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ОглавлениеI. LA VOCACIÓN Y LA LIBERTAD: DOS CARAS DE UNA MISMA MONEDA
Por “vocación” se suele entender el tipo de actividad relacionada al trabajo que se realiza o se desea realizar. Entiendo que, ese significado alude, en realidad, a lo que se podría definir como la “vocación específica”, aquello que las personas eligen para desarrollar su vida. Por eso se dice que las personas tienen vocación de médico, arquitecto o cualquier otra profesión; que tienen vocación a la vida religiosa, a determinado arte o a cualquier otra actividad a la que se sienten inclinados. Se trata, en definitiva, de la dimensión que alude a lo que las personas aspiran realizar a lo largo de la vida.
Intentaré mostrar que hay una “vocación” más radical y anterior a la mencionada. Cabe notar que la palabra vocación proviene del latín “vocare” que significa llamado. Así mismo, el “llamado” puede referirse a distintas dimensiones o niveles del ser de la persona. En ese sentido, nuestro planteo sostiene que existe un “llamado radical”, inherente a toda vida humana y que llega con las personas cuando desembarcan en la vida. Por eso planteamos que la vocación, tal y como suele entenderse, podría ser, en el mejor de los casos, el vehículo privilegiado de la “vocación radical” que caracteriza a todo ser humano. Hay un llamado primero y radical a toda persona que nace y se desarrolla normalmente, que pide una respuesta que se expresa a nivel existencial.
En efecto, entendemos que el ser humano tiene una “vocación radical” y general y que es como el punto de apoyo desde el cual las distintas personas llevan adelante sus “vocaciones específicas”. Más aún, sostenemos que la integridad y la felicidad de las personas radica en la conexión y la continuidad profunda que debe haber entre la vocación radical y la vocación específica.
En otras palabras, el ser humano, tal y como lo conocemos, posee, como inherente a su misma libertad, un llamado radical al que responder a lo largo de la existencia. Ese llamado posee algunas dimensiones o características, que se podrían considerar como básicas o esenciales, y que habrán de ser respetadas para acertar en el camino de la vida. Entendemos que la persona que optara por llevar una vida claramente disociada de lo que es y supone la llamada radical, acabaría por desfigurar su propia humanidad.
Por lo dicho, las vocaciones específicas habrán de estar en línea o al servicio de la vocación radical para que tengan consistencia y significación. Las vocaciones específicas deben ser entendidas como medios y no como fines; deben ser formas específicas que las personas asumen para servir o responder al llamado radical que entraña la libertad humana.
La vocación o el llamado radical al que nos estamos refiriendo está íntimamente vinculado a lo que llamamos la “conciencia refleja”. En efecto, el ser humano es el único animal que sabe que sabe, es decir, que tiene conciencia de la realidad en sí. Importa ver esto con un poco de detención. Decir que el ser humano tiene “conciencia refleja”, es decir que es el único animal que tiene conciencia de sí y de la realidad en que se encuentra. Es el único ser que sabe que sabe; que percibe a los otros y a las cosas como realidades en sí, e independientes de él mismo. A diferencia de los otros animales que son “seres de entornos”, los seres humanos somos seres de “realidades”.(3) Ahora bien, cabe notar, desde ya, que esa conciencia refleja, si bien es esencial a la vida humana, no es automática ni algo espontáneo en el ser humano; esa conciencia emerge en la relación con los otros. A ello nos abocaremos un poco más adelante.
El hecho de que ser humano se caracterice por tener conciencia refleja o que sea definido como un ser de realidades y no de entornos tal y como lo sostuvo Zubiri, revela un rasgo esencial del ser humano y que nos distancia absolutamente del resto de los animales. Afirmar que el ser humano es un ser de realidades y no de entornos significa que el ser humano es el único que ve en los demás y en sí mismo realidades en sí y no meros estímulos a los que responder en forma mecánica. Los animales no “saben” que en frente de ellos hay algo distinto de ellos o que tiene realidad en sí; solo ven estímulos a los que responder en forma mecánica o predeterminada por sus naturalezas. Los seres humanos nos caracterizamos por relacionarnos con realidades que están ahí, más allá de nosotros y que sabemos que tienen una entidad en sí mismas. Como bien dijo Zubiri, somos seres de realidades y no de entornos.
Pues bien, esa distinción que puede parecer poco significativa o un juego de palabras, entraña una diferencia radical y total para con el resto de los animales. El ser humano es el único animal que se pregunta por el sentido de la vida; que se pregunta por sí mismo y por la realidad. ¿Qué es esto que está ante mí?, ¿qué es el mundo?, ¿de dónde venimos y a dónde vamos? ¿Quién soy yo? ¿por qué y para qué estoy en este mundo? ¿por qué tengo este nivel de conciencia tan radicalmente diferente al del resto de los animales?
Son preguntas que reflejan “la” pregunta por el sentido de la vida en general y de la propia en particular. Inherente a esa pregunta veremos que se esboza la misma libertad. La pregunta por el sentido de la vida deja ver que hay una realidad que desafía y que es pasible de diferentes respuestas. Según la respuesta que cada uno dé a la pregunta por el sentido de la vida, orientará su vida en un sentido o en otro. A esa solicitación intrínseca de la propia conciencia refleja podemos entenderla, pues, como un llamado a ejercer la propia libertad.
En otros términos, podemos decir que los seres humanos hemos de vivir sin respuestas predeterminadas para las distintas situaciones que se presenten. En efecto, tenemos que elegir qué hacer y cómo desarrollar nuestra vida. Esta situación existencial puede ser reconocida con mayores o menores niveles de conciencia; puede ser más o menos lúcida, pero es indudable que se trata de una condición existencial a la cual ningún ser humano puede sustraerse. En ese sentido, bien podemos decir que el ser humano es un ser radical y esencialmente libre.
Ahora bien, esa libertad inherente al ser humano, puede ser leída como una vocación, como un llamado inscrito en la propia naturaleza y que desafía a cada sujeto a construir su propia historia. Por ello, podemos afirmar que el ser humano posee una vocación radical de la que no puede sustraerse. A esto nos referimos cuando decimos que el llamado radical es inherente a toda vida humana. Sabemos, así mismo, que la propia “conciencia refleja” se despierta y desarrolla a través de instancias que, en el fondo, ofrecen pistas u orientaciones sobre el modo en que la persona habrá de ir respondiendo al llamado radical.
En efecto, de la mano de lo que llamamos la “conciencia refleja” se asoma la conciencia de la finitud de la vida y la percepción de no estar, a diferencia de los demás mamíferos, programados a nivel de instintos para vivir de una determinada manera. El ser humano tiene que elegir qué tipo de vida llevar y decidir qué hacer en las distintas circunstancias de la vida. El ser humano se descubre como un ser histórico, un ser en el tiempo. Eso quiere decir que ha de ir diciendo quién es en relación a la historia y en el seno de la cultura. De ello se sigue que su llamado radical tendrá que realizarse o llevarse a cabo en y desde la historia.
Otra nota fundamental del llamado radical al que nos venimos refiriendo es que la conciencia refleja no emerge en forma automática, sino que se despierta a través de los otros. Cada ser humano es un “alguien” llamado por los otros a la existencia y que emerge de la relación con los otros en el sentido más amplio y profundo del término. Su humanidad “aparece” en la relación y nunca en el aislamiento. Importa subrayar que, desde la fe cristiana, todo ser humano es una realidad que se expresa y desarrolla en la comunión con los otros y con Dios. Más aún, entendemos que ese llamado a la comunión con los otros tan esencial y definitivo para toda vida humana, esboza la oferta del propio Dios a entrar en comunión con Él.
El Génesis, que es el libro que nos habla de los principios en el sentido de aquellos dinamismos que rigen siempre, muestra, claramente, la esencia dialógica del ser humano y su responsabilidad respecto de toda la creación. Allí leemos que Dios, después de crear todas las cosas y los animales, crea al ser humano a su imagen y semejanza: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza” (Gn.1,26), “varón y mujer los creó” (v.27) y, luego de bendecirlos les encomienda toda la creación. En ese mismo y breve movimiento, además de significar la dignidad de toda persona humana, se refiere a una finalidad o un “para qué” de la vida humana cuando les dice: “Sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla” (Gn.1,27-28).
Importa notar que Dios, después que Adán y Eva cometen lo que se conoce como el pecado original y se esconden, sale en busca de ellos y le pregunta a Adán: “¿Dónde estás?” (Gn.3,9) Adán responde: “tuve miedo porque estaba desnudo. Por eso me escondí” (v.10). Dios insiste con otra pregunta: “¿Y quién te dijo que estabas desnudo? (v11) Y todavía sigue el diálogo a partir de otra pregunta de Dios a Adán. “¿Acaso has comido del árbol que yo te prohibí?” (v.11) Lo que aparenta ser el interrogatorio de un fiscal, entraña, en realidad, una noticia muy profunda: Dios aparece como interlocutor del ser humano; aquel que quiere entrar en relación con nosotros para despertar toda nuestra capacidad de amar. El Génesis nos revela que Dios quiere ser nuestro interlocutor, ese Tú misterioso e incondicional, que puede ayudarnos a tomar conciencia de nuestra propia realidad, así como de los sueños que nos habitan y podemos desplegar.
En efecto, Dios promueve a través de sus preguntas a que Adán tome conciencia de su realidad, de lo que le pasa, de su verdad. No se debe olvidar que el libro del Génesis no pretende ofrecer un cuento respecto de los comienzos del mundo, sino hablar del “Principio” o de “los principios” en su sentido más radical. El libro del Génesis habla de los principios que rigen siempre y no de cómo sucedieron las cosas. Habla de los principios ontológicos, de aquello que constituye la realidad y los seres humanos.
Los relatos del Génesis afirman que los seres humanos, además de ser creados “semejantes” a Dios, lo que vale decir, capaces de amar, también sostienen que Dios es su más hondo interlocutor. Él está siempre a disposición para ayudarnos a tomar conciencia de nuestra realidad y para ayudarnos a descubrir el sentido de la vida. Dios es quien deja impreso en lo más hondo de su creatura ese llamado radical que la constituye como creatura humana.
Pero volviendo al esfuerzo que hacemos por clarificar los conceptos de “vocación” y “libertad”, cabe asomarnos a la etimología de la palabra “llamado –vocación–” y lo que los diccionarios dicen de ella. Vocación proviene del latín “vocatio” que derivó, a su vez, del verbo “vocare”, llamar, que, a su vez, provendría del vocablo originado en la raíz indo-europea wekw, de la cual provienen también los términos: voz, evocar, invocar, provocar y vocabulario. La voz del Diccionario Salamanca de la lengua española sobre “vocación” señala como primera acepción la siguiente definición: ‘Inclinación de una persona hacia una profesión, una forma de vida o una actividad’.
La definición citada supone que la persona se inclina a –decide– vivir de determinada manera o a realizar algún tipo de actividad o profesión. Quien elige ejerce su libertad y lo hace sin saber exactamente lo que dicha decisión supondrá con el correr del tiempo. Se trata de una inclinación, de algo que mueve hacia cierto lugar y que requiere de la decisión existencial para hacerse realidad. En ese sentido, se puede afirmar que la vocación es un desafío a la libertad, una invitación a lo posible, un impulso hacia la superación.
Importa subrayar que la vocación es un llamado, una voz que emerge a la sombra del alumbramiento de la conciencia y que hunde sus raíces en la historia y en la cultura. Así mismo, se puede decir que se trata de algo que intuye la libertad y que tiene su punto de apoyo en personas concretas y en la historia del pueblo al que las personas pertenecen. Se trata de asumir la libertad individual con la responsabilidad de quién se sabe esencialmente social y perteneciente a una cultura e historia concretas. Más aún, la cultura y la historia en que cada persona se inserta, conforman “el escenario” en el que la libertad se sueña e imagina.
El llamado, en el sentido amplio con que lo entendemos aquí, no es una piedra que aplasta la iniciativa, la libertad, o la creatividad de las personas; muy por el contrario, es el ámbito en el que la iniciativa y la creatividad se potencian. La vocación no es un “llamado” que viene concluido y empaquetado desde fuera, sino la respuesta progresiva y constante que los pueblos y las personas van realizando ante los desafíos que la historia y la cultura van presentando.
UNA LIBERTAD RESPONSABLE
En este momento cabe hacer un esfuerzo por entender el concepto de “responsabilidad” que ya se ha ido esbozando y que es esencial al modo cristiano de entender el sentido de la vida.
Cabe decir que la palabra “responsable” proviene del latín “respondere” que quiere decir responder en el sentido de obligarse o de comprometerse a algo. Al hablar de una vocación como libertad responsable, queremos significar que se trata de una libertad que responde con compromiso a alguna demanda. Responsable es aquel que puede responder, que puede asumir la responsabilidad ante alguna situación.
Cuando hablamos de una libertad responsable, estamos indicando que se trata de una libertad situada, comprometida con la historia y el medio concreto en el que se desempeña. Podríamos decir, también, que se trata de ese reflejo vivo y profundo que nos habilita para hacernos cargo de propuestas, demandas o proyectos que prometan vida para nuestros hermanos. En efecto, responsable es el que puede responder. Es el que puede responder al apelo de la “vocación radical” y el que puede responder a los desafíos de la historia. Se trata de una respuesta seria y comprometida al desafío que entraña la vida misma, así como la respuesta seria y comprometida con respecto a los desafíos concretos que se van presentando en el seno de la historia y de la cultura. La respuesta a la propia vocación, como a las demandas de la historia, serán cristianas, en la medida en que se desarrollen con pertinencia, creatividad y compromiso personal.
EL SUJETO POTENCIALMENTE CAPAZ DE ASUMIR UN LLAMADO Y RESPONDER CON LIBERTAD
Desde el comienzo de estas reflexiones nos hemos referido a conceptos que reflejan dimensiones esenciales del ser humano, pero como si estuvieran en el aire o como si poseyeran vida propia. Esto quiere decir que hemos estado hablando de la vocación, la libertad y la responsabilidad, sin atender a que dichas realidades solo existen en personas o que son sustentadas por sujetos humanos. En efecto, dimos por supuesto que nos referíamos a atributos o dimensiones de alguien que, en principio, tiene algo que decir sobre las realidades aludidas. Hay un “alguien”, un sujeto, que debe percibir la vocación que le es inherente a su ser y que habrá de responder con libertad y responsabilidad.
Se hace claro que antes de seguir adelante, hemos de preguntarnos por el “sujeto” que acoge una vocación a la que tiene que responder desde su libertad y de cara a la historia. Sin lugar a dudas, todos estamos de acuerdo en que solo las personas pueden percibir la vocación tal y como la hemos descrito, y que son capaces de responder a ella con libertad.
Importa que nos detengamos, aunque sea de forma breve y sencilla, a clarificar qué entendemos por el sujeto humano o, si se quiere, por la entidad y las características del individuo que puede sentirse llamado a responder a la vida con la libertad que le caracteriza. Debemos preguntarnos en qué se apoya la libertad responsable de la que venimos hablando, o quién es el sujeto que puede recibir, escuchar o percibir ese llamado radical del que nos hemos ocupado. ¿Podemos referirnos a algo que estaría por debajo o que sería el quién de la conciencia refleja? ¿Existe algo así como un sujeto, un punto de apoyo necesariamente humano, que tendría la potestad de escuchar el llamado de la vida y responder con libertad a los requisitos de la historia? O, más bien, ¿hemos de pensar que no hay nada concreto que sostenga esa conciencia refleja y la libertad que de ella proviene?; o, más bien preguntarnos si no tendríamos que pensar en un sujeto pasible de acoger el llamado y capaz de responder con libertad a los desafíos de la vida.
Pues bien, parece obvio que existe un sujeto que puede percibir y acoger el llamado –vocación– del que venimos hablando, así como que es el que puede responder al mismo con libertad y en el seno de la historia. Podemos asumir que sobre este punto existe un amplio, por no decir casi total, acuerdo y consenso. Las diferencias surgen sobre las características que posee el mismo y sobre el modo en que ese sujeto llega a existir.
Para que se entienda el problema al que nos referimos, planteamos algunas preguntas que pueden ayudarnos a entender la complejidad en cuestión. ¿Podemos afirmar que en el mismo momento de la concepción desembarca en la historia un sujeto o una persona? O, más bien, ¿hemos de pensar que el sujeto se va configurando con el tiempo y en el seno de una cultura? ¿Podemos pensar que hay un sujeto inicial o germinal que habrá de desarrollarse con el tiempo? ¿Son posturas excluyentes o pueden encontrarse en algún punto?
Una forma más existencial y provocativa de plantear la pregunta a la que esperamos responder, viene planteada por un texto de Bonhöeffer cuando estaba preso en un campo de concentración nazi. El texto se conoce como el salmo de Bonhöeffer. Como se verá, él se preguntaba ¿quién soy yo? en aquel contexto tan particular. La respuesta que él ofrece a la luz de la fe nos da pistas para comenzar a esbozar una respuesta que ofrezca luz respecto de las características que tendría el sujeto al que nos estamos refiriendo. El salmo de Bonhöeffer dice así:
¿Quién soy yo? – Me dicen con frecuencia
que salgo de mi celda
sereno y animoso y firme
como un señor feudal de su castillo.
¿Quién soy yo? – Me dicen con frecuencia
que hablo con mis guardianes
libre y amable y claro
como si tuviera que dar órdenes.
¿Quién soy yo? – También me dicen
que sobrellevo los días de la desgracia
ecuánime, sonriente y orgulloso
cual uno acostumbrado a las victorias.
¿Soy yo en verdad
lo que otros dicen de mí?
¿O sólo soy eso que yo sé de mí mismo?
Inquieto, añorante y enfermizo
cual pájaro en la jaula,
debatiéndome por el aliento vital
cual si alguien estrangulase mi garganta;
hambriento de colores, de flores y de trinos,
sediento de buenas palabras,
de cercanía humana;
tembloroso de ira por la arbitrariedad
y por las más mínimas molestias,
zarandeado por la espera de grandes cosas,
impotentemente inquieto por amigos en infinita lejanía,
cansado y vacío para orar y pensar, para crear,
apático y dispuesto a despedirme de todo.
¿Quién soy yo? ¿Este o aquel?
¿Soy hoy éste y mañana otro?
¿Soy ambos a la vez?
¿Ante los hombres un hipócrita y ante mí mismo
un despreciable y quejumbroso cobarde?
¿O se parece lo que aún hay en mi al ejército batido
que retrocede en desbandada ante una victoria ya ganada?
¿Quién soy yo? La solitaria pregunta se burla de mí.
Quienquiera que sea yo, tú me conoces,
¡tuyo soy, oh Dios.(4)
Como fácilmente se puede percibir, el texto parte de la pregunta que asedia al autor y termina dirigiéndose a Dios en oración estremecida. A través de la última frase de su texto se puede intuir qué significa ese “Tú me conoces”. Todo lleva a pensar que Bonhöeffer expresa con confianza y certidumbre que solo Dios es quién puede descifrar el código más hondo de su propia identidad. En medio de la incertidumbre sobre sí mismo apela a su fe y se apoya en ella para reafirmar la certidumbre de su radical pertenencia a Dios. Parte de una confusión, de datos contradictorios y de la desazón que ello le produce, para mirarse desde otro horizonte, desde una perspectiva mayor y más radical. Bonhöeffer confía en que solo Dios puede responder, con propiedad, a la pregunta que le angustia.
En el lugar en que se cruzan las miradas de los otros con la suya, se genera una nebulosa que le confunde y desorienta. Es como una contradicción que azuza una gran perplejidad y su apertura al sentido profundo de la misma existencia.
Cabe notar que, la última frase del texto citado denota, con claridad, que Bonhöeffer experimentó, de alguna manera, el amor de Dios como misericordia y aceptación incondicional. Sabe que Dios es el único que alcanza toda la verdad porque solo conoce amando y nunca desde la fría objetividad. Bonhöeffer sabe y confía que el mirar de Dios alcanza el núcleo más íntimo de su persona.
La pregunta que brota con naturalidad es: ¿qué es lo que ve Dios y no las personas en general? o, mejor dicho, ¿qué es exactamente lo que Dios conoce de Bonhöeffer o de cualquier persona con respecto a la propia identidad y que los otros no pueden alcanzar? ¿Qué se entiende por la identidad profunda de cada una de las personas?
Al percibir los valiosos aportes, entre otros, de la antropología, la sociología y la psicología, respecto de la génesis de la identidad de las personas, de su crecimiento y evolución, se percibe que rechazan la existencia de una “identidad predeterminada” y acabada ya desde el comienzo de la existencia. En otros términos, podríamos decir que, en general, las ciencias mencionadas sostienen, básicamente, que el sujeto se va fraguando a lo largo de la historia y a partir de la relación con los otros. Si bien esa perspectiva subraya la importancia de una dimensión de la realidad, entendemos que no refleja toda la realidad y que, por ello, hemos de ir un poco más a fondo. Más aún, esperamos mostrar que, aunque sea obvio que las personas van configurando su identidad en la relación con los otros y en contextos determinados, también lo es que los sujetos han de venir a la existencia cuando menos como con un punto de apoyo específico que posibilite la emergencia de la persona. Con el propósito de aclarar un poco esta aparente disyuntiva, veamos, en primera instancia, la importancia que tienen los otros y la cultura en la configuración de las personas y sus proyecciones.
FUNCIÓN DE LOS OTROS Y LA CULTURA EN LA CONFIGURACIÓN DEL SUJETO
M. Buber es un ejemplo muy conocido de cuanto venimos diciendo. Sin negar la perspectiva antes aludida, es decir sin negar una realidad anterior y radical con la que el ser humano llegaría a la vida, destaca y subraya la perspectiva aludida. Buber, filósofo y creyente judío, escribió un libro muy famoso titulado: “Yo y Tú”(5). En él plantea la radical importancia de los otros, de los “tus”, respecto de la configuración y desarrollo del sujeto. Su argumento es claro: no hay “yo” sin un “tú”. Se podría decir que plantea que el “yo” está esencialmente constituido por un anhelo del “tú”. Los otros son como los espejos a través de los cuales las personas van diciendo quiénes son.
Por otra parte, y como se anunció, podríamos aludir a los apabullantes aportes de la psicología evolutiva cuando sostiene que las identidades se van negociando en relación a y con los otros significativos. En ese sentido son muchos los filósofos y teólogos que subrayan la configuración del “yo” desde los otros y la cultura. Insisten en que el yo se va perfilando desde los “tú” que los rodean y protegen. La conciencia de la diferencia con los otros “tú” hace que emerja el yo de las personas. Esquirol, en su libro “Uno mismo y los otros” se apoya en Lévinas para llegar a sostener que “el Otro es quién me constituye”. Lo afirma de la siguiente manera:
“La casa es el recibimiento y la morada que permiten la edificación de uno mismo. En otras palabras: la casa como recibimiento es la condición de la propia identidad, de la edificación posterior de la propia identidad. Desde el recibimiento empiezo el movimiento propio de identificación (o, en otra perspectiva: la intencionalidad se produce a partir del primer recibimiento). He aquí la paradoja: que entremos en casa siendo recibidos por Otro. Ello nos obliga a matizar lo dicho, siendo esto lo esencial de la herejía fenomenológica de Lévinas: es el Otro quien me constituye”.(6)
Si bien la mayoría de las ciencias humanas hacen hincapié en el proceso histórico por el cual se van fraguando las identidades, es decir, que se inclinan a concebir la identidad como una realidad construida históricamente y “desde afuera”, también es cierto que algunas subrayan, de distinta manera que, en algún nivel, la identidad es algo que viene con la persona cuando desembarca en este mundo.
¿UN “YO” PREVIO A LA HISTORIA PERSONAL?
Importa notar que desde la Filosofía y la teología hay miradas que postulan la existencia de estructuras básicas de la propia identidad y que serían previas al desenvolvimiento histórico de los individuos.
Andrés Torres Queiruga, tratando el difícil tema del carácter personal de Dios y con objetivos distintos a los que aquí se persiguen, sostiene que existe un “yo” primigenio y, de esa forma, rescata lo que denomina una “estructura elemental del yo”. Más aún, deja entrever que ese núcleo básico y elemental del yo sería la condición de posibilidad o el sustento de las relaciones interpersonales. Si bien no queda claro exactamente qué pueda contener o significar la “mismidad” de esa estructura básica de la persona a la que se refiere, no deja de ser interesante que se intente apuntar a algo dado y anterior a toda relación como estructura básica del yo; lo dice así:
“Es cierto que no podemos concebir la persona sin su constitutiva referencia a lo interpersonal; pero, como a propósito de Emmanuel Lévinas advierte Paul Ricoeur, lo personal constituye a su vez aquel elemento co-originario sin el cual la interpersonalidad no es posible, correspondiéndole incluso una cierta “primacía gnoseológica”. Y Hansjürgen Verweyen insiste con razón en que una “estructura elemental” del yo, “aunque no totalmente consciente de sí misma” tiene que preceder a la constitución interpersonal de la autoconciencia”.(7)
Es evidente que Queiruga, Ricoeur, Verweyen y Levinas subrayan la inter-personalidad como dimensión constitutiva de la persona, así como también plantean un núcleo anterior y elemental en la persona como posibilidad para la propia inter-personalidad. No obstante, aunque lo dicho sobre la “relación interpersonal” parece pesar mucho más que la “estructura elemental del yo” aludida, no deja de ser interesante que los autores mencionados reconozcan la existencia de un núcleo básico y anterior a la relación interpersonal a la hora de pensar la identidad de las personas.
Esquirol, va un poco más lejos y se apoya en Heidegger para postular un “yo profundo” que interpela, que llama y provoca, sin que pueda ser delimitado ni objetivado por la conciencia. Se refiere a ese yo como el “vocador”, el que llama e interpela. Lo presenta de la siguiente manera:
“El vocador es el propio Dasein y, por lo tanto, la vocación no lleva –según Heidegger– a la trascendencia, sino que se mantiene –al menos en el Heidegger de Sein und Zeit– en la inmanencia, sin que por ello se reste fuerza a la interpelación. Así resuelve Heidegger la procedencia de la vocación (aunque también señala que hay quien sitúa en Dios el origen de dicha vocación). Heidegger justifica su interpretación «inmanentista» argumentando que no hay necesidad de recurrir a potencias distintas del propio Dasein para explicar la vocación; recurrir a potencias extrañas, piensa Heidegger, es desestimar de antemano la riqueza y la profundidad del propio Dasein”.(8)
Ese yo profundo e imposible de conocer en su totalidad puede ser interpretado de distintas maneras tal y como afirma Esquirol. No obstante, deja claro que Heidegger lo entiende como algo profundo del propio ser humano. De la mano de Heidegger y apoyándose en las reflexiones de Ricoeur y Lévinas, Esquirol afirma que “sea como fuere, en ningún caso se alcanza la plena conciencia de uno mismo. Y ocurre que lo extraño de uno mismo viene a constituirse como en una especie de fundamento ontológico de la propia diversidad humana”.(9)
Así como Torres Queiruga apunta a un yo elemental y previo a la relación interpersonal, aunque no aclara en qué consiste ni si tiene contenido específico, Esquirol, apoyándose en Heidegger y Ricoeur, deja entrever un yo profundo subrayando su función interpelante. En ambas aproximaciones queda la duda de si se trata de una pura forma que interpela al sujeto y que posibilita la inter-personalidad, o si indica algún contenido específico al que pudiera señalarse propiamente como “identidad previa”.
Lo que importa subrayar es que desde distintas miradas se afirma la existencia de algo anterior a la propia historia que estaría determinando, de alguna manera, la identidad de la persona.
LA PERSPECTIVA CRISTIANA
A partir de lo anteriormente visto, podemos asumir que se respeta mejor la identidad de las personas si se asume que se trata de algo que combina lo dado con lo por venir; es decir, que se trataría de una “mismidad básica” que iría siendo estimulada por la relación con los otros y que habría de adquirir su verdadera estatura en el misterio de la libertad. Simplificando un poco las cosas, se puede decir que el ser humano posee en su misma genética una estructura dialogal como posibilidad que le lleva a desarrollarse con los otros y a partir de la llamada de los otros. Da ahí que podamos sostener que el ser humano es un ser esencialmente dialogal.
En efecto, la mirada cristiana define al ser humano como un ser radical y esencialmente llamado a la comunión con Dios y con los otros. Luis Ladaria, en su Antropología teológica afirma lo siguiente:
“Sintetizando estas nociones bíblicas y patrísticas podemos decir que el hombre, desde su creación, está llamado a la comunión con Dios y, más específicamente, a revestir la imagen de Jesús resucitado… lo que en último término nos define y sitúa en una posición superior a la de todas las demás creaturas es el hecho de que sólo el hombre es un interlocutor para Dios: éste es un dato teológico decisivo”.(10)
En efecto, que la esencia del ser humano esté definida como ser de comunión, necesariamente lleva a inferir que su mismidad es apertura y salida hacia el Otro y los otros. En sus fibras más hondas el ser humano es alguien llamado y convocado a la comunión. Esa dimensión constitutiva de su esencia no se refiere únicamente a Dios, aunque sí indica su destino final. Si el anhelo de comunión es constitutivo de su ser, debe incluir a los otros y al modo de estar en el mundo.
Podemos sostener, pues, que la identidad de las personas hunde sus raíces en un misterio que les precede y que indica un rumbo básico por el que andar. Podemos afirmar que la identidad personal hunde sus raíces en una tierra original y originaria anterior a la historia de cada individuo. Así mismo, es evidente que también se trata de algo que se construye a través de las relaciones con los otros y de las decisiones que las personas van asumiendo a lo largo de su existencia. La libertad no es pura o absoluta; tiene un punto de apoyo que indica o sugiere por dónde ir, pero nunca inhibe la libertad ni la responsabilidad de elegir. Se trata de una libertad que se ha de asumir, con arrojo y responsabilidad. Se trata de responder al “llamado radical” con el que toda persona desembarca en esta vida.
Habida cuenta de lo antes dicho, podemos afirmar que asumir libre y conscientemente la vocación que se ha intuido y soñado, es la mejor forma de ir configurando la propia identidad. Obviamente, existen distintas dimensiones interactuando a la hora de asumir y ejercer esa libertad, puesto que se trata de una libertad condicionada y aupada por distintos factores. Es decir, se trata de la única libertad posible; la que tiene raíces históricas y culturales. La que es desafiada y estimulada por distintas instancias o acontecimientos, así como por personas y situaciones concretas. Una libertad que va tomando cuerpo en el proceso de “individuación” y que es deudora de otras libertades y de relaciones que se van construyendo a lo largo de la vida.
La vocación, como expresión de la propia identidad, es algo que se va visualizando y descubriendo en momentos germinales de la vida y que tiene raíces hondas. En este sentido, la vocación podría ser definida como la respuesta existencial al llamado que Dios dirige a cada uno en el mismo acto creador. En efecto, importa reconocer que la identidad personal no puede reducirse a una simple sumatoria de decisiones. Se intuye una “sustancia” (¿un alguien?) preexistente que sería el punto de apoyo para que la libertad vaya perfilando la identidad de cada persona. De alguna manera, la pregunta por la propia identidad entraña, también, un punto de apoyo, un misterio que envuelve a las personas y que no se puede objetivar como si de una cosa se tratase. Se puede decir que son como dos platillos de una balanza que pueden tener mayor o menor peso en ellos pero que siempre estarán allí.
Como veremos, la Biblia ofrece ejemplos luminosos sobre la vocación humana como respuestas a las promesas de Dios. En los capítulos que siguen se analizarán algunos pasajes de la Biblia que son muy elocuentes a ese respecto. Específicamente ayudarán a ver cómo la dimensión trascendente se hace presente en la respuesta humana a su vocación radical.
3. Zubiri, Xavier, El hombre, realidad personal, Revista de Occidente, 1, 1963. “He aquí las dos habitudes que radicalmente se distinguen en la escala zoológica: de un lado, la habitud del puro sentir estímulos, y de otro, la habitud de inteligirlos como realidades; sentir e inteligir. A estas dos habitudes, responden dos formalidades según las cuales las cosas quedan en su presentarse: estímulo y realidad”.
4. Citado por Dorothe Söle, en Viaje de ida. Sal Terrae, Santander, 1977, pp. 125-126.
5. Buber, Martin, Yo y tú. Nueva Visión, Buenos Aires, 1979. Un par de frases dejan ver la verdad a la que apela: “La primera palabra primordial ciertamente puede descomponerse en Yo y Tú, pero no ha nacido de la reunión de ambos; es por su índole anterior al Yo” (p. 24); “El hombre se torna un Yo a través del Tú (p. 30); “La individualidad aparece en la medida en que se distingue de otras individualidades. Una persona aparece en el momento en que entra en relación con otras personas” (p. 57).
6. Esquirol, Josep M., Uno mismo y los otros. De las experiencias existenciales a la interculturalidad, Herder, Barcelona, 2015, p. 17.
7. Torres Queiruga, Andrés, Alguien así es el Dios en quien yo creo. Trotta, Madrid, 2013, p. 124.
8. Esquirol, op. cit., p. 30.
9. Ibíd., pp. 31-32.
10. Ladaria, Luis, Antropología teológica. Pontificia Universidad de Comillas y Pontificia Universitá Gregoriana, Roma, 1983, p. 125.