Читать книгу De la noche al día - Arlene James - Страница 5

Capítulo 1

Оглавление

LA BOLA rebotó en el muro con un satisfactorio giro y saltó hacia su izquierda. Le hubiera costado dar dos pasos para devolverla, pero no tenía dudas de que lo conseguiría. Era un movimiento que ya había hecho antes. Se dirigía hacia ella cuando recordó que la acción política era dejar pasar la bola. Con el brazo ya extendido y la raqueta en el ángulo perfecto, sólo le quedaba un segundo para actuar. Demasiado tarde para abortar el movimiento. Demasiado tarde para corregir, o mejor dicho, corromper el ángulo. Con desesperación, hizo lo único que podía: dejarse caer. La raqueta golpeó el suelo al mismo tiempo que ella chocaba contra la pared en un torpe lío de brazos y piernas, coleta castaña y zapatillas de deporte. La triunfante carcajada de Chuck resonó en la cancha de tenis. Denise sintió una oleada de rabia seguida del ardor de la piel raspada y el frío y estudiado control que la mantenía cuerda.

Con torpeza, se enderezó y se sentó apoyando la espalda contra la pared con la respiración jadeante. Bueno, se dijo a sí misma. Se llevaría la satisfacción en el hecho de que él nunca sabría que lo había dejado ganar. Y le había hecho sufrir, lo cual contaba para algo. Dobló una rodilla y se concentró en inspirar. Chuck, mientras tanto se acercó y se arrodilló con las manos en las rodillas, jadeando sofocado, con la cara redondeada casi púrpura y el sudor rodando por su cabeza un poco calva. Denise se había recuperado y revisado su raqueta mucho antes de que él recuperara las fuerzas para refregarle su pérdida.

–¡Y la «vieja Dennis» muerde el polvo de nuevo! –era la broma de la oficina ponerle el nombre de chico–. pero definitivamente estás mejorando.

Denise sonrió de forma mecánica. Poco sabía el «viejo chivo» que podía ganarle siempre que quisiera. ¿Es que ser jefe cegaba para las mínimas conclusiones lógicas? Tomó nota mental de no caer en aquel egocentrismo cuando a ella le llegara el turno. Y llegaría, a eso estaba decidida. Llegaría un día en que estaría muy por encima de Chuck Dayton y sus secuaces, aunque por ser mujer tendría que ser mejor para que la consideraran igual. Suspiró y por un momento se permitió reconocer la fea lucha que era su vida. Entonces apartó la autocompasión, se cuadró de hombros, se secó la transpiración de la frente y se recordó a sí misma que era una mujer con ambiciones y que con treinta y cinco años podía ganar a su jefe cincuentón cuando le diera la gana.

Recuperando la toalla y secándose la cara, escuchó a medias la reprimenda disfrazada de camaradería que le estaba dando Chuck hablando de su falta de control por haber dejado caer la raqueta. Lanzó unos sonidos de protesta, pero aparentemente no estaba lo suficiente humillada como para alimentar la necesidad patológica de superioridad de Chuck, porque él consiguió saltar por encima de sus bien afinados sentidos y darle una palmada en el trasero.

–Pero nunca dejas caer la bola entre las sábanas, ¿verdad?

Antes de poder darle un codazo, él se apartó riéndose de su propia gracia y ella se contentó con maldecir para sus adentros y prometerse que algún día le haría pagar a Chuck cada comentario lascivo y sexista. Llevaba dos meses trabajando para él y la lista crecía cada día. Aunque ya le habían advertido, por supuesto. Aquellos que se le enfrentaban, acababan en el último puesto de algún pueblo en medio de ninguna parte y los que no, ascendían como la espuma. Y Denise pretendía no sólo abrir las perladas puertas del paraíso, sino forjarse una nube propia. En cinco años, cuando tuviera cuarenta, pretendía ser la mujer con el puesto más alto de toda la compañía. Aquella idea le levantó el ánimo y se levantó del suelo para irse a los vestuarios a sentarse en un banco, guardar la raqueta en la funda y quitarse las zapatillas para caminar en calcetines hacia las duchas.

Un hombre se apartó de la pared y se interpuso en su camino. Denise se encogió al instante como si un sexto sentido le hubiera avisado de la presencia de su atractivo casero incluso antes de levantar la vista. Todos los timbres de alarma de su sistema nervioso se habían encendido desde el momento en que había conocido a aquel hombre irritante, insistente y encantador.

–Buen juego. Debe ser difícil perder cuando es evidente que eres mejor jugadora.

La satisfacción la asaltó, pero la reprimió tomando el camino contrario.

–No seas ridículo. Chuck es el perro grande de por aquí. Pero esta vez casi lo vencí. La próxima vez lo conseguiré seguro.

–Sí, sí… ¿Quieres una competición de verdad? Yo te prometo que no te dejaré ganar.

Morgan Holt cruzó sus fuertes brazos morenos y torneados cubiertos de vello rubio a pesar de las ondas de color castaño de su pelo con las sienes un poco tiznadas de gris. Ella ya se había fijado antes y no había podido evitar pensar que aquellas canas resaltaban el azul de sus ojos. Aquello encendió otra vez los timbres de alarma y se apartó a un lado diciendo:

–Tengo que volver a mi casa.

–¿Para estar con quien? ¿Con tu gato?

La rabia la saltó. Maldito fuera. ¿Por qué no captaba las indirectas y la dejaba en paz?

Imitó su postura y su expresión y esbozó una sonrisa ácida.

–Mi gato puede ser mucho mejor compañía que nadie que conozca.

Él lanzó una carcajada.

–¿Pero sabe jugar al frontón?

De repente Denise sintió deseos de darle con la bola en la cara. Él no era nadie para ella. Podría dar rienda suelta a la competitividad por el placer de hacerlo. Él no tenía nada que ver con Chuck Dayton. Morgan era una decena de años menor y estaba en muchas mejores condiciones físicas. Podría no ganarle, peor, podría hacerle lo que le había hecho a Chuck: hacerle trabajar mucho más duro de lo que había esperado.

–Acabo de tener un partido agotador –dijo para darle un poco de confianza.

Él se encogió de hombros.

–Y yo acabo de talar ese viejo árbol de detrás de tu patio que te tenía tan preocupada y he cortado y almacenado la leña.

Denise enarcó una ceja. Tenía que reconocer que era buen casero. Mantenía el pequeño edificio de apartamentos en el que ella vivía con la misma prontitud y amoroso cuidado con que conservaba su casa victoriana, que era parte de la misma propiedad. Ella había tenido sus reservas acerca de vivir tan cerca de su casero, pero Jasper era un pueblo pequeño y a menos que quisiera hacerse todos los días los cuarenta y cinco kilómetros que la separaban de Fayetteville, las opciones eran muy limitadas. Había pensado que vivir tan cerca de la oficina compensaba con la desventaja de tener al casero tan cerca. Y en cuanto a los servicios, Morgan Holt había resultado más conveniente de lo que ella había anticipado. Pero personalmente el arreglo era de todo menos cómodo. Él había dejado claro casi desde el principio que la encontraba atractiva y ella había intentado dejar igual de claro que no estaba interesada, así que, ¿por qué estaba dudando entre aceptar su reto o no? Porque, se dijo a sí misma, la oportunidad de una competición honrada llegaba pocas veces a su vida. Y porque era una buena oportunidad de dejarlo en ridículo, lo que podía hacer decaer su interés. Sería una tonta si no jugaba con él. ¡Dios, podría no tener tal oportunidad nunca más!

–Aceptado.

Él sonrió con los ojos azules brillantes.

–Cancha tres. Diez minutos –todavía sonriendo con descaro se alejó con las zapatillas bamboleándose en su hombro por los cordones. Mostraba una cantidad indecente de piel con aquellos pantalones cortos desteñidos y la camiseta sin mangas rasgada por las axilas hasta casi la cintura. Sacudió la cabeza preguntándose qué otro hombre podría estar tan atractivo con un atuendo tan desastrado. La mayoría de los miembros de aquel club iban a la última moda. Entonces se le ocurrió algo. Morgan Holt no podía ser miembro del club. Era sólo para los empleados de Internacional de Mayoristas y para sus familias. Él había dicho que era soltero, así que debía ser el invitado de alguien. ¿Pero de quién?

Con curiosidad, dejó las zapatillas en el banco y se acercó al mostrador de reservas. Agarró el tablero y pasó la primera hoja para buscar la columna de las 6:15 antes de cruzarla con el número de la cancha. Allí, escrito con lapicero estaba su propio nombre. Se quedó con la boca abierta. ¡Qué oportunista! ¡Qué audaz! ¡Qué descarado! Oh, ahora no sólo iba a ponerlo en ridículo, sino que lo iba a matar, aniquilarlo y avergonzarlo. Y cuando hubiera acabado con él no volvería a asomar su descarada cara por allí. Oh, sí, iba a disfrutarlo. Iba a disfrutarlo mucho.

Él supo tres minutos más tarde de que entrara en la cancha que ella era invencible. Reconoció la determinación, la decisión implacable tras la fluidez de su salto y el peligroso brillo de sus ojos. El instinto le decía que Denise Jenkins sobrevivía al desafío. Lo necesitaba a algún nivel emocional que él todavía no había descubierto. Tampoco es que le hubiera dado mucha oportunidad ni era probable que lo hiciera a menos que él escarbara bajo aquella apariencia quisquillosa. Un hombre domesticado no era de su interés, así que tendría que buscar otras formas de despertar su interés. Tenía la sensación de que esa vez se había pasado. Al día siguiente las agujetas lo matarían. Botó la pelota y se preparó para un ejercicio extenuante.

Ella no le defraudó. No sólo mantenía un ritmo frenético, sino que el fuego fue casi brutal en el aspecto físico. Lo llevó contra la pared más veces de las que pudo contar y la raqueta de ella silbaba en su oído como si fuera a arder. Dejó una buena porción de piel en el suelo y lo que quedaba de su camiseta quedó rasgado en pedazos. Cuando llegó el final, se encontró boca abajo despatarrado en un vano intento por salvar el punto mientras que ella corría hacia atrás y se disponía a enterrar la bola en la pared o en su espalda. Suspiró cuando Denise la dejó pasar bajando la raqueta y aflojando el paso. Al reconocer sus pasos acercarse, se obligó a rodar de espaldas gimiendo del esfuerzo. Sólo le quedaban fuerzas para respirar. Intentó sentarse, pero alzar la cabeza unos centímetros estaba al límite de la cooperación de su cuerpo.

Denise Jenkins estaba a su lado de pie con la coleta suelta y los mechones oscuros enmarcándole la cara sofocada, la camiseta pegada a su firme cuerpo y el sudor cayéndole a gotas por el fino cuello. Tenía los nudillos blancos alrededor de la raqueta y los labios entreabiertos para recuperar la respiración. Morgan envidió la energía necesaria para arrodillarse sobre las pantorrillas y esbozar una sonrisa malévola. Estaba preciosa.

–¿No… odias… que te gane una mujer?

Él posó la raqueta sobre su pecho y consiguió pasarse las manos por debajo de la cabeza.

–No –dijo jadeante–. Yo no. Adoro a las mujeres que saben aguantar.

–¿Aguantar? –Denise soltó la raqueta en la que se estaba apoyando y se puso de pie–. Te he ganado… por si no estabas contando.

–Estaba contando –dijo él consiguiendo levantarse para apoyar las manos en el suelo–. La próxima vez me aseguraré de estar fresco.

–No habrá próxima vez. Has tenido tu oportunidad y será la única que consigas.

–¿Tienes miedo de que te gane si jugamos otra vez.

Ella sacudió la cabeza y se desprendió de la banda de la frente.

–No estás escuchando. No jugaremos más. Y si descubro que has vuelto a usar mi nombre para colarte en el gimnasio otra vez, te denunciaré.

Morgan lanzó una carcajada.

–Hazlo, pero eso es escapar de la pregunta, ¿verdad?

–¿Qué pregunta?

–¿Ha sido entrenamiento o pura suerte?

Ella le apuntó con un dedo firme.

–Te he ganado en justicia.

–De acuerdo, pero, ¿puedes conseguirlo de nuevo?

Ella se puso en cuclillas de nuevo balanceando su peso con facilidad.

–No lo entiendes, ¿verdad? Tú y yo no somos un par de amigos jugando una partidita. Somos casero e inquilina y nada más.

–Eso se puede corregir con facilidad. Te invito a cenar.

Denise puso una expresión completamente rígida antes de levantarse de nuevo.

–No gracias.

–Ah, vamos, Denise. ¿Qué tiene que hacer un chico para acercarse a ti?

Ella le dirigió una mirada de aburrimiento y se dio la vuelta.

–No estoy de humor para salir con nadie por si te interesa. Mi trabajo me ocupa todo el tiempo.

–Yo solía ser así.

Morgan cruzó una pierna sobre la otra, pero sus palabras le picaron el interés lo suficiente como para echar un vistazo a sus espaldas.

–¿Ah, sí? ¿Y qué pasó? ¿Perdiste el gran ascenso?

Él sólo sonrió.

–¿Por qué no vienes a cenar y lo averiguas?

Ella siguió avanzando hacia la puerta.

–Tengo suficiente con mi propia carrera, gracias. Ah, de paso –se dio la vuelta y le sonrió–. Tu perro tiene la mala costumbre de dejar olorosos regalos a mi puerta. ¿Podías hacer algo al respecto?

Con eso cerró la puerta dejándolo débil y decepcionado. Y lo que era peor, descorazonado. Se había quedado sin ideas de como acceder a Denise Jenkins, sin ideas y sin oportunidad, parecía ser.

Denise cerró la puerta del despacho de Chuck e inspiró con fuerza manteniendo la expresión impenetrable. No iba a mostrarle al resto del personal lo que la afectaba el viejo Chuck. De nuevo. Dios, le gustaría darle un puñetazo para quitarle aquella sonrisa de superioridad de su fea cara.

«Pareces caliente hoy, cariño. Los más fríos en la sala de juntas son los más calientes en la habitación. Suavízalo y luego suelta la bomba».

Denise cerró los ojos un instante temiendo lo que iba a hacer. Chuck estaba intentando hacerla su segundo de a bordo de insultándola en el proceso. Por cinco centavos podría denunciarlo por acoso sexual, pero entonces tendría que decir adiós a su carrera y había trabajado demasiado duro como para perder ahora.

Cuadrándose de hombros, recorrió los interminables pasillos hasta llamar a una puerta abierta y esperar a que el joven de dentro alzara la vista y le sonriera.

–¡Señorita Jenkins!

–Ken, tengo que hablar contigo.

–¡Claro! ¿Qué pasa?

Denise no se permitió sonreír aunque el impulso de suavizar la bomba era muy fuerte.

–Aquí no. Reúnete conmigo en mi despacho en cinco minutos.

Denise vio como le cambiaba la cara e intentó no pensar que Ken Walters era un joven casado con un bebé. Según Chuck, ese era el problema. Ken no estaba poniendo toda la carne en el asador. Sus preocupaciones familiares interferían con su carrera. No le importaba que el niño hubiera nacido prematuro y tuviera una lesión cardiaca. Era evidente que Ken no estaba haciendo buenas ventas, pero era comprensible dadas las circunstancias. Y las ventas era lo único que importaba en aquella empresa. Si dependiera de ella, le hubiera transferido a un puesto menos estresante, pero no dependía de ella. Entró en su oficina resuelta a hacer lo que pudiera por Walters.

Él apenas le dio tiempo a descolgar el teléfono y entró sin molestarse en anunciarse como si ya supiera lo que le esperaba. Denise no se anduvo por las ramas. Era evidente que él no quería.

–Lo siento, Ken. Sé que es injusto, pero tengo que despedirte.

Ken se puso pálido.

–¡Maldita sea!

Denise apretó el botón del interfono.

–Betty, trae la carta en cuanto esté lista –se volvió hacia Walters–. Siéntate. Mi secretaria te está preparando una carta de recomendación y me he tomado la libertad de concertarte una entrevista con un conocido mío en Rogers –sonrió–. No creí que te importara.

Empujó un papel hacia él donde había anotado todos los detalles intentando ignorar la sorpresa de su cara. Ken tardó una eternidad en leer la hoja.

Denise se aclaró la garganta.

–Ya sé que el seguro será un problema por los problemas de salud de tu bebé, pero lo he tenido en cuenta. Da la casualidad de las dos compañías utilizan el mismo seguro y haré lo que pueda para que te cubran por completo –por primera vez sonrió con ganas–. Simplemente no estropees la entrevista, ¿entendido?

Ken dobló el papel y lo guardó antes de mirarla a los ojos.

–Es una vergüenza que nadie de aquí sepa lo buena persona que eres. Debes haber trabajado muy duro para ocultarlo.

Ella tragó para pasar el nudo que tenía en la garganta.

–Te agradecería que no mencionaras esto a nadie.

–Ken se levantó.

–No te preocupes. No te desenmascararé.

Ella sonrió con indulgencia.

–Si te das prisa te dará tiempo a recoger las cosas de tu despacho y a llegar puntual a la entrevista!

–No sé como darte las gracias. Dios sabe que prefiero decirle a mi mujer que he cambiado de trabajo a llegar con la noticia de que me han despedido.

Denise alzó una mano en señal de advertencia.

–No está conseguido todavía. Podrías estropear esto si no vas con la actitud adecuada.

Ken lanzó una carcajada.

–Soy un vendedor y bueno. Han sido unos meses duros, pero estoy dispuesto a subir a la cima de nuevo. De hecho, no había tenido esta euforia desde que salí de la universidad. Quizá este cambio es justo lo que necesitaba. Recogeré la carta al salir.

Denise se levantó y extendió la mano. Ken se la tomó entre las suyas y dijo con intensidad:

–Gracias. Nunca olvidaré esto.

Salió con mucho más ánimo del que había entrado y Denise sintió una extraña sensación de pérdida.

No tenía mucho sentido. Ken Walters no había sido nunca un amigo suyo. Había sido su superior. Y sólo en ese momento había empezado a considerarla humana y eso porque ella lo había puesto todo, así que, ¿por qué se sentía sola ahora que se había ido? Nada había cambiado realmente. Y nada cambiaría. Ella tenía su carrera y eso era todo lo que necesitaba, ¿verdad?

Denise contempló por la ventana cómo Morgan lanzaba el Frisbi al aire riéndose cuando su perrazo, Reiver ponía sus cincuenta kilos de peso a volar y lo recogía entre sus poderosas zarpas. El perro aterrizó sobre sus cuatro patas y se lo devolvió con las orejas altas. Morgan abrió los brazos y el perro se lanzó a ellos tirándolo de espaldas soltando el disco para lamerlo con su larga lengua rosada. Morgan lanzó un aullido intentando librarse del animal y abrazarlo al mismo tiempo, pero demasiado debilitado por la risa como para conseguir ninguna de las dos cosas. Entonces se volvió y la vio, y la risa murió en sus labios. Denise sintió una punzada de culpabilidad por estropearle su buen humor. Morgan empujó al perro y se sentó mirando a su ventana. Ella intentó aparentar que no había estado espiando y dio un sorbo a su café mientras acariciaba al gato. Era evidente que él no podía soportar ni verla porque se levantó y se metió en su casa.

Denise se dio la vuelta de la ventana con un suspiro. Debería alegrarse. No había querido sus atenciones ni las de ningún otro hombre, así que, ¿qué le pasaba? No era propio de ella sentirse tan… abandonada. Bueno, no lo había sido en mucho tiempo, desde que había reconstruido con dolor su vida, desde que…

Se levantó del sillón tirando al gato de su regazo sin ceremonias y se acercó a la estantería, indecisa entre sacar el álbum de fotografías o pasar. Lo sacó, posó la taza y abrió la cubierta.

Jeremy le sonreía, un bebé gordito con un mono de color azul y la diminuta ceja un poco enarcada. Volvió la página. Jeremy empujaba su andador vestido sólo con un pañal y la cara feliz. No pudo soportarlo más. Cerró al álbum y lo volvió a guardar en la estantería. Y lo que menos podía soportar era ver cómo las fotografías se detenían a la edad de ocho años. Nunca habría otra fotografía de Jeremy. Cerró los ojos contra el punzante dolor sin esperar ya que se suavizara o disminuyera. Los años le habían enseñado que la pérdida de un hijo no se superaba nunca.

Agradeció la distracción de una llamada en la puerta. Cuando abrió, apareció Morgan Holt sonriente con una cacerola en la mano.

–¿Tienes un minuto?

–Apenas. Tengo trabajo que hacer esta noche y… –el gato intentó escaparse deslizándose entre sus piernas–. ¡Smithson, vuelve aquí!

Consiguió agarrarlo por la cola gris azulada. Morgan entró con rapidez y cerró al puerta.

El gato se enroscó al instante entre sus tobillos maullando.

–¿Ruso azul?

–Una mezcla, supongo –dijo Denise agachándose para recoger al gato. Era un macho arrogante y corpulento, completamente despreocupado de que le hubieran cortado las garras de delante y le hubiera esterilizado. Con casi siete kilos, se consideraba así mismo el emperador del mundo aunque apenas había salido del apartamento y cuando lo había hecho, había sido en un cesto de viaje. Ladeó la cabeza y cuando Denise intentó acariciarlo entre las orejas, empujándole el vientre con las patas traseras, saltó de su regazo para seguir con su inspección de los tobillos de Morgan.

–¿Cómo dijiste que se llamaba?

–Smithson.

–Ya tenemos algo en común.

–¿Y qué es?

–El amor por los animales.

Denise puso un gesto de duda.

–Supongo que somos tan compatibles como los gatos y los perros.

Él se rió.

–Nunca se sabe. Ah, acerca de esto –alargó la cazuela humeante–. Es una disculpa. No debería haber dado tu nombre para usar el gimnasio sin tu permiso. Lo siento. O algo así.

Ella no pudo evitar sonreír. ¿Qué tipo de disculpa era aquella?

–Es curioso, no parece una disculpa. Parece y huele a un guiso.

Morgan lanzó una carcajada.

–Un guiso de disculpa. Pensé… Esperaba… bueno, digamos que me conformo con que seamos amigos. Amigos ocasionales.

Denise no estaba preparada para la decepción que la asaltó, pero la apartó al instante aprovechando la oferta de paz.

–¿Qué es?

–Pollo; todo carne blanca con queso, arroz, brócoli y coliflor. Muy bajo en calorías.

Olía de maravilla, pero ella alzó una ceja al escucharla última arte.

–¿Queso bajo en calorías?

Morgan dibujó una cruz sobre su corazón.

–Palabra de boy scout.

Ella lo miró dudosa. No tenía aspecto de tener que preocuparse por la grasa en su dieta. Recordó los músculos duros y bien definidos de su torso desnudo y sus piernas y por algún motivo, el recuerdo la incomodó. Hizo un gesto para que siguiera a la cocina.

–¿Y se supone que debo creer que comes de forma tan sensata siempre?

Morgan posó la cazuela con la base en la encimera y se tocó el plano vientre.

–Eh, mantenerse en forma a los cuarenta y cinco no es tan fácil como crees. Lo descubrirás uno de estos días.

–Eres mayor de lo que pensaba.

–Gracias.

Denise se lavó con rapidez las manos, sacó un plato del armario y después de una imperceptible vacilación sacó otro. ¡Qué diablos! Hasta los amigos ocasionales exigían cierta reciprocidad. Sacó los vasos, la cubertería y las servilletas y lo puso en la mesa.

–¿Estoy invitado a cenar?

–Los amigos cenan juntos en ocasiones.

Morgan se rió.

–En ocasiones. ¿Y qué hay de tu trabajo?

Denise sintió vergüenza de repente de haber mentido.

–Eh… puede esperar.

Morgan se frotó las manos.

–De acuerdo. ¿Tienes algo de pan? ¿Una ensalada quizá?

Ella señaló la puerta de un armario antes de abrir la nevera y mirar dentro.

–Tengo algunas verduras, pero nada con qué aliñarlas.

Morgan sacó una botella de vino tinto de un armario junto con el pan.

–Creo que yo podré encargarme de eso. ¿Me permites?

Denise sacó la ensalada diciendo:

–Lúcete.

Morgan se puso a trabajar y enseguida fue evidente que sabía muy bien lo que estaba haciendo y le gustaba hacerlo. Para ella, cocinar era una tarea que prefería no hacer.

Y los resultados merecieron la pena. Morgan sirvió tostadas de ajo, ensalada aliñada con vino tinto y especias y la cazuela de pollo al queso y Denise se encontró sonriendo por primera vez en varios días. Su sonrisa se transformó en un sonido de placer en cuanto probó el primer bocado.

Morgan sonrió.

–Bueno, ¿verdad? ¿Quieres la receta?

–Sí, está bueno, pero no, no quiero la receta.

–No te gusta cocinar, ¿eh?

Ella se encogió de hombros.

–No tengo tiempo.

–Ya sé lo que quieres decir. Yo siempre he disfrutado de la cocina, pero me enganché tanto en la carrera corporativa que cosas como cocinar y todo lo que me gustaba, quedaron apartadas a un lado.

–Pero si disfrutabas de tu carrera…

–No. Bueno, tenía sus momentos. Me enganché a la excitación de ganar hasta que un día se me ocurrió que si yo siempre ganaba, alguien tendría que perder. Empecé a preguntarme por qué no se podría empatar a veces y me dijeron en términos tajantes que había perdido mi toque, que el negocio era lo único que importaba y me lancé otra vez a muerte.

Morgan siguió comiendo, pero ella no pudo evitar sentir que había dejado la historia inconclusa.

–¿Y qué pasó? –preguntó irritada cuando se tomó su tiempo en masticar y tragar

–Lo que pasó es que mi mujer insistió en que fuera a un psicólogo. No podía entender por qué yo era infeliz y estaba convencida de que el problema estaba en mi cabeza.

–¿Y?

–Y el psicólogo tenía una mente muy abierta. Sólo hicieron falta unas pocas sesiones para que los dos comprendiéramos que había estado años intentando encajar en el molde de otra persona.

Denise no pudo evitar una oleada de resentimiento.

–Todo era culpa de la esposa, supongo.

–No, era mi propia culpa. Debería haberme aferrado a mis valores y principios, pero quería hacerla feliz. No comprendía que el amor mutuo y verdadero significa aceptación. Con el tiempo, comprendimos los dos que ya no nos amábamos. A mí me sedujo su sofisticación al principio y lo que a ella le atrajo de mí fue mi disposición de dejarla moldearme en lo que ella esperaba que fuera su marido. Cuando ya no me seducía ni estaba dispuesta a dejarme…

–El matrimonio se rompió.

Él asintió y apoyó los dos codos sobe la mesa.

–¿Y qué hay de ti?

–¿De mí?

–¿Has estado casada alguna vez?

Ella pensó en decirle que no era asunto suyo, pero después de su confidencia, no le pareció justo.

–Sí, lo estuve.

–¿Divorciada?

–Sí.

–Supongo que no querrás contarme por qué.

Denise supo que la decepción en su voz tenía menos que ver con la curiosidad que con el hecho de que la confianza no fuera recíproca.

–Me quedé embarazada.

–Yo hubiera creído que quedarse embarazada es una razón para casarse, no para divorciarse.

La antigua amargura la embargó y continuó con sarcasmo.

–Así es como suele ser, pero no con mi «ex».

–Me temo que no lo entiendo.

Ella abandonó toda intención de comer y se reclinó contra el respaldo alzando la mirada hacia él.

–Nos casamos nada más acabar la universidad, los dos números uno y los dos ansioso por triunfar. Íbamos a comernos el mundo de los negocios. Nunca habíamos hablado de niños. Supongo que pensábamos comernos el mundo empresarial y después dedicarnos a la paternidad. Entonces pillé una terrible sinusitis y al médico se le olvidó decirme que aquellos antibióticos podían dejar sin efecto a la píldora. Al principio no podía creer que me hubiera quedado embarazada, pero en cuanto superé la conmoción, el instinto maternal empezó a funcionar, ¿lo entiendes?

–Sí. Yo también tengo un hijo.

Ella sonrió.

–Me alegro. Deseaba, bueno, en aquella época pensaba que sólo con que Derek se alegrara, todo sería maravilloso.

–Pero Derek no se alegró.

–Derek me dio la opción del aborto o el divorcio.

–Y le elegiste el divorcio.

–Elegí tener a mi hijo aunque significara tenerlo sola.

–O sea que también tienes un hijo.

–Lo tenía.

Un segundo más tarde, Morgan hizo lo que nadie había hecho nunca antes. Se levantó de su silla, rodeó la mesa, se arrodilló a su lado y le tomó las manos entre las suyas diciendo con suavidad:

–Lo siento mucho. ¿Quieres hablarme de él?

De la noche al día

Подняться наверх