señorito que cautiva a la doncella de su madre para después abandonarla al dejarla embarazada. No soy un sinvergüenza.

―Lo siento, señor De la Mora. No pretendía juzgarle…

―Es cierto, me gustan las mujeres, no es un secreto, pero jamás he engañado a ninguna. Todas saben muy bien lo que deseo de ellas y ninguna alberga sentimientos románticos hacia mí. Las mujeres de mi entorno suelen casarse con hombres inadecuados a los que no aman. Los matrimonios los determina nuestra renta y el abolengo de nuestros apellidos, no el amor. Esas mujeres están aburridas, se sienten vacías. Por eso acuden a mí.

«Al igual que yo las invito a mi lecho por el mismo motivo» pensó amargamente.

―Tú no eres como ellas, Cristina. Tú estás ávida de conocimiento y reniegas en tu fuero interno de los convencionalismos morales, quizá porque arruinaron la vida de tu madre. Mi intención es avivar el fuego que bulle en tu interior y que seas libre. No llevarte a la cama.

Cristina era consciente de que aquel discurso podía ser un mero pretexto para ocultar las verdaderas intenciones del señor De la Mora, pero algo en sus ojos le hizo ver que sus palabras eran sinceras. No había rastro de lujuria en aquella mirada franca. Ella intuía el brillo de tristeza que se ocultaba tras sus pupilas, por más que trataran de trasmitir alegría y despreocupación.

―Usted no es superficial ni un pusilánime, señor. Creo que también esconde su verdadero ser.

Con estas palabras tomó el libro entre sus manos y sonrió antes de dirigirse a la puerta.

―Muchas gracias, señor. Ahora debo esconder esto en mi delantal, pero le aseguro que lo leeré en cuanto acabe mi turno.

El hotel de las promesas

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