Читать книгу Tirza - Arnon Grunberg - Страница 9
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ОглавлениеJÖRGEN HOFMEESTER ESTÁ EN LA COCINA CORTANDO atún para la fiesta. Con la mano izquierda sujeta el pescado crudo. Maneja el cuchillo tal como aprendió en el curso «Cómo hacer sushi y sashimi en casa», al que asistió con su esposa hace cinco años. El secreto está en no aplicar demasiada presión.
La puerta de la cocina está entreabierta. Tal como esperaba Tirza, hace calor. Ella lleva unos días siguiendo de cerca las previsiones meteorológicas, como si el éxito de su fiesta dependiera del tiempo.
Dentro de un rato, los invitados ocuparán el jardín. Pisotearán algunas plantas. Algunos jóvenes se sentarán en la pequeña escalera de madera que lleva al salón, otros se instalarán en las cuatro sillas de jardín que Hofmeester compró cuando se mudaron a esta casa. Y seguro que los habrá que ocupen el pequeño cobertizo donde, después de otras fiestas, Hofmeester ha encontrado botellas de cerveza vacías y copas de vino medio llenas junto al cortacésped, o botellas de bebidas de nombres exóticos alrededor de la motosierra con la que él poda el manzano en primavera y otoño. Una bolsa de patatas fritas que alguien olvidó abrir y que él se comió distraído una mañana.
Tirza ha dado otras fiestas, pero esta noche es diferente. Las fiestas, al igual que las vidas, pueden ser un fracaso o un éxito. Aunque Tirza no lo haya dicho, Hofmeester sabe que esta noche es decisiva. Tirza, la menor de sus hijas, es la que ha salido mejor. De hecho, ha salido estupendamente, tanto por dentro como por fuera.
Hofmeester se ha arremangado la camisa. Y para protegerla contra las manchas, se ha puesto un delantal que compró tiempo atrás como regalo para el día de la madre. Tiene un aspecto más masculino de lo habitual. Hace seis días que no se afeita. No ha tenido tiempo de hacerlo. Justo después de despertarse le han asaltado ideas que nunca había tenido, al menos no en esa medida: planes, recuerdos de las niñas cuando apenas gateaban, ideas que le parecieron brillantes a aquellas horas de la mañana. Ya se afeitará más tarde. Quiere resultar presentable y encantador. Y así lo verán los invitados a la fiesta: como un hombre que no ha vivido en vano.
Él se paseará ofreciéndoles sushi y sashimi, presentados como corresponde sobre una bandeja comprada especialmente para la ocasión en una tienda japonesa. Entablará una conversación con este o aquel, y como quien no quiere la cosa, dirá: «Prueba el sashimi de calamar». Hofmeester es lo que se llama un padre abnegado. Ese es el secreto de la paternidad: olvidarse de uno mismo por el bien de los hijos. El amor de padre es un sacrificio que se hace en silencio. Todo amor es sacrificio. Pero nadie lo notará. A él no se le nota nada. Unos lo felicitarán por las impresionantes notas de Tirza, algún profesor que haya sido invitado le preguntará qué hará ahora Tirza, y él contestará, bandeja en mano: «Primero viajará durante un tiempo. A Namibia. Sudáfrica. Botsuana. Después regresará para estudiar». Será un excelente anfitrión, uno con seis pares de ojos. No se limitará a ofrecerles comida y bebida a los invitados, sino que vigilará de cerca a los solitarios y a los abandonados. Hofmeester se asegurará de entretener a aquellos que no tienen a nadie más con quien hablar que la propia copa o un sushi. Ofrecerá su compañía a los invitados tímidos. Y habrá baile, también habrá baile.
Hofmeester hunde la mano en un cubo lleno de arroz tibio, amasa el arroz y mientras lo hace observa el marco de la puerta de la cocina como si nunca hubiese trabajado en esta encimera. Ve la pintura que se desconcha, una mancha en el papel pintado junto al marco donde fue a dar un zapato que Tirza le lanzó a la cabeza. Antes, ella le había gritado «cretino». O fue después, él ya no se acuerda. Fue una suerte que la ventana no se rompiera.
Hofmeester mira el arroz que tiene en la mano. Los japoneses lo hacen mejor. El sushi de Hofmeester es amorfo. Se asombra de la entrega con la que lo amasa, del mismo modo que se asombra de las locuras de su pasado. El tipo de locura que no causa muchos estragos.
Vuelve a echar un vistazo a la pintura desconchada que le recuerda a su propia piel. Le recetaron una pomada para eso, pero lleva días sin ponérsela por falta de tiempo. Con el arroz en la mano, empieza a pensar en vender esta casa, su casa. Primero no se toma en serio la idea, le da vueltas como a esos asuntos que de todas formas no se harán realidad. Por ejemplo, criogenizarse después de muerto y despertarse cien años más tarde. Sin embargo, el convencimiento crece lentamente. Ahora es el momento. ¿Cuánto tiempo tiene que esperar aún, y a qué?
En otros tiempos habría rechazado de inmediato semejantes planes. Su casa era su orgullo y el manzano que había plantado con sus propias manos, su tercer hijo. Bien es cierto que ya se le había pasado por la cabeza la idea de deshacerse de la casa y del manzano si el agua le llegaba al cuello, pero no podía hacerlo. Era algo imposible, algo contranatural. ¿Adónde se iría con su familia? Además, el manzano no podía moverse del sitio. Él estaba atado a la casa, estaba atado a todo. Y cuando sus amigos y conocidos no tenían nada agradable que decir de él —cosa que sucedía de tanto en tanto—, siempre había uno que observaba: «Eso sí, Jörgen vive en un barrio de categoría».
Un barrio de categoría. Eso era esencial para Hofmeester. Las ambiciones tenían que desembocar en algún lugar, ¿no? Casi siempre era una dirección. Siempre que mencionaba su calle sentía cierta vehemencia. Como si su identidad, todo lo que era y lo que representaba, se sintetizara en una calle, un número y un código postal. Lo que revelaba quién era él y lo que quería ser —más que el propio apellido Hofmeester, más aún que su profesión o el título de licenciado que a veces anteponía a su nombre sin faltar a la verdad— era su código postal.
Ahora comprende que ya no necesita vivir en un barrio de categoría. Esa idea se le presenta como una liberación mientras cubre el arroz con un trozo de atún.
Le dijeron que era demasiado viejo para despedirlo. Y si eres demasiado viejo para que te despidan, también lo eres para vivir en un barrio de categoría. Eso deja de tener importancia cuando el asilo está a apenas diez años vista. Conoce a gente de su edad que ya sufre demencia. Aunque hay que decir que era gente que había bebido mucho.
Tiene que irse de esta casa, de este barrio, de esta ciudad, es lo único que puede pensar mientras busca el contenido de la palabra «solución». Hay personas que se despiertan por la mañana pensando: tiene que haber una solución para todo esto, así no puede seguir. Hofmeester es una de ellas.
Las niñas se han ido o se están yendo de casa, su trabajo ha quedado reducido a un pasatiempo vacío que ya nada tiene que ver con la productividad, solo con esperar. Podría irse al este. En otro tiempo, cuando estudiaba alemán y emitía opiniones sobre poetas expresionistas como si los hubiera conocido personalmente, tenía previsto irse a vivir a Berlín y escribir el gran libro sobre la poesía expresionista. Podría hacerlo ahora. Nunca es demasiado tarde para escribir un libro así. Podría pasarse sin su código postal, sin la impresión que causa su dirección en algunas personas ni la sugerencia de que vivir allí significa haber tenido éxito. El olor del éxito. Ahora que su hija menor se marcha a África, él tiene que desprenderse de su código postal. Ya no hace falta que asista a las reuniones de padres, ni que estreche la mano de ningún profesor. ¿A quién tiene que seguir impresionando?
Ha de admitir que lo único que le ata a este lugar son el sentimiento y el miedo al cambio. Dado que ha llegado a un punto de su vida en que necesita, sobre todo, dinero en efectivo y una vía de escape, una salida, Hofmeester decide olvidarse del sentimiento y del miedo.
Corta el atún con fanatismo. Así lo hace el maestro de sushi, chac, chac, chac. El pescado debe acoger al cuchillo como un amigo. Se mete un trocito de atún en la boca. Las gambas esperan su arroz en un cuenco.
Esta mañana, Hofmeester ha ido en automóvil a Diemen para hacer la compra en el mayorista. El atún crudo en la boca le resulta agradable. Fresco. Es esencial en la preparación del sashimi.
Su esposa entra en la cocina; lleva bata y chanclas. Le pregunta:
—¿Ha llamado Ibi?
Hofmeester todavía no se ha acostumbrado a la presencia de su mujer. Ella se marchó de casa hace tres años. Hace ya más de tres años. El curso «Cómo hacer sushi y sashimi en casa» no había servido de nada.
Pero en contra de todas las expectativas, regresó. De eso hace seis días. Sería en torno a las siete de la tarde.
Hofmeester estaba en la cocina. Pasaba mucho tiempo allí desde que su esposa lo había dejado, aunque en realidad también antes. Los fogones eran su verdadero lugar de trabajo. Su esposa nunca sintió la necesidad de dedicarse a la cocina. Sus talentos iban más allá de la lasaña, eran más urgentes que la educación. Algo en su vida había pesado siempre más que alimentar a su familia.
Seis días antes sonó el timbre y Hofmeester gritó:
—Tirza, ¿abres?
—Papá, estoy hablando por teléfono —le contestó ella.
Tirza habla mucho por teléfono. Es normal, le han dicho otros padres. Hablar por teléfono puede convertirse en un pasatiempo. Él apenas habla por teléfono. Cuando suena el teléfono, es para Tirza. Y entonces él dice, como un empleado modélico y un padre excelente:
—Puedes llamarla a su móvil. Este es el número.
Aquella noche, Hofmeester estaba preparando una cazuela de pescado al horno. Había sacado la receta de un libro de cocina. A partir del día en que su esposa lo abandonó, Hofmeester fue acumulando una impresionante colección de libros de cocina. La improvisación no le parecía un signo de creatividad, sino de pura pereza. Para él, la receta era sagrada. Una cucharita de café es una cucharita de café. Ahora tenía que quedarse en la cocina. El horno se había precalentado lo suficiente. Acababa de meter la fuente dentro.
—Tirza, ve a abrir —gritó una vez más—. Yo no puedo. Debe de ser el vecino. Dile que pasaré por su casa más tarde. ¡Abre ya, Tirza!
El vecino es un joven no tan joven, pero que oficialmente está soltero y que ocupa el piso superior de la casa que Hofmeester adquirió tan ventajosamente a finales de la década de los setenta. El joven, que estudia para notario, se queja con regularidad de todo tipo de cosas, casi siempre de las mismas: los malos olores en el cuarto de baño. Al menos una vez por semana, llama a la puerta para quejarse y lamentarse.
Hofmeester le promete una y otra vez que lo arreglará, pese a que dos fontaneros de confianza le han explicado que poco puede hacerse al respecto, salvo que renueve todas las tuberías, algo que le costaría una fortuna. Y él no tiene una fortuna, y si la tuviera, no se le pasaría por la cabeza gastársela en tuberías nuevas.
Aparte de todo lo demás, Hofmeester también es casero.
Oyó que Tirza maldecía, la oyó dirigirse a la puerta de la calle. Después se hizo un silencio y él se concentró en su cazuela de pescado al horno convencido de que el inquilino estaba en la puerta dando consejos no solicitados y profiriendo amenazas apenas encubiertas.
Que si la protección de los inquilinos, que si abogados de renombre, que si comisiones de vivienda. ¿Con qué no lo habrán amenazado aún? En su vida de casero, Hofmeester ha visto de todo, pero nunca han conseguido hacerle morder el polvo. Hofmeester el depredador ha contraatacado a las autoridades, a los inquilinos, y a la ley, cuya única finalidad se diría es acabar con él. Hofmeester el depredador es duro de pelar.
Un minuto más tarde, seguro que no fue más, Tirza entró en la cocina. Le pareció que su hija estaba pálida y desconcertada. Aunque seguramente, eso se le había ocurrido más tarde y ella siempre tenía ese aspecto. El desconcierto había aparecido en su cara sin que él se percatara de ello, y nunca se volvió a ir.
—Es mamá —dijo.
Intuitivamente, él sacó la cazuela del horno y apagó el gas. Se la quedó mirando. Bacalao con patatas. Un plato sencillo, pero delicioso. Sabía que aquello duraría mucho. Aquello no era un mal olor en el cuarto de baño del inquilino. Por una vez, aquello no eran las alcantarillas, sino la madre de sus hijas.
Aunque las esposas no pagaran alquiler, se quejaban igual que el inquilino, con quien el casero estaba, por definición, en pie de guerra. Lo que tienen en común las esposas con los inquilinos es la queja, el reproche. La amenaza. El incordio. Y detrás de todo eso se esconde, como una enfermedad, la dependencia.
Él se había sacado de encima a comisiones de vivienda, inspectores y abogados, y los había mandado a paseo, pero la mujer que se escondía detrás de la olvidada palabra «mamá», la madre de sus hijas, nunca había dejado que alguien la mandara a volar. Era más peligrosa que la comisión de la vivienda, más lista que el inspector de salubridad.
Hofmeester se dirigió a la puerta sin soltar el paño con el que había sacado la cazuela del horno. Le sorprendió que ella hubiese venido precisamente esa noche. A la hora de la cena.
Durante los primeros meses tras su desaparición, en realidad durante todo el primer año, él contaba casi cada día con la posibilidad de que regresara. A veces, llamaba desde el trabajo a casa para ver si ella descolgaba el teléfono. A fin de cuentas, ella seguía teniendo las llaves y él no había cambiado las cerraduras. No podía creer que no volvería nunca más. No podía imaginarse que estuviera dispuesta a cambiar esta casa por otra mucho peor, más banal, más insignificante. Una casa flotante, le habían dicho.
Pero con el paso del tiempo tuvo que admitir que sus suposiciones eran incorrectas, pues ella no volvió. Ni siquiera se tomó la molestia de ponerse en contacto con él o de volver por el resto de sus cosas. Se había ido y no regresaría. Él aprendió a vivir con el silencio que ella había dejado, tal como antes había vivido con su presencia.
Al principio, su esposa tenía contacto esporádico con su primogénita, Ibi. Se reunían en la ciudad, en un bar donde se encontraban las personas que no querían ser vistas. Pero más tarde, ni siquiera eso. Hofmeester no se enteraba de gran cosa sobre esos encuentros y tampoco interrogaba al respecto a Ibi, que en realidad se llamaba Isabelle, pero a la que, desde su nacimiento, todos llamaban Ibi. No, lo que Ibi hablaba con su madre era secreto.
Tirza no quería tener nada que ver con su madre, y desde su partida, la esposa no había intercambiado una sola palabra con él, el padre de sus hijas. Ni siquiera por carta o por correo electrónico. Hofmeester sabía que estaba viva, que después de la casa flotante se había ido al extranjero, pero poco más. En el extranjero se iniciaba el agujero negro. Y él lo lamentaba.
A medida que se prolongaba el silencio, más lo lamentaba él. Descubrió que el tiempo no cura las heridas, sino que las abre, provoca intoxicaciones e inflamaciones. Tal vez la muerte pusiera fin a todo el dolor, pero el tiempo no.
Por supuesto, Hofmeester podría haberla llamado o podría haberle enviado una postal, pero no hizo ninguna de las dos cosas. Tenía su orgullo, esperó en silencio a que ella se diera cuenta de su error. Un amor de juventud en una casa flotante, eso tenía que ser por fuerza un error. No podía ser de otro modo. De hecho, la propia casa flotante era una equivocación. Él siguió viviendo tranquilamente, a la espera de que su esposa recapacitara.
Al principio, él continuó viviendo con sus dos hijas. Pero después de medio año, la mayor hizo lo que había visto hacer a su madre y se fue de casa.
En los primeros meses, cuando sonaba el timbre por la noche, él se sorprendía pensando: es ella, mi esposa ha vuelto. Pero paulatinamente, la espera se convirtió en un ritual, una costumbre sin contenido, y junto con la espera desapareció la esperanza. La madre de sus hijas se había marchado. Era un hecho y los hechos se llaman así porque suelen ser inmutables.
Pero ahora ella estaba allí, en todo su esplendor, con o sin hecho. En el vestíbulo. Con la misma maleta con la que se fue. Una maleta roja con ruedas. Se había ido sin aspavientos, su marcha no se había convertido en un drama, su marcha no.
Ver a su esposa le afectó más de lo que habría podido sospechar cuando dejó la cazuela sobre la encimera de la cocina. ¿Por qué? Se preguntó Hofmeester. ¿Por qué esta noche? ¿Qué había pasado? No comprendía esta visita, y él era un hombre al que le gustaba comprender las cosas. Detestaba lo irracional, al igual que otras alimañas.
Aquello no saciaba en absoluto su necesidad de consideraciones racionales que conducían a comportamientos sensatos. Le asaltaron pensamientos indeseados. Tenía que reconocer que ya se había puesto nervioso cuando su hija pronunció la palabra que había dejado de existir en ese hogar. Mamá.
Lo que Dios era para los ateos, lo era mamá para la familia Hofmeester. Nadie hablaba de la madre que se había largado. Nadie pronunciaba la infame palabra. Nadie decía: «Cuando mamá aún vivía con nosotros...» Ni siquiera en las reuniones de padres, a las que él asistía con fanatismo, se hacía ya referencia a la mujer que era la madre de sus hijas. Lo aceptaban como un padre soltero, hasta el punto de que su entorno fingía que Hofmeester no había sido otra cosa desde su nacimiento. Que desde niño estaba destinado a ser eso. Diseñado a convertirse en padre soltero. Y, todo hay que decirlo: él había crecido en su papel.
No había mamá. De ese modo la palabra dejaba de tener legitimidad. Ahora, él era padre y madre en uno. El único y por ello también el auténtico, el que quedaba, y con el que todo sería mejor.
Cuando se encontró frente a ella, Jörgen Hofmeester se dio cuenta de que estaba excitado. No solo en el sentido sexual de la palabra, sino también excitado como se está antes de un examen, aunque se sepa que se ha estudiado bien. Muchas cosas podían salir mal. Eso le contaba la adrenalina, eso le susurraba la concentración con la que él la observaba: muchas cosas pueden salir mal.
La observó, primero su cara y luego su maleta. Por un instante sintió la tentación —en su caso incomprensible— de estrecharla en sus brazos y mantenerla así durante minutos enteros. Sin embargo, lo único que hizo fue apoyarse con la mano derecha a la pared, en una pose casi despreocupada. El paño de cocina le colgaba de la mano izquierda. Hofmeester era un hombre que se había pasado la vida buscando una actitud, y ahora que esa vida estaba casi acabada, todavía no la había encontrado. Un hombre sin actitud, aunque con un paño de cocina.
Lo único que podía pensar era: siempre sucede cuando menos te lo esperas. Como si solo sucediera porque no te lo esperabas.
¿Cuánto tiempo no había deseado esto? Que ella llamara a su puerta. A lo largo de los años, ella se había ido otras veces, pero siempre había vuelto. Al cabo de unos días o de unas semanas, pues sus caprichos nunca duraban más de dos meses. Un buen día, regresaba a casa. Sin vergüenza, sin una palabra de arrepentimiento, altiva, un pelín agresiva, pero allí estaba frente a su puerta. La última vez no pasó eso, la última vez fue distinta a todas las anteriores. La última vez fue definitiva.
Y ahora, ahora que él ya no lo esperaba, ahora que él ya no necesitaba esperar, porque las niñas eran lo suficientemente mayores como para arreglárselas sin ella, y él lo suficientemente viejo para poder pasar por un joven viudo, ella había llamado a su puerta como si fuera lo más normal del mundo. Y quizá lo era. Ella seguía siendo la madre de sus hijas. Había vivido años en esa casa, primero solo con él y después con él y las niñas. Tal vez solo quisiera controlar cómo estaban sus cacharros de cocina o tal vez solo venía para admirar el manzano de su marido que, de hecho, había crecido mucho.
Hofmeester contempló a la mujer que en un momento dado afirmó que él le había arruinado la vida, no solo arruinado, sino arrebatado. Él no la dejaba vivir. Como un mago, había soplado tres veces y ya está: la vida de su mujer había desaparecido. Ella quería que se la devolviera. Por ello se había ido. Había salido de la casa, como los señores de la comisión de vivienda: con calma y sin rencores. Él le había preguntado:
—¿Te pido un taxi?
Pero ella le había contestado:
—Iré en tranvía.
Después, él cerró la puerta y fue a sentarse en el salón, con el diario de la tarde en el regazo.
—Pensé venir a ver cómo te iba —le dijo ella mientras se apartaba algunos cabellos de la cara.
Aunque todo en ella indicara lo contrario —sus movimientos, su presencia, su seguridad y su convencimiento de que era el momento perfecto para volver a comprobar cómo le iba a su familia, de que no podría haber elegido un mejor momento, mientras esbozaba una débil sonrisa, con las gafas subidas a la cabeza—, él detectó en su voz que también ella estaba nerviosa. Tan nerviosa como él. Quizá había pasado tres veces delante de la casa antes de decidirse a llamar. Seguramente hacía semanas que había vuelto a Ámsterdam y lo había espiado mientras iba al trabajo, cuando cargaba con las compras y de noche, mientras acompañaba a Tirza hasta la bicicleta, cuando ella salía de casa para visitar a su novio. Y seguro que su esposa lo había visto quedarse allí de pie mirando cómo Tirza se iba en bicicleta y permanecer allí después mirando la calle y el parque.
Un hombre delante de su casa. Eso era él en esas noches. No, un hombre entrado en años delante de su casa. Frente al espejo del cuarto de baño se familiarizó con la sensación de mirar algo que había acabado. Y era un alivio. Lo que lo consolaba de su existencia era lo que quedaba a sus espaldas. Si buscaba lo suficiente, seguro que volvería a encontrar su vida en su pasado.
Su esposa también debería saber eso. Debería saberlo todo, opinaba Hofmeester. Y por ello le asombró aún más que esa noche ella hiciera lo que debería haber hecho antes o dejado para siempre: llamar a la puerta, presentarse en su casa con una maleta roja con ruedas.
Él no comprendía que quería de él. Sexo seguro que no. Nunca había sido una madraza. Tampoco podía saber que él había aprendido a cocinar tan bien. Eso era algo de después de que se fuera. ¿Qué podía querer de él a estas alturas de su vida? Fuera cual fuera el motivo de su regreso, no era él. No la persona en que él se había convertido. ¿Tal vez la que había sido? Pero lo que él había sido, lo que ellos habían sido, ya no era reproducible. Se mirara como se mirara, ella llegaba demasiado tarde.
Hofmeester apartó la mano de la pared y la observó. Trabajar en el jardín había dejado huellas. Seguía buscando la actitud adecuada. Quería causar la impresión de un hombre que conversa con el cartero: interesado pero algo distraído, como siempre se habla con los carteros.
La gente se marcha por un motivo, eso es seguro. Y vuelve por un motivo. Uno no se presenta en casa por casualidad al cabo de tres años. Si esto era una ocurrencia, ¿qué debía de ser entonces el resto de la vida?
Él tenía que preguntarle sin ambages qué quería de él. Por un momento consideró la posibilidad de decirle: ¿Es urgente? Tengo que meter algo en el horno.
La esposa no había cerrado la puerta. Hofmeester podía ver la calle detrás de ella.
—¿Cómo has venido hasta aquí? —le preguntó.
Avanzó un poco, pasó delante de ella, la olió, siguió hasta salir a la calle vacía. Miró a izquierda y a derecha como si creyera que allí fuera pudiera haber un amante esperando educadamente mientras ella lo inspeccionaba todo. Un hombre apuesto con ojos azules. Juvenil. El tipo para el cual el deseo sexual es una molestia con la que otros le incordian a diario. Él conocía a esos tipos, lo visitaban en sus sueños, salpicaban la historia de su vida: el otro hombre que permanecía invisible, pero que siempre estaba allí, cada segundo del día.
A lo lejos, en la esquina, un niño jugaba con una pelota de tenis. No había ningún amante. Ningún amor de juventud. Era una noche a principios de verano. Una de tantas noches. Aquel prometía ser un verano cálido, húmedo y bochornoso, ideal para los amantes del sol. Hofmeester no era un amante del sol.
—En taxi —le contestó ella.
Acto seguido, él volvió a entrar en casa y cerró la puerta. Recogió un folleto publicitario. ¿Qué necesitaba ella? ¿Qué venía a reclamar? Las niñas eran demasiado mayores. Ya no eran de nadie. Tenían novios a los que se referían con seriedad y sobre los que pensaban con aún mayor seriedad. Novios con los que podían imaginarse que pasarían el resto de sus vidas. Él había captado alguna vez conversaciones sobre compromisos, que ni siquiera eran irónicas. Con anillos y todo. El matrimonio estaba iniciando una ofensiva. Era una institución indestructible. Ninguna guerra podía con él. La bomba atómica, tal vez.
Pero los ojos de su esposa rebatían las reservas de él. Lo miraba amablemente, casi con dulzura. No parecía enfadada ni distante, quizá no viniera a exigirle nada. Estaba emocionada y él no podía hacer como si no se hubiese percatado de ello.
Sospechó que ella estaba viendo su pasado y que pensaba: Dios, ¿he vivido todos estos años aquí? ¿Es este el hombre con el que he pasado más de dos décadas, intermitentemente, pero aun así? ¿Era esa mi vida? Su esposa veía algo que era innegablemente de ella y que, no obstante, no lograba identificar.
Ese reencuentro provocó en Hofmeester el deseo de reírse. De soltar una larga risotada para liberarse de una tensión que lo confundía. El malestar desemboca primero en la risa, después en el silencio, más tarde en el sexo hasta que finalmente vuelve el silencio. Sin embargo, la risa que iba a romper con todo, incluido el pasado, no llegó. En su rostro no apareció ni siquiera una sonrisa.
Ahora que, después de años, volvía a tener delante a la madre de sus hijas, se acordó del nacimiento de Tirza. La espera en el hospital. No quedaban habitaciones individuales libres. Aquella noche, unas diez mujeres habían decidido parir al mismo tiempo. A primeras horas de la mañana, él había vuelto a casa. No había podido soportarlo. Había huido de la sangre y en casa había preparado la cuna, mientras esperaba una llamada del hospital.
—¿Vienes de lejos? —preguntó.
—De la estación.
El barrio había tachado de escandalosa la marcha de su esposa. Durante meses había sido la comidilla de los vecinos. No se hartaban de hablar de ella. Eran progres, odiaban el imperialismo, pero no estaban dispuestos a que les quitaran la posibilidad de murmurar. Por orgullo, él la había defendido en la medida de lo posible cada vez que los cotilleos llegaban a sus oídos en la carnicería, la verdulería o simplemente en la calle. «La situación era insostenible —solía decir entonces—. Es lo mejor para las niñas». Hofmeester fingía que todo había ido bien. Había desmantelado, con una ligera ironía, la desaparición de su esposa. Y cuando la gente le preguntaba si no era difícil para las niñas, él decía sonriendo: «Gran parte de su ropa sigue en el armario de casa, así que el día menos pensado volverá a aparecer en la vida de sus hijas».
Pero, pese a la ropa, no volvió a aparecer. Hasta esa noche, hacía seis días.
Sigue teniendo un aspecto bastante bueno, pensó él. Está menos maquillada. Más morena, eso sí, como si fuera a menudo a un salón de bronceado.
—¿Llego en mal momento?
Ella formuló la pregunta sin rastro de sorna. Él volvió a mirar la maleta. La maleta también seguía teniendo un aspecto bastante bueno. Después de todos aquellos años.
—Estaba cocinando, pero tampoco me atrevería a decir que es un mal momento. A fin de cuentas, ¿qué es un mal momento?
Ella se le acercó como si quisiera abrazarlo. Todo quedó en un apretón de manos, uno bien fuerte.
—Me preguntaba cómo estarías —le dijo—. Y cómo estaría Tirza.
Al pronunciar ese nombre esbozó una sonrisa tímida y triste. Y cuando él oyó el nombre de su hija menor se encogió como si hubiese recibido un fuerte latigazo en la espalda.
Tirza, ¿cómo estaría Tirza?
Esa era la emoción que él había detectado. Ella se había marchado, pero por lo visto echaba algo de menos. Faltaba un pedazo de su vida. De repente, un día, había dejado de ver crecer a sus hijas. Conocía la pubertad de su hija pequeña principalmente de oídas y tal vez ni siquiera eso.
Y ahora que ella se había visto cara a cara con esa hija, se daba cuenta de la consecuencia de su vida.
Le soltó la mano.
Hofmeester se la secó lo más disimuladamente posible frotándosela en el pantalón. El sudor de otra persona lo angustiaba. Le resultaba demasiado íntimo. Cuanto más invulnerable parecía el otro, más fácil le resultaba a él comportarse como un depredador. Si algo había aprendido de su vida como casero era que el inquilino no debía convertirse en un ser humano, pues los seres humanos te debilitaban. Te hacían ceder hasta que les decías: «Haré que arreglen esto y aquello. ¿Una nueva cama?, pues claro que sí. Un nuevo armario, ¿por qué no?». Hofmeester alquilaba el piso de arriba amueblado. El mobiliario le permitía deshacerse del inquilino si era preciso sin demasiado papeleo legal. Ya solo por ello, el inquilino no debía convertirse en un ser humano, pues de lo contrario Hofmeester notaría surgir el sentimiento de su interior como el hipo y le resultaría imposible deshacerse de él sin miramientos. Detestaba la debilidad. Odiaba la debilidad.
El sudor de su esposa era sudor débil. Por ello tenía que secárselo. Volvió la vista como si esperara encontrarse a Tirza detrás de él, pero Tirza no estaba. Estaba arriba, en su cuarto, hablando por teléfono. O en la cocina, callada y escuchando la conversación. Como una espía consumada. Él recordó de nuevo los días, las horas que habían precedido al nacimiento de su hija. Qué extraño que aquel nacimiento se le hubiese quedado grabado en la memoria mucho mejor que el de su primogénita. Incluso recordaba la cara del ginecólogo. Un hombre al que él le había entregado después una botella de buen vino, de al menos treinta euros, mientras sostenía a Tirza en brazos.
—Aquí la tiene —le había dicho mostrándole un bebé arrugado con algunos mechones de pelo castaño, como tantos otros bebés arrugados.
Tirza había llegado al mundo arrugada y las arrugas tardaron mucho en desaparecer. El ginecólogo aceptó el vino y le dio la enhorabuena al padre y acto seguido añadió:
—A menudo, los partos difíciles traen algo hermoso, algo muy especial.
Mientras decía esto, el ginecólogo lo miraba como si le estuviera revelando un secreto profesional.
—Estamos bien —contestó Hofmeester.
El paño de cocina se balanceaba sobre su brazo, en la mano izquierda sostenía el folleto publicitario que plegó varias veces y después se metió sin pensarlo en el bolsillo del pantalón.
—Estamos muy bien —repitió—. Tirza lo ha aprobado todo. Dos nueves. Ochos. Algún que otro siete. Nada por debajo de siete. La semana que viene dará una gran fiesta.
Lo contó con orgullo, pero cuando acabó de hablar se dio cuenta de lo absurdo que era tener que explicarle esto a la madre de Tirza. Así que esto era por lo que el barrio había hablado mal de ella y quizá también de él. No debes convertirte en un extraño para tus hijos. Ellos sí para ti, pero no al revés.
Ahora que ya no tenía ningún folleto publicitario en la mano, podía tirar a gusto de su labio inferior, cosa que hacía a menudo cuando no comprendía algo, cuando no lograba solucionar algo.
—Eso está bien —dijo ella—. Esos nueves. Pero no esperaba menos. ¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—¿Por qué asignaturas le han dado esos nueves?
—Por latín. Y por historia. ¿No lo sabías? ¿No te has enterado de nada? ¿De nada en absoluto?
Su ignorancia lo asombraba, incluso lo irritaba un poco. Alguien que ha decidido regresar, aunque sea temporalmente, debería haberse informado de forma discreta sobre la situación actual de sus hijas y su marido. Seguro que este regreso había sido un arrebato, como tantas cosas en su vida.
—¿Quién tendría que habérmelo contado? ¿Ibi? Hace un montón que no hablo con ella. Nunca me llama.
Él advirtió que ella miraba la mano con la que él se agarraba el labio inferior. Sabía que la molestaba ese viejo tic nervioso y paró.
«Nunca me llama». Su esposa opinaba que las niñas tenían que llamarla. Y no al revés. Todo giraba en torno a ella.
—Si no molesto —dijo ella—, ¿te parece bien que entremos?
Era cierto que estaban cada vez más incómodos en el pequeño vestíbulo.
—Pasa —dijo él—. Acabo de meter algo en el horno. Quiero decir... Ya no está en el horno, pero antes sí.
Ella lo miró. Ya había agarrado el asa de la maleta dispuesta a entrar en el cuarto, pero entonces la soltó y dijo:
—Comprendo lo que quieres decir. Comprendo exactamente lo que quieres decir. Eres como, bueno, como siempre. No has cambiado.
Con eso no habían contado los cristianos y otros creyentes. Con que el reencuentro con los muertos en el paraíso pudiera acabar siendo una aventura de lo más incómoda. Conversaciones de cortesía en el cielo. Un apretón de manos que tendría que haber sido un abrazo.
Sin decir una palabra, él la ayudó a quitarse el impermeable, un impermeable azul que no conocía. No era barato, eso se veía enseguida. A ella no le gustaban las cosas baratas. Colgó el abrigo con esmero. Poco a poco, Hofmeester recuperaba la calma. Lo volvía a tener todo bajo control. La vida era así. Las personas desaparecían. Y a veces, volvían a aparecer una noche a principios de verano. Justo en el momento en que habías metido la cazuela en el horno, pero, claro, eso no podían saberlo ellas. Cuando volvías la vista atrás desaparecía la cuidadosa planificación, se hacían visibles las ocurrencias, salían a la luz las coincidencias y las circunstancias se conjugaban allí donde miraras.
Justo ahora que él era la calma y la tranquilidad en persona, ella parecía dudar.
—¿O hay alguien? —preguntó—. ¿Tienes a alguien?
Hofmeester oyó que su hija menor venía hacia ellos desde la cocina. Tal como sospechaba, los había estado escuchando. La curiosidad es un signo de inteligencia, pero un hijo inteligente significa también que los padres han de estar siempre alerta. Con un hijo inteligente nunca se sabe quién le toma el pelo a quién. Tirza lo fulminó con la mirada y se fue escaleras arriba. Pasó por delante de su madre, por delante del impermeable azul de su madre que colgaba tan llamativamente del perchero.
—¿Que si tengo a alguien? —preguntó Hofmeester después de que su hija hubiese cerrado ruidosamente la puerta de su cuarto. Se echó a reír—. ¿Que si tengo a alguien? No, no realmente. No. Vivo aquí con Tirza. Por supuesto, ella es alguien, pero no como eso a lo que tú te refieres.
Hofmeester siguió riéndose. No podía parar y se avergonzaba.
—Pasa —dijo cuando por fin acabó de reírse.
La precedió hasta el salón. Él se detuvo junto al sofá, pero ella no se sentó. Se dio la vuelta como si quisiera mirarlo todo bien. Como si hubiera alguien más, un extraño, en esta habitación donde había vivido tanto tiempo, donde había estado sentada por las noches, con él, sola y con invitados, donde habían dado fiestas, donde había colocado cunas y parques, donde sus hijas habían gateado por el suelo, donde ella había pintado de vez en cuando naturalezas muertas.
—No ha cambiado mucho —dijo—. Tú tampoco. Como ya he dicho. En realidad nada. ¿Has hecho pintar las paredes?
—El librero es nuevo, como podrás ver. Esta silla también. La eligió Tirza. Sí que han cambiado cosas —dijo.
Ignoró deliberadamente su pregunta. Quien hace como que no ha oído una pregunta, tampoco puede meter la pata. Como casero, él no oía la mayoría de las preguntas. El despiste era una excusa con la que podía aguantar años.
Ella no miró la silla que había elegido Tirza ni el librero, sino que se puso delante de él y lo examinó. Como un cuadro en un museo que solo conoces por las postales y los catálogos y ahora te encuentras delante del original, e intentas comprender por qué de pronto te decepciona un poco. No mucho, solo un poquito.
—No has pintado las paredes —dijo ella tras unos segundos—. Lo veo: poco a poco se están poniendo amarillas. Por dentro no cuidas debidamente de la casa. Una casa debe cuidarse también por dentro. En cambio, tú te has conservado bien.
Sonaba satisfecha. Aunque también asombrada. ¿Con qué esperaba encontrarse? ¿Con un alcohólico? ¿Con un paciente? ¿Con manos temblorosas, una dentadura postiza que encajara mal? ¿Un viejo decrépito con momentos de lucidez? ¿Uno que en esos momentos de lucidez no tuviera nada mejor que hacer que pintar las paredes, barnizar el parqué y renovar las cloacas?
Al parecer, el hecho de que él se las hubiese arreglado sin ella superaba sus expectativas, pero también la decepcionaba. Igual que la falta de una mano de pintura en las paredes.
Había una coincidencia más que casual entre el inquilino y la esposa. Ambos encontraban siempre algún techo que necesitaba una mano de pintura, siempre se topaban con algo en la casa que debía reemplazarse. No tenían ni idea de dinero. No podían imaginarse cuánto pedían hoy en día los albañiles por una horita de trabajo. Siempre había una queja, en el caso de la esposa una queja que encima se disfrazaba de amor.
Ella retrocedió un poco.
—¿Estás contento de verme? —preguntó.
La pregunta lo pilló por sorpresa. De hecho, lo apabulló.
—Contento —dijo Hofmeester mirando su reloj—. Sí, estoy contento, pero también estoy cocinando. De haber sabido que vendrías, habría preparado más. Podrías haber llamado. Seguimos teniendo el mismo número. Pero... —tuvo que hacer una pausa, no por la emoción, sino porque tenía que reflexionar sobre lo que quería decir realmente—. Me alegro de verte. Uno siente curiosidad, al menos yo sí.
A Hofmeester le asombraba que no le hubiesen salido las palabras que esperaba pronunciar al reencontrarse con esta mujer, de hecho ni siquiera se le habían ocurrido. Ahora que por fin podía pronunciarlas, las había olvidado. Quería parecer encantador. Fuerte. El junco no solo no se había roto, sino que ni siquiera se había doblado.
—¿Curiosidad por qué?
—Por ti —le dijo él—. Por saber cómo te va. Lo que haces. Cómo vives. Cómo te ha ido.
—¿Cómo vivo? Entonces, ¿por qué no me has llamado nunca? Ni una sola vez en estos tres años. Yo te lo habría contado. Con todo lujo de detalles. No lo habría mantenido en secreto. Si te hubieses tomado la molestia de llamarme.
Era típico de ella: desaparecer y esperar que él fuera detrás suyo corriendo para recabar información sobre sus venturas y desventuras, y para preguntarle si necesitaba algo.
—No me pareció bueno llamarte —dijo Hofmeester—. No quería importunar. Si tienes mucha hambre, puedo freírte un huevo. Además, no tenía tu nuevo número.
—No he venido aquí a cenar —dijo ella ocupando asiento en el sofá en el que se sentó durante años.
Hofmeester lo había vuelto a tapizar. Tirza había elegido la tela. Él escogía muchas cosas con Tirza.
—¿Tal vez te apetezca algo que no sea un huevo?
—Jörgen, no tengo hambre —no lo dijo, lo constató con énfasis.
—No hace falta tener hambre para comer. Estoy preparando mi cazuela de pescado al horno. Es famosa. Les encanta a las amigas de Tirza. No comemos porque tengamos hambre, comemos porque es la hora de comer.
Lo dijo como un profesor que intenta recomendar un libro pese a saber que los alumnos lo van a odiar.
Aquel tono debía de resultarle familiar a ella, era el tono del corrector, el tono de alguien cuya vida consiste en detectar los errores del otro.
—Yo no —dijo ella—. No como porque sea la hora de comer. Ya no obedezco normas idiotas. Como porque me apetece. No he venido aquí por tu cazuela de pescado.
Entonces encendió un cigarrillo. Tenía un bolso nuevo y un pelín demasiado moderno y juvenil para su edad. Lleno de adornos. Hofmeester pensó en los bolsitos de las amigas de Tirza. Después de las fiestas, él se las encontraba a primeras horas de la mañana en la cocina con sus bolsos llenos de abalorios o trocitos de vidrio, hoy en día todo servía de adorno. Hofmeester les pedía disculpas cuando entraba en la cocina en pijama y veía a Tirza y a sus amigas felices, apestando a humo y a veces a comida podrida. Él se servía rápidamente un vaso de leche o cogía una manzana del frutero y corría a refugiarse en su dormitorio o, cuando hacía buen tiempo, en el cobertizo, donde se sentaba, entre el rastrillo y la motosierra, hasta que las chicas se hubiesen ido a la cama o a sus casas. Tirza era popular. Alguna que otra vez, Hofmeester se había encontrado a chicos extraños en el cuarto de baño, chicos que no conocía y que ni siquiera le habían sido presentados, pero que se habían quedado a pasar la noche en su casa. Muchachos a los que Hofmeester tenía que preguntar: «¿Quieres una toalla?», porque Tirza dormía profundamente. Una vez que se quedaba dormida, no había nada que la despertara. Los chicos se levantaban siempre antes que su hija. Aquellos personajes que él se encontraba de tanto en tanto en el cuarto de baño no olían bien. Lo que tenían en común los chicos de Tirza era su mal olor. Sin embargo, ahora ella tenía un novio fijo y Hofmeester todavía no había podido constatar si este apestaba. Se temía lo peor.
—Vuelves a fumar —dijo sin apartar la vista del bolso de ella.
Sonaba preocupado y eso lo irritó. Lo que acababa de decir era demasiado personal, como si los cigarrillos de ella le incumbieran. Los pulmones de su esposa eran asunto suyo. De hecho, todo su cuerpo. Su cuerpo ya no le implicaba ningún tipo de responsabilidad.
—¿Te molesta?
—No realmente —le dijo—. A mí no. Le pediré a Tirza que traiga un cenicero. He guardado los ceniceros.
Se volvió hacia el pasillo y gritó:
—Tirza, ¿puedes traerle un cenicero a mamá?
Hofmeester se quedó esperando, pero Tirza no respondió. Seguramente estaría hablando por teléfono en su cuarto. La verdadera pasión nunca te abandona. Tirza lo debatía todo con pelos y señales con sus amigas. En una ocasión se lo había contado durante la cena.
—¿También de mí? —le había preguntado él—. ¿Hablas también de mí?
—Por supuesto —le había contestado ella—. Eres mi padre, ¿no? ¿Por qué no iba a hablar de ti?
La esposa seguía fumando.
—Tirza —gritó Hofmeester algo más fuerte—, un cenicero para tu madre. Por favor.
Miró el cono de ceniza que crecía lentamente y que no tardaría en caer, no podía apartar los ojos de él, parecía hipnotizado, dijo:
—Siempre es muy servicial. No como antes. Incluso cuando estudiaba para su graduación, insistía en ayudarme.
Hofmeester hablaba como en sueños, hablaba sin parar, como si hablara más consigo mismo que con ella, como si no hubiese nadie más en el cuarto, solo él. Como si ensayara lo que iba a decir cuando por fin llegaran los demás.
Al ver que Tirza no se presentaba, él mismo se fue a la cocina a buscar un cenicero. ¿Dónde estaban? Ya nadie fumaba en casa. Hofmeester apenas recibía visitas. La asistente tampoco fumaba. De vez en cuando bebía una copita, pero fumar, eso no. Y cuando las amigas y los novios de Tirza fumaban, cosa que por cierto apenas hacían, salían siempre al jardín. O fumaban asomándose a la ventana. A Tirza no le gustaba el humo, sí los chicos.
No encontró ningún cenicero. Hofmeester había escondido bien los ceniceros, confiando en no necesitarlos nunca más. Por eso cogió un platito. No era lo correcto, pero de momento serviría. Para Hofmeester la moral se reducía a si algo era o no correcto. Y si algo podía alegar él en su defensa era que había hecho lo correcto.
Cuando volvió a la sala de estar, vio la ceniza en la mano izquierda de su esposa. Le alcanzó el platito y le preguntó si necesitaba un trapo.
—Tengo manos a prueba de fuego —dijo ella riéndose.
Igual que en otros tiempos. La gente apenas cambia. Encuentra un nuevo entorno para sus obsesiones. Se arruga, se le caen los dientes, se rompe huesos, le reemplazan los órganos por máquinas, pero no cambia.
Cuando acabó de reír dijo:
—Si te apetece, si te gustaría que lo hiciera, y sé que te gustaría, me quedaré a cenar, pero no te molestes. Dame los restos. No te desvivas por mí.
Hofmeester apartó el jarrón con rosas que había sobre la mesa del comedor, las flores se las habían regalado a Tirza unos días antes. Así hizo sitio para que su esposa pudiera comer con ellos. Se preguntó si, para infundirse valor, la esposa que se había presentado de repente había bebido en un bar cercano antes de dirigirse con su maleta a su antigua casa.
—Cocinar no es desvivirse —dijo él en voz baja—. Forma parte del trabajo. Tengo una familia y cocino. Es mi tarea.
La mesa estaba puesta para dos. Él la había preparado mucho antes de que estuviera lista la cena. A veces se ponía con ello justo después de volver a casa del trabajo. Lo hacía porque estaba ansioso por sentarse con Tirza a aquella mesa, porque aquel momento restauraba el equilibrio siempre precario. Tirza y él, en la mesa, comiendo. Eso les daba la apariencia de ser una familia o más que eso, una santa alianza.
Se fue a buscar un plato en un armario. Entonces se acordó de su tarea. La cazuela de pescado, el horno, había que cocinar. Se quedó de pie, incómodo, con el plato en la mano, como si no supiera si podía dejar sola a la visita. O si debía invitarla a seguirlo a la cocina. Para charlar sobre un lejano pasado. ¿Cómo se preguntaba algo así? «¿Vienes a la cocina?» Entonces dejó el plato en la mesa. Ya estaba preparada para una tercera persona. La esposa. La madre de Tirza.
Todo había empezado años atrás con una cena compartida. La familia Hofmeester se había gestado con una chuleta de cordero. Jörgen había cocinado para la mujer que más tarde se convertiría en su esposa. Le había gustado más el hombre que la chuleta. Él se acordó de la maleta que estaba en el pasillo. La primera vez que ella había ido a cenar a su casa, le había traído una tarta que ella misma había preparado.
—La veo cambiada —dijo la esposa, fijando la mirada en un cuadro que colgaba de la pared. Lo había colgado ella misma, también lo había pintado ella y Hofmeester nunca se había tomado la molestia de quitarlo, aunque Tirza le había preguntado varias veces: «¿Tenemos que seguir mirando ese frutero por el resto de nuestras vidas? ¿Es realmente necesario?».
—¿A quién? ¿A Tirza?
El paño de cocina seguía colgado de su brazo.
—Sí, a Tirza. Se ha vuelto guapa.
—Está hecha una mujer —dijo Hofmeester.
Sin embargo, se arrepintió enseguida de haberlo dicho. ¿Una mujer? ¿Qué era una mujer?
De acuerdo, le había crecido el pecho y se intuían sus caderas. Pero ¿cuándo se convertía una chica en una mujer? ¿Qué hacía de él un hombre? ¿Los genitales que le colgaban entre las piernas?
No sabía qué debía decir sobre Tirza, no sabía qué quería decir sobre ella. Por eso dijo:
—Siempre ha sido guapa. De bebé estaba arrugada, como todos los bebés. Ibi estaba menos arrugada, pero tenía otros defectos. ¿Te apetece beber algo?
Ella negó con la cabeza.
—Ya me serviré. Por ahora estoy bien como estoy.
Él se la quedó mirando. La mujer que nunca había estado bien en el pasado, a pesar de todas las naturalezas muertas que había pintado. Pero ahora estaba bien. En algún punto de la historia se escondía un final feliz, solo que él no había estado allí.
Acto seguido, Hofmeester se fue a la cocina, seguro que ella se entretendría sola en el salón. Volvió a meter la cazuela en el horno. Después descorchó una botella de vino blanco y ajustó el minutero de cocina a media hora. Hofmeester no sabía cocinar sin minutero. Después volvió a colocar el libro de cocina en la pila de libros de cocina.
Se quedó cerca del horno. Deslizaba las manos sobre la encimera como si fuera un ciego que estuviera leyendo braille. Cuando la cena estuviera sobre la mesa, seguro que se le ocurriría algo que decirle a la visita: «¿Has viajado mucho?». O: «¿Tu madre vive aún?». Cuando ella se fue de casa, su madre estaba gravemente enferma.
Hofmeester pensó sobre su trabajo, sobre Tirza y sobre el viaje que iba a hacer. En algún lugar había leído que Botsuana era una zona de malaria.
El minutero sonó y él llevó la cazuela de pescado con innegable amor al comedor. La esposa se había tumbado en el sofá. Se había quitado los zapatos y había cerrado los ojos. El cuarto apestaba a humo de cigarrillo.
—Iré a buscarte cubiertos —dijo él dejando la comida en la mesa.
Ella no se movió. Se la veía cómoda y satisfecha, como si nunca se hubiese ido. Como si solo hubiese salido a comprar buñuelos y se hubiese visto retenida por el camino. Un embotellamiento, su ausencia de tres años no había sido más que eso, un embotellamiento de carne humana.
En el pasillo él gritó:
—¡Tirza, a cenar!
Se fue a la cocina a buscar los cubiertos y una copa para la invitada, y la botella de vino.
—¿Dónde me siento? —preguntó la esposa después de que él sirviera el vino.
Todas las copas igual de llenas. Había que cuidar los pequeños detalles. Él se entregaba a su papel de camarero, de criado.
Ella se levantó lentamente del sofá. Se fue descalza hasta la mesa.
—Aquí a la cabecera de la mesa —dijo Hofmeester—. Es donde se sientan siempre las visitas. Bonitos zapatos. ¿Son italianos?
—Franceses.
Ella se sentó. Hofmeester sirvió la cena. Volvió a llamar a su hija una vez más, un poco más fuerte:
—¡Tirza, a cenar!
La comida estaba en los platos, pero nadie comía. Esperaban a la niña.
—Un regalito —dijo la esposa, con el tenedor en la mano.
En el anular de la mano izquierda llevaba una joya que él no conocía.
—¿Qué?
—Los zapatos. Son un regalito.
—Qué bien. Aquí también tienes unos diez pares. ¿Lo sabías? Quería enviártelos, pero no sabía adónde.
Cogió un trozo de pan de la cesta que ya llevaba unas horas en la mesa.
—Pensé que los regalarías.
El pan estaba seco.
—¿Regalárselos a quién? ¿Te refieres a tus zapatos?
—Mis zapatos, sí, pensé que te desharías de ellos. Que te desembarazarías de todas mis cosas. Tampoco es tan raro, ¿no? Me lo compré todo nuevo.
—¿Y quién tiene tu talla? No conozco a nadie con tu talla. Tienes una talla difícil. ¡Tirza, a cenar! Todo está igual que lo dejaste en el armario. Podías volver en cualquier momento.
Ella se lo quedó mirando, como intentando averiguar si lo decía en broma.
—Me han dicho que mis pies son una joya —dijo entonces tras una breve pausa.
Esbozó una amable sonrisa. Se esforzaba, eso estaba claro. Pero él también. En eso se habían convertido: en dos personas que se esforzaban. Quién sabe, tal vez lo hubiesen hecho siempre.
—¿Los has observado? He conservado bien mis joyas.
Se movió un poco en la silla y levantó los pies junto a la mesa. Llevaba las uñas pintadas de rosa. Rozó la pierna de Hofmeester con la punta de los dedos.
Él se paralizó.
Mientras sostenía un trozo de pan seco, lanzó una mirada a los pies descalzos y las piernas desnudas de su esposa. Los dedos que rozaban su pantalón. Entonces se metió el trozo de pan seco en la boca y empezó a masticar.
—¿No me dices nada después de todos estos años?
—¿Decirte qué?
—Algo agradable. ¿Te gusta volver a verme?
—¿Te refieres a algo agradable sobre tus pies?
El pan estaba muy seco, pero no le apetecía levantarse para tostarlo.
—Ya sabes lo importantes que son algunas cosas para mí. Después de todo este tiempo, podrías decir algo amable. No eres de piedra.
Movió varias veces los dedos de los pies y Hofmeester volvió a echarles un vistazo.
Amabilidad, eso era lo que se esperaba de ti cuando tu esposa llamaba a tu puerta después de tres años.
—Tus pies no han cambiado —dijo él.
—¿Eso es todo?
—Creo que sí.
—Mis pies son una joya, Jörgen. Muchos los han mirado. Me lo han dicho a menudo.
Entonces volvió a poner las piernas debajo de la mesa.
Hofmeester miraba fijamente las flores. Era un ramo caro. Quizá de treinta euros. ¿Quién se lo habría regalado a Tirza? Ella no había mencionado ningún nombre. Casi nunca le decía los nombres de los chicos. En la mesa hablaban de cosas cotidianas. De las noticias, de la comida, del tiempo, de sus amigas, de las pruebas de aptitud, y alguna que otra vez salía el tema de su viaje por el mundo. Aunque evitaban las conversaciones sobre política y sobre África no estaban de acuerdo.
—Me parece que... —empezó a decir Hofmeester.
Como no sabía qué le parecía, hizo una pausa y en aquel instante oyó que Tirza bajaba por la escalera y decidió que ya no era necesario acabar la frase. Decidió que, si era necesario decir algo cordial, cosa que, por cierto, se podía discutir, le tocaba a Tirza decirlo.
—¡Qué asco, menudo pestazo hace aquí! —exclamó Tirza.
Llevaba una blusa blanca, se había cambiado de ropa. Normalmente no se cambiaba nunca de ropa para la cena. A menos de que tuvieran visita. Y las visitas que habían tenido en los últimos años eran para Tirza. La única que venía para Hofmeester era la asistente de Ghana, pero no podía considerarse visita en el sentido más estricto de la palabra.
La hija se sentó. Hofmeester cogió su copa y dijo:
—Brindemos, Tirza, por esta visita inesperada de tu madre. Brindemos por estar reunidos todos, casi todos como una... bueno, como una familia. Y por estar sanos.
La hija había alzado su copa, pero la volvió a depositar sobre la mesa y dijo:
—Yo no brindo por eso. Y aquí apesta, papá, ¿no lo hueles? Está fumando en casa tan tranquila. Aquí no se puede fumar.
Tirza era capaz de hablar como una profesora si se lo proponía. Su tutor en la escuela había dicho en una ocasión: «Es una líder nata, toma la iniciativa. Siempre va la primera y arrastra a los demás con ella».
Se hizo un silencio. De los nervios, Hofmeester se metió otro trozo de pan seco en la boca.
—Brindemos... —empezó a decir Hofmeester.
—No —replicó Tirza—. No pienso sumarme a eso. A este disparate.
Con el tenedor aplastó con fuerza la cazuela de pescado de su padre.
—Bien —dijo Hofmeester— entonces por la vida. Por tus notas, ¿de acuerdo, Tirza? Por tu graduación. Por tu futuro. Por ti.
Hofmeester tomó un primer sorbo antes de que nadie pudiera protestar. El vino no estaba suficientemente fresco, pero tenía un pase. En una noche como aquella, muchas cosas tenían un pase.
Otras veces, las cazuelas de pescado de Hofmeester habían salido mejor, pero mientras se comieran, todo iba bien. Todo estaba bajo control, la noche, la compañía, la familia.
Después de unos cuantos bocados, la esposa se quitó las gafas de sol de la cabeza y preguntó:
—Y bien, Tirza, ¿cómo estás? Le decía a tu padre que te has vuelto muy guapa.
Tirza estaba entretenida soltando un hilo de queso de su cuchillo. La receta también llevaba queso, Hofmeester la había sacado de un libro de cocina francés. Tirza farfulló:
—Como si eso te importara.
—Sí que me importa —dijo la esposa—. Incluso me importa muchísimo. He pensado a menudo en ti. Te has vuelto muy guapa.
—¿Vuelto?
—Más guapa. De lo que eras. Siempre has sido guapa, pero ahora lo eres de verdad, cómo decirlo, estás en plena flor.
Y Tirza contestó:
—Oh, qué gracia.
Comía a regañadientes. Comía como una niña pequeña. Dejando bien claro que lo hacía de mala gana. Jugaba con la comida.
—¿Gracia? —preguntó la esposa—. ¿Qué tiene eso de gracioso?
—Qué gracia que te acuerdes de que antes también era guapa. Qué gracia que te importe cómo estoy. No he percibido mucho interés por tu parte en los últimos años. Mejor dicho: ninguno.
Tras ese pequeño incidente siguieron comiendo en silencio. Sin embargo, el nerviosismo se había apoderado de Hofmeester, más aún que poco antes, cuando se encontraba en el vestíbulo y miraba la maleta de su esposa. Por eso se metió un par de trozos de pan en la boca. Acabó zampándose todo el contenido de la cesta de pan. Había que acabarlo. Era una lástima tirarlo.
Cuando casi había vaciado el plato, su esposa preguntó:
—¿Qué vino es este?
—Es de Sudáfrica —le contestó Hofmeester—. Tirza y yo hemos descubierto el vino sudafricano.
—¿Descubierto? —dijo ella soltando una risita—. ¿Qué quieres decir con descubierto? ¿Qué le han descubierto exactamente?
—Los sábados por la tarde, la bodega de la esquina organiza catas de vinos. Tirza y yo vamos a veces. ¿No es cierto, Tirza?
La madre de Tirza examinó la etiqueta y dijo:
—Ay, son como dos tortolitos. Los sábados por la tarde van a catas de vino. Qué romántico. ¿Quién hubiese dicho que acabarían llevándose tan bien?
—Papá —dijo Tirza.
Pero su padre hizo como si no hubiese oído nada. Dijo:
—Tirza tiene un interés especial en Sudáfrica, en toda aquella región. En realidad, Tirza está interesada en toda África. ¿Lo digo bien? ¿En toda África? Si pudiera, Tirza viajaría en transporte público desde la punta más meridional de Sudáfrica hasta Marruecos, pero se lo he prohibido. Además, allí apenas hay transporte público, claro. ¿Se imaginan el transporte público en Camerún? Mortal. He leído en alguna parte que allí ni siquiera tienen coches fúnebres, que tienen que llevarse a los muertos al cementerio en autobús. Debajo del brazo.
Se echó a reír. La idea de que alguien tuviera que llevarse a sus familiares muertos debajo del brazo en un autobús hasta el cementerio hacía que la muerte resultara mucho menos intimidante. Bastaba con fingir que no había para tanto, para que tampoco hubiese para tanto. Notó una patada en la pierna. Esa era la señal para que recogiera las migas de la cesta y se las metiera en la boca. La comida era misericordia.
—¿Así que quieres recorrer África en transporte público?
La madre de Tirza lo hacía lo mejor que podía, pero no lo conseguía. Tenía las mejores intenciones, siempre las había tenido, pero estaba ocupada por completo consigo misma.
Tirza no le respondió. Volvió a golpear la pierna de su padre. Tal vez eso fuera una respuesta.
—Le he dicho —dijo Hofmeester— que el transporte público en África...
Otra patada.
—Tirza —dijo Hofmeester cuando hubo vaciado la boca— en este caso no puedo hacer nada. En este caso resulta que no puedo hacer nada. Para variar.
Tirza se limitó a negar con la cabeza. Siguió meneando la cabeza, como una niña pequeña que debería irse a la cama y que hace caprichos de puro cansancio.
—No se trata de si puedes hacer algo, papá —le dijo—, se trata de que yo no puedo soportarlo. No lo aguanto. ¿Quieres parar ya? Por favor, ya.
Lo dijo recalcando cada sílaba.
Hofmeester la miró. No había tocado la mitad de su porción de cazuela de pescado. Con la otra mitad solo había jugado. Él comprendía poco de las personas. A veces, incluso sus propias hijas se le antojaban incomprensibles. Le resultaban familiares, pero extrañas. Al igual que los chicos con los que Hofmeester se encontraba de vez en cuando por la mañana en el cuarto de baño, también extraños y aun así familiares. Como si se hubiesen pasado toda la noche esperándolo en el cuarto de baño, para que les diera una toalla. Los novios de su hija que lo consideraban tan solo un pretencioso extra, a pesar de que él —ya no quería seguir engañándose por más tiempo— hubiese querido ser otra cosa.
—¿Qué debo dejar?
—De hacer esto. Esta conversación. Esta ridícula conversación. Tienes que dejar de tratarme de forma distinta a la de siempre. Tienes que acabar con este teatro, papá. Aunque solo sea porque esa mujer está aquí en la mesa.
Cuando dijo «esa mujer», su voz se endureció, casi chilló.
—¿Te trato de forma distinta? —preguntó Hofmeester. Intentaba no perder de vista a su esposa y a su hija. Como si pudieran tirarse de los pelos si él las perdía de vista—. ¿Ha cambiado mi forma de hablar? ¿Mi forma de comer? ¿O es que de pronto he dejado de sorber? —se río de su chiste, pero era el único.
—No sorbes, pero hablas de otra forma, papá, en serio. Otras veces soy yo la que suele hablar y tú asientes o me preguntas: «¿Qué hace su padre?». Y después fregamos los platos. Y entonces tampoco dices casi nada. Escuchas lo que yo te digo. Y no pasa nada. A veces te pregunto: «¿Qué has hecho de interesante hoy?». Y tú dices: «Poca cosa». Y me parece muy bien. Ese eres tú. No puedes evitarlo. Y eso es más de lo que ella puede hacer. Pero no soporto esta conversación, esta conversación absolutamente ridícula.
Hofmeester palpó la cazuela de pescado. Seguía estando caliente.
—A veces te hablo, Tirza. Lo sabes. Lo sabes muy bien. Y a menudo te leo el periódico. Los artículos graciosos. También lo sabes.
—No importa, papá. Eres cariñoso a tu manera. A tu manera eres muy cariñoso. Y me gusta que me leas artículos graciosos del periódico mientras cenamos. No siempre me hacen gracia, pero bueno. A ti te la hacen. Y eso es lo principal. Pero ya que estamos hablando, ahora que no estamos leyendo artículos graciosos del periódico, ¿puedo preguntarte algo?
—Sí, por supuesto —dijo Hofmeester—. Todo, Tirza. Todo lo que quieras.
—¿Por qué no has echado a la calle a esa mujer?
Por un instante tuvo el impulso de tirarse del labio inferior, pero lo reprimió. Hofmeester sirvió un poco más de vino, primero a Tirza, después a su esposa y por último a sí mismo. Intentó lanzarle una mirada de complicidad a la esposa, pero ella esbozó una débil sonrisa sin mirarlo realmente. Entonces él dijo:
—Uno no echa a las mujeres de su casa, Tirza, y menos aún a las mujeres con las que ha engendrado dos hijas. Esa mujer es tu madre. Por eso la he dejado entrar en lugar de echarla a la calle. Ese me parece un buen motivo. Es tu madre. Lo era. Siempre lo será.
La madre de Tirza miraba como si estuvieran hablando de otra madre. Otra madre con otra hija.
—Con dificultad, Jörgen —dijo, mientras jugueteaba con las gafas de sol—, con dificultad he engendrado a dos hijas. Y sí que sabías hablar, hablar y hablar. A veces parecía emitirse una radionovela erótica en nuestra cama. Pero para engendrar niños hay que hacer algo, Jörgen. No algo, sino eso. Tienes que meter tu instrumento en el orificio adecuado.
Los pensamientos de Hofmeester se quedaron colgados en la radionovela erótica. Él se consideraba un hombre callado y discreto, pero al parecer otros no opinaban lo mismo.
—Nos abandonó —dijo Tirza señalando con el tenedor a la mujer que poco antes le había mostrado los pies a Hofmeester. En el tenedor quedaban restos de comida que cayeron sobre el mantel—. Tal vez tuviera un motivo para abandonarte, papá, seguramente tuviera buenos motivos para hacerlo, pero no tenía ninguno, realmente ninguno, para abandonarme a mí.
Se le quebró la voz. Hofmeester sintió una ola de pánico. Un pánico terrible.
—No señales con el tenedor, Tirza —le dijo—. No lo hagas. Podría ocurrir un accidente.
Se pasó la mano por el pelo como si eso sirviera de algo, como si eso pudiera desviar la conversación llevándola por otros derroteros: los veranos que antes eran mejores. La escuela. O si era preciso África o el transporte público en cualquier lugar del mundo.
La voz de Tirza sonaba cada vez más fuerte. Hofmeester sabía lo que eso significaba, que ella acabaría llorando. Y él no soportaba las lágrimas. Su propia debilidad le provocaba náuseas. La de sus hijas lo enfurecía.
Lanzó una mirada a la esposa que bebía tranquilamente su vino y seguía estando allí como si nada fuera con ella. Él tenía que salvar la situación, enseguida, pues nadie más lo haría. Nadie más podía hacerlo.
—No debes decir eso —dijo Hofmeester—. No nos abandonó. Se dedicó a su desarrollo personal.
La esposa suspiró y depositó sus cubiertos sobre la mesa.
—Di mejor que ya no aguantaba estar contigo, Jörgen, Tirza lo sabe tan bien como yo, todo el barrio lo sabe. No hace falta que lo llames desarrollo personal. Tú siempre con tus malditos eufemismos. No había ningún desarrollo personal. Simplemente yo ya no aguantaba. Nadie habría aguantado aquí. Nadie que fuera normal.
—Bueno —dijo Hofmeester—, pero por ahora llamémoslo desarrollo personal. ¿No es un compromiso razonable? A veces, el desarrollo personal viene a ser lo mismo que no aguantar en algún sitio. Tampoco hay tanta diferencia entre lo uno y lo otro.
—Papá —gritó Tirza—, no seas idiota. No dejes que te trate así.
—Quiero comer en paz —gritó Hofmeester—, Tirza, eso es lo único que quiero. Comer en paz. He preparado esta cazuela de pescado en paz. Y quiero comérmela en paz. Y lo voy a conseguir. Igual que lo he conseguido durante tres años.
La hija golpeó la mesa con la mano izquierda. Un tenedor cayó en el suelo.
—No quiero estar sentada a la mesa con esa mujer —gritó—. No quiero volver a ver a esa mujer nunca más. Nunca más.
Tirza se levantó.
—Te odio —chilló—. Habría sido mejor que no hubieses venido aquí. Habría sido mejor que no hubieses vuelto nunca más. Querría que estuvieras muerta.
Acto seguido, se fue corriendo al piso de arriba.
Hofmeester se secó varias veces la boca, desplazó la botella de vino unos cuantos centímetros y luego preguntó:
—¿Quieres un postre?
La esposa miraba fijamente su copa y sacó un trocito de corcho que se había caído dentro.
—De pequeña ya era así —dijo con calma.
—Aún queda algo de ayer —dijo él—. Hice tiramisú. Los miércoles siempre hago tiramisú. Puedo ofrecerte esto. ¿O mejor fruta?
—Es incapaz de perdonar.
—También puedo preparar una macedonia.
— Es incapaz de perdonarse a sí misma. ¿Puedes perdonarte a ti mismo, Jörgen, puedes perdonarte de verdad? —Volvió a ponerse las gafas de sol a modo de diadema.
—¿Macedonia? ¿Quieres te la prepare? Lo hago en un momento.
La esposa suspiró.
—Bien —dijo—, hablemos de otra cosa. Si eso es lo que quieres. ¿Cómo está el limpiacristales?
—¿Qué limpiacristales?
—El hombre que venía una vez al mes a limpiar las ventanas, aquel viejo. ¿Cómo está?
—Ah, ese —dijo Hofmeester—, bueno, está muerto.
Se quedó sentado en la silla tirándose del labio inferior.
—He de admitir que has aprendido a cocinar —observó la esposa.
—Gracias —dijo Hofmeester.
Entonces se levantó y se fue escaleras arriba, a la habitación de su hija menor. Pero a mitad de las escaleras se lo pensó mejor, se detuvo y regresó al salón. Volvió a sentarse a la mesa.
La esposa seguía en su sitio. No como una invitada, sino como alguien que estaba en su casa. Lo cual, en el sentido estricto de la palabra era cierto. Nunca se había dado de baja oficialmente. Las tarjetas censales de la esposa seguían llegando allí y Hofmeester tenía por costumbre dejarlas en la pequeña cómoda del pasillo, hasta que pasaban las elecciones y él constataba con cierta melancolía que, una vez más, su esposa no había hecho uso de su derecho de voto.
—¿Tiene novio?
—¿Tirza?
—Sí, Tirza. Por supuesto. ¿Quién si no?
—A veces me encuentro chicos en el cuarto de baño.
—¿En el cuarto de baño?
—En el cuarto de baño, por ahí andan a menudo.
—¿Qué hacen allí?
—Lo que hace la gente en el cuarto de baño. Se duchan. Supongo. Van al inodoro. No les pregunto: «¿Qué haces aquí?». No quiero que se sientan incómodos. Esta es la casa de Tirza. También es su casa.
La esposa suspiró profundamente y depositó la copa sobre la mesa.
—¿Y qué les dices entonces?
—Entonces les pregunto, aunque tal vez te sorprenda: «¿Quieres una toalla limpia?». Eso les pregunto. Pero quizá tengas otras sugerencias, quizá tengas mejores ideas, quizá debería preguntarles: «¿Te apetece una copita de champán, muchacho? ¿Han follado? Espero que usen preservativo, pero si no es así, tampoco pasa nada». Tú sin duda lo habrías abordado de otra manera, lo sé, siempre has tenido celos de los novios de tus hijas. Pero yo me limito a preguntarles: «¿Quieres una toalla limpia?». Y nada más.
—Cállate —gritó ella.
Por un instante se hizo un silencio y entonces, Hofmeester dijo:
—Nos estamos gritando.
—Sí —admitió ella—. Es estúpido. Lo volvemos a hacer y ya no tenemos ningún motivo para gritarnos. No tenemos ningún motivo para hacerlo.
Se fue al sofá, cogió los cigarrillos del bolso, encendió uno y volvió a la mesa.
—¿Las gafas también son francesas? —preguntó Hofmeester señalando las gafas de sol con aquellos cristales ridículamente grandes que ella seguía llevando a modo de diadema.
—Italianas. Los zapatos vienen de Francia, las gafas de Italia.
Ahora, el humo también lo molestaba a él, pero no dijo nada.
—¿La has puesto en mi contra a propósito? —preguntó ella—. ¿O sucedió de forma natural?
—Sucedió de forma totalmente natural —le contestó Hofmeester—. No hizo falta que hiciera nada.