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II
El hallazgo

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Cuando el conde puso de nuevo el pie en la sala, justamente se disponían los pollos a bailar un rigodón. Una de las chicas del Jubilado estaba ya delante del piano. D. Cristóbal Mateo, a quien apodaban de este modo en el pueblo, era un antiguo empleado que había servido muchos años en Filipinas, y que estaba jubilado hacía ya algunos, con treinta mil reales. Tenía porte militar, una figura realmente marcial con sus bigotazos blancos, ojos saltones, cejas espesas y velludas manos. Sin embargo, en todos los dominios españoles no existía hombre más civil. Había hecho su carrera en las oficinas de Hacienda, y toda la vida había profesado ideas contrarias al predominio de la milicia. Sostuvo siempre que las sanguijuelas del Estado no eran ellos, los empleados, sino el ejército y la marina. Para demostrarlo aducía datos, exhibía notas sacadas del presupuesto, se perdía en divagaciones burocráticas. Decía que el presupuesto de guerra «era la sangría suelta por donde se escapaban las fuerzas vivas de la nación,» frasecilla que había leído en el Boletín de Contribuciones Indirectas, y que había hecho suya con extremada fruición. Llamaba vagos a los soldados y profesaba rencor inextinguible a los galones y charreteras. Cuando el ayuntamiento de Lancia trató de pedir al Gobierno que enviase un regimiento para guarnecer la ciudad, se opuso, como concejal, tenaz y enérgicamente a ello. ¿A qué traer una caterva de zánganos? En cambio de los beneficios que la estancia del regimiento podría reportar, ¡eran tantos los daños! El mercado se encarecería: los jefes y oficiales gustaban de tratarse bien y llevarse a casa los alimentos más caros (¡para el trabajo que les costaba ganarlo!). Luego eran todos jugadores y su mal ejemplo contagiaría a los jóvenes de la población, que fuera de la época de ferias, se abstenían de los juegos prohibidos. Como estaban siempre ociosos (D. Cristóbal creía firmemente que un militar no tiene absolutamente nada que hacer), por fuerza habían de pensar en picardías y ruindades. En resumen, que el regimiento sería causa de perturbación en el pueblo y un elemento corruptor. Prevaleció su deseo, aunque no por serlo de él, sino porque al ministro de la Guerra no le plugó mandar soldados a Lancia, considerando quizá la condición mansa de sus habitantes.

Con los treinta mil reales de pensión viviría desahogadamente en un pueblo barato como aquél, si no fuese porque sus hijas estaban dotadas de cierta fantasía poética que las impulsaba a preferir los sombreros de Madrid a los que hacía Rita, la sombrerera de la calle de San Joaquín, y los guantes de ocho botones a los de cuatro. Tal privilegiado temperamento era causa de frecuentes crisis en el hogar del Jubilado, con su cortejo de lágrimas, violentos portazos, repentina desgana de comer, etc. En estos terribles conflictos, hay que confesar que D. Cristóbal no siempre se mantenía a la altura de energía y coraje que denotaban sus bigotes y sus cejas enmarañadas. Verdad que siempre quedaba solo en la pelea. Ni por casualidad se dio el caso de que alguna de sus hijas le apoyase. Tratándose de asuntos ajenos a la dirección rentística de la casa, muchas veces se partían las opiniones; algunas hijas se ponían de parte de papá contra sus hermanas. Mas en cuanto asomaba el problema económico, constantemente se veía al Jubilado de un lado y a las cuatro hijas de otro. D. Cristóbal, como caudillo experimentado, apelaba en estas refriegas a mil ardides para derrotar a sus contrarios, o para capitular en buenas condiciones. Un día amanecían las chicas inspiradas, y pedían botinas de tafilete semejantes a las que habían visto a tal o cual muchacha de la ciudad, generalmente a Fernanda Estrada-Rosa. D. Cristóbal se replegaba inmediatamente en sí mismo. Se replegaba y meditaba. Por la noche, a la hora de cenar, deslizaba en la conversación la noticia de que había estado en La Innovadora (zapatería de lujo). Le habían dicho que las botas de tafilete daban muy mal resultado en Lancia, a causa de la humedad. Por otra parte, D. Nicanor (médico de la ciudad), que por casualidad estaba allí, había manifestado que el tafilete era funesto en climas tan fríos y lluviosos, y que por los pies se pillaban muchísimas veces los catarros que más tarde degeneraban en tisis galopantes, etc. Antes, mucho antes de que Mateo terminase su diatriba contra el tafilete, se la destripaban sus cuatro pimpollos con risas irónicas y pesadísimas palabras que dejaban confundido y triste al pobre viejo. En otras ocasiones, la imaginación acalorada de las niñas exigía que vinieran de Madrid unos abrigos muy lindos, de los cuales les había dado noticia Amalia: D. Cristóbal resistía algún tiempo los asaltos, pero viéndose muy apretado, capitulaba al fin. Su mente, fecunda en trazas, como la de Ulises, le sugería una magnífica para ahorrarse la mitad del dinero por lo menos. Se fue a Amalia y le rogó que le diese su abrigo por dos o tres días, a fin de que una de las modistas del pueblo le hiciese otros cuatro iguales. Exigiole, por supuesto, absoluto secreto, y la señora de Quiñones supo guardarlo. Pero ¡ay! no lo guardaron los fementidos abrigos, que al llegar muy empaquetaditos de la silla de posta, y al ofrecerse a las miradas ansiosas y zahoríes de sus cuatro dueños, lo pregonaron muy alto, por lo pobre de la ornamentación y lo chapucero del cosido.

–Estos abrigos no están hechos en Madrid—dijo resueltamente Micaela, que era la más nerviosa de las cuatro.

–¡Hija, no desbarres, por Dios! Pues ¿dónde habían de estar?—exclama D. Cristóbal con afectada sorpresa, sintiendo cierto calorcillo en las mejillas.

–No sé; pero desde luego se puede asegurar que no los han hecho en Madrid.

Y las cuatro ninfas comienzan a dar vueltas entre sus ebúrneos dedos a los abrigos, los estudian, los analizan con atento cuidado que pone en suspensión y espanto a su progenitor. Se dirigen miradas significativas, sonríen con desprecio, se hablan al oído. Mientras tanto, los feroces bigotes del jubilado de Ultramar se erizan, se estremecen con leve temblor que se comunica a sus labios y de ahí al resto del organismo.

Por fin, aquellas elegantes criaturas sueltan las prendas con descuido escarnecedor sobre las sillas de la sala y corren a encerrarse en el gabinete de Jovita. Cerca de media hora estuvieron deliberando secretamente. D. Cristóbal aguardaba inquieto y ojeroso, paseando con agitación por el corredor como un procesado que espera el veredicto del jurado.

Ábrese finalmente la puerta, y el criminal escruta con ansia el semblante de los jueces. Éstos guardan actitud reservada, y por sus labios descoloridos vaga una sonrisa enigmática. Dos de ellas se ponen inmediatamente la mantilla y los guantes y se lanzan a la calle. Al cabo de un rato tornan al hogar trémulas, con la faz descompuesta y los ojos centellantes. La pluma se resiste a narrar la cruel escena que se produjo en la dulce morada del Jubilado. ¡Cuánto grito rabioso! ¡cuánto sarcasmo! ¡cuánta carcajada histérica! ¡qué manoteo! ¡qué crujir de sillas! ¡qué exclamaciones tan lamentables! Y enmedio de aquel espantoso desorden, de aquel fragor, capaz de infundir pavura en el corazón más sereno, los cuatro abrigos, causa de tal carnicería, desgarrados, convertidos en miserables jirones, arrastrándose con ignominia por el suelo en pago de su delito.

Fuera de estos sacudimientos periódicos con que la sabia naturaleza vigorizaba los nervios un poco enervados ya del Jubilado, la existencia de éste se deslizaba pacífica y suave. Ni le faltaban tampoco muchos y esmerados cuidados. Sus hijas se ocupaban a porfía en ponerle todo lo necesario a punto y en su sitio: la ropa acepillada; las camisas y los calzoncillos oliendo a frescura; las corbatas, hechas de vestidos viejos, tan flamantes como si saliesen de la guantería; las zapatillas en cuanto entraba en casa; el agua para lavarse los pies, los sábados; el cigarro al acostarse; el vaso de agua con limón a la madrugada, etc., etc. Todo marchaba con la regularidad dulce y mecánica que tanto placer causa a los viejos. Verdad que entre cuatro bien podían hacerlo sin molestarse mucho, sobre todo teniendo presente que las niñas no siempre estaban inspiradas. Sólo a la vista de un sombrero caprichoso, o al recibir la noticia de la llegada de una compañía dramática, o al anunciarse que el Casino daría una reunión de confianza, ardía súbito en sus corazones el fuego sagrado de la inspiración, despertábanse sus poderosas facultades poéticas, y en arrebatado vuelo salían de casa y se lanzaban a la de la modista, a la guantería, a la perfumería, dejando en todos los parajes señales de su agitación y alguna parte del peculio profecticio. No aliándose bien los arrebatos de la fantasía con la prosa de los pormenores de la existencia, éstos sufrían alguna alteración. D. Cristóbal en aquellos periodos de crisis echaba menos, con pesadumbre, algunos retoques. Mas al poco tiempo sosegaban los espasmos de las pitonisas y las cosas volvían a su ser y la vida seguía el mismo curso ordenado y tranquilo. El nombre de aquéllas, por orden de edades, era el siguiente: Jovita, Micaela, Socorro y Emilita. Eran las cuatro, en apariencia, seres insignificantes, ni hermosas ni feas, ni graciosas ni desgraciadas, ni muy jóvenes ni viejas, ni tristes ni risueñas. Nada había en ellas que fijase la atención. No obstante, en el seno del hogar el carácter de cada cual se pronunciaba y adquiría relieve. Jovita era sentimental y reservada; Micaela tenía el genio violento; Socorro era la más pava, y Emilita la más pizpireta.

Las dos intensas preocupaciones que llenaban la vida espiritual de D. Cristóbal Mateo eran la reducción del contingente del ejército y el casar a sus cuatro hijas, o por lo menos a dos. Lo primero llevaba buen camino: de algún tiempo atrás venían los políticos más conspicuos inclinándose a esa opinión. En cuanto a lo segundo, nos duele confesar que no tenía verosimilitud de ninguna clase. Ni por sacrificar otras comodidades a los trapos, ni por exhibirse sin medida al balcón y en los paseos, ni por asistir a los saraos de Quiñones con una constancia digna de ser premiada, pudieron lograr hasta la hora presente los dones preciados de Himeneo. Cuando algún imprudente tocaba este asunto en visita, todas ellas decían que mientras viviese su padre les costaría mucha pena el casarse; que les parecía cruel abandonar a un pobre anciano que tanto las quería y tanto se sacrificaba por ellas, etc… Aquí venía un elogio caluroso de las dotes espirituales de D. Cristóbal. Pero éste se encargaba inocentemente de desmentirlas, mostrando tales ganas de verse abandonado, un deseo tan vivo de experimentar aquella crueldad, que ya era proverbial en Lancia. Como si no bastasen ellas solas a ponerse en ridículo, el pobre Mateo las ayudaba eficazmente, metiéndoselas por los ojos a todos los jóvenes casaderos de la ciudad.

Las ponderaciones que el buen padre hacía del carácter, de la habilidad, de la economía y buen gobierno de sus hijas no tenían fin. Así que llegaba un forastero a Lancia, D. Cristóbal no sosegaba hasta trabar conocimiento con él, y acto continuo le invitaba a tomar café en su casa y le llevaba al teatro a su palco y a merendar al campo y le acompañaba a ver las reliquias de la catedral y la torre y el gabinete de historia natural; todas las curiosidades, en fin, que encerraba la población. El público asistía sonriente, con mirada socarrona a aquel ojeo, que ya se había repetido porción de veces sin resultado. La única que logró tener novio durante tres o cuatro años fue Jovita. Por eso fue también la que se despeñó de más alto. El galán era un estudiante forastero que la festejó mientras seguía los últimos cursos de la carrera. Terminada ésta, partió a su pueblo y, olvidándose de sus promesas de matrimonio, lo contrajo con una paleta rica. Las demás no habían alcanzado este grado excelso de la jerarquía amorosa. Inclinaciones vagas, devaneos de quince días, algún oseo por la calle; nada entre dos platos. Poco a poco se iba apoderando de ellas el frío desengaño. Aunque no hubiesen perdido la esperanza, estaban fatigadas. Aquel pensamiento fijo, único, que las embargaba hacía ya tanto tiempo, iba convirtiéndose en un clavo doloroso en la frente. Pero D. Cristóbal ni se rendía ni se le pasaba por la imaginación el capitular. Creía siempre a pie juntillas en el marido de sus hijas, y lo anunciaba con la misma seguridad que los profetas del Antiguo Testamento la venida del Mesías.

–En cuanto se casen mis hijas, en vez de pasar el verano en Sarrió, donde se guardan las mismas etiquetas que en Lancia, me iré a Rodillero a respirar aire fresco y a pescar robalizas.—Atiende, Micaela, no seas tan viva, mujer… Comprende que a tu marido no le han de gustar esas genialidades; querrá que le contestes con razones…

–Mi marido se contentará con lo que le den—respondía la nerviosa niña haciendo un gracioso mohín de desdén.

–¿Y si se enfada?—preguntaba en tono malicioso Emilita.

–Tendrá dos trabajos: uno el de enfadarse y otro el de desenfadarse.

–¿Y si te anda con el bulto?

–¡Se guardará muy bien! ¡Sería capaz de envenenarlo!

–¡Jesús, qué horror!—exclamaban riendo las tres nereidas.

Aquel marido hipotético, aquel ser abstracto salía a cada momento en la conversación con la misma realidad que si fuera de carne y hueso y estuviera en la habitación contigua.

La que comenzaba ahora a teclear en el piano era Emilita, las más musical de las cuatro hermanas. Las otras tres estaban ya en pie, cogidas a la manga de la levita de otros tantos jóvenes; como si dijéramos, en la brecha.

El conde tropezó a los pocos pasos con Fernanda Estrada-Rosa que venía de bracero con una amiga. Por lo visto no había querido bailar. Era la joven que hacía más viso en la ciudad por su belleza y elegancia y por su dote. Hija única de D. Juan Estrada-Rosa, el más rico banquero y negociante de la provincia. Alta, metida en carnes, morena oscura, facciones correctas y enérgicas, ojos grandes, negrísimos, de mirar desdeñoso, imponente; gallarda figura realzada por un atavío lujoso y elegante que era el asombro y la envidia de las niñas de la población. No parecía indígena, sino dama trasportada de los salones aristocráticos de la corte.

–¡Qué elegantísima Fernanda!—exclamó el conde en voz baja, inclinándose con afectación.

La bella apenas se dignó sonreír, extendiendo un poco el labio inferior con leve mueca de desdén.

–¿Cómo te va, Luis?—dijo alargándole la mano con marcada displicencia.

–No tan bien como a tí… pero, en fin, voy pasando.

–¿Nada más que pasando?… Lo siento. A mí me va perfectísimamente; no te has equivocado—repuso en el mismo tono displicente, sin mirarle a la cara.

–¿Cómo no, siendo en todas partes donde te presentas la estrella Sirio?

–Dispensa, chico, no entiendo de astronomía.

–Sirio es la estrella más brillante del cielo. Eso lo sabe todo el mundo.

–Pues yo no lo sabía… ¡Ya ves, como soy una paleta!

–No es cierto; pero está muy bien la modestia, unida a la hermosura y al talento.

–No; si ya sé de sobra que no tengo talento. No te mortifiques en decírmelo.

–Hija, te acabo de manifestar lo contrario…

En el tono displicente de Fernanda iba entrando un poco de acritud. En el del conde, pausado, ceremonioso, se advertía leve matiz de ironía.

–Vamos, entonces te he entendido al revés.

–Algo de eso ha habido siempre.

–¡Caramba, qué galante!—exclamó la joven empalideciendo.

–Siempre que has pensado que pudiera decirte algo desagradable—se apresuró a rectificar el conde, advertido por el cambio de fisonomía de la idea que cruzaba por su mente.

–Muchas gracias. Estimo tus palabras como se merecen.

–Harías mal en no estimarlas sinceras… Además, no necesito yo decirte lo mucho que vales. Eso lo sabe todo el mundo.

–Gracias, gracias. ¿Te has cansado de jugar?

–Me duelen un poco las muelas.

–Sácatelas.

–¿Todas?

–Las que te duelan, hijo. ¡Ave María!

–¡Con qué indiferencia lo dices! ¿A ti no te importaría nada, por supuesto?

–Yo siento siempre los males del prójimo.

–¡El prójimo! ¡Qué horror! No tenía noticia de haber llegado ya a la categoría de prójimo.

–Qué quieres, chico; los honores vienen cuando menos se piensa.

Apesar de lo impertinente y hasta agresivo del tono, Fernanda no se movía del sitio, teniendo siempre cogida del brazo a la amiguita, que no desplegaba los labios. Fijándose un poco, se podría observar que la rica heredera estaba muy nerviosa. Con el pie daba golpecitos en el suelo, apretaba en su mano con vivas contracciones el pañuelo y sus labios temblaban de modo casi imperceptible. Alrededor de los hermosos ojos árabes se marcaba un círculo más pálido que de costumbre. Aquel pugilato la interesaba.

El conde de Onís había sido de sus novios el que más tiempo había durado. Al aparecer Fernanda en sociedad, y aun antes, cuando era una zagalita que iba con la criada al colegio, produjo su figura, su elegancia y sobre todo la amenaza de los seis millones que iban a caer, andando el tiempo, en su regazo, una verdadera explosión de entusiasmo. No hubo joven más o menos gallardo o acaudalado que por iniciativa propia o por las insinuaciones de su familia no se resolviese a pasearle la calle, a esperarla a la salida del colegio, a mandarle cartitas y a decirle requiebros en el paseo. De Sarrio, de Nieva y de otras poblaciones de la provincia acudieron también, con pretexto de las ferias, algunos golosos. La niña, ufana con tanto acatamiento, embriagada por el incienso, no se daba punto de reposo tomando y soltando novios. Era raro el galán que duraba más de un par de meses en su gracia. En realidad ninguno estaba en posición de merecerla. En Lancia y en el resto de la provincia no había quien tuviera hacienda proporcionada a su dote. Si alguno existía, no estaba por su edad habilitado para casarse con tan tierno pimpollo. Sería algún indiano averiado por los ardores tropicales, o mayorazgo rústico y solitario de los que vivían en sus casas solariegas. Sin necesidad de que su padre se lo advirtiese, la niña comprendía admirablemente que ninguno le convenía; pero gozaba coqueteando con todos, haciéndose adorar de la juventud laciense. Entre ésta existía, sin embargo, un mancebo hacia el cual ninguna doncella de la ciudad había osado levantar los ojos hasta entonces con anhelos matrimoniales. Era el conde de Onís. Por su alta jerarquía, más respetada en provincia donde se tributa a la nobleza un culto que delata al villano y al siervo bajo la levita del burgués, por su cuantiosa renta, por el apartamiento de su vida y hasta por el misterio y silencio de su palacio antiquísimo, parecía habitar en atmósfera más elevada, al abrigo de las flechas de todas las beldades indígenas.

Pues por ello precisamente nació en el pecho de Fernanda un deseo, primero vago, después vivo y anhelante, de rendirle. Esto es muy humano y sobre todo muy femenino: no necesita explicación. En el fondo de su alma, la hija de Estrada-Rosa sentíase inferior al conde de Onís. Sin embargo, tanta era la lisonja que había escuchado en poco tiempo, tan refulgente el brillo que esparcía sobre su vida el dinero del papá, que bien podía aspirar a hacerle su marido. Si no lo pensaba así, al menos figuraba pensarlo hablando del conde, por detrás, con cierta displicencia y con afectada familiaridad por delante. En Lancia, como en todas las capitales pequeñas, los muchachos y muchachas solían tutearse. El conocerse desde niños y haber acaso jugado en el paseo juntos lo autorizaba. El conde de Onís jamás había cruzado la palabra con Fernanda, aunque la tropezase a cada momento en la calle. Sin embargo, cuando se encontraron por primera vez en la tertulia de las de Meré, la hermosa le soltó un tu redondo y suprimió el título. Luis aquí, Luis allá: parecía que iba a comerle el nombre. A éste le sorprendió un poco la confianza, sin desagradarle. A nadie le duele oírse tutear por una linda damisela. Apesar de la naturaleza concentrada y tímida del conde y de su escasa afición a las mujeres, Fernanda se dio maña para hacerle pronto su novio o al menos para hacerle pasar por tal a los ojos del público. El cual halló tal noviazgo perfectamente justificado. En Lancia no había otro marido para Fernanda ni otra mujer para el conde. La distancia que los separaba era retrospectiva; estaba en los antepasados. La población creía que, en gracia de la belleza, el dinero y la brillante educación de la joven, el conde de Onís se hallaba en el caso de olvidar los doscientos gañanes que la habían precedido.

Cerca de un año duraron las relaciones. Los novios se veían en la tertulia de las señoritas de Meré. D. Juan Estrada-Rosa, al decir de sus íntimos, se hallaba muy complacido. Varias veces se había insinuado con el conde para que entrase en la casa; pero éste no le había comprendido o había fingido no comprenderle. Fernanda se lo propuso con claridad un día. Él se evadió como pudo del compromiso. ¿Era timidez? ¿Era orgullo? La misma Fernanda no se daba cuenta de ello. Pero esta reserva contribuía a encender su afección y anhelo. De pronto, cuando menos se pensaba, cuando ya el público comenzaba a preguntarse por qué se retrasaba la boda, cortáronse aquellas relaciones. Se cortaron sin escándalo, de un modo diplomático y sigiloso, tanto, que hacía ya más de un mes que no existían cuando todavía la población no estaba enterada y los amigos les seguían embromando. El hecho produjo fuerte sensación; se comentó en todas las tertulias hasta lo infinito. Nunca se pudo averiguar qué había habido, ni aun a cuál de los dos correspondió la iniciativa de esta ruptura. Si se preguntaba al conde, afirmaba rotundamente que Fernanda le había dejado; mas ponía demasiado empeño en esta afirmación para que no empezara a dudarse de su sinceridad. La heredera de Estrada-Rosa, sin manifestar nada en concreto, corroboró las palabras de su novio con el tono desabrido que usó hablando de él, lo mismo que al dirigirle la palabra. Porque siguieron tratándose, si no con tanta frecuencia, con bastante: ambos acudían a la tertulia donde se conocieron. Además, Fernanda, poco tiempo después, comenzó a asistir a los saraos de los domingos en casa de Quiñones. Pero nunca más reanudaron sus rotas relaciones. Los asistentes suspendían la respiración y ponían toda su alma en los ojos siempre que, como ahora, los antiguos novios se tropezaban y departían un rato. ¿Volverán a las andadas? ¿Habrá, por fin, boda? El desengaño venía inmediatamente al observar la indiferencia con que se apartaban.

Cuando iba a contestar a las últimas palabras de la orgullosa heredera, los ojos del conde, derramando una mirada distraída por el salón, tropezaron con otros que se le clavaron lucientes y celosos. Alargó la mano a su amiga y con sonrisa forzada dijo:

–¡Qué mal me estás tratando, Fernanda! Como siempre, por supuesto… Yo, sin embargo, ya sabes… el mismo devoto idólatra. Hasta ahora.

–Siento que esa devoción no me cause frío ni calor—replicó ella sin dar un paso para apartarse.

El conde lo dio alzando los hombros con resignación y diciendo:

–¡Más lo siento yo!

Sorteando las parejas de baile, que ya habían comenzado el rigodón, llegó de nuevo adonde estaba el ama de la casa. Al lado de ésta se hallaba en aquel instante el famoso Manuel Antonio, uno de los personajes más dignos de mención en la época que estamos historiando. Se le conocía tanto por el apodo el marica de Sierra como por su nombre.

Esto basta para que sepamos en cierto modo a qué atenernos respecto a sus propiedades morales y físicas. Manuel Antonio no era joven. Frisaría en los cincuenta años, disimulados con esfuerzo heroico por toda la batería de afeites conocidos entonces en Lancia, que no eran muchos ni muy refinados. Una peluca bastante rudimentaria, algunos dientes postizos mal montados, un poco de negro en las cejas y de carmín en los labios, mucho patchoulí y un traje de fantasía apropiado para realzar los residuos de su belleza. Ésta había sido espléndida; una rara perfección de rostro y de talle. Alto, delgado, esbelto, facciones correctas, diminutas, cabellos rubios, finos, cayendo en graciosos bucles, mejillas sonrosadas y voz atiplada. De este conjunto primoroso quedaba tan sólo una sombra por donde pudiera adivinarse. La enhiesta espalda se había abovedado; los hermosos bucles se habían desvanecido como un sueño feliz; algunas arrugas indecorosas surcaban aquella tersa frente, y la fila de perlas, que ostentaba su boca, se había transformado en carrera de huesos amarillos, desvencijados, que el tiempo había quintado y el dentista torpemente sustituido. Por último, aquel pequeño bigote sedoso había engrosado notablemente, se hizo blanco, cerdoso, indómito; no bastaban el tinte y el cosmético a mantenerlo presentable. ¡Qué dolor para el hermoso hermafrodita de Lancia y también para los amigos que le habían conocido en el esplendor de su gracia!

El espíritu permanecía tan juvenil como a los diez y ocho años. Era el mismo ser apasionado y tierno, dulce unas veces, iracundo y terrible otras, marchando al soplo de sus caprichos, viviendo en lánguida ociosidad. Gozaba tanto las delicias del baño, que lo repetía tres y más veces, hasta que el agua quedase cristalina como al salir de la fuente; amaba las flores, los pájaros; no tenía más placer que consultar con el cristal del espejo los adornos que le sentarían mejor. Los trajes, por atracción irresistible, siendo masculinos, se acercaban cuanto era posible a la forma femenina. En el invierno gastaba talmita corta con broche de oro, y un sombrero tirolés de alas reviradas, que le sentaba extremadamente bien. En el verano gustaba de vestirse trajes de franela blanca bien ceñidos, que denunciasen las graciosas curvas de sus formas. Las corbatas eran casi siempre de gasa, los zapatos descotados, el cuello de camisa a la marinera. Por debajo del puño se le veía un brazalete. Aunque no fuese más que un sencillo aro de oro, este pormenor era lo que más llamaba la atención de sus conciudadanos. En cuanto se hablaba de Manuel Antonio salía el dichoso brazalete a relucir; como si no hubiese nada en su interesante figura más digno de excitar la curiosidad.

Pero si los años no habían logrado modificar en el fondo aquel ser amable y creado para el amor, habíanle hecho, sin embargo, más cauto, más reservado. Ya no mostraba sus preferencias con la ingenuidad de otros tiempos, ni daba suelta a los súbitos arranques de su corazón inflamable sino después de poner a prueba la lealtad del objeto de su ternura. ¡Había padecido tantos desengaños en la vida! Sobre todo, al hacerse viejo, no sólo experimentó la frialdad de sus antiguos amigos, de aquellos que le habían dado pruebas inequívocas de cariño, sino, lo que es aún más triste, encontrose, sin pensarlo, sirviendo de blanco a las chufletas e invectivas de los mozalbetes de la nueva generación. Fue el hazmerreír de estos procaces jóvenes. Como no habían sido testigos de sus triunfos ni conocieron su radiante belleza, estaban lejos de profesarle el respeto que, apesar de todo, guardaba hacia él la antigua generación. No perdonaban medio de embromarlo, de vejarlo bárbaramente. En cuanto se paraba en la calle de Altavilla o entraba en el café de Marañón, ya estaba rodeado de una partida de guasones. ¡Cristo, las frases que allí se oían! Y como villanos que eran, a menudo del juego de palabras pasaban al de manos. Esto era lo que en modo alguno podía sufrir Manuel Antonio. Que hablasen lo que quisieran. Tenía bastante correa, y además un ingenio vivo y sutil que recogía admirablemente el ridículo y sabía dar en rostro con él a sus contrarios. La mayor parte de las veces los que iban a «tomarle el pelo» salían muy bien trasquilados. Los años, la práctica, le habían adiestrado de tal modo en el pugilato de frases incisivas que realmente era temible. Tenía la intención de un miura. Pero así que aquellos desvergonzados pasaban de las palabras a las obras tocándole la cara o pellizcándole, ya estaba descompuesto, perdía enteramente los estribos y no decía cosa intencionada ni siquiera razonable. Superfluo es añadir que, conociéndole el flaco, todas las bromas terminaban en esta forma.

Por lo demás, fuera de aquella maligna intención para herir en lo vivo a las personas, en lo cual podía competir y aun creemos que aventajaba a María Josefa, era un ser útil y servicial. Su malignidad, al cabo de todo, era resultado de la que a él se le mostraba. Sus habilidades muchas y varias. Trabajaba el punto de crochet que daba gloria. Las colchas que él hacía no tenían rival en Lancia. Arreglaba un altar y vestía las imágenes mejor que ningún sacristán. Tapizaba muebles, hacía flores primorosas de cera, empapelaba habitaciones, bordaba con pelo, pintaba platos. Y cuando alguna de sus muchas amigas necesitaba peinarse artísticamente para asistir a cualquier baile, Manuel Antonio se prestaba galantemente a arreglarle los cabellos, y lo hacía con la misma destreza y gusto que el mejor peluquero de Madrid. ¿Pues y cuando cualquiera de sus amigos se ponía enfermo? Entonces era de ver el interés, la constancia y la suma diligencia de nuestro viejo Narciso. Se constituía inmediatamente a la cabecera del lecho, tomaba cuenta de las medicinas, arreglábale la cama, poníale los vejigatorios o las ayudas lo mismo que el más diestro practicante. Luego, si la enfermedad por desgracia presentaba mal carácter, sabía insinuar como nadie la idea de confesión; de tal modo que el enfermo, en vez de asustarse, la aceptaba como la cosa más natural y corriente. Y en cuanto le veía convencido, empezaba a tomar disposiciones para recibir a Su Divina Majestad: la dama más avezada a recibir gente principal en sus salones no le sacaría ventaja. El altarcito con el paño almidonado atestado de chirimbolos relucientes, la escalera adornada con macetas, el suelo alfombrado de hojas de rosas, los criados y deudos esperando a la puerta con hachas encendidas y enguantados. No se le olvidaba un pormenor. En estos momentos críticos el marica de Sierra se crecía, adoptaba el continente de un general al frente de sus tropas. Todos le obedecían y secundaban acatándole por jefe. Pues si el enfermo se moría, no hay para qué decir que su dictadura se hacía aún más omnipotente. Principiando por amortajar el cadáver y concluyendo por sacar del juzgado la partida de defunción, nada quedaba en las fúnebres ceremonias que él no mangonease.

Y como quiera que las más veces había enfermos que cuidar, o imágenes que vestir, o amigas que peinar o flores que contrahacer, Manuel Antonio pasaba la vida bastante atareado. En esto y en ir de casa en casa tomando y soltando noticias se le deslizaban los días y los años. Habitaba con dos hermanas más viejas que él, las cuales le cuidaban y mimaban como a un niño. Para estas buenas señoras no existía el tiempo. Ni veían las arrugas, ni la peluca, ni los dientes postizos de su hermano. Manuel Antonio era siempre un pollito, un petimetre. Sus trajes, sus baños, las horas que empleaba en el tocado les hacían sonreír con benevolencia. Mientras ellas se quejaban amargamente de los estragos que los años iban causando en su figura y su salud, pensaban que su hermano había detenido el curso de las horas, había hallado un elixir para mantenerse eternamente joven.

Manuel Antonio era metódico en sus visitas. Había unas cuantas casas a las cuales asistía diariamente y siempre a la misma hora. A casa de D. Juan Estrada-Rosa iba a las tres, a la hora del café; con la condesa de Onís tomaba chocolate todas las tardes; por la noche era tertulio asiduo de la señora de Quiñones. Había otras familias que visitaba también con mucha frecuencia. A casa de María Josefa Hevia y de las de Mateo solía ir por la mañana, sin detenerse mucho, dando una vuelta para enterarles de lo que se decía o inspeccionar sus labores. Alguna noche iba también a casa de las señoritas de Meré.

–¡Aquí tenemos al conde!—exclamó con su peculiar entonación afeminada.—¡Ay, qué condecito tan guasón!

–¿Pues?—preguntó éste acercándose.

–Pregúntaselo a Amalia.

La sonrisa que plegaba los labios del noble se desvaneció repentinamente.

–¿Cómo?… ¿Qué tiene que ver?…—dijo con mal disimulada turbación.

También Amalia se turbó. Sus pálidas mejillas se colorearon.

–Hemos estado murmurando de tí. ¡Qué traje te hemos cortado, chico!

–Aquí Manuel Antonio—profirió Amalia—decía que era usted el perro del hortelano.

–No; tú eras quien lo decías.

Otra de las particularidades de aquél era el tutear a todo el mundo, grandes y chicos, señoras y caballeros.

–¡Yo!—exclamó la dama.

–¿Y por qué soy el perro del hortelano?… Sepamos.

–Pues decía Amalia que ni querías comerte la carne ni permitir que la coma D. Santos.

–¡Vamos! ¿Quieres callarte, embustero?—dijo la señora, medio irritada, medio risueña, dándole un pellizco.

–¿Qué se habla de D. Santos?—preguntó un caballero muy corto y muy ancho, de faz mofletuda y violácea, acercándose al grupo.

El conde y Amalia no supieron qué responder.

–Se decía que D. Santos tenía pensado llevarnos un día a su posesión de la Castañeda y darnos un banquete—manifestó Manuel Antonio con desparpajo.

–No; no era eso—repuso el hombre rechoncho con forzada sonrisa.

–Sí tal. Amalia sostenía que no eras capaz de llevarnos a pasar un día a la Castañeda.

–¡Pero, hombre, tú te has empeñado en ponerme hoy colorada!—dijo aquélla.

–Porque soy un buen amigo. Como te veo pálida estos días… Bien puedes creerlo, Santos, yo tengo mucha mejor idea de tu esplendidez que la mayoría del pueblo… No conocéis bien a D. Santos, les digo muchas veces a los que sostienen que a tí te duele gastar el dinero. Si D. Santos no gasta, no obsequia a sus amigos, no es por avaricia, sino por indolencia, porque no se le presenta ocasión. El hombre es tímido de suyo y no es capaz de proponer banquetes ni giras; pero que otro le apunte la idea, y veréis con qué gusto la acepta…

–Gracias, gracias, Manuel Antonio—murmuro D. Santos con la risa del conejo.

Se le conocía el gran temor y molestia que le embargaban. Como muchos de los indianos, apesar de ser inmensamente rico, tenía fama de avariento, y no injustificada. Había llegado pocos años hacía de Cuba, donde cargando primero cajas de azúcar y luego vendiéndolas se enriqueció. Vino hecho un beduino, sin noticia alguna de lo que pasaba en el mundo, sin saber saludar, ni proferir correctamente una docena de palabras, ni andar siquiera como los demás hombres. Los treinta años que permaneció detrás de un mostrador le habían entumecido las piernas. Marchaba tambaleándose como un beodo. El color subido de sus mejillas era tan característico, que en Lancia, donde pocas personas se escapaban sin apodo, lo designaron al poco tiempo de llegar con el de Granate. Enmedio de su miseria le gustaba dar en rostro con las riquezas que poseía. Edificó una casa suntuosísima; trajo mármol de Carrara, decoradores de Barcelona, muebles de París, etc. Y, sin embargo, apesar de las sumas cuantiosas que en ella gastó, al saldar la cuenta del clavero ¡se empeñaba en que descontase del peso el papel y las cuerdas en que venían envueltas las puntas de París! Cuidadosamente había ido guardando en un rincón tales despojos con ese objeto. Así que terminó la casa, ocupó el piso principal y alquiló los otros dos. Y empezó su martirio, un martirio lento y terrible. Las criadas y los niños del segundo y tercero fueron sus sayones. Si sentía fregar los suelos del segundo, poníase de mal humor: la arena desgastaba el entarimado. Si veía rayado el estuco de la escalera por la mano bárbara de algún chiquillo, se le encendía la cólera y murmuraba palabras siniestras y amenazas de muerte. Si escuchaba cerrarse una puerta con violencia, aquel golpe repercutía dolorosamente en su corazón: las bisagras se desencajaban, todos los pestillos se echaban a perder. En fin, con tal sobresalto vivía, que le acometió una pasión de ánimo y comenzó a decaer visiblemente. Un su amigo tan miserable como él, pero más vividor, le aconsejó que dejase la casa y se trasladase a otra. Así lo hizo, tornando a la posada que le había albergado mientras construyó el palacio.

Pero faltaba a D. Santos el complemento obligado de todos los que se enriquecen cargando cajas de azúcar en América: le faltaba contraer matrimonio con una mujer de categoría, joven o vieja, fea o bonita. Ninguno de sus colegas aceptó jamás por esposa a una menestrala. Granate no podía ser menos que ellos. Al contrario, teniendo más dinero que ninguno, lo natural es que les aventajase en anhelos poderosos. Y fue a poner sus ojos redondos y encarnizados en la joven más linda, más rica y más encopetada de la ciudad: en Fernanda Estrada-Rosa nada menos. El suceso causó admiración y risa en el vecindario. Por muy alta idea que en Lancia tuviesen del poder del dinero, nadie imaginaba que fuese poderoso a realizar semejante empresa. ¡Casar a la joya de la provincia con este oso colorado! A la niña le produjo pasmo e indignación. Luego lo tomó a broma. Luego volvió a indignarse. Después tornó a reírse. Por fin se fue acostumbrando a que Granate la festejase y hasta encontró cierta satisfacción de amor propio en recibir sus agasajos y en darle toda clase de desprecios. Pero él no cejaba. Con la tenacidad del abejorro que se empeña en salir por un cristal y se estrella cien veces contra el obstáculo, las calabazas, los desdenes y hasta las burlas no le hacían retroceder más que momentáneamente. Al día siguiente volvía como si tal cosa a romperse la cabeza contra el desprecio de la orgullosa heredera. Pensaba sinceramente que el verdadero obstáculo para el logro de sus afanes estaba en el conde de Onís. Confesábase que Fernanda sentía algún interés por él, o mejor dicho por su título, y se propuso ir a Madrid y comprar a peso de oro otro para ponerse a la altura de su rival. Luego le dijeron que el Papa los daba más baratos y cambió de proyecto. Mientras tanto se vengaba odiando de muerte al gallardo conde, y burlándose, cuando la ocasión se presentaba, de su vetusto y deteriorado caserón. El conde poseía una gran riqueza en tierras, pero sus rentas no podían compararse a las del opulento Granate.

–Y si no, ya veréis el día que se case, ¡qué cambio en la población!—prosiguió Manuel Antonio.—Tendremos banquetes a diario y bailes y giras campestres…

–¡Pero si a Fernanda no le gustan los bailes!—exclamó Emilita Mateo, que bailaba con Paco Gómez y daba la espalda al grupo.

–Yo no he hablado para nada de Fernanda, niña—repuso el marica en tono severo.

–Pensé que, tratándose de matrimonio y de D. Santos, eso se sobrentendía.

–Pues no sobrentiendas más y aplícate a bailar con Paco, porque, según mis cálculos, durará cinco minutos.

Paco Gómez era un joven flaco, flaquísimo, alto hasta tropezar en el dintel de las puertas, con una cabecita menuda como una patata, el rostro tan macilento que parecía, en efecto, caminar por el mundo con permiso del enterrador. Y con estas propiedades corporales el espíritu más humorístico de la población.

–¡Ole mi niña!—exclamó poniéndose en jarras frente al marica.—Lo único por lo que siento morirme es por no ver más estos seres preciosos, encantadores.

Al mismo tiempo le cogió con dos dedos la barba.

Ya sabemos que Manuel Antonio no podía sufrir tales juegos de manos delante de gente.

–Vamos, pajalarga, quieto—exclamó poniéndose serio y rechazándole.

–¿Que no eres precioso? Pero, hombre, ¡si eso salta a la vista!… ¡Miren ustedes qué boca! ¡miren, por Dios, qué caída de ojos!… ¡miren qué nacimiento de pelo!

Y quiso de nuevo tocarle la cara; pero Manuel Antonio lo rechazó con ímpetu dándole un fuerte empujón.

–¡Caramba, qué severo está hoy Manuel Antonio!—dijo el conde de Onís.

–No importa—repuso Paco Gómez dejando escapar un suspiro.—Manos blancas no ofenden.

En aquel momento le tocaba hacer una figura del rigodón y se alejó con Emilita.

María Josefa, que bailaba más lejos, se acercó un instante con su pareja, que era un teniente del batallón de Pontevedra.

–¡Vamos, D. Santos, no sea usted cruel! ¿Por qué no va usted a hacer compañía a Fernanda, que está allí sola?

En efecto, la amiguita de la rica heredera había hallado pareja para el baile. Fernanda se sentó y permanecía seria y pensativa.

–Sí, sí; debes ir, Santos—manifestó Manuel Antonio.—Repara que la chica ha dejado una silla vacía a su lado… No puede insinuarse de modo más claro.

Al decir esto hizo un guiño al conde. Éste confirmó tales palabras.

–Yo creo que es hasta un deber de cortesía…

Granate le echó una mirada torva y preguntó sordamente:

–Pues entonces, ¿por qué no va usted a sentarse a su lado?

–Por la sencilla razón de que ya no tenemos nada que hablar… Pero usted es otra cosa.

–Entendido, señor conde… No soy un niño—murmuró con mal humor.

–Aunque no lo sea usted por la edad—dijo Amalia interviniendo oportunamente para evitar rozamientos,—lo es por la franqueza y espontaneidad de sus sentimientos, por la frescura de corazón que otros con menos años no tienen. Los niños aman con más sencillez y vehemencia que los hombres.

–Pero los hombres hacen otra cosa más heroica… ¡Se casan!—dijo Paco Gómez, que ya estaba de nuevo en su sitio con la pareja.

–Hay ocasiones en que tampoco se casan—manifestó Manuel Antonio haciendo una imperceptible mueca por donde Paco pudiese colegir que estaba pensando en María Josefa.

–Bueno—replicó aquél dándose por enterado.—Pero hay que convenir en que algunas veces se necesita para ello un heroísmo superior a la naturaleza humana.

La solterona, que las cogía por el aire, le clavó una mirada rencorosa y maligna.

–¡La naturaleza humana!—exclamó con displicencia.—La naturaleza humana presenta algunas veces formas tan estrambóticas que hasta el heroísmo sería ridículo en ellas.

Paco Gómez, sin desconcertarse, comenzó a palpar su rostro con ademanes cómicos, fingiendo una muda resignación que hizo sonreír a los presentes. Amalia, para cambiar esta peligrosa conversación, exclamó:

–¡Miren, miren cómo D. Santos se aprovecha de nuestra distracción!

En efecto, el indiano se había levantado en silencio de la silla y, sorteando las parejas de baile, fue solapadamente a sentarse al lado de Fernanda. Ésta le dirigió una mirada fría y apenas se dignó responder a su saludo ceremonioso y ridículo. La faz rubicunda de Granate resplandecía, no obstante, como la de un dios seguro de su omnipotencia. Con las manazas anchas y cortas apoyadas sobre las rodillas, el cuerpo doblado hacia adelante y la cabeza levantada hasta donde le permitía la grosura del cerviguillo, sonreía beatamente enseñando una fila de dientes grandes y amarillos. Propúsose, como siempre, ser espiritual, y dijo:

–¿Ha visto usted qué ventrisca corre?

La joven guardó silencio.

–Ahora no importa nada—prosiguió—porque ya están todos los frutos recogidos; pero si hubiera caído antes, no nos deja ni una castaña ni un grano de maíz; ¡je, je!

Granate sintiose feliz al emitir esta idea, a juzgar por la expresión de placer que brillaba en sus ojos.

–Pero aquí no hace frío, ¿eh?… Yo no lo tengo, ¡je, je!… Al contrario, siento un calor… Será porque los ojos de usted son dos calofer… caroli…

Otra vez todavía acometió la palabra caloríferos sin lograr dar cima a la empresa. Para disimular su impotencia fingió un golpe de tos. Su rostro violáceo adquirió cierta semejanza interesante con el de un ahorcado.

La hermosa, que tenía los ojos clavados en el vacío, volvió la cabeza hacia su adorador, le miró unos instantes con expresión vaga, distraída, como si no le viese. Levantose de pronto y se alejó sin decir palabra para sentarse enfrente. El indiano quedó con la misma sonrisa estereotipada en el rostro; la mueca petrificada de un sátiro. Pero al volver la vista al grupo que acababa de dejar, viendo una porción de ojos risueños fijos en él, se puso repentinamente serio y mohíno.

–¡Qué partido tiene este Granate entre las chicas bonitas!—exclamó Paco Gómez.—Ya se lo decía yo el otro día. «Usted no necesitaba para nada ir a América habiendo mujeres ricas en el mundo. Usted tiene la fortuna en la fisonomía.»

–Mira, condecito, ahora debes ir tú a sentarte a su lado. Ya verás cómo no se levanta entonces—dijo Manuel Antonio.

–Sí, sí, debe usted ir, Luis—apoyó María Josefa.—Vamos a ver una cosa curiosa, a decidir si está o no enamorada de usted. ¿Verdad, Amalia, que debe ir?

–Sí, me parece que debe usted sentarse a su lado—dijo la dama. Su voz salió apagada y temblorosa.

–¿Cree usted?—preguntó el conde, mirándola con fijeza.

–Sí; vaya usted—replicó la dama con perfecta serenidad ya, huyendo su mirada.

–Pues usted me permitirá que la desobedezca. No quiero exponerme a un desaire.

–¡Qué importan los desaires a un enamorado!… Porque usted, por más que diga, está enamorado de Fernanda… Se le conoce a la legua.

–A la legua será, porque, lo que es de cerca ni pizca—manifestó Manuel Antonio.

Y María Josefa y Emilita Mateo y Paco Gómez confirmaron con su risa la especie.

Amalia insistió. Efectivamente, Luis lo disimulaba bien; pero como, por más esfuerzos que se hagan, siempre queda un cabo suelto, un resquicio por donde sale la luz, ella había adivinado hacía ya mucho tiempo que el conde, en lo profundo de su corazón, guardaba recuerdo muy grato de Fernanda.

–Atiendan ustedes: hace algunos días se le ocurrió a Moro decir que tenía dos dientes postizos. No pueden ustedes figurarse cómo se puso este hombre… Por poco le pega…

–No tanto, no tanto—manifestó el conde sonriendo avergonzado.—Me expresé con cierta viveza porque me enfadan siempre las injusticias.

–¡Oh! Las exaltaciones en estos casos son sospechosas. Cuando no se siente interés por una persona se la defiende con menos calor… ¡Caramba! ¡Nunca le vi tan irritado! Ya puede decir esa niña que tiene un campeón valiente dispuesto a romper lanzas por ella.

La dama apuró la broma. No se hartaba de apretar al conde, como si quisiera dejarle convicto de su amor por Fernanda. Apesar de la sonrisa benévola que animaba su rostro, había ciertas extrañas inflexiones en la voz que nadie más que una sola persona podía apreciar en aquel momento.

Pero el rigodón había terminado, y el grupo se aumentó considerablemente con varias parejas que fueron allegándose. Fuéronse algunos, vinieron otros; al cabo, la señora de la casa se halló rodeada de gente nueva. Bailose otro vals y otro rigodón. Las doce sonaron al fin en el gran reloj de la catedral. Y como los jóvenes se empeñaban en no desbandarse, apesar de la costumbre tradicional de la casa, Manín, por orden de D. Pedro, apareció en la puerta del salón, abrazado al lío de los abrigos de las señoras. Ésta era la señal de despedida que el señor de Quiñones daba a sus tertulios. No era muy cortés, pero nadie se enfadaba. Al contrario, se recibía siempre con algazara, como una broma graciosa.

Después que todos fueron a estrechar la mano, del maestrante, formose un grupo enmedio del salón. Amalia, en el centro de él, despedía a sus amigas besándolas cariñosamente. Estaba pálida y sus ojos inciertos despedían miradas febriles. Al estrechar la mano del conde volvió la cabeza hacia otro lado, fingiendo distracción; se la estrechó con fuerza tres o cuatro veces para infundirle ánimo. Bien lo necesitaba el pobre caballero. Estaba tan demudado y tembloroso que Amalia pensó que iba a caer desmayado.

En apretado haz salieron los tertulios a los pasillos y bajaron la gran escalera de piedra sucia y húmeda. Un criado les abrió la puerta de la calle.

–¡Ay! ¿Quién habrá dejado aquí este canasto?—dijo Emilita Mateo, que tropezó la primera con el estorbo.

–¿Un canasto?—preguntaron varias damas acercándose a él.

–Algún pobre que andará por ahí dormido—manifestó el criado, que aún no había cerrado la puerta.

–No se ve a nadie—dijo Manuel Antonio, que rápidamente había registrado el portal.

La curiosidad excitó muy pronto a una de las damas a levantar el paño que tapaba el canastillo. Inmediatamente dejó escapar el grito consabido, el que soltó ya hace tantos siglos la hija de Faraón al ver flotando por el río el célebre canastillo de Moisés.

–¡Un niño!

Momento de estupefacción y de curiosidad en los tertulios. Todos se abalanzan, todos quieren contemplar al mismo tiempo al expósito. Porque nadie duda un momento que aquel niño se hallaba allí expuesto intencionalmente. Paco Gómez levantó el canasto, lo destapó por completo y fue exhibiendo a sus amigos el infante dormido.

Estalló una tempestad de exclamaciones.

–¡Angelito!—¿Quién habrá sido la infame?…—¡Pobrecito de mi alma!—¡Qué corazones de hiena, Dios mío!—¡Miren qué hermoso es!—¿Habrá mucho tiempo que lo han expuesto?—Estará aterida la criatura.—Paco, déjeme usted tocarlo.

El canasto fue rodando de mano en mano. Las damas, interesadísimas, palpitantes de emoción, depositaban tiernos besos en las mejillas del recién nacido, de tal modo que al instante consiguieron despertarlo.

De aquel montoncito de carne rosada salió un débil gemido que hizo vibrar de lástima a todos los corazones. Algunas señoras vertieron lágrimas.

–Subámoslo, por lo pronto, para que se caliente un poco.

–¡Sí, sí, subámoslo!

Y otra vez el resonante grupo se lanzó al patio y a la escalera de la mansión de los Quiñones llevando en triunfo el canastillo misterioso.

Amalia estaba enmedio del salón inmóvil y pálida cuando se abrieron de nuevo las puertas. D. Pedro había sido trasladado ya a su alcoba por Manín y otro criado. Aquella nueva y repentina irrupción pareció sorprender mucho a la señora de la casa.

–¿Qué ocurre? ¿qué es esto?—exclamó con voz alterada.

–¡Un niño! ¡un niño!—gritaron varios a un tiempo.

–Acabamos de encontrarlo en el portal—manifestó Manuel Antonio, que ya se había apoderado del canasto, presentándolo.

–¿Quién lo ha dejado ahí?

–No sabemos… Es un expósito. ¡Mire usted, por Dios, qué hermoso, es Amalia!

La señora le contempló un instante con marcada frialdad y dijo:

–Acaso alguna pobre lo habrá dejado para recogerlo enseguida.

–No, no; hemos registrado el portal. La calle está desierta…

La criatura a todo esto empezaba a chillar, agitando con incierto movimiento sus puños crispados, que parecían dos botones de rosa. La compasión de las señoras volvió a romper en exclamaciones apasionadas. Todas querían besarlo y calentarlo contra su seno. Por fin, María Josefa logró apoderarse de él, lo sacó del canasto y envolviéndolo con el paño con que venía cubierto, lo acarició tiernamente. Un papel se había desprendido de las ropas de la criatura al sacarla y había caído al suelo. Manuel Antonio lo recogió.

–¿Lo ves, Amalia? Aquí está la madre del cordero.

El papel decía en gruesos caracteres, trazados al parecer por tosca mano: «La madre desdichada de esta niña la encomienda a la caridad de los señores de Quiñones. No está bautizada.»

–¡Es una niña!—exclamaron algunas señoras a un tiempo.

Y en el acento con que dejaron escapar estas palabras no era difícil de advertir cierto desencanto. Se habían acostumbrado a la idea de que fuese varón.

–¿Qué misterio será éste?—preguntó Manuel Antonio, mientras una sonrisa maliciosa de curiosidad vagaba por su rostro.

–¿Misterio? Ninguno—manifestó con cierta displicencia Amalia.—Lo que se ve claramente es una pobre que quiere que le mantengan a su hija.

–Sin embargo, hay aquí un no sé qué de extraño. Yo apostaría a que son personas pudientes los padres de esta niña—replicó el marica.

–¡Adiós! ¡ya se nos va Manuel Antonio al folletín!—exclamó la dama con una risita nerviosa.—Las personas pudientes no dejan a sus hijos envueltos en estos andrajos.

En efecto, la niña venía cubierta por unos trapos miserables y una manta raída y sucia.

–Despacio, Amalia, despacio—apuntó Saleta con su voz clara, tranquila.—Yo he recogido en el portal de mi casa, hace ya muchos años, hallándome en Madrid, un niño que venía envuelto en muy toscos pañales. Al cabo de algún tiempo averiguamos que era hijo de una elevadísima persona que no puedo nombrar.

Todos los ojos se volvieron con sorpresa hacia el magistrado gallego.

–Una elevadísima persona; eso es—prosiguió después de una pausa, con el mismo sosiego impertinente.—Bien fácil era, por cierto, adivinarlo fijando un poco la atención en los rasgos de su fisonomía, enteramente borbónicos.

El estupor de los circunstantes fue profundo. Se miraron unos a otros con una leve sonrisa burlona que, como de costumbre, Saleta pareció no advertir.

–¡Atiza!—exclamó Valero.—¡Abra uzté el paragua, D. Zanto!

–El niño se murió a los dos meses—prosiguió imperturbable Saleta.—Por cierto que cuando lo llevamos al cementerio se unió a la comitiva un coche que nadie supo a quién pertenecía. Yo lo conocí porque lo había visto en las Caballerizas reales, pero me callé.

–¡Ya ezcampa!—murmuró Valero.

–Bien, Saleta, ya nos contará usted de día eso. Por la noche tales cosas espeluznan—manifestó el marica de Sierra guiñando el ojo a los otros.—Lo que hay que pensar ahora, Amalia, es lo que se va a hacer con esta niña.

La dama se encogió de hombros con indiferencia.

–Phs… no sé… La dejaremos esta noche aquí. Mañana le buscaremos una nodriza que quiera tenerla en su casa… porque en ésta, a la verdad, es un trastorno.

–Si usted no quiere tenerla en casa, yo me encargo con mucho gusto de ella, Amalia—dijo María Josefa, que estaba un poco apartada paseando a la niña y arrullándola para hacerla callar.

–No he dicho que no quería—manifestó con viveza la dama.—Recogeré esa niña, porque tengo más obligación que nadie, ya que me la confían… Pero, como usted comprende, para hacerlo necesito contar con mi marido.

Los tertulios aprobaron estas palabras con un murmullo.

Justamente se presentaba Manín preguntando de parte de D. Pedro qué significaba aquel ruido. Se le explicó. El señor de Quiñones se hizo trasladar de nuevo en su sillón con ruedas a la sala; vio a la niña y se interesó extremadamente por ella. Inmediatamente declaró que no saldría de su casa, ordenando a un criado que al amanecer fuese en busca de nodriza.

Por lo pronto se trajo a la criatura leche y té en un frasco con pezón de goma; se la abrigó con más y mejor ropa. Los tertulios presenciaron con cariñoso interés estas operaciones. Las señoras lanzaban gritos de entusiasmo; se les arrasaban los ojos de lágrimas al ver el ansia con que la mamosa niña chupaba el pezón del frasco. Así que se hartó, despidiéronse todos de nuevo, no sin depositar antes cada uno un beso en las mejillas de la pobrecita expósita.

El conde de Onís no había desplegado los labios en todo este tiempo. Se hallaba retraído en tercera o cuarta fila, siguiendo con ojos de susto los cuidados que a la criatura se prodigaban. Y trató de irse con disimulo sin nueva despedida; pero Amalia le detuvo con alarde de audacia que le dejó petrificado.

–¿Qué es eso, conde, no quiere usted dar un beso a mi pupila?

–¡Yo!… Sí, señora… no faltaba más.

Y pálido y trémulo, se aproximó y puso sus labios en la frente de la criatura, mientras la dama le contemplaba con sonrisa provocativa y triunfal.

El maestrante

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