Читать книгу El señorito Octavio - Armando Palacio Valdés - Страница 2
Armando Palacio Valdés
El señorito Octavio
II.
Los señores condes, ó los condes á secas, como pedía el señorito Octavio que se dijese.
ОглавлениеEnel nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Hecha la señal de la cruz, los condes se sentaron, desdoblaron las servilletas y acercaron las sillas á la mesa.
Los niños continuaron en pie con las manos sobre el pecho murmurando una oración. El aya, en pie también, con las manos cruzadas, los observaba atentamente, sin dejar por eso de mover sus labios finos y rojos. Concluída la oración, los niños miraron al aya: ésta hizo una imperceptible señal con los ojos y todos se sentaron. Un criado con librea fué anudando las servilletas á la garganta de los chicos bajo la atención vigilante de la institutriz. Nadie despegaba los labios. El criado empezó lentamente á dar la vuelta á la mesa sirviendo el primer plato del almuerzo.
Ya que nadie habla en la mesa, dediquémonos un instante á observar la traza y figura de los que á ella se sientan, empezando por el conde, como jefe que es de la familia.
Es un hombre flaco, de color moreno que tira á aceitunado, de labios delgados, ojos negros opacos que miran con notable insistencia, lampiño hasta cierto punto, pues que no adorna su rostro más que exiguo y negro bigote y no ofrecen sus mejillas señales del paso de la navaja; la nariz fina y la frente levantada y estrecha. Viste con esmerada corrección y á par con gravedad. Si á cualquiera, y sólo por la apariencia, se le preguntase la edad que puede tener, se vería muy embarazado para contestar; á tal punto parece indefinida y vaga. Su rostro, aunque sin frescura, es juvenil, y el cabello, lacio y sedoso, todavía no ofrece entre sus negras hebras ni una sola blanca. Mas con todo eso, hay en la extraña inmovilidad de sus ojos y en la fijeza de los rasgos de su fisonomía algo marmóreo y cadavérico que, irradiando sobre toda su persona, la comunica el sello de la vejez. Al mismo tiempo su modo de vestir es harto severo para un joven. Sus manos son tan finas y delicadas que si, como vulgarmente se cree, éste es signo de aristocracia, el conde debía pertenecer á una de las más antiguas y esclarecidas familias de España. Y en parte así era la verdad, porque el señor conde de Trevia pertenecía á una antiquísima familia, pero no española, sino italiana. Allá en tiempos lejanos, uno de sus antepasados había contraído matrimonio con cierta rica heredera del Norte de España y había venido á establecerse á Madrid. Sus descendientes continuaron residiendo en esta capital, enteramente naturalizados y disfrutando las pingües rentas que venían de Nápoles y las aún más cuantiosas que llegaban de la provincia española del Norte, en que ahora nos hallamos. El abuelo del conde actual quiso todavía ser más español y enajenó su patrimonio de Nápoles, rompiendo de esta suerte toda relación con Italia. Decían en Madrid por aquel entonces que una española vistosa y de mucho rumbo había tenido la culpa de este rompimiento. Los señores de Trevia, que ya eran españoles por naturaleza, lo fueron desde entonces también por la hacienda. Á partir de esta época padecieron de nostalgia.
El conde que en este momento preside la mesa había sido educado en Francia desde sus más tiernos años por la voluntad de su madre, persona extremadamente caprichosa y extravagante, que nunca pudo acomodarse con el carácter franco y generoso y un poco rudo y agreste de su marido. De esta educación francesa quedábale, amén de muchas costumbres que chocaban abiertamente con las nuestras, una pronunciación extranjera que se esforzaba en disimular y una exquisita y un tanto afectada urbanidad en sus modales, que se grababa profundamente en la memoria de cuantos le trataban. Había en la eterna y leve sonrisa que plegaba sus labios y en lo insinuante y correcto de sus maneras algo de femenino, que no se compadecía poco ni mucho con lo firme é insistente de la mirada. Tal vez no sea femenino el adjetivo más propio para el caso, pero en este momento no hallamos el adecuado. Aunque no es posible cerciorarse ahora, dado caso que está sentado, podemos afirmar que es alto. Se encuentra de cara á la luz y sus negros cabellos, peinados negligentemente hacia atrás, brillan como el azabache, y sus largas pestañas, cada vez que levanta la cabeza, bajan y suben con ligero temblor queriendo evitar los rayos importunos de la luz. El conde no es hermoso, pero tenía mucha razón Octavio al presumir que era un hombre distinguido. La perfecta seguridad de sus movimientos y el descuido elegante con que toma los manjares y alarga la copa al criado para que le eche vino, acreditan en él al hombre nacido y educado en la opulencia. En este momento toma entre sus dedos afilados un hueso de ave que lleva á la boca y empieza á roer con limpieza de gato. Y aquí está la palabra que antes hacía falta. El conde de Trevia en sus actitudes y maneras tiene más de gato que de mujer.
La condesa está sentada á su lado y es mujer que seguramente no llega á los treinta años, pequeñita, de mejillas frescas y sonrosadas, ojos pardos rasgados, cabellos de un castaño claro, con una boca deliciosa provista de pequeños y blancos dientes. Una mujer sana y hermosa. Aunque su figura es menuda, está admirablemente formada, pero se observan en ella tendencias á engordar que pudieran más adelante dañar su gentileza. Hoy por hoy, con su cuello mórbido y gracioso, el seno firme y decidido, que aspira á levantarse hacia la barba, su cintura delicada, los brazos redondos y macizos, las manos breves de uñas sonrosadas y sus pies inverosímiles, la condesa de Trevia es una mujer hecha á torno. Guardaba parecido con la fruta de la tierra, con las manzanas lustrosas y coloradas que en apretados piños cuelgan por encima de las paredes de las huertas en el país en que nos hallamos.
Ella también era una fruta del país, sazonada y dulce como pocas. El conde de Trevia, en una de las expediciones de caza que hizo á su vuelta de Francia, la vió colgada al balcón tosco y deteriorado de una casa solariega, y no le costó más trabajo que alargar la mano para cogerla. ¡Y qué tiene esto de particular sabiendo la vida que aquella niña gentil llevaba en su casa solariega! Hija de un propietario insignificante, de los que tanto abundan en las provincias del Norte, severo hasta la crueldad con las cuatro hijas que el cielo le había dado, la pobre Laura, que así se llamaba la condesa, vivió los primeros años de su existencia en un fatal estado intermedio entre el señorío y la pobreza. El escudo de piedra que ornaba la fachada de su casa daba á la familia de Estrada lugar preeminente en la comarca, pero no redituaba ninguna clase de interés. Las rentas de la casa eran tan exiguas, que D. Álvaro Estrada y su familia vivían casi atenidos á los productos de lo que en este país se llama la posesión, esto es, á los frutos de las tierras que ordinariamente circundan las casas antiguas. Para explotar sus tierras D. Álvaro no tenía más servidumbre que dos criados y una moza, que alternaba entre la dirección de las simplicísimas tareas culinarias de la cocina y las un tanto más complicadas ocupaciones de bajar por agua al río, echar de comer á las bestias durante la ausencia de los criados, lavar la ropa de la familia, amasar el pan y sacarlo del horno, ir al mercado de la villa los lunes por aceite, especias, estambre para las señoritas, etc., etc., y durante las interminables noches de invierno hilar, en compañía de la familia y algunas vecinas, en el vasto y oscuro salón de la casa, algunas varas de lienzo burdo para sábanas.
¡Qué noches aquellas de invierno! La buena madre de Laura, después de cenar á primera hora, sentábase en un extremo del anchuroso sofá de lana, y se ponía á hacer calceta debajo de un colosal velón que ardía solamente por uno de sus mecheros. Ella y sus hermanas se colocaban en torno de la mesa y trabajaban, hilando, cosiendo ó haciendo también calceta. Las vecinas labradoras iban entrando una á una en silencio, con sus basquiñas negras de estameña, los pañuelos anudados sobre la cabeza y los brazos mal cubiertos por una camisa de lienzo. Después de dar las buenas noches en voz baja, buscaban con la vista un rincón oscuro, y allí se sentaban sobre el pavimento lustroso de madera de castaño, y fijando la rueca en la cintura, empezaban á hacer rodar los husos, mojando repetidas veces con la lengua el lino, del cual tiraban por breves intervalos.
Las pausas eran tan frecuentes y dilatadas en esta reunión, que una sola llenaba á veces horas enteras y hasta noches. Sin embargo, algunas veces se hablaba del vecino que había perdido una vaca en el monte, y se le compadecía sinceramente, y se le encomendaba á San Antonio bendito para que se la volviese, ó bien de la riqueza improvisada del tío Bernabé, que con sólo treinta años de trabajo constante y ahorro había comprado recientemente el prado de la Laguna en ¡treinta mil reales!, ó bien de la nube de piedra que el año anterior había arrancado toda la flor de los árboles y arrojado un sin fin de plantas de maíz por el suelo. La cosecha era el tema general y predilecto de estas tertulias, y aunque alguna vez se apartasen de él para entrar en otros, la cosa más insignificante volvía á traerlo á la memoria y á cuento. Rugía un poco el viento por fuera; pues ya apuntaba una vecina que los años de viento eran siempre de miseria. Miraba D. Álvaro al cielo por la ventana y decía que estaba diáfano y estrellado; pues en seguida se suponía que estaba helando, y se lamentaba grandemente la reunión, porque las heladas iban á secar toda la siembra. Pasaba un muchacho cantando por delante de casa; pues no faltaba uno que exclamase: «¡Sí, canta, canta, que lo que es este año vamos á tener tiempo para llorar!»
En los largos intervalos de silencio se escuchaba el rumor solemne y misterioso del río, que corría en el fondo del valle, á unos cien pasos de la casa, y la lluvia que acompasadamente caía casi siempre sobre las hojas de los árboles produciendo fugaces temblores de frío en los tertulios. Dentro de la sala crujía el lino al ser desgarrado por los dedos de las hilanderas y sonaban las agujas de la calceta al chocar ligeramente unas con otras. La luz del velón iba muriendo poco á poco por falta de aceite: los tertulios quedaban envueltos en una media sombra hasta que doña Rosa alzaba la cabeza con impaciencia, y decía: «¡Jesús, que no veo! Pepa, ¿en qué estás pensando? ¡Echa aceite á ese velón!» Al revivir de pronto la luz todo el mundo respiraba con fuerza, y alguna mujer que dormía despertaba lanzando un suspiro.
Al llegar cierta hora, infaliblemente, subía D. Álvaro de la cocina, donde se había quedado charlando con los criados, también sobre la cosecha. Los pasos rudos de los tres hombres por la escalera agitaban la tertulia del salón. Doña Rosa dejaba la calceta y decía: «Laura, vé por el rosario, que ya sube tu padre». Y ella entonces abría la puerta de un gabinete oscuro, y temblando de miedo, que se hubiera guardado bien de confesar, descolgaba á tientas y precipitadamente un rosario que colgaba sobre la cama de su madre. Tomábalo D. Álvaro de las manos de su hija y comenzaba las Ave-Marías, paseando lentamente de una esquina á otra del salón. La familia y los vecinos se arrodillaban devotamente frente á una estampa ordinaria y ridícula de la Virgen, que, provista de marco negro, colgaba sobre el sofá, y respondían con sordo y prolongado murmullo á las oraciones que D. Álvaro decía en alta voz. Las cuatro hijas rezaban siempre en un mismo sitio, bajo la mirada persistente de su madre. Á la más leve distracción, al más insignificante descuido, la madre gritaba con aspereza: «¡Matilde!… ¡Laura! ¿queréis estaros quietas?» D. Álvaro entonces interrumpía un instante su paseo, callaba, y dirigía á las culpables una mirada precursora de algún castigo. Después proseguía el paseo y alzaba nuevamente su voz, que recorría varios tonos agudos y graves. Empezaba ordinariamente la oración con un sonido grave y cavernoso, que á poco se debilitaba y moría, se alzaba otra vez hacia el medio de la cláusula, y terminaba por tres ó cuatro palabras medio cantadas en tono chillón y plañidero. El coro respondía siempre con el mismo monotono rumor percibiéndose sobre él las notas gangosas de la voz de D.ª Rosa. Cuando llegaba la letanía, aquel rumor monotono cambiaba, se trasformaba en otro diverso, más breve, en el cual la ese final del ora pro nobis se prolongaba con un silbido dulce que provocaba en Laura cierta soñolencia lánguida que la hacía feliz por unos instantes. Venían después las oraciones de pura devoción, y mientras duraban, las vecinas se sentaban en el suelo y las cuatro hermanas en sus sillas. Rezábase entonces por cuanto es posible rezar en este mundo y en el otro, por las ánimas del purgatorio, por el Santo Ángel de la Guarda, por el santo de su nombre, por los caminantes y navegantes para que Dios los conduzca á puerto de salvación, á San Roque bendito, abogado de la peste, por la paz y concordia entre los príncipes cristianos, etc., etc., terminando siempre con un Padre-nuestro á todos los santos y santas, ángeles, serafines, tronos y dominaciones de la corte celestial, para que nos ayuden en la hora de la muerte. Concluídos los Padre-nuestros, D. Álvaro se hincaba de rodillas en el suelo, y las mujeres se levantaban para hincarse también, con un rozamiento de enaguas que infundía siempre en el corazón de Laura la especial satisfacción que proporciona una tarea concluída. El rosario iba á terminarse. Hincado D. Álvaro, decía con voz más solemne que antes: «Cincuenta mil millones de millares de veces sea bendito y alabado el Santísimo Sacramento del altar», y empezaban los actos de fe, después de los cuales venía el alabar á Dios. Al llegar aquí las palabras del dueño de la casa eran cada vez más cortadas y rápidas y el coro apenas podía seguirle, anhelante y fatigado. Con esto se daba por terminado el rosario. Eran las diez. Las vecinas se levantaban en silencio y despedíanse con palabras melosas y serviles. Un criado encendía el candil de la cocina y bajaba á abrirles la puerta. ¡Cómo se acordaba Laura de todos estos pormenores! Cuando venían á su memoria aquellas noches de invierno, sentía correr por su corazón un estremecimiento que ella misma no podría decir si era de horror ó de alegría.
Por el día, las constantes lluvias del país y la severidad de su padre reteníanlas en casa limpiando las habitaciones y barriéndolas ó recosiendo la ropa blanca. En los momentos en que cesaba la lluvia, solía salir en almadreñas hacia el río ó la fuente con Pepa. Allí se juntaban algunas mozas de la vecindad con sus jarros de barro oscuro y sus herradas relucientes, y mientras la fuente llenaba con pausa las herradas, retozaban las mozas y se decían chistes toscos y cándidos. Éstos eran los únicos momentos de expansión que Laura tenía los días de trabajo. Su categoría superior no la impedía tomar parte en aquellos juegos. Todas las muchachas que allí se juntaban eran sus compañeras desde la infancia y la trataban familiarmente de tú. Lo único en que se mostraba la diferencia que entre ellas existía era en que, al llegar Laura, la que ocupaba el mejor sitio poníase en pie y se lo dejaba con sonrisa afectuosa. Al mismo tiempo, podía notarse que alguna vez le daban rudos y sonoros besos en las mejillas, cosa que jamás hacían entre sí.
Cuando llegaba la época de la recolección, don Álvaro llamaba unos cuantos jornaleros para auxiliar á los criados. Por la noche, hablando de los trabajos del día siguiente, solía decir á sus hijas en tono humilde, que asustaba por lo inusitado, afectando al mismo tiempo sonrisa campechana: «Si queréis ir á divertiros un poco mañana al prado de los Molinos, ya sabéis que principian á segarlo.» Las niñas comprendían perfectamente, y al día siguiente de madrugada tomaban unos palos ligeros y lustrosos por el uso, y se pasaban el día esparciendo la hierba segada para que el sol la secase más pronto. Cuando tornaban á casa al caer de la tarde, con los cabellos en desorden y las mejillas atezadas, involuntariamente fijaban la vista en el escudo de la fachada. Los leones de piedra parecían mirarlas tristemente con sus órbitas inmóviles. Un pensamiento de indefinible y vaga melancolía rozaba suavemente las cándidas frentes de las señoritas de Estrada. Esto duraba un instante. Por lo demás, las hijas de D. Álvaro veían siempre con gusto venir el otoño, y gozaban placeres sin cuento ayudando á los jornaleros en sus tareas. El aire puro y los aromas del campo las infundían nueva vida; crecía en ellas el apetito y el sueño, y pasaban las mañanas y las tardes en perpetua carcajada, escuchando y tomando parte en las toscas chanzonetas de los criados. D. Álvaro, en esta época, disfrutaba siempre de mejor humor, y solía, mientras presenciaba, sentado sobre la hierba, los trabajos de la gente, contarles alguna anécdota chistosa de su juventud ó dar un poco de cantaleta con pesadez cómica á alguno de sus criados.
El conde de Trevia vió á Laura, como hemos dicho, á su vuelta de Francia. La casa solariega de los Estrada distaba nada más que legua y media del palacio de los condes y se hallaba asentada sobre una eminencia de la margen derecha del río Lora. Entre la casa y el palacio, aunque mucho más cerca de éste, encontrábase la pequeña villa de Vegalora. Laura tuvo amores con el conde y se casó con él en medio de un estupor que no la dejaba ver lo que pasaba en el fondo de su corazón. Apenas se acordaba ya de las sórdidas alegrías de sus padres, de la sorpresa de sus hermanas, de la violenta oposición del viejo conde, de los plácemes serviles de las vecinas, de las miradas agudas y coléricas de las muchachas de la villa, de los preparativos fastuosos de la boda, del caballo blanco en que salió de su casa para la iglesia. Todo pasaba por su mente como un sueño del cual se escapan los contornos y la luz. Sobre este sueño flotaba sólo con admirable precisión una verdad, es á saber: que si hubiera tenido el valor de no amar al conde, D. Álvaro la hubiese ahogado entre sus manos. Después de casados se fueron á Madrid, y allí estuvieron once años. Todo lo que pasó en estos años estaba clavado en la memoria de Laura.
La mesa continúa en el mismo silencio. Cada cual lleva los manjares á la boca y los traga cual si desempeñase una tarea grave y solemne. El choque de los platos y copas y los pasos del criado son los únicos ruidos que á menudo se perciben en el espacioso comedor. Puede notarse que, á más de no cruzar la palabra, las tres personas mayores que se sientan á la mesa no se dirigen siquiera una mirada; y este cuidado con tal escrupulosidad lo realizan, que á cualquiera se le ocurre que hay en él buena parte de afectación. Sólo los tres niños giran lentamente sus grandes ojos garzos, posándolos alternativamente y por breves instantes, en su padre, en su madre y en la institutriz. Algunas veces se miran entre sí y sonríen inocentemente, como deseando comunicarse sus pensamientos sencillos, pero lo aplazan para más adelante, como soldados en formación. Sin embargo, no hay duda que por debajo de la mesa se encuentra establecida una corriente comunicante en la que sus menudos pies juegan papel de martillos telegráficos. Á menudo, cuando estos martillos caen con demasiada pesadez, la fisonomía del yunque se contrae y deja escapar un ligero grito, que hace volver la cabeza y fruncir las cejas de la bella institutriz. El yunque entonces despliega su fisonomía contraída y se apresura á llevar el tenedor á la boca como si nada hubiese acaecido que mereciera llamar la atención de los presentes. La condesa frecuentemente dirige á ellos sus ojos y los envuelve en una mirada dulce y protectora ó les hace alguna rápida seña para que se limpien ó cuiden del plato, que está á punto de caer. Los niños cambian con su madre sonrisas y miradas, pero atienden con más empeño á su padre. La fisonomía indiferente y glacial de éste atrae sus ojos con singular insistencia, como si despertase en ellos una gran curiosidad. No pasa un instante sin que ó uno ú otro tengan sus miradas clavadas en él.
– Me apieta la servilleta— concluye por exclamar en tono lastimero la niña que se sienta al lado de la institutriz.
Es una hermosa criatura de cinco años á lo sumo, con rostro trigueño y cabellos negros ensortijados, que caen en profusión sobre el cuello y la frente.
La institutriz, sin despegar los labios, lleva sus manos al cuello de la niña y afloja la servilleta. Pero no debió ser grande el desahogo, porque la criatura tornó á llevar sus diminutas manos á la garganta, gritando con más ansiedad:
– Me apieta, mamá, me apieta.
– No es sierto— exclama la institutriz;– la servilleta está bien puesta. No sea usted mimosa, señorita, ó la enserraremos mientras se come.
La voz de la institutriz, irritada en aquel momento, no dejaba de tener inflexiones dulces, aunque extrañas. Su acento era marcadamente extranjero.
– Me apieta, mamá, me apieta,– repitió á grito pelado la niña, con creciente angustia.
– Cállese usted, mimosa,– exclama el aya, cogiéndola por el brazo y sacudiéndola fuertemente.
El conde levanta la cabeza con impaciencia y cambia una rápida mirada con la institutriz.
– ¡Me apieta, me apieta!…
La institutriz arranca la servilleta, baja á la niña de la silla, la arrastra hacia una habitación contigua, abre la puerta y la empuja hacia lo interior, cerrando después. Y tranquilamente vuelve hacia la mesa y se sienta.
La condesa, durante aquella escena, había seguido con los ojos desmesuradamente abiertos los movimientos del aya. Después de sentada ésta, siguió inmóvil, teniendo cogida con una mano la punta de la servilleta en ademán de llevarla á la boca para limpiarse. Los gritos de la niña, aunque amortiguados por la distancia y el obstáculo de la puerta, comenzaron á sonar agudos y lastimeros. La condesa siguió unos instantes en la misma actitud con los ojos fijos y el oído atento á aquellos gritos. Después se puso á comer tragando atropelladamente los manjares. El conde no levantó siquiera la cabeza. Con la misma seguridad y elegancia siguió comiendo silenciosamente, sin manchar siquiera sus labios finos y pálidos. La institutriz parecía absorta y abismada en sus pensamientos, porque no apartaba la vista del frasco de mostaza que delante de sí tenía y dejaba pasar largos intervalos sin mover el tenedor que apretaba entre sus dedos. Los lamentos de la niña eran prolongados y se repetían sin cesar y sin debilitarse. Los dientes de la condesa continuaban triturando con fuerza grandes pedazos de pan: sus manos se paseaban un poco temblorosas por la mesa tomando y soltando precipitadamente los objetos que se hallaban á su alrededor. Á menudo levantaba la cabeza y parecía concentrar todos sus sentidos en el oído derecho, que inclinaba ligeramente hacía la puerta del gabinete.
Los gritos de la niña se iban haciendo menos agudos por virtud de la fatiga, trasformándose en quejidos roncos y profundos. La puerta del aposento se agitaba á veces á impulso de los pequeños golpes que daba con sus manecitas. Poco á poco los quejidos fueron cambiándose en sollozos convulsivos, que expresaban mayor desesperación todavía. Algunos sonidos articulados empezaron á percibirse confusamente en aquel torrente de sollozos.
– Teno miedo, mamá… teno miedo.
La condesa llevó una copa de vino á los labios y dejó caer algunas gotas sobre la ropa. Sin echarlo de ver, siguió tragando pedazos de pan, abriendo y cerrando los ojos al mismo tiempo con nerviosa rapidez.
– ¡Ay, mamita, por Dios! ¡Teno miedo… teno miedo!…
Se oye estrepitoso ruido en la estancia.
La condesa se había levantado súbitamente y con extraña violencia, dejando caer la silla donde se sentaba. Apresuradamente había corrido á la puerta del gabinete y la había abierto. Tomó la niña entre sus brazos y estalló una nube de vivos y sonoros besos. Después vino con ella hacia la mesa, levantó la silla y se sentó. Un círculo pálido se dibujaba en torno de sus hermosos ojos, que se paseaban con expresión altiva de su marido á la institutriz y de la institutriz á su marido. Tenía las mejillas inflamadas, y por sus narices abiertas entraba y salía el aire rápidamente y con ruido. Con las manos temblorosas acariciaba la ensortijada cabeza de la niña y la apretaba contra su pecho anhelante.
Los ojos del aya, mientras duró esta brevísima escena, no se alzaron de la mesa, y sus labios estuvieron contraídos con sonrisa dura y nerviosa.
El conde clavó la vista en su mujer y se alzó de la silla pausadamente.
En este momento penetró el criado en el comedor diciendo:
– Un señorito joven y rubio, que viene de Vegalora, pregunta por los señores.
– Que pase adelante.