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PRÓLOGO

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Es imposible ignorar la fama y relevancia mundial de Frida Kahlo. Emblema del feminismo y de la mujer artista, su imagen ha sido usada desmesuradamente, hasta el punto de convertirse en un icono: una corona llena de flores, dos ojos negros como el ónix, un entrecejo poblado, unas largas faldas coloridas y unas manos llenas de joyas. La «fridomanía» no ha conocido descanso en los últimos cuarenta años y el rostro de la pintora ha sido motivo de cajitas artesanales, bolsos de tela, camisetas y cuanto objeto material se nos ocurra. Pero más allá de la industria y el mercado que todo lo corrompe, existe Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderón, nacida el 6 de julio de 1907 en Coyoacán, Ciudad de México, tres años antes de que estallara la Revolución mexicana. Existe, en otras palabras, la mujer real, la de carne y hueso, y a la vez tan irreductible, tan contradictoria y compleja que nada tiene que ver con el estatismo de aquella otra Frida reproducida en serie para las tiendas de souvenirs.

Frida no tuvo una vida fácil. Hija de Matilde Calderón, una mujer de profunda fe religiosa, y de Guillermo Kahlo, un fotógrafo de origen alemán, a los seis años conoció la enfermedad cuando contrajo la polio, que le dejó atrofiada la pierna derecha. Pero la catástrofe principal sobrevendría más tarde, en 1925, mientras viajaba en autobús en compañía de su novio y el vehículo chocó contra un tranvía. Los daños se tradujeron en lesiones graves en la pelvis, la columna vertebral y la pierna derecha que nunca llegaron a sanar del todo y que a la larga terminaron confinando a Frida a una silla y una cama.

Pero ni aun las treinta operaciones que soportó en vida ni los dolores físicos que la aquejaban consiguieron consumir su personalidad explosiva, maliciosa y apasionada. Frida fue una mujer autónoma, valiente y despojada de prejuicios sociales. Experimentó desde joven con su aspecto, vistiéndose primero de varón y luego, más tarde, con los hermosos trajes de tehuana del istmo de Tehuantepec que forjaron su imagen mítica: la de una mujer menuda y poderosa enfundada en vistosos huipiles y faldas hasta los pies. Como artista no tiene parangón. Es imposible encajarla en ninguna corriente artística y ella misma se encargó de proclamar su independencia cuando André Breton, el padre del surrealismo, quiso sumarla a su causa artística. Frida permaneció al margen: ella no era surrealista, ni vanguardista, ni nada parecido. En todo caso era mexicana hasta la médula y así lo demostraba tanto en su apariencia como en sus cuadros, que mezclaban elementos típicos del folclore nacional con motivos que reflejaban de forma extravagante, y en ocasiones irreverente, elementos propios de su experiencia vital: el dolor, el aborto, la maternidad, la infertilidad, la sexualidad, la angustia, el amor o la infidelidad.

Estos eran temas ajenos a la pintura y al arte en general. Temas excesivamente femeninos, dirían algunos, incluso considerados de mal gusto, y que Frida abordó con honestidad brutal, como si le fuera la vida en ello. Y en efecto le iba. Una mujer como ella, resignada a no bajar jamás los brazos, ¿qué otra cosa podía hacer con su cuerpo roto si no convertirlo en objeto de estudio y exploración artística? Así, con su obra se convirtió en la primera artista en exponer de manera franca la realidad femenina. Con cuadros como Henry Ford Hospital o Unos cuantos piquetitos rompió los tabúes que rodeaban a la sexualidad o a las funciones biológicas de las mujeres y se desmarcó de las convenciones sociales y estéticas. Con inteligencia, con arrojo y hasta con violencia se dedicó a desestabilizar la noción de «belleza femenina» al representar cuerpos atravesados por signos de lo abyecto, del dolor, por los ritmos y pautas de la fisiología. Cuerpos, en suma, que no estaban ahí como espectáculo voyerista subordinado al placer masculino, sino sujetos conscientes de sí mismos.

Frida erigió su obra sobre el punto de tensión, de encuentro y desencuentro entre su destrucción física y su necesidad de reconstrucción vital. «Me pinto a mí misma porque paso mucho tiempo sola», afirmó. El autorretrato, un tema con el que realizó prácticamente la totalidad de su obra, no solo era una forma de autoconocimiento, sino de toma de posición política sobre el propio sujeto, sobre el tipo de mujer que quería ser. A través del lenguaje pictórico, la artista se liberaba tanto de sus impedimentos físicos como de las ataduras morales, de los corsés históricos y socioculturales asignados. Como respuesta a estos últimos, Frida construyó una mujer libre, altiva y poderosa. Una mujer dispuesta a hacerse oír y dejarse ver tal cual era, según sus propios criterios éticos y estéticos, ajenos al yugo del deber ser.

El único punto débil, la única flaqueza de Frida, si acaso puede llamarse así, fue su pasión por Diego Rivera, con el que se casó en 1929. Muchos han visto una contradicción enorme entre su imagen de mujer empoderada y fuerte y el modo en el que aceptó las constantes infidelidades de Rivera. Pero nada es tan sencillo, menos aún el amor entre dos personas como Frida y Diego. La pasión entre Rivera y Kahlo era tan incuestionable como su admiración mutua. Entre ellos se dio una de esas relaciones tormentosas e indefinibles que evaden cualquier etiqueta e intento de comprensión y que seducen a la vez que escandalizan a allegados y ajenos. Cuando Frida lo conoció, Rivera era un pintor famoso que le doblaba la edad. Con el tiempo, no obstante, ella se convertiría en la verdadera estrella, su nombre se haría inmortal, sus cuadros alcanzarían cifras exorbitantes en las mejores casas de subastas. Si entre los dos existió un desajuste, un trato desigual, el porvenir se encargaría de resarcir a Frida.

Por otro lado, es sabido que en la época no pasaron desapercibidas las aventuras amorosas de la pintora. Frida era una mujer consciente de su sexualidad y dispuesta a disfrutarla. Algunos se han empeñado en retratarla como una esposa sufrida, que se arrojaba en brazos de otros por despecho. Nada más lejos de la realidad. Quienes la conocieron señalaban su belleza singular, su humor, su locuacidad a veces escandalosa, su irresistible magnetismo. Entre sus amantes se cuentan el político y líder revolucionario León Trostki, el artista Isamu Noguchi, el fotógrafo Nickolas Muray, el pintor Josep Bartolí y algunas relaciones lésbicas con Gerogia O’Keeffe, Jacqueline Lamba o Chavela Vargas, aunque estas últimas jamás fueron confirmadas.

Más allá de sus amores, que pertenecen al universo de su intimidad, Frida marcó una gran diferencia en su tiempo. En una sociedad como la mexicana de aquel entonces, ella se atrevió a encarnar valores y formas de vida fuera de la norma y de lo aceptado. Pero no solo eso, sino que además, con una voluntad titánica, se sobrepuso a sus propios avatares a través del arte. Si Frida Kahlo sigue deslumbrando aún hoy, y sin duda lo seguirá haciendo en las próximas generaciones, no es solamente por la extrañeza o fuerza de su obra, sino porque a través de ella logró comunicar un deseo verdadero y perentorio. Pese a que la vida la golpeó sin concesiones, ella, en lugar de evaporarse, usó su paleta para estampar su existencia con cada pincelada y vivir para siempre en sus cuadros.


Frida Kahlo

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