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Armando Palacio Valdés
El señorito Octavio
III.
Los amigos del conde.
Оглавление– Á los pies de usted, condesa. ¿Cómo está usted, conde?
Los condes respondieron con algún embarazo al saludo de nuestro héroe, que no era otro el joven rubio que venía de Vegalora preguntando por los señores. No procedía solamente este embarazo de la escena violenta que acabamos de presenciar, sino también de que los condes no tenían el gusto de conocer al señorito Octavio. Así que mirábanle de hito en hito mientras arrastraba con sus manos enguantadas una silla y la colocaba entre los esposos. Y después de sentado aún siguieron mirándole, esperando sin duda algo que debía decir.
– Octavio Rodríguez— dijo al fin éste mirando á uno y á otro.
– ¡Ah!– dijo el conde, sin dejar de contemplarle y esperando sin duda mejores explicaciones.
– He tenido el gusto— siguió el señorito— de conocer á su papá, que Dios haya, y de visitar cuando niño esta casa bastantes veces. Su papá era muy amigo del mío. Á usted no he podido conocerle, porque en la corta temporada que pasó aquí me hallaba yo fuera de Vegalora estudiando la segunda enseñanza.
– ¡Ah!– volvió á exclamar el conde en tono complaciente.
– Había pensado saludar á ustedes á su paso por la villa, pero tuve la mala fortuna de llegar á la plaza precisamente en el momento de arrancar el carruaje que estaba detenido frente á la tienda de D. Marcelino. Lo he sentido de veras… (Breve pausa durante la cual el joven baja la vista hacia sus pantalones y los sacude un poco con el junquillo que lleva en la mano.)– ¿Al fin se han decidido ustedes á hacer un pequeño tour de promenade por estas lejanas tierras?
Al pronunciar estas palabras sonrió con beatitud, y los condes siguieron su ejemplo.
– No por ser lejanas dejan de ser bonitas. Lo mismo Laura que yo hemos venido extasiados todo el camino contemplando las hermosas riberas del Lora.
– ¡Oh! Han llegado ustedes en la mejor estación. Es la época en que se evapora la cortina de nieblas que las ha tapado todo el invierno. Este país con luz sería muy bonito; pero desgraciadamente no la tenemos sino dos ó tres meses al año.
El señorito Octavio no dejaba la sonrisa beata. El conde le observaba atentamente de la cabeza á los pies.
– ¿Y piensan ustedes pasar mucho tiempo en esta posesión?
– Quizá todo el verano: después de once años de abandono, ya comprenderá usted que no me faltarán asuntos que arreglar.
– ¡Ah! Indudablemente. La verdad es que han sido ustedes crueles con nosotros, privándonos de su presencia tanto tiempo.
– Mil gracias… deje usted el sombrero. Me parece que de aquí en adelante renunciaremos á Biarritz y vendremos á gozar por los veranos de esta magnífica naturaleza.
El señorito dejó el sombrero sobre otra silla, inclinando repetidas veces la cabeza para indicar que las palabras del conde le interesaban profundamente. Y digamos ahora cómo era el señorito fuera de la cama. No es tan niño nuestro héroe como nos pareció cuando por la mañana le vimos acostado en su lecho del siglo XVII. Aunque su rostro, cándido y delicado, es de adolescente, la figura no lo es, y declara en él un joven de veintidós ó veintitrés años, de mediana estatura y bien proporcionado. Viste con pulcritud, y si bien un poco retrasado en la moda respecto á Madrid, está adelantado y mucho respecto á la que ordinariamente rige en las provincias, sobre todo en los pueblos secundarios. Su traje se compone de un chaquet de tela azul, chaleco blanco, pantalón también azul y botas de charol muy empolvadas.
– Pero aquí, conde, resígnese usted á llevar la vida de la naturaleza. Las personas con quienes se puede alternar son tan escasas, que realmente se hallan reducidas á una docena á lo sumo; y aun en ellas, no encontrará usted, ni por pienso, la cultura y las maneras de la buena sociedad. Si no trae muchos libros, se me figura que se va usted á aburrir soberanamente. ¡Ah! Los libros son los que hacen posible la vida en estos rincones del mundo.
Aunque las palabras iban dirigidas al conde, Octavio miraba al decirlas á la condesa con la misma sonrisa en los labios y un poco ruborizado, sin duda, de haber hablado tanto tiempo.
El conde le observaba cada vez con más curiosidad.
– Usted es muy joven, y no me sorprende que se aburra en Vegalora. Me parece, sin embargo, que exagera un poquito.
– No exagero, conde, no exagero. Es un pueblo fatal. Yo lo sé bastante bien, por desgracia. Si no fuera por no disgustar á papá, me iría á vivir á Madrid, al menos durante el invierno…
– ¿Su papá de usted es de este país?
– Sí, señor, y aquí ha ejercido la profesión de abogado toda la vida… D. Baltasar Rodríguez… tal vez le conozca usted…
– ¡Ah! ¿es usted hijo de D. Baltasar Rodríguez?
El conde pronunció estas palabras con tal pausa y frialdad, que no es fácil comprender cómo no se helaron antes de salir fuera de los labios.
– Servidor de usted— dijo Octavio, con señales visibles de hallarse cortado.
– He oído hablar bastante de su papá— prosiguió el conde, con mayor pausa aún y sin apartar su mirada fría y escudriñadora del rostro del mancebo.– Es, según tengo entendido, una persona principal en la villa y ha ejercido varias veces el cargo de alcalde, ¿no es verdad?
– Ha sido alcalde, sí, señor.
– Sí, sí, he oído hablar bastante de su papá y le he visto también algunas veces durante mi corta residencia aquí.
Cesó la conversación de pronto. El conde se puso á mirar con indiferencia los árboles y las montañas que se percibían al través de los cristales. Octavio se obstinaba en sacudir con el junquillo los pantalones, haciendo saltar nubecillas de polvo, apenas perceptibles. La condesa se entretenía en jugar con los rizos de su niña, y la institutriz hacía bolitas de pan con los dedos, mirando fijamente al frasco de mostaza. Todos parecían estatuas, menos Octavio, que á menudo mudaba de postura haciendo rechinar la silla.
– Realmente, parece que han traído ustedes el buen tiempo consigo— dijo al fin.– Hoy es el primer día bueno desde hace lo menos quince.
– ¿De veras?– dijo el conde, sin dejar de atender á los cristales.
– Sí, señor, sí; hemos tenido una temporada fatal… Y luego como aquí se ponen los caminos tan malos… Cuando viene uno de estos temporales, es necesario encerrarse en casa, hasta que Dios quiere.
Nuevo silencio. El joven, cada vez más cortado, extiende lentamente el brazo y, tomando por la mano á la niña, que la condesa tiene reclinada sobre el regazo, la atrae con suavidad hacia sí, la mete entre sus rodillas y, besándola, la dice muy quedo:
– ¿Cómo te llamas?
– Emilia.
– Es un nombre muy bonito. ¿Quieres mucho á tus hermanos?
– Sí.
– ¿Y á tus papás?
– Sí.
La niña, al pronunciar esta segunda afirmación, levantó los ojos del suelo y echó una rápida mirada á su padre. Éste dignóse al fin volverse hacia los presentes y se encaró con el señorito Octavio.
– Diga usted, señor Rodríguez, ¿su papá no fué el presidente de la junta revolucionaria?
– Sí, señor, lo fué en los primeros momentos, pero á los pocos días hizo dimisión. Aceptó el cargo solamente por compromiso, y para evitar los desmanes que, si no fuese por él, hubiera habido seguramente.
– Hizo perfectamente; ha sido un proceder muy noble.
Y después de breve pausa durante la cual empezó á dibujarse en sus labios una sonrisa, siguió:
– ¡Oh! Ya sé que el papá de usted es una persona muy ilustrada y un campeón decidido de la libertad.
La sonrisa del conde era tan penetrante que se tiñeron de carmín las mejillas del señorito Octavio.
– Precisamente un campeón, no, señor… Es hombre que piensa de cierto modo… Como tiene un carácter muy abierto, se expresa siempre con calor… Esto le perjudica…
– De ningún modo. Á mí me gustan los hombres resueltos en sus convicciones, y su papá es un verdadero progresista, según me han dicho, muy honrado, muy sincero, etc., etc. Los progresistas, por punto general, son buenas personas. Usted me dispensará, amigo mío, si le dejo en este momento— añadió levantándose;– tengo muchísimas cosas que arreglar. Ya sabe usted lo que es un viaje con niños.
Al decir tales palabras, el conde extendía la mano, sin mirarle, al señorito, que también se había levantado. Después le volvió la espalda y dió unos pasos hacia el gabinete.
– El señor cura de la Segada desea ver á los señores— anunció la voz del criado.
Volvióse rápidamente el conde y dió un paso hacia la mesa. El aya llamó apresuradamente á los niños y cuchicheó con ellos un instante. El señorito Octavio permanecía de pie.
En el marco de la puerta apareció de pronto la figura de un sacerdote anciano. Era de estatura más que mediana y vestía un balandrán bastante deteriorado y grasiento, y mostraba en lo erguido de su cuello y en su actitud firme que poseía una complexión recia. Como tenía el sombrero en la mano, dejaba al descubierto una cabeza que aún estaba regularmente provista de cabellos blancos y rizos sin aliño ni compostura alguna. La tez excesivamente morena y los ojos negros y un poco hundidos ofrecían tal fuego y viveza, que contrastaban notablemente con las arrugas del rostro y la blanca color de los cabellos. Colocado á la puerta, sin avanzar un paso y sonriendo campechanamente, comenzó á hacer reverencias mundanas, diciendo al mismo tiempo:
– ¡Conque al fin no se nos han perdido por allá! ¡Conque al fin estos despegados señores se acuerdan de que hay un rincón en el mundo que se llama la Segada! ¡Conque al fin todavía los lugareños valemos algo para los cortesanos!
Los niños avanzaron hacia él, y tomándole una mano se la fueron besando sucesivamente. Después el aya, que venía detrás, quiso hacer lo mismo, pero el clérigo la retiró velozmente y con sorpresa. El conde le abrazó respetuosa pero afectuosísimamente.
– ¡Vaya si valen los lugareños, y vaya si se les quiere también por allá!
– Señor conde, usted tiene algún diablo metido en el cuerpo; está usted tan mozo y tan fresco como la última ves que le vi. La señora condesa no tiene tan buen color, pero ha de ser por culpa, si no me engaño, de estos diablejos que veo por aquí tan gordos y sonrosados. Vaya, vaya con el señor conde, ¿qué le habremos hecho nosotros para que así nos aborrezca?… ¿Qué le habremos hecho nosotros para que así nos aborrezca?
El cura de la Segada tenía por costumbre repetir dos, tres y hasta cuatro veces la misma frase, mirando fijamente al interlocutor, y abriendo desmesuradamente la boca para reir y también para dejar ver unos enormes y desvencijados dientes.
– Conque diga usted, criatura, ¿qué le hemos hecho nosotros para que así nos aborrezca?
– Señor cura, no ha sido todo culpa mía. Crea usted que no dejaba de acordarme muchas veces de este hermoso país y de los buenos amigos que aquí tengo.
– ¡Ah, tunante! ¡Y qué bien se conoce que viene usted de la corte! Señora condesa, no le deje usted mentir tan descaradamente. Señor conde, es usted un grandísimo tunante… sabe usted mucho para un pobre cura como yo… sabe usted mucho… sabe usted mucho.
Decía todo esto riendo y sin cerrar un momento la cueva de su boca. El conde le señaló un asiento y todos se sentaron. El cura se hizo cargo entonces de la presencia de nuestro héroe, y exclamó dirigiéndole una mirada y una sonrisa ambiguas:
– ¡Calle! ¿También el señorito Octavio está por aquí? El señorito Octavio es muy fino. ¿Y cómo siguen sus señores padres, señorito?
– Muy bien, señor cura, ¿y usted cómo sigue?
– ¿Cómo quiere usted que siga un cura en estos tiempos, señorito? Tirando… tirando por este cuerpo pecador… ¡Válate Dios por el señorito Octavio!… ¡Válate Dios!…
La risa persistente y las miradas del clérigo no despertaban en el joven una alegría muy íntima, aunque otra cosa quisiera aparentar.
– Vaya, vaya, vaya… lo que es ahora, señor conde, no se nos escapa usted tan pronto. Los madrileños se quedarán chupando el dedo por una temporada… ¿no es verdad, señora condesa?… ¿Dónde mejor que entre los suyos, señores?…
Y daba palmaditas afectuosas en la rodilla del conde, que le obligó á ponerse el sombrero.
– ¿Y qué tal, qué ocurre por la parroquia, señor cura?
– Pero, hombre de Dios, ¿qué quiere usted que pase en este miserable rincón? Déjese de miserias y cuéntenos algo de aquel Madrid, de aquel Madriiid… ¡Ay, qué Madrid de mis pecados! De allí á la gloria, señor conde. ¡Cuánto señorío!… ¡cuánto coche!… En los días que estuve allá con el chico no paré en casa un momento. Andaba por las calles con la boca abierta y no me cansaba de mirar para aquellos palacios tan magníficos y para aquellos señorotes que pasaban en coche con mucho ceño… Esto no es para nosotros, querido, le decía al chico… Vámonos, vámonos cada uno á nuestro rincón… Yo soy un pobre cura… tú un pobre estudiante… ¿Qué tenemos nosotros que partir con estas grandezas?…
– Vamos, señor cura, que no es precisamente entre el ruido donde más se divierte uno, y bien se quejaba usted de aquella bulla continua.
– Pero ¿quién se compara conmigo, señor conde? Yo soy un pobre cura que está más allá que acá. Yo no toco pito en ninguna parte más que en mi sacristía. Si hay todavía algunas personas como usted, señor conde, que me aprecian de veras, allá se las hayan… yo me lavo las manos. Me acuerdo de aquella tarde en que me dejó usted solo en su carruaje y ordenó al cochero que me llevase á un sitio que llaman la Castellana… ¡Santo Cristo del Amparo!… Señores, aquél era un cruzar de coches á un lado y á otro, lo mismo, lo mismo que cuando se tropieza con un hormiguero en la tierra… Aquellos señorotes y señorotas que iban muy arrellanados me miraban y se reían… Dirían, sin duda: ¿qué diablos vendrá á hacer aquí este pobre cura de aldea?… ¿Y á mí qué? Tenían mucha razón… Desengáñese usted, señor conde, los curas vamos de capa caída… caiiida… caiiida…
– Pues á pesar de todo, señor cura, le aseguro que me va fastidiando cada día mas la farsa y la frivolidad de la capital. No puedo soportar á tanto necio, á tanto advenedizo, á tanto sapo hinchado como ahora ha subido á la superficie al son del himno de Riego…
– Porque usted, señor conde, es muy raro, muy raro, muy raro… Siempre lo ha sido… siempre lo ha sido… ¿Á que no le pasa otro tanto al señorito Octavio? ¿no es verdad, señorito?… ¡Cuánto más vale aquel Madrid tan hermoso, tan suntuoso, que esta miserable aldea!
– Yo no estuve en Madrid, señor cura…
El joven pronunció estas palabras visiblemente turbado. La sonrisa del cura le inquietaba, le hacía subir los colores al rostro. ¡Era tan fina y maliciosa!
– Es verdad, señorito… es verdad… es verdad… No me acordaba… Pero no tiene usted más remedio que ir á Madrid, señorito… no hay más remedio… Aquí se aburre usted… necesita usted más campo. Los jóvenes de provecho no pueden estarse en las aldeas toda la vida.
– Oiga, señor cura— dijo el conde,– ¿qué noticias hay del chico?
– Tiene salud, gracias á Dios. El pobre, cuando me escribe, nunca deja de acordarse de usted, y me dice que siempre le tiene presente en sus oraciones, lo mismo que á su amada esposa y familia. No puede usted figurarse, señor conde, lo agradecido que le está. Si no fuese por la beca que ha tenido la bondad de sacarle, ¿cuándo hubiera podido yo darle carrera? Dentro de dos meses ¡loado sea Dios! cantará misa el pobre. Ayer le escribí precisamente y le decía: Desdichada ocurrencia es la tuya al ordenarte. Los tiempos están malos, malos, malos para la clerigalla. Mucho mejor te vendría meterte por alguno de los clubs que no dejará de haber por ahí y hacer carrera…
La risa del conde le interrumpió.
– ¡Siempre ha de ser usted el mismo, señor cura!
– Pues qué, ¿no digo la verdad? Y á propósito, señor conde: es fácil que necesite molestarle nuevamente. No sabe usted el trabajo que me cuesta decidirme á ello, por más que esté bien convencido de la proverbial bondad de usted y de la estimación que sin merecerlo me profesa… Pero de estas cosas ya hablaremos más tarde… ¡Qué gana va usted á tener ahora de escuchar recomendaciones!
– Adelante, señor cura.
– Nada, nada, no quiero molestar á usted ahora que acaba de llegar. Otro día será.
– Ya sabe usted que no me molesta nunca. Siga usted; ¿qué es ello?
– Ahora no, ahora no… tiempo tenemos… ¡no faltaba otra cosa!… Quiero, señor conde, que al menos hoy no pueda usted decir cuando me vaya: «Este cura de la Segada es un posma».
Celebró el conde la frase con mucha risa, y el clérigo contestó á sus metálicas carcajadas con otras sonoras y campestres, que produjeron algunos instantes de algazara en el comedor. La condesa sonreía dulcemente, mientras el señorito Octavio seguía ejecutando esfuerzos prodigiosos y titánicos para que los chistes del presbítero le desternillasen de alborozo.
Presentóse nuevamente el criado, y dijo que tres señores que acababan de llegar de Vegalora deseaban saludar á los condes.
– Hágales usted entrar.
Y á poco rato taparon el hueco de la puerta tres figuras provinciales, que es bien que describamos brevemente.
El primero es D. Marcelino, el mismo que cuatro horas antes había salido de su tienda y, con riesgo inminente de la vida, había detenido los caballos del carruaje en que iban los condes, tan sólo por el placer de ofrecerles una copa de Jerez y una rosquilla de Santa Clara. Es hombre ya entrado en días, grueso y bajo, muy moreno, con narices enormes y unos cabellos tiesos y erizados como los de un jabalí. No gasta pelos en la cara, pero se afeita de tarde en tarde, lo cual da mayor realce á su rostro, espléndidamente feo. Es castellano de nacimiento y toda la villa le había visto llegar de su país con una mano atrás y otra adelante, como acostumbraban á decir los particulares de Vegalora á la hora de la murmuración. No era verdad, sin embargo, porque D. Marcelino, cuando llegó de tierra de Campos hacia treinta años, traía las manos ocupadas con una porción de saquillos de lienzo crudo repletos de espliego, flor de malva, manzanilla, sanguinaria, flor de tila, anís y otras varias hierbas y simientes medicinales, que pregonaba con hermosa voz de barítono que á los vecinos de Vegalora les penetraba hasta lo más escondido de los sesos. Después, y sucesivamente, fué pasando por los estados de rematante de la carne, de los artículos de beber y arder, de tratante en paños y bayetas, recaudador de contribuciones, síndico del ayuntamiento, administrador de correos, alcalde y no recordamos si algún otro cargo más. Hemos dicho que había ido pasando, y no es verdad; D. Marcelino los había ido adquiriendo todos merced á una serie de trabajos más espantables que los de Hércules y librando en cada uno una batalla de suprema delicadeza y habilidad. Á la hora presente ejercía todos los que no eran incompatibles por la ley y algunos también de los que lo eran. En el desempeño de estas funciones había llegado á rico, gozando al mismo tiempo del respeto y la consideración de sus convecinos. Cuando iba á paseo por las carreteras con D. Primitivo ó con el juez, todos los labradores y jornaleros se quitaban la boina ó la montera y decían: «Buenas tardes, D. Marcelino y la compañía». D. Marcelino no veía más que esto; pero los que venían detrás solían ver á los aldeanos quedarse parados un instante con la montera en la mano, mirándole á las espaldas de un modo bastante menos respetuoso que á la cara. Solían oir también á alguno crujir los dientes y murmurar sordamente: «¡Mal rayo te parta, ladrón!»
En pos de D. Marcelino venía D. Primitivo, varón formidable, de elevada estatura y amplias espaldas, rostro mofletudo y encendido, lleno de herpes, barba escasa y recortada y los ojos siempre encarnizados como los de un chacal. Era procurador del juzgado. Sentía pasión profunda, inmensa hacia la horticultura, á la cual dedicaba casi todos sus ocios; pero era una pasión honrada y platónica, porque D. Primitivo no tenía huerta. Entreteníala, pues, ya que no la satisficiese, poniéndose escrupulosamente al tanto de todas las particularidades de las huertas de sus amigos, dándoles siempre oportunos consejos acerca del cuidado de la hortaliza y de la conservación de los frutales y regalándoles semillas exóticas que no se sabía dónde y cómo las adquiriera. Los propietarios le respetaban y decían de él ahuecando la voz y con asombro que «conocía sesenta y cuatro castas de peras». Á pesar de esta afición agrícola, D. Primitivo era un animal carnívoro, esto es, se alimentaba casi exclusivamente de carne, lo cual, al decir del médico de Vegalora, introducía en su organismo un exceso de fibrina que ocasionaba las herpes de que estaba plagado y le exponía á una congestión cerebral, y que no se anduviera en fiestas, porque tenía la espada de Damocles suspendida sobre su cabeza.
Con ambos señores venía el licenciado D. Juan Crisóstomo Álvarez Velasco de la Cueva (que así firmaba siempre sus demandas y réplicas), persona pulquérrima á quien distinguían de lejos los vecinos de la villa por la blancura inmaculada de sus pecheras. Gastaba bigote y perilla, lo cual le daba más aspecto de coronel de caballería que de hombre de toga. Hablaba poco, casi nada, pero era tan exquisita y ceremoniosa su cortesía, que los que platicaban con él siempre quedaban un poco cortados y descontentos de sí mismos. Asentía á todo cuanto se le dijese, cerrando los ojos, bajando la cabeza y diciendo en tono melífluo: «¡Perfectamente!» Tenía el Sr. Velasco de la Cueva infinitos modos de pronunciar este perfectamente, alargando, contrayendo, reforzando ó suavizando las sílabas, de tal suerte que se ajustaba al tono y significado de las palabras del interlocutor. Á pesar de eso, el promotor fiscal, que era hombre chusco, hacía su parodia en la tienda de D. Marcelino, y contaba que un día, explicándole á D. Juan de qué modo se había caído de un caballo, al llegar al punto de decir «el caballo se levantó de atrás y me arrojó por la cabeza, estrellándome contra una pared cercana», D. Juan Crisóstomo le había interrumpido exclamando: «¡Perfectamente!» Sería invención del promotor, pero era muy verosímil.
Al penetrar los tres varones en el comedor, el conde y Octavio se levantaron: el cura permaneció sentado lo mismo que las mujeres.
– ¡Oh, señores, qué pronto se han tomado ustedes la molestia de venir!
– Señor conde— dijo D. Marcelino,– estábamos impacientes por saber cómo habían llegado ustedes á la Segada. Aunque calienta un poco el sol, ya estamos acostumbrados á sufrirlo… ¿no es verdad, D. Primitivo?… Además, cuando las cosas se hacen con gusto… ¿eh? ¿eh?
Y reía bienaventuradamente D. Marcelino, y reía el conde, y reía D. Primitivo, y reía el cura, y hasta se reía el señorito Octavio.
– De todos modos, lo agradezco en el alma, señores. ¿Y qué tal, qué tal por estas tierras?
– Perfectamente.
No hay para qué manifestar quién pronunció este adverbio.
– En la última carta que le escribí, señor conde— dijo D. Marcelino,– le comunicaba todas las noticias de este pueblo, y ya ve que eran bien poco interesantes.
– Este pueblo es muy pacífico— apuntó don Primitivo.
– Aquí no llegan esos motines que hay ahora por Madrid un día sí y otro no. (Otra vez don Marcelino.)
– Alguna ventaja habíamos de tener… alguna ventaja… alguna ventaja. Dios lo ha compensado todo, señores. Vivimos apartados de los deleites de la corte… es verdad… es verdad… pero vivimos por ahora tranquilos. No es poca fortuna, créame usted, no es poca fortuna…
– La gente del país debe ser muy sencilla, ¿no es cierto? En estas provincias del Norte es donde se conservan todavía restos de aquella honradez y piedad que caracterizaban á nuestros mayores.
– Es gente honrada á carta cabal— dijo don Primitivo.– Afortunadamente, todavía no nos los han maleado.
– Unos infelices, señor conde… unos infelices… Lo único que les hace falta es un poco de filosofía alemana para ser hombres completos.
Todos rieron con estrépito.
– Alguna que otra vez— apuntó D. Marcelino,– cuando tienen una copa de más dentro del cuerpo, suelen cometer cualquier desmán, pero ya se sabe que entonces obra el vino por ellos.
– Y tienen bastante afición á lo ajeno— indicó el señorito Octavio.– Casi todos los años nos dejan sin fruta en la huerta.
– Es verdad, señorito, es verdad… Tiene usted mucha razón… Hay mucha afición á lo ajeno en esta comarca… Pero, créame usted, señorito, el gobierno también tiene alguna… y no es precisamente á la fruta…
El conde dirigió una sonrisa al clérigo.
– Desde la muerte del guardamontes, hace ya tres meses— dijo D. Primitivo,– no se ha oído hablar en este concejo de ninguna tropelía.
– ¿Fué el que hallaron estrangulado en un maizal?– interrogó el conde.
– No, señor; ese fué Antuña, el pagador de la carretera. Esa muerte ha sido mucho antes… á principios del otoño.
– De todos modos, ha sido un asesinato horrible.
– Pero, señor conde— profirió D. Marcelino,– Antuña murió porque quiso. ¿Á quién se le ocurre salir de noche de la villa con veinticuatro mil reales en el bolsillo? ¿No conoce usted que es una imprudencia mayúscula?
– ¡Perfectamente!
– Hechos aislados, señor conde, hechos aislados… por ahora, hechos aislados. El trueno gordo no tardará en venir. Pero no hay que tener cuidado, porque los excesos de la libertad se corrigen con la libertad… sí, señor, se corrigen con la libertad… Eso decía un periódico que le viene al señor juez de Madrid todos los días… todos los días.
El conde se inclinó hacia el cura y le dijo algunas palabras al oído.
– ¡Bravo, señor conde, bravo!– exclamó el clérigo, echándose hacia atrás en la silla y mirándole fijamente con aire triunfal.– Todos haremos lo que podamos para que se logre. Usted es la persona más á propósito.
Después se pusieron ambos á cuchichear animadamente.
D. Primitivo corrió la silla hacia ellos y preguntó en voz baja:
– ¿Hay alguna noticia de allá?
– No se trata ahora de allá, sino de acá— respondió el cura.
Vuelta á cuchichear los tres. D. Primitivo parecía sumamente interesado en la conversación y movía los gigantescos brazos cual si sirviesen de volante á sus ojos carniceros, que rodaban por las órbitas con pavorosa velocidad. Al mismo tiempo hacía supremos y angustiosos esfuerzos para trasportar su desentonada voz al falsete discreto que usaban el conde y el sacerdote.
El licenciado Velasco de la Cueva, después de posar en el grupo de sus amigos varias miradas á cual más imponente, osó también aproximar la silla, y presto le enteraron del asunto que trataban.
La condesa se levantó y dijo al señorito Octavio, que era el único que concedió atención á su movimiento:
– Con permiso: soy con ustedes al instante.
Y se fué por la puerta del gabinete.
El aya se puso también á hablar con los niños en voz baja, dirigiéndoles, á juzgar por su continente severo y el no menos grave de los oyentes, serias y profundas advertencias.
Nuestro señorito tomó pie de ello para sacar el pañuelo y sonarse con ruido. Después, con mucha calma, lo paseó repetidas veces por debajo de la nariz; por último, no sin vacilar un poco, se decidió á meterlo en el bolsillo. Inmediatamente, y sin ningún preparativo, abrochó un botón del guante que se había soltado. Después tosió tres veces consecutivas y se puso á examinar con profundísima atención y frunciendo ferozmente las cejas el puño del junquillo. No bien hubo terminado esta tarea, pasó á azotarse con él los pantalones, de la misma traza que lo hiciera al comienzo de su visita. Todavía se alzaron á los golpes algunas nubecillas de polvo, aunque más leves y trasparentes.
El cuchicheo del conde y sus amigos proseguía vivo, lleno de expansión. El del aya y los niños, grave y discreto como antes. El criado entraba y salía llevando las fuentes, los platos y los demás objetos que yacían en desorden sobre la mesa, pero todo con mucho silencio y espacio y sin dejar de dirigir, cada vez que entraba, una mirada insistente y curiosa á nuestro héroe, el cual procuraba artificiosamente evitar el cambio. El comedor era una vasta cámara, más vasta que cómoda y elegante, y sus muebles toscos y ennegrecidos, y sus grandes cortinas de colores marchitos, y los cristales turbios y emplomados de sus balcones, mostraban claramente que el viejo conde se curaba poco del aliño de la casa, y que el nuevo no la habitaba mucho tiempo. El falsete de los interlocutores producía en este vasto comedor un efecto extraño y severo, como el murmullo de los fieles en una iglesia. Á nuestro joven le parecía demasiado severo. De vez en cuando, la voz de D. Primitivo, no pudiendo resistir tanto tiempo la presión cruel que sobre ella estaba pesando, lanzaba un gallo, y se oía la palabra votos ó candidatos. El aya levantaba sus ojos profundos y los fijaba un instante en el grupo de los caballeros.
Al fin, nuestro señorito decidióse á tomar una de las copas que aún quedaban sobre la mesa. Empezó á observarla escrupulosamente, dándole vueltas y más vueltas en la mano, haciéndola sonar con un golpe de uña y llevándola después al oído para escuchar sus vibraciones hasta que morían. Por mucho que le embargasen al joven estas observaciones de física experimental, no dejaba por eso de mover los ojos con ansia hacia todas partes, y especialmente hacia la puerta del gabinete, como si por allí le hubiese de venir su salvación. Respirábase en el comedor un ambiente cargado de discreción, que á nuestro mancebo le producía la misma inquietud y malestar y los mismos desmayos enervantes que si estuviese cargado de electricidad. Y ya se entregaba lánguidamente á pensamientos tristes de muerte, cuando empezaron á dibujarse en su desmayado espíritu los contornos de una idea fortificante y regeneradora: la idea de marcharse. Mas para llevar á cabo este acto era preciso despedirse, y el despedirse había sido siempre para nuestro señorito uno de esos problemas pavorosos que pocas veces obtienen resolución. Antes de levantarse, cuando estaba en visita, tenía que sostener una batalla consigo mismo, que á veces se prolongaba más de la cuenta. Sentía el mismo temor y embarazo que los oradores noveles cuando levantan su voz en público. Pero si siempre había sido un problema difícil, en aquel instante, considerado el éxito poco lisonjero de su visita y el carácter y la situación de las personas que allí se hallaban, ofrecióselo al alma como una utopia. Ni podía ser de otra suerte. ¿Qué de comentarios no harían aquellos señores después que él saliese por la puerta? ¿Cuántos chistes no se le ocurrirían al cura acerca de su persona? Se le ponían los pelos de punta de pensar en ello. La idea, pues, de marcharse era de todo punto inadmisible. Más valía seguir haciendo experimentos acústicos con la copa de cristal.
Mientras proseguía embebecido en esta fructuosa tarea, el cura de la Segada apartóse un momento de la conversación y le clavó los ojos con expresión reflexiva. Después, volviéndose al conde con la misma voz de falsete, le dijo:
– La única persona que cuenta en este país con bastantes fuerzas para ganar unas elecciones es D. Baltasar Rodríguez. El enemigo temible es ése, y no los que indicó D. Primitivo. Créame usted, señor conde… créame usted…
– Es lo que yo tenía entendido antes de venir— repuso el conde.– Al parecer es hombre acaudalado y goza de simpatías en la población…
– No cabe duda, no cabe duda.
El cura volvió á mirar á Octavio, sonriendo esta vez maliciosamente, y prosiguió:
– Don Baltasar es una buena persona… todo un caballero… muy cumplido en sus tratos… ¡y un padrazo, señor conde, un padrazo!…
El conde alzó la cabeza y dirigió una larga mirada á Octavio. Los demás interlocutores también volvieron hacia él la vista.
– Señores,– dijo el conde levantándose,– es lástima que estemos encerrados en casa en un día tan hermoso. Vamos á dar una vuelta por la pomarada. Tengo ya deseos de pisar hierba y verme debajo de los árboles.
Los circunstantes se levantaron. La condesa apareció en aquel momento por la puerta del gabinete. Octavio quiso aprovechar la ocasión, que le pareció de perlas, para despedirse y dió algunos pasos hacia ella con la mano extendida.
– Condesa, á los pies de usted… He tenido mucho gusto en ver á ustedes tan buenos y…
– ¿Qué es eso, señor Rodríguez— exclamó el conde viniendo hacia él,– nos quiere usted dejar tan pronto? ¿Por qué no viene á dar un paseo con nosotros?… ¿Tanta prisa tiene usted?
Estas preguntas fueron hechas en tono franco y cariñoso, y Octavio, un poco aturdido, balbució:
– Prisa, precisamente… no… pero…
– Pues si no tiene usted prisa, es usted de la partida. Señores, en marcha.
El licenciado Velasco de la Cueva, que desde muchos años atrás venía ejerciendo el monopolio de las buenas maneras en Vegalora y siete leguas á la redonda, ofreció el brazo á la condesa con una reverencia digna del siglo XV. D. Primitivo quiso imitarle, y se lo ofreció al aya en la forma elegante y desenvuelta que un oso lo hubiera hecho; pero la blonda extranjera lo rehusó, dándole las gracias con una inclinación ceremoniosa. Seguíalos el cura llevando de la mano á un niño, y cerraba la marcha el conde, que llevaba cogido familiarmente á Octavio por la espalda.