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¿Quién es la única profetisa que lideró una guerra?
ОглавлениеSentenciar bajo un árbol
Cuenta la Biblia que, durante el siglo XII a. C., un rey cananeo llamado Yabín decidió expandir sus fronteras y apropiarse del territorio perteneciente a las tribus de Israel (Jue 4,1-3). Desde su capital, Jasor, a 15 kilómetros del lago de Galilea, comenzó a saquear y oprimir a los hebreos. Surgió entonces una increíble mujer llamada Débora. Pocos lectores han oído hablar de ella. Sin embargo, desempeñó un papel único en la Biblia. Fue esposa, juez, poetisa, libertadora y estratega militar. Y, por si esto fuera poco, también profetisa.
Su vida, sus hazañas y cómo logró con su palabra ganar una de las batallas más inverosímiles de su época se encuentran narradas en el libro de los Jueces. Nos han llegado dos versiones de su historia: una en forma de prosa (en el capítulo 4) y otra en forma de poema (en el capítulo 5). Este último, según los estudiosos, tiene el mérito de ser uno de los poemas en hebreo más antiguos que existen en la Biblia.
La historia de Débora comienza así: «En aquel tiempo, Débora, una profetisa, mujer de Lapidot, era juez en Israel. Se sentaba bajo la palmera de Débora, entre Ramá y Betel, en la montaña de Efraín; y los israelitas iban hasta ella en busca de justicia» (Jue 4,4-5).
En hebreo, «Débora» significa «abeja». Pero también significa «la que habla» (en hebreo, dabar = hablar). Este segundo significado de su nombre es el que mejor describe su misión, ya que, mediante el poder de su palabra, logró liberar al pueblo de Israel de la dura opresión que sufría.
Cuando no existían los reyes
La Biblia comienza presentándola como profetisa. Es decir, como alguien que recibía mensajes divinos y los transmitía a la gente.
En segundo lugar, nos dice que estaba casada con un hombre llamado Lapidot. De él no sabemos nada, y tampoco conocemos si tuvieron hijos.
En tercer lugar, dice que era juez de Israel. Se trata de un dato asombroso. Como en aquel tiempo no había reyes en Israel, las tribus hebreas eran gobernadas por líderes carismáticos que surgían espontáneamente y se ponían al frente del pueblo. Se los llamaba jueces. Eran verdaderos caudillos militares que, en tiempos de paz, trataban de mediar para resolver los conflictos de la gente; y en tiempos de guerra organizaban al pueblo para combatir al enemigo. Según la Biblia, en Israel hubo doce jueces. Y Débora fue la única mujer entre esos doce jueces.
Pero, además, Débora fue una juez excepcional. Porque mientras los otros once jueces solo se ocuparon del segundo aspecto, es decir, de organizar campañas militares y salir a luchar, Débora es la única que aparece también dedicada a atender los problemas cotidianos de la gente. Tenía su pequeño «despacho» en las montañas de Efraín, en el centro del país, entre Ramá y Betel, a unos 13 kilómetros de Jerusalén. Su «oficina» era conocida como «la palmera de Débora», y hasta allí llegaba la gente para resolver sus disputas tribales o las rencillas entre vecinos.
Convocado desde arriba
El hecho de que además de juez fuera profetisa realzaba su tarea, ya que los israelitas acudían a ella no solo para dirimir sus pleitos, sino también en busca de la Palabra de Dios que iluminara sus vidas, agobiadas por los problemas personales y la opresión política.
Cierto día, mientras se hallaba sentada bajo su palmera, tuvo una inspiración divina. El rey cananeo Yabín llevaba ya veinte años sometiendo y humillando a los israelitas. Sus hombres entraban en las ciudades y saqueaban los bienes y las pertenencias de los pobladores. Muchas aldeas habían quedado vacías y en ruinas. Los caminos se habían vuelto intransitables y era peligroso viajar por la falta de protección. La gente, indefensa, había tenido que huir a lugares más seguros para refugiarse del asedio cananeo (Jue 5,6-8).
Débora llevaba años oyendo estas quejas de la gente. Pero aquel día sintió la voz de Dios, que le ordenaba llamar a Barac, un militar de la tribu de Neftalí que residía en la ciudad de Kédesh, en el extremo norte del país, y decirle: «Yahvé, el Dios de Israel, te ordena esto: “Vete y reúne en el monte Tabor a diez mil hombres de la tribu de Neftalí y de la tribu de Zabulón. Yo atraeré hacia ti, en el torrente de Quisón, a Sísara, jefe del ejército de Yabín, con sus carros y sus tropas, y los pondré en tus manos”» (Jue 4,6-7).
La petición no es por ella
Esta es la primera vez que Débora habla en el relato. Pronuncia su primera profecía. Y es para anunciar que Dios, cansado de ver sufrir a su pueblo, ha decidido poner fin a semejante humillación, y ha elegido a Barac como comandante del ejército que llevará a cabo la misión.
Como el autor bíblico hasta este momento había presentado a los jueces como libertadores militares, los lectores creen que también Débora, por ser juez, será la que salve a Israel de la opresión cananea. Pero, mediante una genialidad literaria, da un giro inesperado a la historia y hace aparecer de la nada al general Barac, para que sea él quien conduzca la guerra de liberación. Es la primera sorpresa que nos llevamos: Débora, la juez, la que debía ocuparse de la lucha armada por el cargo que tenía, no piensa ir a la guerra.
Cuando Barac escucha el mensaje, se queda atónito. Los cananeos, dirigidos por su general Sísara, contaban con un poderoso ejército que incluía novecientos carros de hierro (Jue 4,3). Enfrentarse a ellos era una empresa ilusoria. Pero Barac confía en Débora y sus profecías, y le responde: «Si vienes conmigo, iré. Pero, si no vienes conmigo, no iré. Porque no sé en qué día me dará la victoria el ángel de Yahvé» (Jue 4,8).
Muchos autores piensan que esta respuesta es una señal de debilidad y cobardía de Barac, como si no se atreviera a luchar a menos que Débora estuviera a su lado sosteniéndole la mano. Pero no es así. Lo que Barac solicita es algo legítimo y comprensible. Quiere poder consultar a Dios durante la batalla; y la única forma de hacerlo es con la presencia de Débora allí.
Hecho con desechos
Débora lo entiende y le responde: «Iré contigo; pero no será tuya la gloria de la campaña que vas a emprender, porque Yahvé entregará a Sísara en manos de una mujer» (Jue 4,9).
Es la segunda profecía de Débora. Le anticipa a Barac que la gloria del triunfo no será suya, sino de una mujer. De este modo, el redactor vuelve a sorprendernos. Nos hace retroceder y nos lleva otra vez al comienzo, donde el héroe del relato ya no será entonces Barac, sino Débora, como esperábamos en un principio. La juez cumplirá su misión. O al menos es lo que el autor quiere hacernos pensar. Porque, como veremos, nos tiene reservada una sorpresa que nadie espera.
Pero sigamos con el relato. Débora marchó con Barac al lugar indicado del monte Tabor. El sitio estaba bien elegido, pues se hallaba entre las tribus de Neftalí y Zabulón, las dos que iban a aportar los hombres para el combate. Allí se reunieron diez mil voluntarios, tal como Débora había ordenado. Y esperaron.
Cuando el general cananeo Sísara se enteró del movimiento de tropas israelitas, convocó inmediatamente a su ejército junto al río Quisón, al pie del monte Carmelo, y se preparó para el enfrentamiento. Era un combate desigual. Los cananeos contaban con un ejército profesional y disciplinado, con tecnología militar superior y con armamento sofisticado (Jue 4,13), mientras que en Israel «no se veía ni un escudo ni una lanza entre cuarenta mil hombres» (Jue 5,8). Y, aunque las hubiera habido, ¿qué podían hacer las lanzas y las espadas contra carros de guerra con hoces de hierro? El éxito era improbable. Barac lo sabía. Solo estaba allí apoyado en la profecía de Débora.
Para poder elegir fecha
Cuando Débora sintió llegado el momento dijo a Barac: «Levántate, porque hoy es el día en que Yahvé entregará a Sísara en tus manos; Yahvé marchará delante de ti» (Jue 4,14). Débora enuncia ahora su tercera y última profecía. Y otra vez el redactor nos sorprende con un giro en los acontecimientos. Dios parece haber cambiado nuevamente de planes y le anuncia a Barac que será él quien derrote al general Sísara.
Barac y sus hombres, siguiendo las órdenes de Débora, descienden del monte Tabor hasta el valle, a la altura de la ciudad de Tanac (Jue 5,19), para enfrentar a su poderoso enemigo. La maniobra no parece buena. En el valle, los carros de Sísara tienen ventaja estratégica sobre los pobres soldados de a pie de Israel. Pero de pronto la batalla da la vuelta. ¿Qué ocurrió? El relato –del capítulo 4– no lo dice; solo comenta: «Yahvé sembró el pánico en Sísara, en sus carros y en su ejército» (Jue 4,15). Pero el poema –del capítulo 5– aclara el misterio: «Desde los cielos lucharon las estrellas; desde sus órbitas lucharon contra Sísara; el torrente Quisón los barrió; el viejo torrente Quisón» (Jue 5,20-21).
Al parecer, aquel día se desató una fuerte tormenta que hizo desbordar el río Quisón e inundó el valle de los alrededores. El suelo arcilloso quedó convertido en un lodazal y los carros de Sísara se empantanaron sin poder maniobrar, de manera que la principal arma ofensiva de los cananeos se transformó en su debilidad, circunstancia que fue aprovechada por las tropas de Barac: «Todo el ejército de Sísara murió a filo de espada; no quedó ni uno» (Jue 4,16).
La estrategia de Débora fue inteligente. Eligió como lugar de concentración una montaña, para que los cananeos con sus carros no pudieran subir hasta allí y así poder decidir ella cuándo comenzar la batalla. Teniendo la iniciativa en sus manos, los israelitas aguardaron. Y, cuando una tormenta les ofreció la oportunidad del éxito, atacaron.
La cabeza contra el suelo
¿Qué pasó con el jefe cananeo? Con gran ironía, el autor dice que «Sísara bajó de su carro y escapó a pie» (Jue 4,15). ¡El poseedor de novecientos carros no pudo utilizar ninguno en su huida, y debió escapar corriendo!
En este punto, la narración vuelve a tomar un giro sorprendente. Vagando sin rumbo fijo, el general Sísara llegó hasta la aldea de Kédesh, pocos kilómetros al sur de donde se había desarrollado la batalla (diferente de la Kédesh donde vivía Barac), y buscó refugio en la tienda de una mujer llamada Yael. Ella reconoció al militar cananeo; no obstante lo acogió amablemente, le dio de beber una copa con leche, lo tranquilizó y le recostó en un rincón de la tienda para que descansara, cubriéndolo con un manto (Jue 4,17-20).
Cuando, finalmente, él se durmió, ella tomó un martillo y una estaca, de las usadas para asegurar la lona de las tiendas en el suelo, se acercó en silencio y se la clavó en la sien con tanta violencia que le atravesó el cráneo de lado a lado (Jue 4,21). Resulta evidente el sarcasmo del autor sagrado: un guerrero como Sísara, comandante del ejército que poseía la mejor tecnología armamentista de la Edad de Hierro, termina muerto por un ama de casa con el arma más rudimentaria de la época. Así sucumbió el hombre que había avergonzado y aterrorizado a Israel durante cuarenta años.
Un título excepcional
Cuando más tarde llegó Barac a aquel lugar persiguiendo a Sísara, Yael le salió al encuentro y le mostró con orgullo el cuerpo inerte del militar cananeo, tendido en un rincón de su tienda (Jue 4,22). Comprendió entonces Barac lo que Débora había querido decir con sus profecías. En la segunda, cuando anuncia que «Yahvé entregará a Sísara en manos de una mujer» (Jue 4,9), aludía a Yael. Barac, que no conoce a esta muchacha, pensaba que se refería a Débora y, confiado, marchó con ella a la batalla, confusión que sirve para crear intriga en la narración. Y en el tercer oráculo, cuando Débora le dice a Barac: «Hoy Yahvé entregará a Sísara en tus manos», Barac cree que Dios ha cambiado de opinión y que será él quien mate al jefe cananeo. Por eso persigue a Sísara para eliminarlo. Pero, en realidad, esa tarea le corresponderá a Yael. Será ella quien entregue a Sísara en sus manos. ¡Pero muerto!
Al terminar la batalla, Débora entona una larga canción celebrando su victoria (Jue 5). El texto en realidad afirma que «Débora y Barac cantaron este cántico» (Jue 5,1). Pero el verbo «cantar», en hebreo, está en singular femenino, lo cual indica que, en el texto original, únicamente ella lo cantaba. Más tarde un escriba decidió añadir el nombre de Barac, quizá para evitar que una mujer se llevara toda la gloria de tan fantástico poema.
Esta es la única vez en el libro de los Jueces que un juez entona un himno de victoria. Es, además, el discurso más prolongado que la Biblia pone en labios de una mujer. Y, por si fuera poco, este cántico le confiere a Débora un título extraordinario: el de «madre de Israel» (Jue 5,7). Es la única mujer en toda la Biblia a quien la tradición le reconoce el honor de la maternidad espiritual del pueblo hebreo.
Muchos hombres, muchos carros
¿Es histórica la batalla de Débora y los cananeos? Aparentemente sí. El autor parece utilizar nombres de personas auténticas y hace referencia a tradiciones muy antiguas. Pero muchos elementos del relato son poco creíbles, e incluso incoherentes. Por ejemplo:
1) Habla de Yabín, «rey de Canaán» (Jue 4,2.23), título que no tiene sentido, ya que nunca existió un rey de Canaán, sino que hubo varios reyes de diversas ciudades-Estado cananeas.
2) Dice que Yabín gobernaba desde Jasor, lo cual es imposible, porque, según la evidencia arqueológica, la ciudad de Jasor en aquel tiempo se hallaba destruida y ya no existía.
3) Además, la Biblia cuenta que Yabín había combatido cien años antes contra el general Josué, siendo derrotado (Jos 11) y asesinado; por tanto, en la época de Débora hacía un siglo que había muerto.
4) El relato menciona cifras desorbitadas, como los «diez mil hombres» israelitas (Jue 4,6) o los «novecientos carros de hierro» cananeos (Jue 4,13). Resulta difícil imaginar un despliegue militar semejante en el siglo XII a. C.
Debemos concluir, por tanto, que, si hubo algún enfrentamiento, debió de haber sido mucho más modesto. La tradición israelita se encargó más tarde de agrandarlo y cubrirlo con un ropaje legendario y folclórico para enseñar que era posible conseguir victorias militares ante enemigos poderosos si uno confía en Yahvé.
La salvación nos aguarda
Débora era un ama de casa y madre de familia que ejercía además como profetisa y juez. Cada mañana, desde su bucólico «despacho», escuchaba los problemas de la gente. Conocía la angustia de los más pobres, el tormento de los oprimidos y la agonía de los pisoteados por los poderosos. Y allí, sentada a la sombra de una palmera, lloraba el dolor de sus vecinos. Hasta que un día no pudo más y decidió hacer algo para remediar tanta pena. Así llegó a convertirse en salvadora de Israel.
Todos podemos hacer algo para disminuir el dolor que nos rodea. Dios no nos pide que despleguemos grandes hazañas ni que emprendamos acciones intrépidas. Cuando un dolor punza a alguien, ayudar a aliviarlo ya es una tarea grandiosa.
En cierta ocasión, un niño de 9 años se hallaba sentado en su banco de la escuela. De pronto apareció un charquito entre sus pies y en la parte delantera de su pantalón. Nunca antes le había sucedido. Se le paralizó el corazón, muerto de vergüenza. Cuando sus compañeros lo vieran, nunca más lo dejarían en paz, y sus compañeras ya no le hablarían. Bajó entonces la cabeza y oró: «Querido Dios, ayúdame; ¡pero ya!, porque dentro de dos minutos estaré perdido». Cuando alzó los ojos, vio que la maestra se acercaba. Iba a descubrirlo. Entonces apareció una niña cargando con la pecera que había en el aula y, al llegar a él, tropezó y le tiró encima el agua. El niño se hizo el enojado, pero por dentro decía: «Gracias, Dios, por esta ayuda imprevista». Así, en vez de ser ridiculizado pasó a ser compadecido: los compañeros le ayudaban, las compañeras le secaban, la maestra le alcanzó un pantalón para cambiarse. Y el ridículo lo sufrió la niña. Al salir de clase, el niño se cruzó con la pequeña en la parada del autobús. Se acercó y le susurró: «Hiciste eso a propósito, ¿verdad?». Y ella le dijo: «Es que yo también una vez me mojé la ropa».
Quien ha sufrido en carne propia sabe lo que duele la aflicción ajena y trata de remediarla. Y por eso mismo su acto se vuelve heroico. Porque héroe no es quien emprende grandes gestas, sino aquel que, en cada momento, hace lo mejor que puede.
PARA CONTINUAR LA LECTURA
SICRE, J. L., Josué. Estella, Verbo Divino, 2002.