Читать книгу Tirza - Arnon Grunberg - Страница 10

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—JÖRGEN, TE HE PREGUNTADO ALGO. ¿HA LLAMADO IBI?

Hofmeester se limpia las manos con el delantal. Se le habían quedado adheridos algunos granos de arroz.

—Ibi —dice él mirando fijamente a la madre de sus hijas que lleva puesta su bata—. Ibi. Ha llamado, sí. Pero yo no he hablado con ella. Tirza la tuvo al teléfono. Está de camino.

La esposa sonríe, aunque no es precisamente una sonrisa de satisfacción, y le pasa el dorso de la mano por la mejilla. Le quita algo que le cuelga de la nariz. Él no puede ver lo que es. Un trocito de gamba, una escama de su propia piel, algo de un verde indefinido, tal vez wasabi.

—Tienes que afeitarte —le dice ella—. Pareces un pordiosero.

—Lo haré, pero primero quiero acabar esto —dice él señalando el pescado crudo.

Ella se dispone a irse, pero Hofmeester la retiene agarrándola de la bata.

—Deja que esta fiesta sea para Tirza. Déjaselo del todo a Tirza. Mantente todo lo posible en segundo plano.

Ella lo mira sonriendo como si él le acabara de contar un chiste. Uno de sus viejos y consabidos chistes. Después se aleja lentamente, y él vuelve a concentrarse en el sushi con una entrega que ya no lo extraña. Esta es su vida y este es su arroz. A pesar de todo, le gusta. Le gusta desde hace más de tres años.

Aquella noche, la primera de su regreso, seis días antes, Tirza no volvió a salir de su cuarto. Después de un tiempo, él subió por segunda vez y llamó a su puerta, pero ella no le contestó. Durante unos cinco minutos, él se quedó allí, sin saber qué hacer. Titubeando, considerando las distintas posibilidades, atemorizado. Así se quedó él delante de su puerta.

En lo que respecta a Tirza, él siempre ha tenido miedo, incluso antes de que se pusiera enferma, ya desde su nacimiento. Es un miedo que nunca sintió por su hija mayor, al menos no en esa medida, un miedo que no lo ha abandonado desde el primer momento en que la sostuvo en sus brazos: el miedo de perderla.

—Tirza —dijo en voz baja, pero al ver que ella tampoco respondía a su llamada, regresó al salón y abrió una segunda botella de vino blanco, también sudafricano. A eso de las once, la segunda botella estaba tan vacía como la primera.

Él y su esposa se la habían bebido en silencio. No tenían mucho que decirse. El regreso de la esposa se produjo de manera silenciosa, calmada y conmovedora, precisamente por lo fácil que fue. Volvió a aparecer como si nada.

Ella olisqueó.

—¿Has vuelto a meter algo dentro? —preguntó.

—¿Dónde?

—En el horno. Huelo algo.

—No he metido nada dentro, hueles cosas que no existen —le dijo él con agudeza.

Hofmeester esperó unos minutos más, miró su reloj y dijo:

—Es tarde, no sé dónde quieres dormir. ¿Tienes algún sitio donde quedarte? ¿En casa de amigos?

—¿En casa de amigos? —preguntó ella mientras sacudía la cabeza y se reía como solía hacer antes.

Él advirtió que se había dejado crecer la melena. Al principio no se había dado cuenta. No había mirado bien. Había tantas cosas que mirar. Sus zapatos, su maleta, su impermeable, su anillo, sus gafas de sol, sus labios. Tenía el cabello más largo que cuando se fue y no le quedaba mal.

—¿Con qué amigos?

Él no supo qué contestarle. No sabía qué amigos conservaba y cuáles había desechado.

—No, no tengo ningún sitio donde quedarme —se contestó entonces a sí misma—. No tengo nada de nada.

Sonaba orgullosa, como si hubiese desafiado al destino en persona. Era algo que siempre le había gustado hacer: recordar una y otra vez al destino que ella existía. Como si pudiese olvidarla.

Él se llevó los platos, los cubiertos y las dos botellas vacías a la cocina y cuando volvió al salón dijo:

—Si quieres puedes quedarte a dormir aquí.

No había tenido que pensárselo mucho. No había alternativa, más bien lo contrario: una falta de alternativas.

—Es muy amable de tu parte —le dijo ella—. Estoy bastante cansada. Ha sido un largo viaje.

A él le quedaba media copa de vino. Volvió a sentarse.

—Bueno —dijo.

Hofmeester jugaba con los dos corchos que había sobre la mesa, los hacía girar, se quedó absorto en ello y cuando uno de los corchos cayó al suelo, dijo:

—Bueno, pues entonces resuelto.

Era demasiado tarde para encontrarle un hotel o una pensión, además resultaría maleducado, y gélido, también eso. Un hotel para la madre de tus hijas, eso iba en contra de todo aquello en lo que creía Hofmeester. No quería ser gélido, más bien cálido. Ardiente.

El amor era una palabra que había perdido significado —casi todas las palabras habían perdido significado—, pero medio siglo de vida traía sus consecuencias, y Hofmeester tenía ya más de medio siglo de vida. Uno dejaba entrar a algunas personas, les daba comida y cama. La vida le había dejado un sentido de la responsabilidad, un profundo y omnipresente sentido de la responsabilidad.

Se había acostumbrado a vivir con Tirza. A vivir en la gran casa vacía en la que podía pasearse sin tropezarse con otros. La ausencia de una pareja no había resultado ser una maldición, sino la libertad, una libertad dolorosa e incompleta, pero aun así, libertad. Él estaba con su hija. Y era como si tuviera que ser así, como si debiera ser así. Eran inseparables, la hija y él. A veces ella sabía lo que él iba a decir incluso antes de que hablara. Los novios que él se encontraba de vez en cuando en el cuarto de baño solo estaban de paso.

Le costaría un poco acostumbrarse a un huésped. Aunque fuera su esposa. Dejó su copa, recogió el corcho y se fue arriba. Pasó delante de la maleta roja con ruedas, que seguía esperando valientemente en el pasillo. Se preguntó qué habría dentro. Pasó delante del impermeable azul, y a continuación delante de la habitación de Tirza y vio que había apagado la luz. Al llegar a su dormitorio, se percató de que su esposa lo había seguido a una discreta distancia.

Ella se sentó en la cama. En su lado de la cama. El lado donde siempre había dormido y donde ahora había libros y periódicos. La esposa cogió los libros y los periódicos, y los dejó en el suelo. También echó al suelo el polvo que había debajo de los libros y los periódicos. Así, la cama de matrimonio volvió a ser una cama de matrimonio.

Se tomó la cabeza entre las manos y luego la soltó. Su pelo no solo era más largo sino que además tenía otro color. El color que había tenido en algún momento. Hacía mucho tiempo. Dejó sus gafas de sol en la mesilla de noche.

Hofmeester se quitó la corbata y la colgó de una silla.

—El colchón —dijo ella—. ¿Sigue siendo el mismo?

Lo abolló con las manos, lo comprobó mientras él miraba la corbata, uno de los regalos que recibió tras dos décadas de lealtad a la empresa. Era realmente una bonita corbata. Elegante. La secretaria la había elegido personalmente en los almacenes de Bijenkorf. Era mucho más fácil ser leal a una empresa que a un particular.

—Que yo sepa, el colchón sigue siendo el mismo.

—Está viejo —dijo ella—. Entonces ya lo era. No puedes dormir eternamente en el mismo colchón.

Él asimiló la escena: ella sentada en la cama, haciendo comentarios sobre el colchón. Como si fuera su casa, como si nunca se hubiese ido. Casi era para echarse a reír.

—¿Te quedas a dormir aquí? —le preguntó él mirando sus libros y periódicos que durante meses, no, años, le habían hecho compañía en la cama como una mujer. En su vida, la carne se había hecho verbo.

—Me has invitado tú.

—Pero no aquí —replicó él señalando la cama, el espejo, las mesillas de noche.

—¿Dónde si no? ¿En el cuarto de Ibi?

—¿Y esto no te parece un poco raro?

—¿Raro? ¿Por qué iba a ser raro? ¿Hay alguien que duerma aquí? —preguntó ella—. ¿Estoy en el sitio que pertenece a otra persona? ¿Ocupo un trozo de la cama que no me está reservado?

—No realmente —admitió Hofmeester después de dudar durante unos segundos—. Aquí no duerme nadie. Quiero decir, yo duermo aquí. Y mis periódicos.

—Pues bien.

Él se quitó la camisa y ella se miró los pies descalzos, sentada en la cama.

—Pero sigue siendo raro —dijo él, más a sí mismo que a ella—. Todo en ti es raro.

Ella se volvió hacia él, para poder verlo de pie junto a la ventana, con la camisa en las manos. Dijo:

—Estás muy blanco, más blanco que antes. Es como si cada vez te volvieras más blanco. ¿No tomas nunca el sol? A las mujeres no les gusta la carne blanca.

Él colgó la camisa con esmero sobre la silla, se sentó y se quitó los zapatos y los calcetines. Metió los calcetines dentro de los zapatos. Los calcetines eran también un obsequio que le había hecho su empresa, una editorial, tras dos décadas de servicio. Dos décadas, ahora ya eran más de tres. A la empresa le gustaba hacerle regalos útiles. Algo que pudiera ponerse. Y, por consiguiente, que pudiera quitarse después. Él dijo:

—Desde que te fuiste no he tenido quejas. Ni sobre mi carne blanca ni sobre la falta de sol. Sobre nada. Las quejas han desaparecido. Solo el inquilino viene a quejarse de tanto en tanto.

Cuando él ya no lo esperaba, cuando se había olvidado de su presencia por un segundo, ella dijo:

— Tu carne es tan blanca que casi da miedo.

Su voz tampoco había cambiado. Algo en esa voz lo repugnaba desde hacía mucho. Desde el momento en que lo especial, lo excepcional en ella dejó de ser excepcional para convertirse solo en una fuente de irritación.

Su vestido tenía colores vivos. Era un vestido de verano. Antes, ella se vestía sobre todo de negro. Pantalones vaqueros, muchos vaqueros, eso también. Hasta que una noche, él tuvo que decirle: «Ya no eres una quinceañera. Va siendo hora de que te pongas otro uniforme».

—Como si estuvieras enfermo —siguió diciendo ella—. Como si te estuvieras muriendo. ¿Te estás muriendo? ¿Es eso? Jörgen, ¿te estás muriendo?

Él se fue al cuarto de baño, encendió la luz y ella lo siguió descalza. Sus zapatos seguían estando en el piso de abajo, junto al sofá. La vio mirarlo en el espejo del lavabo. Ella había cambiado. Tenía arrugas donde antes no las había, su cara parecía más llena o más fina. Él se dio cuenta ahora, a la luz brillante del cuarto de baño. En aquellos cambios mínimos se escondían tres años. Hay pocas cosas que sean tan aterradoras y que por ello provoquen tanto odio como la mujer que envejece. Ella resume el deterioro, ha vuelto para vengarse del deseo.

Hofmeester carraspeó, desplazó un tarro de crema de manos.

—Mi neceser está abajo en mi maleta —dijo ella—. No tengo ganas de ir a buscarlo. Me he quedado sin fuerzas. Estoy cansada. ¿Tienes un cepillo de dientes?

En el lavabo había dos cepillos de dientes. Ella los miró.

—El verde es de Tirza —dijo Hofmeester.

Ella cogió el cepillo azul, le puso dentífrico y empezó a cepillarse los dientes, mientras se observaba en el espejo.

Hofmeester contempló, consternado, cómo su cepillo de dientes desaparecía en la boca de su mujer. Cómo aquel cepillo se movía a uno y otro lado de su boca. Había algo que lo irritaba, algo lo asqueaba, la idea de que su cepillo de dientes estuviera ahora en su boca le resultaba insoportable. Quería gritar: «Déjalo, cerda asquerosa, déjalo de inmediato», y sacarle el cepillo de dientes de la boca, pero dijo:

—Puedo ir abajo a buscarte uno nuevo. Tal vez sea más higiénico.

—No te molestes —contestó ella con la boca llena de espuma—. Estoy muy bien.

—¿Qué dices?

—Que no te molestes —repitió ella—. Eso he dicho. Así ya me está bien.

Él esperó a que acabara de limpiarse los dientes. Tardó mucho. Después, él enjuagó el cepillo a conciencia. Ella se quedó junto al lavabo, pensativa, pero cómoda. Como si hubiese estado allí el día anterior y la semana anterior, un mes antes. Y él siguió enjuagando. Fregó el cepillo de dientes como si pudiera contagiarle algo. Una idea. Una creencia. Una enfermedad.

Ahora Hofmeester vio que su mujer tenía las piernas más gordas. Ligeramente hinchadas, no tan esbeltas como antes, menos inaccesibles. Pero también él estaba cambiado. Le habían hecho dos operaciones de mandíbula. Se podía ver, él lo veía, y ella tenía que haberse dado cuenta, pero no había dicho nada sobre eso, como tampoco sobre casi todo lo demás. Y al igual que ella, él tampoco había formulado preguntas. ¿Por qué iba a hacerlo?

Entonces pensó en Tirza. Aún estaría allí unas semanas. Solo unas semanas, nada más. Después se iría de viaje, a recorrer el mundo con su novio que él todavía no conocía, pero que conocería en la fiesta, la gran fiesta. En una ocasión, él le preguntó:

—¿Es uno de los chicos que me he encontrado por la mañana temprano en el cuarto de baño?

Ella lo miró riéndose y le dijo:

—Ay, no papi, esos eran rollos de una noche.

Él sonrió y murmuró:

—Ajá.

Hofmeester nunca había relacionado directamente el mundo de los rollos de una noche con el de su hija, y ahora que ella lo hacía de forma tan casual, él se quedó desconcertado. No es que estuviera realmente conmocionado, como mucho un pelín preocupado. Algo le resultaba incómodo en la combinación de aquellas palabras: hija y rollo de una noche. Algo incómodo. Solo eso.

—Les he ofrecido toallas limpias a los chicos —dijo, sin poder esconder la incomodidad y por lo visto Tirza se dio cuenta, pues añadió:

—Papá, no te preocupes. Sé lo que me hago, no soy tonta.

—No, no —le contestó él—, por supuesto.

Después dio media vuelta para seguir con lo que estaba haciendo, aunque había olvidado qué era exactamente.

Mientras empezaba a cepillarse los dientes, de pie junto a su esposa, recordó aquella conversación con Tirza, y los chicos que habían estado allí, a menudo en la penumbra, temerosos de encender la luz. Como si supieran que ocupaban ilegalmente el cuarto de baño de Jörgen Hofmeester.

—No debes tener miedo —le dijo ella.

Él se giró un poco para poder verla mejor, se sacó el cepillo de dientes de la boca. ¿De qué hablaba? Entonces se volvió otra vez hacia el lavabo, se inclinó hacia delante, escupió la espuma y se enjuagó la boca. Cuando llegara agosto, Tirza habría desaparecido. Él se quedaría solo, sorprendido como mucho de vez en cuando por el inquilino que había descubierto una nueva avería. Se iniciaría una nueva fase de su vida, la fase sin Tirza.

—No debes tener miedo —le repitió ella.

Él cogió una toalla y se secó la boca. En algún lugar del labio tenía un punto doloroso, seguramente se lo había mordido.

—¿Miedo de qué?

—De tenerme a tu lado en la cama.

Él dobló la toalla. Era blanca. No se había quedado del todo limpia al lavarla. Aún quedaban pequeñas manchas de sangre.

—¿Por qué iba a tener miedo? ¿De qué?

—De mí.

—¿De ti? —se echó a reír.

—¿Dónde está el jabón? —preguntó ella—. Quiero lavarme las manos.

—Solo hay jabón líquido. Tirza solo usa jabón líquido. Eso cuando usa jabón, porque dice que el jabón no es bueno para la piel, que es mejor lavarse solo con algo de agua, solo algo de agua tibia.

Abrió un armario y le dio el frasco.

Ella se quitó el anillo. Él lo observó preguntándose dónde habría dejado su alianza. Entonces ella se lavó las manos.

—Más tarde, cuando esté tumbada a tu lado —le dijo mientras mantenía las manos debajo del chorro de agua— no debes sentirte incómodo.

Él se miró en el espejo, se miró el pecho, los hombros, los brazos. Carne blanca, en efecto. Cruda. Más que antes. Y también un poco seca. Le habían dado una crema para eso, para evitar la descamación de la piel. Carne vieja. En el trabajo se había dado cuenta de que muchos hombres viejos creían que aún resultaban atractivos para las mujeres jóvenes, pero lo único que les resultaba atractivo a esas mujeres era su posición, su poder, su dinero. Entre ellos se producía un trágico malentendido, un malentendido que él había observado a menudo. Un malentendido hormonal.

—Quiero decir que no debes pensar nada —dijo ella—, perdona que me exprese con tanta torpeza, pero quiero decir que no significa nada.

Ahora Hofmeester también se lavó las manos.

—¿El qué no significa nada?

—Que yo esté aquí. Mi presencia.

—Nunca he pensado que significara nada —le dijo él—. Estás aquí y necesitas una cama. Una persona tiene que dormir. Lo saben incluso los niños. No le he atribuido ningún significado, me lo he tomado todo tal como ha venido. Me lo tomo todo tal como viene.

—Sí, eso ya lo sé, una persona tiene que dormir, pero yo me refería a que no ejerces ningún atractivo sexual sobre mí. Que no debes tener miedo de eso. Que no has de hacer nada que no te apetezca. Dios, ¿por qué tengo que explicártelo todo? ¿Por qué no me ayudas un poco?

Hofmeester se lavó las manos a conciencia. Como si se hubiese pasado el día entero con las manos en la tierra. Como si hubiese trabajado en el jardín. Mañana por la mañana no debía olvidar sacar un cepillo del armario debajo del fregadero de la cocina, donde guardaba los cepillos de dientes, y llevarlo al cuarto de baño. Cada cual su cepillo de dientes. La felicidad empieza con un reparto justo de la propiedad.

—En principio hago pocas cosas que no me apetezcan. Pero no se trata de apetito. Pongámoslo así: no haces las cosas porque te apetezcan, sino porque debes hacerlas.

Se rascó el brazo derecho. Allí le había picado un insecto. Tal vez anoche mientras estaba en el jardín con los brazos desnudos para mirar su manzano, sus tomates y sus calabazas. Las calabazas eran como la mala hierba. Si lo hacías bien, las calabazas se extendían muy deprisa. Fue una noche bonita, la noche más hermosa de toda la temporada. Todavía no hacía calor, pero sí buen tiempo. La promesa del calor.

—No hablo del trabajo —dijo ella—. No hablo de limpiar la casa ni de cuidar a unos padres con demencia. Hablo de sexo. No es una cuestión de deber, es una cuestión de deseo. Te he dicho: «No tienes que hacer nada que no te apetezca», para evitar que pensaras que he venido aquí con la esperanza de volver a empezar algo, de que volvamos a enrollarnos, porque no lo espero, y tampoco lo deseo. No me apetece. Ya no lo deseo. Solo quería ver cómo te iba. A ti y a Tirza.

—No te entiendo. No entiendo nada. Estás desvariando. Y es tarde. Vámonos a dormir.

—Quiero decir que no debemos tener sexo, no vamos a empezar con eso otra vez.

Hablaba como si se lo explicara a un niño al que le cuesta entender, un niño con problemas de aprendizaje.

—Estupendo —dijo él mientras se secaba las manos—. Porque eso complicaría las cosas.

—¿Qué cosas?

—Este hogar. Aquí todo va fenomenal. Todo está organizado. Hay una asistenta. Una nueva. Viene de Ghana. Hay un padre que no viene de Ghana. Hay una hija. Hay dinero, comida, amor, quizá te asombre, pero hay amor. Y durante las últimas semanas que Tirza esté aquí no quiero complicaciones, ni problemas, ni tensiones que aumenten más y más hasta resultar insoportables. Las notas de Tirza han mejorado enormemente desde que te fuiste. No digo que exista una relación, pero es mucha casualidad. ¿No crees? ¿Es casual?

Colocó el cepillo de dientes azul con cuidado junto al verde, como hacía todas las noches.

—No estorbaré —dijo ella—. No daré problemas.

Él se apoyó con ambas manos en el lavabo. Aunque no hacía mucho calor en el cuarto de baño, sintió el sudor en las axilas.

—¿Por qué has venido? —preguntó, apartando la mirada de ella—. ¿Qué quieres? ¿Qué nos queda por hablar?

—Yo no he dicho eso. No quiero nada. Mirar cómo les va. Eso quería. Y no quiero hablar de nada en absoluto.

Lo agarró por el lóbulo de la oreja, el lóbulo de su oreja izquierda, y lo pellizcó. Él no apartaba la vista de la lavadora. Al principio la tenían en la cocina, pero dado que allí molestaba, la habían trasladado al cuarto de baño. Fue una de las últimas cosas de las que se encargó su esposa, antes de marcharse.

—¿Te molesta que esté aquí? —le preguntó—. ¿Molesto? ¿Me marcho?

Él se frotó las manos para comprobar si tenía la piel áspera y seca y se preguntó si sus manos delataban la edad que tenía. Lo había leído en algún sitio. La lucha contra el envejecimiento se había desplazado de la cara a las manos.

—No lo sé —dijo él—. No sé si molestas. Si quieres que te sea sincero, no lo sé. Tal vez hubiese sido mejor que no vinieras, pero estás aquí. No pasa nada. Y quieres quedarte a dormir. Tampoco pasa nada.

Ella seguía sujetando su lóbulo entre los dedos.

—¡Ay, Jörgen! —dijo—. Mi Jörgen.

Le soltó el lóbulo.

—¿Sabes? Nunca me he sentido atraída por ti. Nunca. Ni siquiera al principio. ¿Sabes lo que es eso, la fuerza de atracción? Quiero decir, ¿te dice algo esa expresión? Algo que no sea solo teoría.

Él se pasó la mano por la cara. Notó que le salía la barba y acercó la cara al espejo, no mucho, solo unos centímetros.

—¿Fuerza de atracción, qué fuerza de atracción? ¿De qué me estás hablando?

—La bestia —dijo ella—, eso es la fuerza de atracción. La bestia. Algo sobre lo que no puedes reflexionar porque está allí. Porque simplemente está. No es algo que puedas racionalizar. Nada que puedas eliminar. Es algo que es más fuerte que tú. Eso es la fuerza de atracción. Es lo que le pasa a veces de pronto a la gente cuando ve a otra persona. Es algo que también puede morir, casi siempre acaba muriendo, entonces sigues viendo al otro, pero ya no lo ves como una criatura con sexo. Como una criatura con un sexo servible.

Él seguía examinándose el rostro y luego la observó a ella en el espejo.

—Yo tampoco siento ninguna fuerza de atracción hacia ti —le dijo en voz baja, pues de repente tuvo miedo de despertar a Tirza y mientras se observaba susurró—: Si esto es lo que quieres saber, si es a eso a lo que te refieres. No me pareces sexi. Nunca me lo has parecido. Puede que a otros hombres sí. Pero no a mí. Me parecías sobre todo presentable. Contigo podía dejarme ver sin avergonzarme, en general, salvo algunas excepciones, por eso te elegí. Porque con mi carrera y mi casa necesitaba una mujer. Y pensé que podías ser tú. Que tú eras la mujer que complementaría mi carrera profesional.

Acercó un poco más la cara al espejo. Sí, su piel era menos tersa que antes, menos lisa. Había algo que colgaba. Le estaba saliendo papada. Antes... en esa palabra se escondía más que solo su propia historia, y con eso la de ella, y la de Ibi, sin olvidar la de Tirza. En esa palabra se escondía la vida.

—Pero Jörgen —dijo ella— ¿acaso crees que no lo sabía? ¿Crees que no lo veía? ¿Y que no lo sentía? ¿Crees que no he notado nunca cómo me mirabas, si es que me mirabas? El asco con el que me mirabas. El pánico.

Él no contestó. Ya no se concentraba en su reflejo. Deslizaba la mirada por el cuarto de baño, por el mármol, la bañera, el toallero que al mismo tiempo era radiador, para tener toallas calientes en las mañanas de invierno. Todo ordenado, todo limpio. Todo como debía ser.

—Pero tú —le dijo ella— no has visto nada. Nada. Durante todos estos años. Estabas ciego. Yo te quería tan poco como tú a mí. Pero no lo veías. Me parecías demasiado viejo. Pero no lo sentías. Estabas demasiado ocupado. No sé con qué, pero estabas demasiado ocupado.

—¿Viejo?

—Demasiado viejo.

—¿Demasiado viejo? ¿Qué quieres decir? ¿Cuándo es alguien demasiado viejo?

—Viejo, Jörgen. Sencillamente viejo. Demasiado viejo para mí. Mis amigas me preguntaban: «¿Qué haces con ese vejestorio?». Me parecías lento, no solo en la cama, sino también fuera. Tremendamente lento, rayando lo patético, te comportabas como si tu lentitud te hiciera especial. Y si alguna vez no eras lento, las pocas veces que no lo eras, entonces eras... entonces eras... Da igual. ¿Y sabes por qué me quedé? Porque los hombres que me gustaban, los hombres que me parecían sexis, excitantes, de los que me enamoraba, a veces durante semanas o meses, todos tenían algo malvado. No serían buenos para mis hijos, suponiendo que quisieran hijos, pero ese no era el mayor problema. El problema era que nunca cuidarían tan bien de ellos, pensaba yo, como lo harías tú.

Hofmeester se acercó al inodoro, arrancó un trozo de papel higiénico, se sonó la nariz y lanzó el papel al inodoro. Observó cómo flotaba en el agua. Después tiró de la cadena. El ruido que produjo la descarga de la cisterna lo alivió, parecía llevarse consigo la tensión que durante un segundo le pareció insoportable.

—No nos llevamos tanto, ¿verdad? —dijo él, sin apartar la vista de la taza—. Demasiado viejo. ¿De qué estás hablando? ¿Cuántos años de diferencia hay entre nosotros? ¿Es por eso por lo que has venido? ¿Porque te habías olvidado de decirme algo? —soltó una risita.

La idea resultaba absurda, demasiado absurda, igual que algunas de las quejas del inquilino. Igual de absurda que ser demasiado viejo para que lo despidieran a uno.

—Nos llevamos bastante. Y cada vez más. La diferencia de edad es cada vez mayor. ¿No lo notas? No se trata de cuánto nos llevamos exactamente. Es algo mental. No tiene nada que ver con los años, con la fecha de nacimiento que figura en tu pasaporte. Tú eres sencillamente viejo, y lo eres desde hace tiempo. Dejaste de ser excitante. Si es que lo fuiste alguna vez. Excitante, ¿te dice algo esa palabra?

Hofmeester se liberó de la fascinación que ejercía sobre él la taza del inodoro. Se volvió hacia su esposa.

—Tienes razón —le dijo—. Entre nosotros no había deseo. Pero el deseo no es lo más grande, lo más bonito, lo principal, lo único. Por ejemplo, el olor que esparcías me resultaba repelente. Pero nunca dije nada, porque lo que importa no es el olor. Si lo que importara fuera el olor después de tener dos hijas, entonces algo andaría mal. ¿No? Ya no hay que darle más importancia a los olores.

—¿Qué olor? —preguntó ella dando un paso hacia él—. ¿De qué olor me estás hablando?

Él levantó el dedo índice y lo hundió en el esternón de su esposa. Lo hizo sin pensar.

—Lo sabes. Lo sabes muy bien. Tu olor. El olor que esparces. Siempre, las veinticuatro horas del día.

Se apartó de ella, en dirección a la lavadora. Se quedó de pie, apoyado en la lavadora, en actitud despreocupada y pensativa, y con los brazos cruzados. Era una pose. Él no estaba tan tranquilo como aparentaba. Estaba tenso. Cada rechazo, todo aquello en lo que él reconocía el rechazo, lo acosaba. En la vida había reconocido el rechazo. Por eso, la vida lo había acosado.

—¿De qué estás hablando? ¡Olor! ¿Crees que puedes permitírtelo? ¿Porque te las hayas arreglado unos años sin mí? ¿Crees que de repente eres alguien? ¿Mejor que yo? ¿Más fuerte?

El toallero radiador había sido un regalo. Se lo habían instalado mientras ellos hacían el curso «Cómo hacer sushi y sashimi en casa». Había sido idea de un consejero matrimonial. «Hagan algo juntos —les había dicho—. Preparen algo juntos. Háganse de vez en cuando un regalo. Sean especiales el uno para el otro.»

—Puede que seas más joven que yo —le dijo él—, lo cual, efectivamente, es cierto. Puede que siempre me hayas considerado viejo y lento, rayando a lo patético, lo cual, por cierto, es una observación bastante subjetiva...

—Un viejo caballo de tiro.

—Déjame acabar. Puedes creer todo eso y proclamarlo, pero el olor que difundías era insoportable.

Hofmeester empezó a masajearse la mano derecha como hacía a veces cuando se había pasado el día escribiendo cartas y correos electrónicos.

—¿Podrías describirme ese olor? —le preguntó ella—. ¿Podrías ser más exacto? ¿Te refieres a hedor? ¿Es eso lo que dices, que apesto? ¿Estamos hablando de pestilencia?

Se había puesto delante de él. Él no podía retroceder, puesto que detrás estaba la lavadora. Podía distinguir cada uno de los poros de la piel de ella, el negro del lápiz de cejas. Quizá ella tuviera razón. Lo repugnaba, sí, pero la repugnancia no era motivo de divorcio, sino el no va más de la intimidad. El destino final de la intimidad. Allí donde desembocaba irremediablemente. La familiaridad de la repugnancia, su inmutabilidad, la melancolía que despertaba. El deseo de poder sentir asco del otro una vez más. Y por ello sentirlo también siempre un poco de uno mismo.

—No necesariamente pestilencia. La pestilencia es cosa de las alcantarillas. El inquilino se queja a menudo de eso. No todos los olores desagradables merecen el apelativo de pestilencia. Maticemos.

—Apesto, ¿es eso lo que dices? ¿Es eso lo que intentas decirme?

—No, no —dijo él—, como siempre no me escuchas. Un olor desagradable no es pestilencia, un olor desagradable es solo eso, y seguro que no soy el primero que te lo dice, no seas tan ingenua. No te hagas la inocente.

—¿De dónde venía la pestilencia? ¿Si puede saberse?

Él la miró a la cara, fue solo un instante, pero suficiente. En la cabeza de ella sucedían cosas curiosas, se producían cortocircuitos. De vez en cuando caía un relámpago. Él lo había olvidado o lo había reprimido.

—¿Por qué quieres saberlo? ¿Acaso no te he dicho que no importa? Quiero acabar con esta conversación.

Ella le agarró el brazo, el brazo en el que sentía comezón porque le había picado algún bicho.

—Quiero saberlo —dijo ella—. Tengo derecho a saberlo.

La palabra «derecho» sonó dura y eficaz. Como si en efecto tuviera derecho a algo que ahora venía a exigir. Su parte del botín.

—De tu boca —le dijo él—. Sobre todo después de beber vino. Pero bebías vino todos los días, así que eso no importaba mucho. Ese olor no tardó en dominar tanto que parecía salirte de los dedos de los pies, del pelo, de todo tu cuerpo. Era insoportable. Y repugnante. Si te miraba de forma peculiar, debía de ser por eso.

Ella le pellizcó el brazo con suavidad, casi con ternura y preguntó:

—¿Lo hueles ahora? ¿El olor? ¿Lo hueles? ¿Está ahí otra vez?

Él negó con la cabeza, confuso e irritado. Se sentía acosado por su presencia, por sus preguntas, por su proximidad. Unas horas antes había empezado a preparar la cazuela de pescado, en realidad era feliz, pero sin ser consciente de ello. La felicidad es algo de lo que uno se da cuenta solo después: Vaya, entonces era feliz, ojalá me hubiese fijado mejor.

—Estoy resfriado —dijo él—, además acabas de cepillarte los dientes. Huelo mi propio dentífrico. Tampoco es agradable.

—Venga —dijo ella—. Huele bien.

Acercó la boca a su nariz. Sopló. Él notó el calor de su aliento en la cara. Ella volvió a soplar. Ahora estaba muy cerca. Él podría haberlo visto todo. Pero ya no miraba.

Hofmeester la agarró del cuello con la mano izquierda y apretó. Ella volvió a soplar una vez más. Él le apretó el cuello con la cara apartada. Hizo fuerza.

—Sigue así —le susurró ella—, sigue así. ¿Tengo que llamar otra vez a la policía? ¿Como en los viejos tiempos, Jörgen? ¿Tengo que llamarlos otra vez?

Entonces, él la apartó de sí. Ella fue a dar contra la pared junto a la bañera. Pero no necesitó mucho tiempo para reponerse. Apartó la cortina de la ducha y escupió varias veces en la bañera.

—Ahora lo sé —dijo Hofmeester lentamente mientras abría y cerraba la mano con la que le había apretado el cuello. Como si estuviera en la consulta del fisioterapeuta e hiciera los ejercicios que este le había recomendado.

—¿Qué es lo que sabes ahora?

—Ahora sé por qué has venido. Porque no podías soportarlo. No podías soportar que yo fuera feliz. Te resultaba insoportable que hubiera construido una vida con Tirza. Que me las arreglara sin ti. La felicidad siempre te ha parecido insoportable. Si no tienes motivo para llorar y quejarte, tienes la sensación de que no vives. Si no puedes ocultar tu rostro detrás de un velo de lágrimas, crees que te has perdido lo mejor de la existencia. Sin tragedia, para ti la vida no es nada. Nada. Una...

—¿A esto lo llamas vida?

Lo señaló a él. Señaló la lavadora y el toallero.

Él no le respondió. Abrió el botiquín y buscó la crema para las picaduras de mosquito. Tenía que quedarles algo del verano anterior. Había sido un verano con muchos mosquitos. También Tirza sufrió molestias. Él le compró un mosquitero, pero los mosquitos lo atravesaban milagrosamente.

No encontró nada. Yodo, tiritas, aspirina. Nada de crema para las picaduras de mosquito. Desesperado, se clavó la uña del pulgar en el bulto.

—Jörgen —dijo la esposa.

—Sí —dijo él con la uña aún clavada en la picadura de mosquito.

—¿Por quién te sientes atraído? No por mí. Ya lo sé. Lo sé desde hace mucho. Me alegro de que por fin me lo hayas dicho claramente. Es mejor decirlo todo. Es mejor sincerarse. Pero siento curiosidad por saber quién te gusta. Tiene que haber alguien por quien te sientas atraído. Me pregunto si quizá sean los hombres. Nunca he querido preguntártelo, porque tenía miedo de que la pregunta te pareciera demasiado ofensiva, que entonces ya no quedara nada de ti, nada en absoluto, aún menos que ahora. Temía que te sintieras desenmascarado, indefenso, que te derrumbaras, que te desmoronaras. Pero ahora que somos amigos, amigos y nada más, tal vez buenos amigos, pensé que podría preguntártelo, ¿deseas a los hombres? ¿A muchachos? ¿A chicos jóvenes? ¿Rubios, enfundados en pantalones vaqueros ceñidos? ¿O te gustan más los orientales?

Volvió a acercársele. Él no se movió. Solo se pasaba la mano izquierda maquinalmente sobre la picadura de mosquito. Clavar la uña en la picadura no había servido de gran cosa. Como mucho había disminuido un poco la intensidad de la picazón.

Ella se detuvo a dos pasos de él.

—¿Es por eso que eres feliz ahora? —le preguntó—. ¿Porque por fin puedes ser quien eres? Sin estorbos. Siempre en secreto, claro está, faltaría más, pero sin estorbos. ¿Vienen por la noche, cuando Tirza duerme o los fines de semana, cuando se aloja en casa de una amiga? ¿Vienen solos o varios a la vez? ¿Vestidos de cuero? ¿Con bigote? ¿Y el cabello peinado hacia atrás, todavía brillante del gel?

Por un instante, él detectó en su rostro la misma emoción que había visto unas cinco horas antes, cuando estaba en el vestíbulo con su maleta de ruedas. Era una emoción que no conocía en ella. Entre toda la arrogancia, entre su impenetrable sarcasmo aparecía de vez en cuando algo en su rostro que le recordaba mucho a la desesperación. Una mirada, un tic nervioso con la boca. La manera en que miraba a través de él. El tono de su voz. La desesperación era algo nuevo y hacía que de repente se volviera frágil. Y, de rebote, él también. Él se rompía con ella.

—Vete —le dijo—. Estás loca.

—¿Loca? No es la primera vez que me lo dices. ¿Loca? ¿Porque lo sé? ¿Porque ya no participo en tu estúpido juego? Me he callado todos estos años para que te sintieras mejor, para que pudieras creer en tu propio engaño y pensaras que todo el mundo, incluida yo, también creía en él. Estaba loca porque te dejé tranquilo con tu autoengaño, porque nunca te dije: «Jörgen, es mejor para todos que lo admitas, admítelo ya, ya no vivimos en el siglo XIX. Hay cosas peores». ¿Pero ahora que te pregunto amablemente lo que te gusta, resulta que estoy loca, ahora que te pregunto, por curiosidad, por pura curiosidad, por amistad, quién te atrae, resulta que de pronto pierdo la razón?

—Estas loca —repitió él—. Aún más loca que antes. ¿Qué necesidad hay de decirlo todo, por qué no puedes dejar las cosas en paz, por qué no respetas el silencio? ¿Por qué te resulta tan amenazador, tan insoportable el silencio?

Ella se sacó el vestido por encima de la cabeza y lo tiró al suelo como quien se desviste con prisas. No con la urgencia del deseo, sino con el apresuramiento de la costumbre. Las prisas del sueño. A dormir ya. Rápido. Como se hace cuando no se ha pegado ojo durante toda una noche en un avión que además tenía retraso. No llevaba puesto el sujetador. Él apartó la mirada.

—Jörgen —dijo ella en voz baja—, ¿es esto de lo que tienes miedo? ¿Es esto lo que te repele de mí? ¿El que sea una mujer? ¿Es ese el hedor al que te referías? ¿El hedor de la mujer? Que puedes oler a metros de distancia, puesto que cuanto más miedo tienes de algo, mejor lo hueles, esa es la ley del reino animal, ¿no? ¿Es esto lo que te repugna? Dilo sinceramente, quiero saberlo. No me dolerá. La verdad no puede dolerme. Lo que me resulta doloroso es el silencio. Las mentiras. El secretismo.

—Vete —le dijo él con la cabeza gacha—. Por favor, vete. Vete a un hotel. Esta misma noche. Te daré dinero.

—¿Para qué?

—Para el hotel.

Ella se levantó ligeramente los pechos. Tenía un bronceado uniforme, seguro que no podía evitar seguir haciendo toples.

—¿Los ves —preguntó—, te atreves a mirar? Estos son los pechos de los que han mamado tus hijas. ¿Los ves? No cuelgan ni están estriados como los de otras mujeres. Nada es tan funesto para la piel como contraerse y dilatarse, contraerse y dilatarse, pero mis pechos no se han contraído. Están como estaban. ¿Los has mirado bien alguna vez? ¿Los has echado de menos? O la sensación de asco que te provocaban. Eso también se puede echar de menos, ¿no? Pero gracias a Dios hay algo todavía más grande que el asco, ¿verdad?, tu deseo de respetar los convencionalismos.

Él ignoró sus pechos. La miraba a los ojos y cuando ya no pudo más, miró a través de ella.

—Lo lamento —dijo por fin. Porque no sabía qué más decir. Porque ella estaba delante de él, tangible y a la vez irreal, pero sobre todo desnuda.

Una esposa desnuda. Entrada en años.

Él se llevó la mano a la cabeza, se tocó el pelo, el cráneo, también tenía picor allí.

—¿Qué es lo que lamentas?

Él dudó, no sabía exactamente qué es lo que lamentaba, solo sabía que lo lamentaba.

—Lamento no haber sido —dijo por fin.

—¿No haber sido qué?

—El hombre que deseabas.

—No, no lo eras.

Se soltó los pechos.

—Pero yo tampoco lo era —dijo ella después de unos segundos—. Yo tampoco era la persona que tú deseabas.

—No —dijo él y volvió a sentir la herida en el labio—. Tal vez sea una manera de verlo. Si es preciso. Así estamos en paz.

Tenía la sensación de que sangraba.

—En paz, sí. Esa también es una manera de verlo. En paz. Y sin embargo ha habido tipos buenos en mi vida. No te sientas culpable, no te sientas mal.

Lo dijo en tono soñador y a la vez práctico. Ya que estaba aquí, enumeraba los hechos. Le presentaba el balance de su vida.

—¿Tipos buenos?

—Tipos buenos. Alguno con rastas.

—¿Es así como los llamas? ¿Es así como se llaman ahora?

La expresión «tipos buenos» le parecía más algo para sus hijas. Y si hubiese podido reír, se habría reído a carcajadas. Durante un buen rato y golpeándose el muslo. Madre e hija en busca de tipos buenos.

—El hombre que deseo es un tipo bueno, sí. Mis amigas me decían: «No es un tipo que esté bueno, pero cuidará bien de tus hijos». Decían: «Es lento, pero te cocinará y te hará la compra, no lo olvides». Mis amigas me decían: «Es viejo, pero cuando muera tendrás toda una vida por delante». Mírame y dime: ¿qué tengo delante de mí? Hace unos días fui a ver a un adivina. «Este año van a cambiar muchas cosas. Todo será diferente —me dijo—. Espera y verás que todo va a cambiar». Mírame, Jörgen. ¿Qué va a cambiar?

Él se frotó el pelo que había perdido su color original. Ahora era blanco. Por primera vez sintió algo de compasión por ella, era la primera vez en años que no era la mujer que los había abandonado a él y a sus hijas para buscar la felicidad viciosa en una casa flotante.

—Has tenido dos hijas conmigo —le dijo.

—Sí, ¿y? ¿Tiene que ser eso mi consuelo y mi salvación? ¿Qué es una mujer sin hijos? Una puta. Menos que eso. Una puta puede tener hijos. Y ya lo he dicho: pensé que me irías muy bien para tener hijos. No podía encontrar a nadie mejor, Jörgen. Al menos, nadie que quisiera. Pero las niñas no me han salvado. El desesperado deseo en los ojos de un hombre me ha conmovido más que la mirada suplicante de mis hijas. Otras madres creen que es amor, pero es hambre, Jörgen, simplemente hambre. Y esos berridos, a veces durante noches enteras, sí, a veces tú te ponías tapones, y más tarde los berridos ya ni te molestaban, te gustaban, te daban algo que hacer, pero para mí la vida era algo más que escuchar los berridos de mis sedientas hijas.

Él se esforzaba por no verla. Volvió a frotarse la cabeza. Si el color lo envejecía, siempre podía teñirse el pelo. Pensó que el pelo blanco tenía su aquel. Tenía algo de distinguido, le parecía que iba con él. Creía que irradiaba autoridad gracias al color de su cabello. Pero tal vez se equivocara.

—No sé qué quieres de mí —dijo en voz baja—. No lo sé y tampoco me importa, pero no soy gay. Ni nunca lo he sido.

Entonces se acordó de que había soñado sobre eso, que lo había vivido todo en un sueño, que había estado con ella en el cuarto de baño y que ella estaba desnuda. Estaba a menudo desnuda. En verano ella había organizado fiestas para las niñas en las que se presentaba con un desnudo parcial o a veces total, hasta que otros padres se quejaron de su comportamiento y Hofmeester tuvo que prometer que llamaría al orden a su esposa y se aseguraría de que en los días tropicales no se pasearía desnuda entre los niños cuando estos jugaran a indios debajo de su manzano. Tampoco semidesnuda, había añadido él, pues conocía a su esposa. Pero en el sueño en el que había vivido este momento, la conversación había sido distinta. No iba de gais.

—Entonces, ¿qué eres?

—¿Qué soy entonces?

—Si no eres gay. ¿Qué eres entonces? ¿Qué demo­nios eres?

—¿Es eso lo que quieres saber?

—Sí. Quizá sí. Ahora que lo mencionas. Creo que podré aceptar lo que ha pasado, todo lo que ha pasado, si por fin sé lo que eres. ¿Quién eres, Jörgen. ¿Quién eres?

Hofmeester tomó aliento, ya no tenía la mano en la coronilla. Vio que ella tenía un moretón en el muslo. Se había dado un golpe o lo había recibido.

—No soy nadie —dijo él—. Tenía un gran ego, pero lo reduje a la mitad y tú hiciste picadillo con lo que quedaba. Soy el padre de Tirza y de Ibi. Sobre todo eso. Eso es lo que soy, sí eso y poco más, pero tampoco menos. El padre de Ibi y de Tirza. Soy padre.

—Lo sé —dijo ella lentamente, como si le costara encontrar las palabras adecuadas, como si hablara un idioma extranjero—, pero me pregunto: ¿nunca has pensado: caramba, qué raro?

—¿A qué te refieres? ¿Caramba? ¿Qué tendría que parecerme raro?

—¿Que a qué me refiero? Venga ya, Jörgen, no te hagas el tonto.

—No lo sé. No tengo ni idea de lo que estás hablando. Ya hace un rato que no tengo ni idea de lo que estás hablando.

—¿Nunca has pensado: qué curioso que jamás le haya provocado un orgasmo a mi mujer? Qué curioso. Tal vez vaya siendo hora de que lo haga, o aprenda a hacerlo. Hay libros enteros sobre el tema, en casi cualquier tienda de productos naturales se pueden adquirir vídeos explicativos. Nunca te has dicho: tengo que hacer algo al respecto, aunque solo sea una vez. Nunca te has dicho: qué desagradable para ella. ¿Qué pensará de mí? Quizá deba ponerme a estudiar. Quizá deba practicar hasta conseguirlo.

Él la miraba como quien mira a un ratón en una ratonera, después de haberse pasado veinte años intentando en vano atrapar ratones en la cocina. Y una mañana, de pronto, se encuentra a un ratón. Es increíble. Cree que es una alucinación. Un error.

No, en el sueño todo era distinto. No es que fuera un sueño agradable, incluso era bastante desagradable, pero aquello era peor.

—¿Acabamos ya con esta conversación? —propuso él—. Vístete. Vámonos a dormir. Ponte una pijama. O una camiseta. Y vayámonos a dormir. Como si no pasara nada. Aquí hay suficientes camisetas tuyas. También están tus pijamas. Todo sigue aquí. Todo te ha esperado.

Volvió a deslizar la mirada hacia el moretón en el muslo de ella. Era temeraria y torpe. Se golpeaba a menudo. Llevaba bragas de color rosa, un rosa agradable, rosa salmón. No era demasiado intenso, no un rosa chillón que, a pesar de hacer daño a los ojos, tenía un algo. Algo excitante, precisamente porque hacía daño a los ojos.

—Quiero saberlo —dijo ella—. Hay algunas cosas que quiero saber ya que estoy aquí. Y esa es una de ellas.

Él asintió.

—Quieres saberlo —dijo—. Tú quieres saberlo. Ahora, lo que recuerdo, pero tal vez me falle la memoria, tal vez empiece ya a tener demencia, pero lo que recuerdo es que te he provocado alguna vez un orgasmo, no periódicamente, pero sí de tarde en tarde. No todos los meses, no cada trimestre, sino de tanto en cuanto. Sea como fuere me parece ridículo hablar de esto, en este momento, me parece absurdo. No indecente.

—Nunca —dijo ella—. Tú no, Jörgen. Otros sí. El hombre con las rastas casi cada día. Tú nunca. Jamás, ¿me oyes? Nunca.

Él dio un paso en su dirección, por un momento sintió la tentación de agarrarla por el cuello, empezó a subir el brazo, pero se controló.

—Te he dado dos hijas —gritó—. ¿No es mejor que un orgasmo, acaso no es mil veces mejor? ¿Por qué te alteras tanto? Dos hijas, dos hijas sanas, ¿acaso eso no pesa más que todos los orgasmos del mundo?

Hofmeester retrocedió un paso.

—Así que te lo crees —dijo ella—, te lo creías. Es para morirse de risa. ¿Alguna vez te has esforzado en mirar con quién viviste todos esos años? ¿Me has mirado realmente alguna vez? ¿Dónde has estado si puede saberse? ¿En qué planeta estuviste todos esos años?

Él se masajeaba la muñeca. Desde que se la había torcido jugando al tenis, se masajeaba a menudo en momentos perdidos. A veces en medio de la noche, cuando no podía dormir, o en el jardín cuando hacía una pausa entre la poda y la escarda. Había mucho que escardar en su jardín. Y que podar. Y además tenía la casita de sus padres en el Betuwe con un jardín, ¡y menudo jardín!

—¿Qué quieres? Me he equivocado. ¿Es eso lo que querías oír? No me cuesta decirlo. Me he equivocado, nunca me había parado a pensarlo. Creía que te provocaba un orgasmo, pero ahora resulta que era una equivocación. De acuerdo, felicidades. Y es demasiado tarde, gracias a Dios es demasiado tarde para pararse a pensarlo mucho rato. Se acabó. Tus orgasmos ya no son asunto mío, y viceversa. Otros tendrán que hacerse cargo de ti, otros se han hecho cargo de ti. ¿Por qué vienes a quejarte ahora? Durante tres años has disfrutado como nunca, durante tres años has vivido de orgasmo en orgasmo, si no me equivoco, ¿por qué te preocupas ahora del par de años anteriores en que la vida era otra cosa salvo un orgasmo?

—¿Un par de años? Querrás decir un par de décadas.

—Podrías haberte encargado tú misma —gritó él—. Si de verdad era tan importante, si era una cuestión vital, haberlo hecho tú misma.

—Lo hacía yo misma —le gritó ella—. No podía esperar nada de ti.

—Entonces no comprendo a qué vienen tus quejas y por qué sacas a relucir los trapos sucios. Olvídalo. Bórralo de tu memoria. Haz sitio para el futuro. Deja de descargar tu rencor y tu despecho. Eres joven. Tú misma lo has dicho. Empieza algo nuevo, como hiciste antes. Lamento que no seas lo que te imaginabas, pero déjame en paz, deja a Tirza en paz. Ya lo ha tenido bastante difícil.

—¿Demasiado tarde? —replicó ella—. Pero Jörgen, nada es demasiado tarde. Nada se acaba realmente. Tú me has quitado mi vida. Así están las cosas. No puedo hacer sitio para el futuro. No puedo entrar en el futuro, porque mi vida tiene que estar por aquí, en algún sitio. Se quedó aquí. He venido a buscarla.

Miró a su alrededor y agitó el brazo, señalando al dormitorio.

Está mal de la cabeza, pensó él. Está chiflada. Más que antes. Más chiflada que nunca.

—Te la devolví hace tres años. Cuando te marchaste a tu casa flotante. Si es que te la había quitado alguna vez. A este respecto las opiniones también divergen. No te he obligado a nada, ni a tener hijos ni a tener un marido ni a tener sexo. Todo eso fue idea tuya.

—Exacto —gritó ella—, tú lo has dicho. Todo fue idea mía. Todo lo que hacíamos era siempre idea mía.

Ambos creyeron oír algo y se callaron. Creían haber despertado a la niña.

Cuando vieron que se habían equivocado, ella dijo en voz más baja que antes:

—Por eso he venido, Jörgen. Por eso estoy aquí, porque quiero recuperarla.

Miró a su alrededor, ligeramente desconcertada, pero ya no loca, curiosamente menos loca que nunca. Serena y decidida.

Él sudaba como si fuera un día tropical. Se pasó la mano por la frente.

Ella lo miraba mientras su vestido estaba a su lado como si lo hubiese tirado allí porque había que meterlo en la lavadora. Él lo recogería, lo lavaría, lo plancharía, siempre y cuando la etiqueta le diera permiso para hacerlo.

—¿Qué parte del cuerpo de una mujer te parece más repugnante, Jörgen? —le preguntó. Ahora su voz sonaba dulzona—. ¿Son los pechos? ¿O las nalgas? Cuando me miras, ¿qué te repugna más?

Él se notó la mandíbula. Cuando se tensaba a veces volvía el dolor, aunque en realidad no era dolor, sino más bien la conciencia de que tenía una mandíbula.

—Ya te he dicho que no soy gay. Me gustan las mujeres.

Ella se rio. Era una risa dura y desagradable.

—Pero ¿cuáles? ¿Qué tipo de mujeres? ¿Tienen que ser de Urano o de otro sistema planetario? ¿Tal vez enanas?

Hofmeester tragó saliva. Lamentaba haberle ofrecido que se quedara a dormir.

Pero no sabía cómo tendría que haberlo solucionado. Ella se había presentado con una maleta, se había sentado, había bebido, después de comer y beber tocaba dormir. Solo que él no había esperado esto. No lo había anticipado.

—Tirza duerme. Bajemos la voz.

—Te he preguntado algo. ¿Qué tipo de mujeres te gusta?

Él se notaba la cara y las manos pegajosas y sentía la mandíbula que tiraba como una máquina mal calibrada.

—Nunca las he dividido en clases. No soy tu tipo ni tú el mío. ¿No te basta con eso? ¿No sabemos ya suficiente, si es que no lo sabíamos ya? No hemos despertado casi nunca a la bestia, quizá nunca, lástima. Pero tenemos dos hijas. Eso es más importante. La bestia en nuestro interior está muerta.

Se acercó al lavabo, mantuvo la cabeza debajo del grifo y bebió. No le importó que el agua estuviera tibia, bebió con avidez.

—En mi interior no, Jörgen —dijo ella—, dentro de mí la bestia no ha muerto. Tú hiciste todo lo que pudiste por matarla, pero sigue viva. Vive.

El cerró el grifo y se volvió.

—Estupendo —dijo— pero dentro de mí está muerta y bien muerta, le he ganado la batalla. La tengo bajo control. Soy más fuerte que la bestia. Por eso soy libre y tú no. Vístete. Te va a dar frío.

—Nunca me ha parecido que tu bestia viviera realmente —dijo ella—. Vivir como se supone que viven las bestias. Tu bestia estaba gravemente herida desde el principio. Me hiciste creer que estaba vivita y coleando, pero era solo para seducirme, para encerrarme aquí dentro. Yo todavía no estaba aquí, todavía no me había instalado, cuando la bestia murió como una planta que no se riega nunca. Oh, de vez en cuando se despertaba, pero no era más que un juego. ¡Lo que no hice para sacar a tu bestia del sueño invernal! Eso es agua pasada, tienes razón. Es cosa del pasado. Pero ahora que estoy aquí, y no estoy a menudo aquí, dímelo Jörgen, pues de lo contrario me iré con la idea de que viví todo el tiempo con un gay, que el padre de mis hijas es gay. No tiene nada de malo, no tengo nada contra los gais. Pero dime: ¿qué mujeres te excitan?

Él se apretó las sienes con las manos, como si tuviera un dolor de cabeza que intentara reprimir de esta manera.

—Dímelo —repitió ella con su voz más dulce—, ¿son mujeres viriles, mujeres con bigote, sin pechos, mujeres con el pelo corto o totalmente calvas? ¿Medio niñas? ¿Discapacitadas? ¿Mujeres con una pata de palo que pueden desenroscarse antes de meterse en la cama?

Él negó con la cabeza.

—¿O son, secretamente, hombres? Ahora puedes decirlo. Soy tu amiga, tu mejor amiga. Alguien que lo sabe todo de ti y no le importa nada, porque todo ha acabado. El matrimonio. El romance.

—Me gustan —dijo él y tragó saliva una vez y después otra, mientras intentaba deshacerse de la desagradable sensación en la mandíbula—, me gustan las mujeres vulgares.

Se hizo un silencio. Después ella empezó a reírse. Se reía a carcajadas echando la cabeza hacia atrás.

—¿Cómo que vulgares?

—Vulgares. No sé cómo. Creo que se dice así. Vulgares. ¿Ya tienes suficiente? ¿Podemos irnos a dormir? ¿Se ha acabado?

Ella siguió riéndose sin parar.

—¿Y yo no era lo suficientemente vulgar? ¿Hasta qué punto tienen que ser ordinarias para cumplir tus exigencias?

—No lo sé —susurró él—. No lo sé y tú estás borracha.

—Venga, Jörgen, dímelo. ¿Borracha por una botella de vino? Venga. Puedes contármelo todo. Por fin puedes contármelo todo. No debes tener miedo de que me enfade. Nunca más me enfadaré. Ya no tengo ningún interés en enfadarme. Como ya te he dicho, ya no me incumbe. ¿Si te encuentras con una mujer vulgar se despierta la bestia en ti? ¿O está realmente muerta, como dijiste, bien muerta?

Dio un paso en su dirección. Él vio sus pechos, no estriados, eso era cierto, casi intactos. Apartó la vista hacia el lavabo, donde había un cepillo de dientes verde al lado de uno azul, preparados para la mañana.

—Las cajeras —dijo—. Las mujeres que trabajan en panaderías. Las mujeres en tiendas y en bares. Qué más da. Las vendedoras de todo tipo.

Ella emitió un silbido exageradamente largo.

—Para ti, el sexo es sencillamente la lucha de clases —dijo.

—Las negras.

Ella lo cogió por la barbilla como hace la maestra con un alumno travieso: seria e irónica a la vez. El castigo iba incluido en el juego.

—Racista —le dijo—. ¡Negras!

No le soltó el mentón. Se acercó un poco más. Quería besarlo. Él lo notaba, lo veía por la expresión de sus ojos. Apretó los labios contra los de él. Y él le devolvería el beso, tenía que devolverle el beso, no podía ser de otro modo, aunque solo fuera para no avergonzar a la madre de sus hijas, la madre de Tirza. No podía rechazar su beso aunque lo quisiera, tenía que devolvérselo.

Aunque no era fácil desde su posición, le dio una bofetada.

Ella se tambaleó. Retrocedió. Se encogió.

Y por un instante le pareció que ella bizqueaba. Seguramente se debía a la mala iluminación o a su propio cansancio.

—¿Ves? —dijo ella, encogida como si le hubiese dado un puñetazo en el estómago— ¿Ves? No cuadra. La bestia en tu interior no está muerta, se ha despertado. Yo la he despertado.

Con un trocito de papel higiénico, él se secó el labio que volvía a sangrar. Se lo había mordido. Era por culpa de la tensión y del estrés. Le sucedía a menudo. Se pasó el trocito de papel por los labios.

—Te pido disculpas —dijo.

Ella estaba en cuclillas junto a la lavadora y lo miraba.

—Te pido disculpas —repitió él—. Intentaba responder a tu pregunta, porque insistías. Porque querías saberlo a toda costa. Intentaba responder con toda la franqueza posible a tu pregunta. No tendría que haberlo hecho.

Ella se puso en pie con dificultad. El color de su mejilla lo enfureció. Pero no era una furia activa, sino una pasiva, tranquila y callada, que le llevaría a peinar el cabello, planchar las sábanas, preparar una cazuela de pescado.

—¿Ves? —repitió ella—, la bestia está ahí, la bestia estará ahí mientras tú estés, Jörgen, solo yo puedo despertarla con un beso, admítelo.

Él observó a su esposa casi desnuda con la mejilla roja, y por un momento creyó recordar algo, por un instante, el pasado parecía revivir, pero enseguida desapareció, como cuando sabes que querías decir algo, algo importante, pero no puedes recordar qué.

—¿Qué más da? —susurró él, sobre todo para sí mismo—. ¿Qué más da? —y después, más alto—: Ya te he dicho que el placer no es lo más importante. Ya te he dicho que este hogar es un hogar de amor.

—Sí —dijo ella—, te has esforzado mucho. Cada tienda te ofrece una nueva fantasía, las tiendas deben de ser un paraíso para ti. Pero ¿lo consigues de verdad? ¿O solo te lo imaginas? Una vida entera reducida a una fantasía con la que no puede compararse la realidad, o una fantasía que no puede hacerse realidad porque resultaría demasiado amenazante. Dios, cuando pienso cómo tenía que meterme dentro tu sexo medio empalmado, es un milagro que hayamos tenido hijos. Un milagro. Y solo Dios sabe a qué artificios tuve que recurrir. ¡Jesús, qué patético era todo! Y todo este tiempo pensé que se debía a que eras gay en secreto. Pero resulta que yo no te parecía lo suficientemente ordinaria. Era eso. No era lo bastante vulgar. ¿Y ahora? ¿No te parezco vulgar?

Él apartó de la boca el trozo de papel higiénico. Se miró los pies. Después miró el papelito. Había una gotita de color rojo oscuro.

—Eres vulgar —dijo suavemente.

La esposa seguía teniendo la mejilla izquierda enrojecida, como si solo se ruborizara a un lado.

Él sudaba cada vez más, con más fuerza e intensidad.

—¿Por qué te quedaste si todo te parecía tan patético? —le preguntó.

—Por las niñas.

—¿Por qué quisiste tener hijos?

—Ya te lo he dicho. Pero ¿tú me escuchas? ¿Escuchas lo que te digo?

Estaba delante de él, muy cerca de él. Con un rápido movimiento le agarró la entrepierna. La apretó y no soltó.

Está loca, pensó él. Pero no hizo nada. Se quedó allí con el trozo de papel de inodoro en la mano.

—¿Hay una sola mujer que no se haya reído a carcajadas? —peguntó ella—. ¿O están tan hastiadas que ni siquiera pueden reírse cuando están contigo? ¿Existe una sola mujer que haya tenido tanta paciencia como yo? Porque hay que ver cuánto tardas en empalmarte. Media noche, a veces más. ¿O es que ahora tomas pastillas? Mujeres vulgares. Me reiría si no fuera porque dan ganas de llorar. ¿Te las encuentras por casualidad o tienes que buscarlas? ¿Tienes que ir al centro? ¿O a barrios donde viven los negros?

Él volvió a agarrarla por el cuello. No podía hacer otra cosa. Ella lo tenía cogido y no lo soltaba. Y él no podía tolerarlo.

—Hazlo —le dijo ella—. Demuestra que la bestia no está muerta. Admite que la he despertado, como siempre la he podido despertar en tu interior. Venga, Jörgen. Dame otra bofetada. Pero no tan suave. Dámela como hacías antes. Es la única manera en que lo consigues. No puedes hacerlo de otra forma. Solo cuando golpeas dices: «Te quiero». ¡Dilo!

Con la misma certeza que sabía que Tirza era su hija, con la misma certeza que sabía que en el trabajo le habían dicho que era demasiado viejo para ser despedido, supo en aquel instante que la odiaba. Con el dorso de la mano le golpeó la otra mejilla. Con fuerza y precisión. Tan fuerte que ella lo soltó y se cayó al suelo.

Se hizo un silencio. Un silencio sepulcral. Como si estuvieran en las montañas. En altitudes donde no había otras personas, solo nieve y rocas.

Y entonces lo vio. Tirza estaba en el vano de la puerta con su peluche en la mano. Seguía durmiendo con un peluche. Un burrito azul, o al menos un burrito que en otro tiempo fue azul.

Miraba fijamente a sus padres. La esposa se arrastró en bragas por el suelo hasta que llegó al lavabo al que se agarró para levantarse. Tenía una mejilla de color rojo y la otra rojo oscuro, tirando a azul.

—No pasa nada, Tirza —dijo Hofmeester.

Dio un paso en su dirección. Ella lo observaba con una mirada impasible, casi se diría que neutra, con el burro en brazos.

—No tengas miedo, Tirza. No tengas nunca miedo. Mamá y yo estamos jugando.

Tirza

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