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III
La cita

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Esta fue la tercera noche en que el conde de Onís apenas pudo cerrar los ojos. Nada más natural que en las dos anteriores estuviese agitado, calenturiento; pero ahora, ¿por qué? Todo se había resuelto como apetecía. La empresa se había llevado a cabo con felicidad. No le restaba más que dormir tranquilo sobre su triunfo. Sin embargo, no era así. Apesar de su figura robusta y gallarda, poseía el conde un sistema nervioso excesivamente impresionable. La más ligera emoción turbaba su espíritu, le inquietaba hasta un grado indecible. Tal exquisita sensibilidad le venía por herencia y también por educación. Su padre, el coronel Campo, había sido un hombre concentrado, sensible, de una susceptibilidad tan delicada que le hizo mártir en los últimos años de su vida. Todo el mundo recordaba en Lancia el interesante y conmovedor episodio que cerró aquella vida caballeresca.

El coronel mandaba las fuerzas de defensa de una plaza en el Perú cuando la insurrección de las colonias americanas. La plaza fue tomada por los insurrectos de un modo insidioso y por sorpresa. Un malvado denunció al coronel ante el gobierno de Madrid como culpable de traición, aseverando que se hallaba en connivencia y sobornado por el enemigo. Con harta precipitación, sin examen imparcial de los hechos y sin tener presente la brillante hoja de servicios del conde de Onís, el rey le privó de su empleo en el ejército y de todas las cruces y condecoraciones que poseía. Bajo el peso de aquella horrible injusticia, el pundonoroso militar quedó anonadado. Sus compañeros le arrancaron la pistola en el momento de atentar a su vida. Acompañado de su fiel asistente y de un primo se trasladó desde Madrid, adonde había venido a defenderse, a Lancia, donde le esperaba su esposa y su hijo de corta edad. La vida de familia fue un sedante para la terrible llaga abierta en el corazón del soldado. Pero aquel bravo, que tantas veces había desafiado la muerte, no tuvo valor para soportar las miradas y la curiosidad de sus convecinos. En vez de rebelarse contra la injusticia que se le había hecho, en vez de tratar de convencer a sus paisanos de su inocencia, lo que no le hubiera costado gran trabajo, porque todos estimaban su carácter y conocían su valor, lleno de vergüenza, como si realmente fuese criminal, huyó las miradas de la gente, se retrajo a su casa, y solo paseaba por la huerta que detrás de ella se extendía, cercada de alta y deteriorada tapia.

El palacio de los condes de Onís merece especial mención en esta historia. Era un edificio antiquísimo, el más antiguo de la ciudad en unión de algunos restos de la primitiva basílica que aún quedaban en pie. No se había salvado otra cosa del horroroso incendio que en el siglo XIV había destruido la población. Su aspecto más era de fortaleza que de mansión. Pocas y estrechas ventanas cortadas por columnas de piedra, distribuidas caprichosamente por la fachada; una pared lisa de piedra, ennegrecida por los años; algunos agujeros cuadrados cerca del techo, a guisa de aspilleras; una gran puerta de medio punto reforzada con grandes clavos de acero. Por dentro era inmensa y tenía más alegría. El patio ancho, más ancho que la calle. Por la parte trasera la luz del mediodía bañaba sus ventanas. Los árboles de la huerta metían las ramas por ellas, sirviendo de fresca cortina para templar sus rayos. El conjunto de aquel vetusto caserón ofrecía misterio y encanto singulares para los lacienses dotados de imaginación, en especial para los niños, únicos seres que conservan, en nuestra edad prosaica, la fantasía despierta. Su fachada, si es que tal nombre puede darse a aquella lisa pared con pequeños huecos tirados a granel, daba a la calle de la Misericordia, una de las más céntricas de la ciudad. Una de las ventanas, quizá la más ancha, enfilaba la calle de Cerrajerías, y por ella se veía la catedral a lo lejos.

Aquí se encerró o se sepultó el ex-coronel Campo, sin que bastasen los ruegos de su esposa y de los pocos parientes que frecuentaban su trato para hacerle desistir de tal resolución. Su ociosidad fue de provecho para la casa. Hizo arreglar la huerta, puso algunos miradores en la parte trasera, amuebló varias habitaciones, enlosó el patio, etc. El oscuro caserón, sin perder su aspecto vetusto y misterioso, se trasformó por dentro en agradable morada. Pero el deshonorado militar se consumía, se secaba dentro de ella como un árbol sin luz y sin agua. Una melancolía profunda minaba su organismo, le arrugaba la piel, blanqueaba sus cabellos, debilitaba sus piernas y ponía trémulas sus manos. A los cincuenta y ocho años de edad representaba tener setenta. Dentro de la casa no se le sentía. Paseaba por los corredores como un fantasma. Trascurrían los días sin que nadie le oyese el metal de la voz. Pero no se mostraba adusto con nadie. Una sonrisa dulce y triste vagaba constantemente por sus labios. No buscaba las caricias de su hijo, pero cuando le tropezaba casualmente por los pasillos le cogía la cabeza, se la besaba amorosamente, murmuraba algunas palabras tiernas en su oído y repentina y precipitadamente se alejaba, algunas veces con lágrimas en los ojos. Pensaba que era una gran desgracia para aquel pequeñuelo, rubio y hermoso como un querubín, el haber nacido hijo de un padre deshonrado. El infeliz le pedía perdón, con la mirada, de haberle engendrado.

Hacia el año 1829, cuatro después de haber llegado de América, el coronel era un verdadero espectro. Dormía bien, comía bien, no le dolía nada; pero aquella vida se escapaba en efluvios invisibles y constantes, en lenta y pavorosa consunción. Su esposa hizo venir un médico, luego otro y otro. Todos dijeron lo mismo. Era necesario salir, distraerse, cultivar el trato de la gente. Precisamente las únicas medicinas que el conde estaba resuelto a no tomar. Poco a poco fue permaneciendo más horas en la cama; se levantaba tarde; se acostaba temprano. Perdió el gusto para trabajar en la huerta. No salía de las cuatro paredes de la casa. Dentro de ella dejó de ocuparse en las cosas que antes le entretenían; hacer estuches, cuidar la pajarera y otras obras manuales. Las pocas horas que permanecía fuera de la cama pasábalas, bien sentado en una butaca, ya paseando por los corredores en silencio. Al cabo dejó de levantarse. Todo esto lo recordaba Luis perfectamente. Entraba en su cuarto, le veía tendido mirando al techo con extraña y terrible tristeza pintada en el rostro. Al entrar su hijo volvía la cabeza, sonreía, le llamaba por señas y, después de darle un beso, le empujaba para que se fuese.

Un día el niño percibió mucho ir y venir por casa; los criados corrían azorados, cambiaban entre sí palabras rápidas; los pocos parientes y amigos que visitaban la casa estaban todos allí y tenían unas caras largas, largas, que le aterrorizaban. Acercándose al gabinete de su padre, vio que levantaban un altar. Preguntó sencillamente lo que aquello significaba, y una criada, llevándole a un rincón, le dijo que no se asustase, que su papá había deseado confesarse y recibir la Comunión, y que su Divina Majestad vendría pronto a visitarle. Esta recomendación de no asustarse, hecha repetidas veces, produjo el efecto contrario. Comprendió que algo grave pasaba. En efecto, el conde de Onís se moría, se iba por la posta, según decían sus deudos. El médico ordenó que le dispusiesen.

A las seis de la tarde, cuando ya había oscurecido, las puertas del palacio de Onís se abrieron para recibir al sacerdote portador de la Sagrada Hostia, que venía en el carruaje de la casa. Los criados y parientes esperaban en el portal con hachas encendidas. Una larga fila de personas de todas clases venía detrás, también alumbrando. Muchas de ellas acudían por verdadera devoción y por la estima que les inspiraba el enfermo. Las más, sólo por satisfacer la curiosidad de verle después de tanto tiempo, aprovechando aquellas críticas y solemnes circunstancias. Penetró hasta la habitación del moribundo todo el que quiso. A nadie se puso obstáculo. Pero no pudieron todos cumplir su gusto, porque no cabían. Llenose enseguida el gabinete del conde de una muchedumbre abigarrada, personas decentes, menestrales, niños, todos empinándose para contemplar al prócer caído en la desgracia, y que ahora iba a caer en el oscuro seno de la muerte, en el eterno olvido. El deán de la catedral, su amigo y confesor, avanzó con la Hostia levantada. Los presentes se hincaron de rodillas. Reinó un silencio lúgubre. En aquel momento el enfermo, a quien habían incorporado dijo en voz alta, dirigiéndose a los circunstantes arrodillados:

–Juro por el Dios Sacramentado, que va a entrar en mi cuerpo, que no he sido traidor a mi patria, y que en la guerra de América me he portado siempre como un militar honrado y leal.

Su voz, que parecía salir de un cadáver, resonó clara y estridente en la cámara. Hubo un murmullo reprimido entre la gente. El deán, con lágrimas en los ojos, respondió:

–¡Bienaventurados los que padecen hambre y sed de la justicia!

Y le puso la sagrada partícula en la boca.

La noticia voló por la ciudad. Aquel extraño y terrible juramento, que se repetían unos a otros, causó impresión profunda en el público. Los parientes y amigos del conde peroraban con exaltación en todos los grupos. A uno de aquéllos se le ocurrió dirigir una exposición al rey, firmada por todos los vecinos, pidiendo que se revisase de nuevo el proceso del coronel. Pero ya se le había adelantado el deán, hombre fogoso y elocuente, que logró que el obispo y el cabildo le diesen su representación para ir a Madrid a gestionar la rehabilitación de su amigo de la infancia. Éste había mejorado un poco: por lo menos, la enfermedad se había estacionado. La consunción seguiría, pero al exterior no se notaba. No se le dijo nada de lo que se tramaba. El deán tuvo tiempo a ir a Madrid, lograr una audiencia del rey, hablarle al alma pintándole con elocuencia el solemne juramento que había escuchado, recabar de S. M. un real despacho reintegrando al conde en todos sus honores, cruces y condecoraciones, y volverse a Lancia loco de ansiedad. ¡Qué alegría cuando supo que su amigo no había expirado! Desde la galera acelerada en que hizo el viaje corrió al palacio de Onís y con las debidas precauciones para no impresionarle demasiado le comunicó la fausta nueva.

El coronel quedó algunos momentos ensimismado con la cara metida entre las manos.

–¿Qué hora es?—preguntó al cabo.

–Las doce acaban de dar.

–¡A ver, pronto, mi uniforme!—exclamó con extraña energía incorporándose sin ayuda de nadie.

–¡Rayo de Dios! ¡Enseguida, mi uniforme!—volvió a proferir con más violencia, viendo que nadie se movía.

La condesa fue al armario y lo trajo al fin. Se hizo vestir rápidamente, se puso sobre el pecho la banda de Carlos III y todas las cruces que había ganado. Eran tantas que, no cabiendo en el costado izquierdo, tenían que ir algunas al derecho. En esta forma se hizo conducir a la ventana que enfilaba la calle de Cerrajerías, y allí se colocó en pie. No tardaron en salir los fieles de misa de doce, la más concurrida de las que se celebraban los domingos. Todos pudieron contemplar ya desde lejos aquella figura extraña, aquel cadáver vestido de gran uniforme. Y con un sentimiento de asombro, de respeto y de compasión, todos desfilaron en silencio por debajo de la ventana, sin poder separar los ojos de ella. Durante tres domingos consecutivos el coronel tuvo fuerzas para levantarse y colocarse en el mismo sitio. Allí permanecía media hora inmóvil ostentando sus insignias con los ojos extáticos en el vacío, sin ver ni oír a la muchedumbre que se agrupaba delante del palacio y se lo mostraban unos a otros poseídos de grave y dolorosa emoción. Al cuarto quiso hacer lo mismo, se incorporó con violencia para que le vistieran, pero volvió a caer al instante sobre las almohadas para no levantarse más. Por la noche entregó el alma a Dios aquel bravo y pundonoroso soldado.

¡Pobre padre! El conde no podía recordar aquella escena, que había quedado profundamente grabada en su cerebro, sin que las lágrimas se le agolparan a los ojos. De él había heredado la exquisita delicadeza en el sentir, una susceptibilidad que llegaba a ser enfermiza, no la serenidad, la iniciativa, la firmeza inquebrantable que realzaban el alma del coronel Campo. El actual conde tenía un temperamento excesivamente sensible y tierno, un fondo de honradez y de vergüenza que era el patrimonio moral de los Campo. Mas estas cualidades se contrarrestaban por un carácter débil, fantástico, sombrío, el cual le venía, sin duda, de la familia de su madre.

D.ª María Gayoso, condesa viuda de Onís, hija del barón de los Oscos, era un ser original, tan excepcionalmente original que rayaba en lo inverosímil. En toda su familia, desde tres o cuatro generaciones hasta ella por lo menos, había apuntado algo estrambótico que en algunos de sus miembros tocaba en las lindes de la locura y en otros entraba de lleno dentro. Su abuelo había sido un empedernido ateo partidario de Voltaire y la Enciclopedia que a última hora se había entregado a la embriaguez, y según la conseja del pueblo fue arrastrado un día por los demonios al infierno. En realidad murió de combustión espontánea, lo que pudo dar pábulo a semejante fábula. Su padre fue un mentecato a quien su madre, mujer de rara energía, tuvo siempre esclavizado hasta la degradación. De sus tíos, uno paró en el manicomio, otro fue notabilísimo matemático, pero tan excéntrico que sus rarezas se guardaban en Lancia como manantial de anécdotas chistosas; otro se metió en la aldea, se casó con una labradora y se mató a fuerza de aguardiente. No tenía más que un hermano, el actual barón de los Oscos. También era un ser original y excéntrico. Al comenzar la guerra civil se pasó al bando del Pretendiente e ingresó en su ejército, pero a condición de servir como soldado raso. Toda la campaña hizo de esta suerte. No fue posible, por más empeño que en ello pusieron los magnates que rodeaban a D. Carlos y el mismo rey, obligarle a aceptar el despacho de oficial. Fue herido varias veces y una de ellas de tan mala manera, en la cara, que le quedó una profunda cicatriz. Como su rostro era ya de lo más desgraciado que pudiera verse, aquel surco sinuoso y colorado acabó de prestarle una apariencia monstruosa y hasta temible.

Era más joven que su hermana María. No llegaba aún a los cincuenta años. Vivía célibe y solo en la casa solariega que los Oscos tenían en la calle del Pozo, nada magnífica por cierto. Iba rara vez por casa de su hermana, no por antipatía, sino por lo retraído y áspero de su genio. Salía poco de casa, sobre todo de día. Tenía contadísimos amigos. El más íntimo de todos, el único puede decirse que gozaba de su intimidad, un fraile exclaustrado, que antes de ordenarse había servido en las filas del ejército como oficial. Fray Diego era su perpetuo camarada. El barón, por su carácter sombrío, por sus excentricidades, y sobre todo por lo espantable de su rostro, inspiraba general temor en la población. Los niños sentían en su presencia un terror pánico. Los padres y las niñeras, para reducirlos a la obediencia, les amenazaban con él:—¡Se lo voy a decir al barón!—¡Que viene el barón!—Hoy he visto al barón y me preguntó si eras obediente, etc. Y el barón, por su gesto, constantemente desabrido, por lo bronco y recio de la voz y por la brusquedad con que acostumbraba a hablarles, era para las inocentes criaturas un verdadero ogro. Iba constantemente armado de un par de pistolas; el estoque de su bastón era un verdadero sable. Se decía que había disparado sobre un criado sólo porque le había abierto una carta, y que en varias ocasiones había cogido a los niños que se atrevían a hacerle muecas en la calle, los metía en la cuadra, los desnudaba y los azotaba cruelmente con las correas del freno de su caballo. Verdaderos o inventados estos cuentos, contribuían a acreditarle entre el elemento infantil de Lancia como un monstruo de ferocidad del cual había que huir, si el temblor de las piernas lo consentía.

Una de las cosas que más coadyuvaban a infundir el terror en los pequeños y cierto respeto, no exento de miedo, en los grandes, era el caballo que el barón poseía; un caballo de ojo ardiente y feroz y de genio tan furioso que nadie osaba montarle más que él y su amigo Fray Diego, que había servido en caballería. Para sacarlo a beber lo llevaban siempre del diestro, y aun así el indómito bruto iba tirando saltos y coces, poniendo en conmoción a los transeúntes. Cuando el barón lo montaba, y dando corcovos y alzándose de brazos salía de casa, la calle se estremecía, los vecinos se asomaban a las ventanas, los niños se refugiaban en las faldas de sus madres, todos contemplaban atónitos aquel centauro temeroso. Realmente el barón de los Oscos en tal momento, con su rostro desfigurado, los ojos encarnizados, los grandes bigotes empalmados con las patillas, cerdosos y erizados, y el formidable torso pegado al caballo, era una figura que infundía espanto. Había que remontarse con la fantasía a la irrupción de los bárbaros para hallar algo semejante. Ni Alarico, ni Atila, ni Odoacro debían de tener aspecto más feo y siniestro ni producir más grima. Júzguese del efecto que causaría entre los vecinos tímidos cuando una temporada le dio por salir a caballo pasada la medianoche y recorrer las calles de la ciudad acompañado de un criado, caballero asimismo en otro corcel.

La condesa de Onís era dentro de su sexo un tipo tan estrafalario, por lo menos, como su hermano. Bajita, rechoncha, cara redonda y pálida con ojos negros y muertos, el cabello pegado a las sienes con goma de membrillo, vestida constantemente con el hábito morado del Nazareno. Vivía recluida en su palacio como una monja en el convento. Vivía entregada en absoluto a la devoción, pero a una devoción caprichosa, fantástica, en nada parecida a la que practican las almas verdaderamente místicas. Toda su vida había dado señales de un humor excéntrico, mas desde la muerte del conde se había pronunciado tanto que bien podían tomarse sus excentricidades como manías, y no de las más leves. Cuando joven había mostrado una naturaleza tan púdica que rayaba por su exageración en lo ridículo. Sus amigas la embromaban no pocas veces afectando cierta libertad en el hablar. Tan castísimos eran los oídos de la doncella de los Oscos, que los de una miss inglesa parecerían los de un sargento a su lado. No podía sufrir que la ropa interior de su hermano fuese en unión con la suya cuando la lavandera la llevaba o la traía. Si aquél le entregaba unos pantalones para que le cosiera un botón, cumplido el encargo corría a su cuarto y se lavaba bien las manos, y aun dicen que se echaba en ellas algunas gotas de agua bendita. Apretábase el seno hasta hacerse daño; subía el cuello de los vestidos contra las prescripciones de la moda; no se mudaba la camisa sino a oscuras, y cuando no tenía los guantes puestos jamás daba la mano a un hombre. La historia de su casamiento fue verdaderamente curiosa, llena de incidentes cómicos que se repitieron durante mucho tiempo por la ciudad. Sobre todo lo que acaeció en la primera noche de novios, verdadero o inventado, era muy gracioso y digno de figurar en una novela de Paul de Kok.

Durante el matrimonio esta virtud de la castidad templose un poco. Casi parece excusado decirlo. Mas luego que quedó viuda volvió a exacerbarse de modo notable. Sobre todo, en los últimos años adquirió aspecto de locura. Cuando se rezaba el rosario, que era dos veces al día, mandaba previamente una criada al gallinero para apartar, mientras durase, al gallo de las gallinas; luego la ordenaba separar las cucharas de los tenedores y los corchetes machos de las hembras. Por último, la hacía situarse en una ventana de la fachada lateral de la casa para impedir que ninguno orinara en el rincón donde los transeúntes solían hacerlo. Un día vino el cochero a decirle que una de las yeguas estaba en el celo. Tanto se indignó que, después de haber reñido ásperamente por la osadía de notificarle tal asquerosidad, mandó inmediatamente venderla. Una vez que sorprendió al mozo de cuadra dando un beso a la cocinera se puso enferma del disgusto. Ambos salieron inmediatamente de la casa.

Le gustaba, no obstante, tener tertulia a primera hora de la noche, pero de clérigos solamente. Acostumbraba a sentarse en una butaca, delante de la cual, con intención o sin ella, probablemente con intención, colocaba dos sillas de suerte que parecía estar detrás de una valla. Poco después de entrar los presbíteros y animarse la conversación, la condesa se dormía profundamente, y así estaba hasta las nueve en que las sotanas se despedían, por supuesto sin darle la mano. Como la casa tenía capilla, salía poquísimas veces, y esas en coche. Guardaba todo el oro, que llegaba a sus manos, en los parajes más ocultos del desván o de la huerta. Algunas veces por esta avaricia, o más propiamente por esta manía de urraca, la casa se vio en verdaderos aprietos: consintió en que su hijo pidiera a préstamo algunas cantidades antes que desenterrar las peluconas. Era además golosa, muy golosa, capaz de comerse una fuente de confites sin asomos de indigestión. Pero no habían de ser fabricados por las monjas: por extraña contradicción con sus piadosas inclinaciones, odiaba todo lo que olía a convento.

Pues por esta mujer estrambótica, bien podemos decir loca, fue educado el actual conde de Onís. Su carácter se resintió muchísimo. Para contrarrestar aquella excesiva sensibilidad, aquel temperamento débil y vacilante y el humor fantástico y sombrío de que daba en ocasiones tristes muestras, se hubiera necesitado una educación viril al aire libre, un maestro inteligente y enérgico que supiera despertar en su organismo el brío y la resolución de los Campo. Sucedió lo contrario desgraciadamente. La condesa se empeñó en que no siguiese carrera que le apartase de Lancia. Estudió, pues, en la universidad del pueblo la carrera de jurisprudencia, que es la capa con que los jóvenes ricos tapan su propósito de holgar toda la vida. Mientras duró, y mucho tiempo después de terminada, la condesa le tuvo sujeto a su autoridad de un modo que resultaba ridículo. Jamás salía de casa sin pedirle permiso, no fumaba en su presencia, se recogía al oscurecer, rezaba el rosario, confesábase cuando ella lo ordenaba. Mientras su cuerpo se desarrollaba prodigiosamente, se trasformaba en un mancebo bizarro y atlético, su espíritu continuaba tan infantil y sumiso como si nunca pasara de diez años. En esta vida retraída y afeminada agravose la nativa timidez de su carácter, su sensibilidad delicada se hizo enfermiza, su genio sombrío y receloso. Y lo más lamentable era que, sin ser una lumbrera, estaba dotado de clara inteligencia y poseía una penetración frecuente en los hombres reservados y tímidos. Carecía de ilustración y de experiencia; pero sabía mantener discretamente una conversación y no se le escapaban los defectos del prójimo. Como casi todos los seres débiles, gozaba a veces malignamente a costa de ellos. Es la venganza que la gente sin carácter toma de quienes lo poseen demasiado vigoroso y espontáneo. No obstante, estas ráfagas de ironía y malignidad no eran en él frecuentes. Aparecía más bien como un joven prudente, reservado, melancólico, de trato cortés y caballeroso, de corazón sensible, lleno de cariño y de respeto hacia su madre.

Después que concluyó la carrera tuvo sus anhelos y aun proyectos de salir de Lancia, de ir a la corte, de viajar durante algún tiempo. Bastó, sin embargo, la negativa de la condesa para contenerle y hacerle desistir. Prosiguió, pues, su vida de holganza, mayor aún desde que no tenía siquiera la obligación de mirar de vez en cuando los libros de jurisprudencia.

Sólo la entretenía dedicándose a temporadas al cultivo de ciertos oficios manuales, y con la lectura de las obras románticas entonces muy en boga. Se hizo hábil ebanista, no tanto como su padre; luego le dio por la relojería. Últimamente tomó afición a una finca de labor y recreo que poseía en las inmediaciones de la población y comenzó a mejorarla notablemente. Denominábase la Granja: distaba poco más de dos kilómetros de Lancia: tenía una casa grande y vieja y destartalada: a espaldas de ella un hermoso bosque de robles y delante grandes y feraces praderas. Comenzó a ir todas las tardes después de comer; crió ganado vacuno y también algunos caballos, plantó árboles, abrió canales y levantó cercas. En la casa apenas tocó. En esta nueva afición ganó su cuerpo, que se hizo más duro y más ágil, y también su carácter. La melancolía, que tanto le atormentaba, se fue templando, serenose su espíritu, fue adquiriendo más firmeza en el trato de la gente y más seguridad de sí mismo, y ciertos accesos de humor negro, de rabia y desesperación que sin causa alguna le acometían de raro en raro y le hacían aparecer ante los criados como un epiléptico, desaparecieron por completo. De esta suerte llegó hasta los veintiocho años, en que comenzó a frecuentar la casa de Quiñones, y su vida experimentó profunda trasformación.

Eran las nueve de la mañana cuando el criado le despertó de un sueño agitado, incompleto, para entregarle una carta. La dejó caer con afectada indiferencia sobre la mesa de noche; mas luego que el criado se fue apresurose a cogerla y la abrió con visible agitación. Aunque hacía ya cerca de dos años que duraban sus relaciones con Amalia, nunca abría carta de ésta sin que le temblasen las manos. Verdad que se escribían poquísimas veces. Pero más que la rareza de las cartas contribuía sin duda a turbarle el profundo amor que en su naturaleza sensible y tímida había arraigado.

«Esta tarde a las tres. Por la tribuna,» decía la carta únicamente. Su turbación no se disipó por completo. Las citas como aquélla eran extremadamente peligrosas; le causaban, enmedio de su felicidad, una impresión de miedo que no podía vencer. Había rogado a Amalia que las suprimiese; pero no le hizo caso alguno. Y él se consideraba absolutamente incapaz de oponerse a su voluntad. Pasó la mañana nervioso, alterado. Para calmarse dio un paseo a caballo; llegó hasta la Granja; pero volvió al cabo con la misma intranquilidad que había salido.

Cuando llegó la hora señalada salió de casa y tomó la calle de Cerrajerías. Era la hora en que apenas se ve un transeúnte. Los vecinos de Lancia comen generalmente a las dos. A las tres están, pues, de sobremesa o reposando. Al final de Cerrajerías, en la esquina de la calle de Santa Lucía, está la iglesia de San Rafael, que tiene su entrada principal por aquélla. El conde penetró en el templo, después de tomar agua bendita, como el que va a hacer sus oraciones. Estaba enteramente solitario, o al menos así le pareció a la primera ojeada. A los pocos minutos, acostumbrados ya sus ojos a la oscuridad, percibió dos o tres bultos diseminados por él y postrados en oración. Arrodillose él también en el fondo oscuro, cerca de la puertecita de la escalera que conducía a la tribuna de los Quiñones, y fingió orar unos momentos. Aquello le repugnaba profundamente. Era un creyente sincero, y la piadosa y severa educación que había tenido le hacía horrorizarse de tal sacrilegio. Se le había pegado el fanatismo de su madre: tenía un miedo espantoso al infierno. También Amalia era creyente y aun pasaba en la población por piadosa; pertenecía a varias cofradías; era protectora de algunos asilos; hacía frecuentes regalos a las imágenes y se la veía acompañada de clérigos. Pero miraba aquella profanación con la mayor indiferencia. La religión era para ella cosa muy respetable, pero más respetables aún su voluntad y sus placeres.

El maestrante

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