Читать книгу Sherlock Holmes: La colección completa - Arthur Conan Doyle, Исмаил Шихлы - Страница 36
12. La extraña historia de Jonathan Small
ОглавлениеEl inspector que había quedado en el coche de alquiler era hombre de paciencia, porque tuvo tiempo de aburrirse hasta que volví a reunirme con él. Su rostro se ensombreció cuando le mostré la caja vacía.
—¡Se nos fue la recompensa! —dijo sombríamente—. Donde no hay dinero, no hay paga. Si el tesoro hubiese estado allí dentro, la labor de esta noche nos habría valido a Sam Brown y a mí sendos billetes de diez libras.
—El señor Thaddeus Sholto es un hombre rico —le dije—; él cuidará de que ustedes reciban su recompensa, con tesoro o sin él.
Sin embargo, el inspector movió la cabeza con desaliento.
—Mal asunto —repitió—; y lo mismo le parecerá al señor Athelney Jones.
Su predicción resultó exacta, porque el detective oficial se quedó mirando con bastante turbación cuando le enseñé el cofre vacío. Acababan, precisamente, de llegar él, Holmes y el preso, porque por el camino habían alterado sus planes respecto al trámite de presentar el informe en la comisaría. Mi compañero estaba arrellanado en su sillón y tenía la expresión que era en él habitual, mientras que Small se hallaba sentado frente a él, imperturbable y con su pata de palo cruzada sobre su pierna sana. Cuando mostré el cofre vacío se echó hacia atrás en su silla y se echó a reír ruidosamente.
—Esto es cosa suya, Small —dijo Athelney Jones, irritado.
—Sí; tiré el tesoro donde no puedan ustedes nunca echarle mano —exclamó jubiloso—. El tesoro es mío, y si yo no puedo quedarme con el botín, he de tener buen cuidado de que tampoco aproveche a nadie. Les digo a ustedes que no hay ser viviente con derecho al tesoro, fuera de los tres hombres que se hallan actualmente en el presidio de Andamán y yo. Sé que no podré yo beneficiarme del tesoro y sé que tampoco se podrán beneficiar ellos. He actuado siempre pensando más en ellos que en mí mismo. Siempre hemos sido fieles al Signo de los Cuatro. Pues bien, tengo la seguridad de que ellos aprobarían mi manera de obrar y que preferirán que haya tirado el tesoro al Támesis antes de permitir que fuese a parar a manos de parientes y amigos de Sholto o de Morstan. No hicimos lo que hicimos con Achmet para enriquecerlos a ellos. El tesoro lo encontrarán ustedes en el mismo lugar que la llave y que al pequeño Tonga. Cuando comprendí que la lancha nos alcanzaría, puse el botín en lugar seguro. Por esta vez la cosa no les va a producir rupias a ustedes.
—Small, usted nos está engañando —dijo Athelney con severidad—. Si hubiese deseado arrojar el tesoro al Támesis, le hubiera sido más fácil tirarlo con cofre y todo.
—Sí; habría sido más fácil para mí tirarlo y más fácil para ustedes el recuperarlo —contestó, mirando de soslayo con expresión astuta—. El hombre que era lo bastante inteligente para seguirme la pista lo sería igualmente para extraer del fondo del río un cofre de hierro. Pero como las joyas están desparramadas en un trayecto de cinco millas, más o menos, la tarea resultará mucho más difícil. La verdad es que me dolió en el alma hacerlo. Cuando ustedes nos alcanzaron, estaba yo medio loco. Pero de nada sirven las lamentaciones. En el transcurso de mi vida he tenido altibajos y he aprendido a no llorar ante la leche derramada.
—Este es un asunto muy serio, Small —dijo el detective—. Si usted hubiese ayudado a la justicia, en vez de burlarla de este modo, tendría muchas más probabilidades de salir bien parado del juicio.
—¡La justicia! —exclamó, con expresión de mofa, el ex presidiario—. ¡Bonita justicia! ¿De quién era este botín sino nuestro? ¿Dónde hay justicia en que yo lo hubiese entregado a quien jamás se lo ganó? ¡Vean, en cambio, cómo me lo gané yo! Veinte años largos pasé en aquellas tierras pantanosas e infectadas de fiebres, trabajando de día entre los mangles y pasando las noches con grilletes en las sucias chozas de los convictos, comido por los mosquitos, sacudido de tercianas, humillado por las fanfarronadas de todos aquellos guardianes negros, que se cobraban en mí sus cuentas contra los hombres blancos. Así fue como yo me gané el tesoro de Agra. ¡Y ustedes me hablan de justicia porque no puedo soportar la idea de que hubiese yo pagado ese precio únicamente para que otro disfrutase del tesoro! Preferiría que me ahorcasen veinte veces, o que me clavasen uno de esos dardos de Tonga, que pasarme la vida en una celda de presidio y saber que otro hombre vive cómodamente en un palacio gracias a un dinero que debería ser mío.
Small había dejado caer su máscara de estoicismo, y sus palabras le brotaron en furioso torbellino de su boca, mientras sus ojos llameaban y las esposas chocaban entre sí con ruido metálico en sus desatinados manoteos. Viendo los furores y arrebatos de aquel hombre, comprendí que no era ni infundado ni extraordinario el terror que había poseído al mayor Sholto cuando se enteró por vez primera de que el perjudicado presidiario había encontrado su pista.
—Se olvida usted de que nosotros nada sabemos de todo esto —le dijo con calma Holmes—. No nos ha contado todavía su historia y no podemos juzgar hasta qué punto la justicia estuvo primitivamente de su parte.
—Bien, señor; aunque me doy cuenta de que es a usted a quien debo el encontrarme esposado en este momento, me ha hablado en todo instante con mucha consideración. No le guardo, pues, rencor. Ha jugado limpio y de frente. Si desea oír el relato de mi vida, yo no tengo ningún deseo de ocultarla. Lo que le digo es el evangelio hasta la última palabra. Gracias. Puede usted colocar el vaso aquí, a mi lado, y yo acercaré a él mi boca si tengo sed.
Yo soy del Worcestershire, y nací cerca de Pershore. Creo que si usted quiere averiguarlo, encontrará que aún hoy viven allí un puñado de gentes de apellido Small. Muchas veces me entraron ganas de darme una vuelta por allí, pero la verdad es que nunca he dado motivos para que la familia se sintiera orgullosa de mí, y dudo de que se alegrasen mucho de verme. Eran todos ellos gente formal, frecuentadora de la capilla, pequeños granjeros, muy conocidos y respetados en la región; yo, en cambio, fui siempre un poco vagabundo. Pero cuando tenía alrededor de dieciocho años dejé de ocasionarles molestias, porque tuve un lío por cuestión de una muchacha, y no encontré otro medio de salir del paso que aceptando el chelín de la reina y alistándome en el tercero de Coraceros, que estaba a punto de salir para la India.
Poco era, sin embargo, lo que estaba destinado a servir en la milicia. Había salido apenas del aprendizaje del paso de ganso y el manejo del mosquete cuando cometí la tontería de ponerme a nadar en el Ganges. Por suerte para mí, John Holder, sargento de mi compañía, que era uno de los mejores nadadores del regimiento, estaba también en el agua. Cuando yo cruzaba por el centro del río, me cogió un cocodrilo y me cortó la pierna derecha con la misma limpieza que hubiera podido hacerlo un cirujano, justamente por encima de la rodilla. Me desmayé, por efecto del traumatismo y de la pérdida de sangre, y me habría ahogado si Holder no me hubiera cogido y conducido a nado hasta la orilla. Estuve cinco meses en el hospital. Cuando, al fin, pude salir cojeando de éste, con mi pata de palo sujeta al muñón, me encontré dado de baja en el ejército por invalidez e incapaz de dedicarme a ocupaciones activas.
Ya se imaginarán ustedes la desgracia que aquello significaba para mí, porque, sin haber cumplido aún los veinte años, me veía convertido en un completo inválido. Sin embargo, esa desgracia resultó pronto una bendición disimulada. Un señor llamado Abel White, que había llegado allí para dedicarse al cultivo del añil, tuvo necesidad de un capataz que vigilara a sus coolies y les hiciera trabajar. Resultó ser amigo del coronel, que desde mi accidente se tomó gran interés por mí. Para abreviar una larga historia, el coronel me recomendó con gran insistencia para el cargo, y como el trabajo tenía que hacerse principalmente a caballo, mi pierna no resultaba un gran inconveniente, porque me había quedado suficiente muslo para sujetarme bien a la silla. Lo que yo tenía que hacer era recorrer los cultivos a caballo, vigilar a los hombres durante el trabajo y dar cuenta de los haraganes. La paga era bastante buena, yo estaba bien instalado y, en una palabra, me di por satisfecho con pasar el resto de mi vida en una plantación de añil. Abel White era hombre bondadoso; muchas veces se dejaba caer por mi chabola y fumaba una pipa en mi compañía, porque los blancos, cuando están por aquellos países, gustan de reunirse entre sí puesto que jamás acaban por sentirse en casa.
Pero mi buena suerte no fue nunca muy duradera. De pronto, y sin ninguna clase de previo aviso, estalló la gran insurrección. La India estuvo durante un mes tan tranquila y pacífica, en apariencia, como Surrey o Kent; al mes siguiente andaban desatados un par de cientos de miles de diablos morenos y todo el país era un completo infierno. Pero ustedes, caballeros, están bien enterados de todo eso... probablemente mucho mejor que yo, porque la lectura no ha sido mi especialidad. Sólo sé lo que tengo visto con mis propios ojos. Nuestra finca estaba en un lugar llamado Muttra, cerca de la frontera de las provincias del Noroeste. Noche tras noche iluminaban el firmamento los incendios de bungalows, y día tras día pasaban por nuestra finca pequeños grupos de europeos con sus mujeres e hijos camino de Agra, lugar donde estaban estacionadas las tropas más próximas. El señor Abel White era un hombre obstinado. Se le había metido en la cabeza que se exageraba la cosa y que la insurrección se apagaría tan súbitamente como había estallado. Y permanecía sentado en la terraza, bebiendo whisky con soda y fumando sus puros, mientras toda la región circundante ardía. Como es natural, Dawson y yo nos mantuvimos a su lado. Dawson, con su mujer, llevaba los libros y la administración. Y un buen día llegó la catástrofe. Yo había estado ausente en una plantación distante y regresaba al atardecer a casa cabalgando a paso cansino. De pronto, mis ojos vieron un bulto confuso que había en el fondo de una hondonada. Bajé en mi caballo para ver de qué se trataba y la sangre se me heló al reconocer a la esposa de Dawson, cortada en trozos y medio comida por los chacales y los perros salvajes. Algo más adelante yacía Dawson, de bruces en la carretera, cadáver ya, con un revólver descargado en la mano y cuatro cipayos caídos a escasa distancia, uno junto a otro. Frené mi caballo, preguntándome qué camino debería tomar; pero en ese instante vi una espesa humareda que ascendía del bungalow de Abel White, y ya empezaban a salir llamas por el tejado. Comprendí que nada bueno podía hacer por mi patrón y que con intervenir solo conseguiría perder la vida. Desde donde estaba podía distinguir cientos de demonios negros, vestidos aún con sus chaquetillas rojas, bailando y aullando alrededor de la casa en llamas. Algunos de ellos me señalaron a los demás, y un par de balas pasaron junto a mi cabeza. Huí, pues, cruzando los arrozales, y ya muy avanzada la noche me vi a salvo dentro de los muros de Agra.
Pero resultó que tampoco allí se estaba muy seguro. La región entera andaba revuelta como un enjambre furioso. Allí donde los ingleses consiguieron reunirse en pequeños grupos, eran dueños del terreno hasta donde alcanzaban sus fusiles. En todos los demás lugares eran fugitivos sin amparo. Luchaban millones contra centenares; y lo más cruel de todo resultaba que los hombres contra quienes combatíamos, infantería, caballería y artillería, eran nuestras tropas elegidas, a las que habíamos adiestrado y entrenado, y que se servían de nuestras propias armas y usaban nuestros mismos toques de corneta. Agra se hallaba guarnecida por el tercero de Fusileros de Bengala, algunos sikhs, dos escuadrones de caballería y una batería de artillería. Se había formado un cuerpo de voluntarios con los empleados y comerciantes, y a él me agregué con mi pata de palo y todo. A principios de julio salimos al encuentro de los rebeldes en Shahgunge, y los rechazamos durante algún tiempo, pero al agotársenos la pólvora tuvimos que retirarnos a la ciudad.
Sólo nos llegaban malas noticias de todas partes cosa de la que no hay que sorprenderse, porque si ustedes consultan el mapa, verán que nos encontrábamos en el corazón mismo de la revuelta. Lucknow está a algo más de cien millas hacia el este y Cawnpore, a una distancia parecida hacia el sol. Desde todos los puntos cardinales, sólo nos llegaban noticias de torturas, asesinatos y atropellos.
Agra es una gran ciudad, en la que pululan toda clase de fanáticos y furiosos adoradores del demonio. Entre las calles, estrechas y tortuosas, hubiera estado perdido un puñado de hombres. En vista de ello, nuestro jefe nos hizo cruzar el río y estableció su posición en el viejo fuerte de Agra. Es un sitio por demás extraño, el más extraño de cuantos yo conozco, a pesar de que he estado en rincones por demás extraordinarios. Yo no sé, caballeros, si habrán leído u oído hablar de aquel viejo fuerte. En primer lugar; se distingue por su enorme tamaño. Yo diría que el recinto abarca varios acres. Tiene una parte moderna, con la que con gran holgura cupo toda nuestra guarnición, las mujeres, los niños, los almacenes y todo lo demás. Pero la parte moderna no tiene ni punto de comparación con la parte vieja, que nadie visita y que está abandonada a los escorpiones y ciempiés. Está llena por todas partes de grandes salones desiertos, tortuosos pasillos y largos corredores que se entrecruzan, de modo que es fácil que cualquiera pudiera perderse. Por esta razón, era muy raro que nadie se metiese por aquella parte, aunque, de cuando en cuando, algún grupo, provisto de antorchas, se lanzaba a explorar.
El río baña la parte frontera del viejo fuerte y de este modo lo protege; pero a los costados y en la parte trasera hay muchas puertas, y, como es natural, tenían que ser vigiladas, lo mismo con la parte vieja que con el sector que las tropas ocupaban verdaderamente. Estábamos escasos de personal. Teníamos apenas gente suficiente para proteger las esquinas del edificio y manejar las armas. Por consiguiente, nos era imposible estacionar una fuerte guardia en cada una de las innumerables salidas. Lo que hicimos fue organizar un cuerpo de guardia central en medio del fuerte y encargar de cada puerta a un blanco y a dos o tres nativos. Me eligieron a mí para que, durante algunas horas de la noche, estuviese al cuidado de una puerta, pequeña y aislada, en la parte sudoeste del edificio. Colocaron bajo mi mando a dos soldados sikhs, y recibí orden de que, si ocurría alguna novedad, disparase mi mosquete, seguro de que acudirían en el acto desde el cuerpo de guardia central para ayudarme. Sin embargo, como éste se encontraba a unos buenos doscientos pasos de distancia y como el espacio intermedio se hallaba cortado por un laberinto de pasillos y corredores, yo abrigaba grandes dudas de que pudieran llegar a tiempo en caso de un verdadero ataque.
La verdad sea dicha, yo estaba muy orgulloso de que me hubiesen dado ese pequeño mando, siendo como era un recluta sin experiencia, y, además, privado de una de las piernas. Monté la guardia durante dos noches con mis punjabis. Eran hombres altos y de presencia feroz y se llamaban Mahomet Singh y Abdullah Khan, ambos veteranos guerreros que habían luchado armas en mano contra nosotros en Chilian Wallah. Sabían hablar el inglés bastante bien, pero eran realmente muy parcos en palabras. Preferían permanecer juntos y parlotear durante toda la noche en su extraño dialecto sikh. Por mi parte, yo solía situarme del lado exterior de la puerta, mirando desde allí el ancho y serpenteante río, y las parpadeantes luces de la gran ciudad. El redoble del tambor y el golpeteo de los tam-tams, con los gritos y aullidos de los rebeldes, borrachos de opio y de pólvora, bastaban para hacernos recordar durante toda la noche a los peligrosos vecinos que teníamos en la otra orilla del río. El oficial de noche solía recorrer cada dos horas los puestos, a fin de asegurarse de que todo estaba en orden.
La noche tercera de mi guardia se presentó lóbrega y oscura, con una fina llovizna. Permanecer a la puerta de la muralla con semejante tiempo, hora tras hora, resultaba tarea triste. Una y otra vez intenté, aunque sin mucho éxito, entablar conversación con los sikhs. A las dos de la madrugada pasó la ronda, y rompió, por un instante, la monotonía de la noche. En vista de que no había modo de conseguir que mis compañeros tomasen parte en una conversación, saqué mi pipa y dejé en el suelo mi mosquete para encender una cerilla. En un segundo, los dos sikhs se abalanzaron sobre mí. Uno de ellos levantó en alto mi fusil de chispa y me apuntó con él a la cabeza, en tanto que el otro me arrimaba a la garganta la punta de un gran cuchillo y juraba entre dientes que me lo clavaría si me movía un paso.
Mi primer pensamiento fue que aquellos individuos se hallaban aliados con los rebeldes y que eso constituía el comienzo de un asalto. Si nuestra puerta caía en manos de los cipayos, por fuerza tenía que caer el fuerte, y las mujeres y los niños recibirían el mismo trato que en Cawnpore. Quizás ustedes, caballeros, se imaginen que yo estoy intentando presentar las cosas de modo que me favorezcan, pero les doy mi palabra de que cuando pensé en aquello, a pesar de que sentía en mi garganta la punta del cuchillo, abrí la boca con el propósito de dar un grito, aunque fuese el último de mi vida, con objeto de dar la alarma a la guardia principal. El hombre que me tenía sujeto pareció leer en mis pensamientos, porque en el instante mismo en que yo tomaba fuerzas para gritar, me cuchicheó:
—No haga ningún ruido. El fuerte está a salvo. A este lado del río no hay perros rebeldes.
En su voz había un acento de verdad, y comprendí que si alzaba mi voz era yo hombre muerto. Lo pude leer en sus ojos oscuros. Esperé, pues, en silencio para enterarme de lo que de mí querían. El más alto y de aspecto más salvaje de los dos, el que respondía al nombre de Abdullah Khan, dijo:
—Escuche, sahib: es preciso que se ponga de nuestro lado o tendremos que hacerle callar para siempre. El asunto es demasiado importante para que vacilemos. O bien se pone con el alma y el corazón del lado nuestro, jurándolo sobre la cruz de los cristianos, o esta noche su cadáver será arrojado al foso y nosotros nos pasaremos a nuestros hermanos del ejército rebelde. No puede haber término medio. ¿Qué quiere, pues, que sea; la muerte o la vida? Sólo podemos darle tres minutos para que se decida, porque el tiempo pasa y es preciso hacerlo todo antes que vuelva a pasar la ronda.
—¿Cómo puedo yo decidir? —les dije—. No me han dicho lo que quieren de mí. Pero desde ahora les digo que si se trata de algo que vaya contra la seguridad del fuerte, no quiero saber nada: de modo, pues, que pueden clavarme el cuchillo y bienvenido sea.
—No se trata de nada contra el fuerte —me respondió—. Sólo le pedimos que haga usted lo que sus compatriotas vienen a hacer en este país. Le pedimos que consienta en ser rico. Si esta noche es usted uno de nosotros, le juramos sobre este cuchillo desenvainado y por medio del triple juramento, al que ningún sikh se sabe que haya faltado jamás, que tendrá usted su parte justa del botín. Una cuarta parte del tesoro será suya. Creemos que no se puede ser más justo.
—Pero ¿qué tesoro es ése? —le pregunté—. Yo deseo, tanto como ustedes, hacerme rico, a condición de que expliquen cómo puedo conseguirlo.
—¿Jurará usted —me dijo él— por los huesos de su padre, por el honor de su madre y por la cruz de su religión que no levantará su mano ni hablará una sola palabra en contra nuestra, ahora ni nunca?
—Lo juraré con tal que con ello no pongamos en peligro el fuerte —les contesté.
—Pues entonces mi camarada y yo juraremos que usted tendrá una cuarta parte del tesoro, el cual será dividido por partes iguales entre nosotros cuatro.
—No somos más de tres —dije.
—No; Dost Akbar debe tener su parte. Mientras lo esperamos, podemos contarle a usted la historia. Mahomet Singh, quédate en la puerta de la muralla y danos aviso cuando llegue. Mire, sahib: lo que ocurre en esto, y se lo digo porque me consta que un juramento resulta obligatorio para un feringhee (europeo) y que podemos confiar en usted. Si se tratase de un indio embustero, aunque nos lo jurase por todos los falsos dioses de sus templos, su sangre habría corrido por mi cuchillo y su cadáver habría sido arrojado a las aguas. Pero los sikhs conocen a los ingleses, y los ingleses conocen a los sikhs. Escuche, pues, lo que tengo que decirle:
Hay en las provincias del norte un rajá riquísimo, aunque sus dominios sean pequeños. Heredó mucho de su padre, y aún es más lo que él ha reunido por sí mismo, porque es hombre ruin y amontona su oro en lugar de gastarlo. Cuando estalló la revuelta, él quiso ser amigo al mismo tiempo del león y del tigre: del cipayo y del gobierno de la Compañía de la India. Sin embargo, pronto creyó que los días de los hombres blancos habían llegado a su término, porque de todas las partes del país no recibía otras noticias que las de la muerte y la expulsión de esos hombres. Pero, como es precavido, planeó las cosas de manera que, fuera cual fuese el final, le quedase al menos la mitad de su tesoro. La parte en oro y plata de éste la guardó consigo en las cámaras de su palacio; pero las piedras más preciosas y las perlas más selectas que poseía las colocó en un cofre de hierro y lo envió a cargo de un servidor leal que, disfrazado de mercader, quedó encargado de traerlo al fuerte de Agra, para que esté guardado aquí hasta que vuelva a reinar la paz en el país. De ese modo, si ganan los rebeldes, él tendrá siempre su dinero; pero si triunfa la Compañía, salvará sus piedras preciosas. Hecha esta división de su tesoro, se entregó a la causa de los cipayos, porque éstos eran fuertes junto a sus fronteras. Al hacer esto, fíjese bien en lo que le digo, sahib, sus bienes pasaron a ser el botín de quienes han permanecido leales a la causa de aquellos con los que compartieron su sal. Este supuesto mercader, que viaja bajo el nombre de Achmet, se encuentra ahora en la ciudad de Agra y desea acceder al fuerte. Trae como compañero de viaje a mi hermano de leche, Dost Akbar, que conoce su secreto. Dost Akbar ha prometido conducirlo esta noche hasta una puerta lateral del fuerte y ésta ha elegido para sus propósitos ésta. Llegará de un momento a otro, y nos encontrará a Mahomet Singh y a mí esperándole. El lugar es solitario y nadie se enterará de su venida. El mundo no volverá a tener noticias del mercader Achmet, pero el gran tesoro del rajá será dividido entre nosotros. ¿Qué dice usted a eso, sahib?
La vida de un hombre se considera algo grande y sagrado en Worcestershire; pero la cosa es muy distinta cuando no hay alrededor de uno más que incendios y muertes y acabamos acostumbrándonos a tropezar con la muerte en cada esquina. El que el mercader Achmet viviese o muriese pesaba para mí tan poco como el aire, pero al oír hablar del tesoro se me fue hacia éste el corazón: pensé en lo que podría hacer con él en mi patria y en los ojos de asombro que abrirían mis parientes cuando viesen regresar, con los bolsillos llenos de monedas de oro, al que ellos consideraban inútil para todo. Estaba, pues, ya resuelto. Sin embargo, Abdullah Khan, creyendo que yo vacilaba, insistió con mayor apremio todavía, y me dijo:
—Piense usted, sahib, que si el mayor del fuerte apresa a este hombre lo ahorcará o fusilará y sus joyas pasarán a poder del Gobierno, de manera que con ello nadie ganará una rupia. Ahora bien: si somos nosotros quienes lo apresamos, ¿por qué no hemos de hacer también lo demás? Las piedras preciosas estarán en nuestras manos tan bien como en los cofres de la Compañía. Hay suficiente para convertirnos los cuatro hombres en ricos y en grandes jefes. Nadie se enterará en absoluto del asunto, porque en este lugar nos hallamos apartados de todos. ¿Qué mejor oportunidad para nuestro designio? Repita, pues, sahib, si está con nosotros o si hemos de considerarle como enemigo.
—Estoy con vosotros con el alma y la vida —le contesté.
—Está bien —me respondió, devolviéndome mi fusil de chispa—. Ya ve que nosotros confiamos en usted, porque su palabra, como la nuestra, no puede ser quebrantada. Y ahora sólo nos queda esperar a que lleguen mi hermano y el mercader.
—¿Sabe su hermano lo que ustedes se disponen a hacer? —le pregunté.
—El plan es suyo. Él lo ha preparado. Acerquémonos a la puerta de la muralla para compartir la vigilancia con Mahomet Singh.
Seguía cayendo la lluvia sin interrupción, porque nos encontrábamos en los comienzos de la estación de las lluvias. Nubes oscuras y pesadas cruzaban por el firmamento, y era difícil ver más allá de un tiro de piedra. Delante de nuestra puerta había un foso profundo, pero el agua se hallaba casi seca en algunos lugares y era fácil cruzarlo. Yo experimentaba una sensación extraña al verme allí con aquellos dos salvajes punyabíes, esperando al hombre que caminaba hacia su muerte.
De pronto, percibí al otro lado del foso el brillo de una lámpara sombreada. Desapareció entre los montones de tierra y volvió a reaparecer, viniendo lentamente en dirección nuestra.
—¡Hay están! —exclamé.
—Usted, sahib, les dará el alto, como de costumbre —murmuró Abdullah—. Que no tenga motivos de recelo. Luego lo envía con nosotros, y mientras usted permanece aquí de guardia, nosotros haremos lo demás. Tenga la linterna preparada para proyectar su luz a fin de que nos aseguremos que se trata, en efecto, de nuestro hombre.
La luz fue acercándose vacilante: unas veces se detenía y otras se adelantaba; vi, por fin, dos figuras negras al otro lado del foso. Dejé que se descolgaran por el talud inclinado, que chapoteasen en el barro y que trepasen hasta mitad del camino de la puerta, y entonces les di el alto.
—¿Quién vive? —dije con voz apagada.
—Amigos —me contestaron.
Destapé mi linterna y proyecté sobre ellos un torrente de luz. El primero era un sikh enorme, con una barba negra que le llegaba casi hasta la cintura. Jamás he visto, fuera de las barracas de feria, hombre de tan elevada estatura. El otro era un hombrecillo grueso y barrigudo, con un gran turbante amarillo; llevaba en la mano un bulto cubierto con un chal parecía estar temblando de miedo; sus manos se retorcían como si estuviese atacado de tercianas, y volvía constantemente a derecha e izquierda la cabeza, con sus dos ojillos brillantes y parpadeaba, igual que ratoncito que se arriesga a salir de su agujero. A mi me dio un escalofrío pensando en que íbamos a matarle, pero pensé también en el tesoro y se me volvió el corazón como el pedernal. Cuando el mercader vio mi cara de hombre blanco dejó escapar un pequeño gorjeo de alegría y vino corriendo hacia mí.
—Protegerme sahib. —jadeó—; conceded vuestra protección al desdichado mercader Achmet. He cruzado el Rajputana a fin de buscar el cobijo del fuerte de Agra. Me han robado, me han apaleado, me han insultado, porque he sido amigo de la Compañía. ¡Bendita noche esta en que nos vemos una vez más en salvo..., yo y mi pobreza!
—¿Que trae en ese fardo? —le pregunté.
—Un cofre de hierro —me contestó— que contiene dos o tres recuerdos de familia sin valor para los demás, pero que a mí me dolería mucho perder. Sin embargo, no soy un mendigo; yo le recompensaré a usted, joven sahib, y también al gobernador del fuerte si me otorgan el cobijo que solicito.
Yo no podía seguir hablando más con aquel hombre sin traicionarme. Cuanto más contemplaba su rostro gordinflón y asustado, más duro me parecía el que tuviéramos que matarle a sangre fría. Lo mejor era acabar ya.
—Conducidle al cuerpo de guardia principal —dije.
Los dos sikhs se le colocaron a ambos lados y el gigante camino detrás, cruzando de ese modo la oscura puerta. Jamás un hombre marchó tan bien escoltado hacia la muerte. Yo me quedé, con la linterna, en el umbral de la puerta. Llegaban a mis oídos los pasos acompasados de aquellos hombres a medida que avanzaban por los solitarios corredores. De pronto, cesaron, y oí voces y ruido de golpes. Un instante después, y con horror mío, resonó, viniendo en mi dirección, el ruido de pasos a la carrera, acompañado del ruidoso jadear de un hombre que corría. Enfoqué la linterna hacia el pasillo largo y recto; allí venía el hombre gordinflón corriendo como el viento; un manchón de sangre le cruzaba la cara, y detrás de él, con saltos de tigre, el enorme sikh grandullón y de barba negra, con el cuchillo relampagueante en la mano. Jamás vi correr con tal velocidad a ningún hombre como al pequeño mercader. Le iba sacando ventaja al sikh.
Calculé que si cruzaba por delante de mí y llegaba a campo libre podía salvarse aún. Mi corazón sintió piedad, pero otra vez la idea del tesoro me volvió duro y frío. Cuando iba a cruzar por delante de mí, le metí entre las piernas mi fusil de chispa, y aquel hombre dio un par de volteretas sobre sí mismo, igual que un conejo alcanzado por un disparo. Antes que pudiera ponerse en pie, tambaleante, el sikh se le echó encima y hundió dos veces el cuchillo en su costado. El hombre no dejó escapar ni siquiera un gemido, ni movió un solo músculo, quedándose donde había caído. Quizá se desnucó al caer.
Ya ven ustedes, caballeros, que estoy cumpliendo mi promesa. Les cuento, palabra por palabra, todo, tal y cual sucedió, me sea o no favorable.
Small se calló, y alargó sus manos esposadas hacia el whisky con agua que Holmes le había preparado. Por mi parte, confieso que aquel hombre me inspiraba ya el máximo horror, no sólo por aquel crimen a sangre fría, en el que había intervenido, sino todavía más por la forma, algo jactanciosa y despreocupada, con que lo había narrado. Cualquiera que fuese el castigo que le esperaba, me dije que no sería objeto de mis simpatías. Sherlock Holmes y Jones permanecían sentados, con las manos sobre las rodillas, profundamente interesados por el relato, pero en sus rostros también se leía la repugnancia. Quizá Small lo observó, porque al proseguir su narración, su voz y sus maneras adquirieron un toque de desafío.
—Sin duda alguna que aquello estuvo muy mal hecho —dijo—. Yo quisiera saber cuántos hombres, en mi pellejo, habrían rehusado una participación en aquel botín si les hubiesen puesto en la alternativa de cogerlo o dejarse cortar el cuello. Además, una vez aquel hombre dentro del fuerte, se trataba de su vida o de la mía. Si hubiera escapado, se habría puesto en claro todo el asunto, me habrían formado consejo de guerra y, probablemente, fusilado; porque en tiempos como aquellos, la gente es muy poco compasiva.
—Siga usted con su relato —dijo Holmes con brusquedad.
—Bueno, entre Abdullah, Akbar y yo lo metimos adentro. Pesaba mucho, no obstante su corta estatura. Mahomet Sing quedó de vigilante en la puerta. Lo llevamos a un lugar que los sikhs habían preparado ya. Quedaba a bastante distancia, en un sitio donde un tortuoso pasillo desemboca en un enorme salón, vacío, cuyos muros de ladrillo estaban desmoronándose. El suelo de tierra se había hundido en una parte, formando un sepulcro natural; depositamos, pues, allí al mercader Achmet, después de cubrir su cadáver con ladrillos sueltos. Hecho eso, volvimos todos a donde se hallaba el tesoro.
Estaba éste donde Achmet lo dejó caer al verse atacado. El cofre era ese mismo que está abierto ahí, sobre la mesa. En el asa tallada que tiene encima colgaba una llave atada con un cordel de seda. Abrimos el cofre, y la luz de la linterna centelleó en una colección de piedras preciosas como aquellas de que hablaban los libros que leí y que me hicieron ensoñar, cuando era yo un muchachito, en Pershore. Deslumbraban al mirarlas. Después de dar un banquete a nuestros ojos, las sacamos e hicimos una lista de ellas. Había ciento cuarenta y tres diamantes de primera agua, incluyendo uno al que, según creo, llamaban el "Gran Mogol", del que se dice que es, por su tamaño, el segundo de todos los que existen. Había además noventa y siete esmeraldas finísimas y ciento setenta rubíes, algunos de los cuales eran, sin embargo, pequeños. Había también cuarenta carbunclos, doscientos diez zafiros, sesenta y una ágatas, y una gran cantidad de berilos, ónices, ojos de gato, turquesas y otras piedras cuyos nombres ni siquiera conocía entonces, aunque con posterioridad me he familiarizado con algunos de ellos. Además de todo esto, había cerca de trescientas perlas muy finas, doce de las cuales se hallaban engarzadas en una diadema de oro. Dicho sea de paso, estas últimas habían sido sacadas del cofre y no las encontré en él cuando lo recuperé.
Después de contar nuestros tesoros, volvimos a ponerlos en el cofre y los llevamos hasta la puerta de la muralla para mostrárselos a Mahomet Singh. Allí renovamos solemnemente nuestro juramento de mantenernos leales los unos a los otros y a nuestro secreto. Decidimos esconder nuestro botín en lugar seguro hasta que el país estuviese de nuevo en paz, y luego dividirlo entre nosotros en partes iguales. Nada se adelantaba dividiéndolo en aquel momento, porque si encontraban en nuestro poder piedras de tanto valor, ello daría lugar a sospechas, y en el fuerte no había manera de vivir aislados ni había tampoco lugar en que pudiéramos guardarlas. En vista de ello, llevamos el cofre a la misma sala en que habíamos sepultado el cadáver, y allí, debajo de determinados ladrillos del muro mejor conservado, hicimos un agujero y ocultamos en él el cofre. Anotamos con gran cuidado el lugar, y yo tracé, al día siguiente, cuatro planos, uno para cada uno de nosotros; al pie de ellos coloqué el Signo de los Cuatro, porque habíamos jurado que cada uno actuaría en interés de todos, de forma que nadie resultase beneficiado. Con la mano en el corazón, puedo asegurar que yo no he quebrantado nunca aquel juramento.
Bueno; no hace falta que yo les diga a ustedes, caballeros, cómo terminó la sublevación de la India. Cuando Wilson tomó Delhi y sir Colin hizo levantar el asedio de Lucknow se quebró el espinazo del asunto. Iban llegando tropas de refresco, y Nana Sahib huyó al otro lado de la frontera. Una columna móvil, al mando del coronel Greathed, avanzó hasta Agra y ahuyentó de allí a los pandis. Parecía que iba volviendo la paz al país, y nosotros cuatro empezamos a creer que iba acercándose el momento en que podríamos largarnos tranquilamente con nuestra parte del botín. Sin embargo, nuestras esperanzas quedaron en un instante destruidas al vernos apresados como asesinos de Achmet.
La cosa ocurrió de esta manera. Cuando el rajá entregó sus piedras preciosas a Achmet, lo hizo porque lo juzgaba hombre digno de confianza. Sin embargo, los orientales son gente recelosa; ¿qué hizo, pues, el rajá? Llamó a un segundo criado, de mayor confianza todavía, y le encargó el papel de espía del primero. A este segundo personaje se le ordenó que no perdiera nunca de vista a Achmet y que lo siguiese como a su sombra. Aquella noche fue siguiendo a Achmet, y le vio entrar por la puerta de la muralla. Naturalmente, pensó que Achmet había encontrado refugio en el fuerte, y él mismo lo solicitó al día siguiente, pero no pudo encontrar rastro alguno de aquél. Esto le pareció tan sorprendente que se lo comunicó a un sargento de rastreadores, quien lo pasó a oídos del mayor. Se llevó a cabo, rápidamente, una investigación y se descubrió el cadáver. De esa manera, en el momento mismo en que pensábamos que estábamos a salvo, nos vimos presos y tuvimos que comparecer ante un tribunal bajo la acusación de asesinato, tres de nosotros, porque aquella noche estábamos de guardia en la puerta, y el cuarto, por saberse que había acompañado al muerto. En el proceso no se habló para nada de las joyas, porque el rajá había sido depuesto y había huido de la India; por ello, nadie tenía un interés particular en ellas. Sin embargo, quedó claramente establecido el asesinato, y se tuvo la certeza de que todos estábamos complicados en el mismo. Los tres sikhs fueron condenados a cadena perpetua, y yo a muerte, aunque más tarde se conmutó mi sentencia por la misma pena de los demás.
La situación en que nos encontramos entonces era bastante extraña. Los cuatro nos vimos con una cadena en la pierna y con muy pocas probabilidades de salir jamás en libertad, siendo así que cada uno de nosotros era poseedor de un secreto que, de haber podido servirnos del mismo, nos habría permitido vivir en un palacio. Era como para roerle el corazón: tenían que aguantar los puntapiés y bofetadas de cualquier funcionario subalterno y vivir comiendo arroz y bebiendo agua, siendo así que aquella fortuna espléndida se hallaba siempre disponible, fuera de los muros de la cárcel, para cada uno de los cuatro, esperando, simplemente, que la recogiésemos. Quizás aquello me hubiese arrastrado a la locura, de no haber sido siempre un hombre muy tenaz. Me sostuve, pues, y dejé tiempo al tiempo.
Por último, juzgué que había llegado la ocasión. Me trasladaron desde Agra a Madrás, y de Madrás a la isla de Blair, en las Andamán. En este presidio son pocos los convictos blancos, y como yo me porté bien desde el principio, pronto llegué a ser una especie de privilegiado. Me dieron una choza en Hope Town, que es un lugar enfermizo plagado de fiebres situado en las laderas del monte Harriet, y me dejaron vivir casi independientemente. Es aquel un lugar melancólico y atacado por las fiebres. Más allá de nuestros pequeños calveros, la región se hallaba infestada de indígenas salvajes y caníbales, dispuestos a lanzar sobre nosotros un dardo emponzoñado a la primera oportunidad. Se trabajaba en cavar, en abrir acequias, en plantar ñame y en otra docena de cosas más, de modo que andábamos muy atareados todo el día, aunque llegada la noche disponíamos de algún tiempo libre para dedicarlo a nuestras cosas. Entre otras, aprendí del médico a administrar medicinas y adquirí conocimientos superficiales de su ciencia. Yo permanecí siempre al acecho de una oportunidad para huir; pero aquella isla se encuentra a centenares de millas de distancia de la tierra más próxima, y en aquellos mares soplan poco o nada los vientos; de modo, pues, que el huir es tarea terriblemente difícil.
El médico, doctor Somerton, era un hombre gastador y amigo del juego, y los demás oficiales jóvenes se reunían en sus habitaciones y se pasaban las noches jugando a las cartas. La enfermería, donde yo solía preparar las recetas, se hallaba contigua al cuarto de estar del doctor y había una ventanita de comunicación entre ambos. Muchas veces, al sentirme aislado, apagaba la lámpara de la enfermería, y desde allí escuchaba la conversación de los jugadores y seguía su juego. A mí también me gusta jugar a las cartas, y el ver a los demás jugando era casi tan agradable como jugar uno mismo. Concurrían allí el mayor Sholto, el capitán Morstan, y el teniente Bromley Brown, que estaba al mando de las tropas indígenas, y el médico mismo, con dos o tres oficiales de prisiones; estos eran perros viejos y astutos, que desarrollaban un juego fino, hábil y seguro. En conjunto, formaban una reunión muy apañada.
Había algo que me llamaba siempre la atención, y era el que los militares solían perder siempre, mientras que los funcionarios civiles ganaban. No digo yo que hiciesen trampa, pero el hecho es que ganaban. Aquellos funcionarios de prisiones apenas habían hecho otra cosa que jugar a las cartas desde que llegaron a las islas Andamán; conocía cada uno al dedillo el juego de los demás, mientras que los militares jugaban sólo para pasar el rato y no se preocupaban mucho por el desarrollo del juego. Noche tras noche, los militares se iban empobreciendo, y cuanto más pobres se veían, más anhelo tenían por jugar. El mayor Sholto era quien más perdía. Al principio pagaba con billetes y monedas de oro, pero pronto empezó a pagar con letras firmadas y por sumas importantes. Tenía pequeñas rachas favorables, lo suficiente para que cobrase ánimos, y de pronto la suerte le volvía la espalda peor que nunca. Durante el día, iba y venía de un lado para otro, tan sombrío como el trueno, y acabó por dedicarse a la bebida más de lo que resultaba conveniente. Una noche perdió aún más que otras veces. Yo estaba sentado en mi choza cuando él y el capitán Morstan pasaron camino de sus habitaciones. Eran amigos íntimos, y nunca se alejaban mucho el uno del otro. El mayor iba como loco por sus fuertes pérdidas. Cuando cruzaban por delante de mi choza, iba diciendo:
—Morstan, esto se acabó. Tendré que pedir la baja. Estoy arruinado.
—No me diga tonterías, viejo amigo —le contestó el otro dándole una palmada en la espalda—. También yo me las he visto negras, pero...
Eso fue todo lo que oí, más que suficiente para hacerme pensar. Un par de días más tarde, el mayor Sholto paseaba por la playa. Yo aproveché la oportunidad para hablarle.
—Mayor, desearía consultar una cosa con usted —le dije.
—¿De qué se trata, Small? —preguntó, retirando el cigarro puro de la boca.
—Señor, querría preguntarle quién es la persona más indicada para hacerle entrega de un tesoro escondido. Yo sé dónde hay oculto medio millón de libras, y como yo no puedo aprovecharlo, pensé que quizá lo mejor que podría hacer es ponerlo en manos de las autoridades correspondientes, porque quizá de ese modo me rebajarían el tiempo de condena.
—¿Medio millón, Small? —dijo, casi sin aliento, mirándome fijamente para ver si yo hablaba en serio.
—Medio millón, señor. En piedras preciosas y perlas. Está escondido en un lugar donde no es útil para nadie. Y lo más extraño del caso es que su verdadero propietario ha sido puesto fuera de la ley y desposeído de toda propiedad, de modo que en realidad pertenece al primero que llegue.
—Pertenece al gobierno, Small; al gobierno —tartamudeó. Pero lo dijo como a trompicones, y yo comprendí, allá en mi corazón, que tenía al mayor en mis manos.
—¿De modo, señor, que yo debería poner el hecho en conocimiento del gobernador general? —le pregunté con mucha tranquilidad.
—Bueno, bueno; no haga usted nada con precipitación de que luego pueda arrepentirse. Dígame a mí lo que hay del caso, Small. Póngame al corriente de los hechos.
Le relaté la historia completa, introduciendo pequeñas variantes con objeto de que él no pudiera identificar los lugares. Cuando terminé mi relato, vi que se había quedado como de piedra y absorto en meditaciones. Por la contorsión de sus labios adiviné la fuerte lucha que se libraba en su interior.
—Este es un asunto de mucha importancia, Small —dijo por último—. No debe usted decir una palabra acerca del mismo a nadie, y muy pronto volveremos a hablar.
Dos noches después, él y su amigo el capitán Morstan vinieron a mi choza alumbrándose con una linterna a altas horas de la noche.
—Small, deseo que el capitán Morstan pueda oír de sus propios labios ese relato —me dijo.
Se lo repetí tal como a él se lo había contado.
—¿Verdad que suena a cosa verdadera? ¿Te parece que tiene base suficiente para actuar? —dijo el mayor.
El capitán Morstan asintió con la cabeza, y el mayor agregó—: Mire, Small: hemos tratado del asunto mi amigo aquí presente y yo, llegando a la conclusión de que esto no es ni mucho menos algo en que deba intervenir el gobierno, sino que atañe exclusivamente a usted, y del que puede disponer como bien le parezca. El problema que ahora se plantea es saber cuál sería el precio que usted pediría. Si nos pusiésemos de acuerdo en las condiciones, quizá nos sintiésemos inclinados a aceptarlo, o por lo menos a estudiarlo.
El mayor procuraba expresarse en forma fría y sin darle importancia, pero en sus ojos brillaban la excitación y la avaricia. Yo le contesté procurando también simular frialdad, pero sintiéndome tan excitado como lo estaba él mismo:
—En cuanto a eso, caballeros, sólo puede hacer un trato quien se encuentra en la situación en que yo me encuentro. Lo que exijo es que me ayuden a recobrar la libertad, y que ayuden también a mis tres compañeros. Conseguida ésta, los aceptaremos en nuestra sociedad y les daremos una quinta parte para que se la repartan entre ustedes.
—¡Hum! ¡Una quinta parte! ¡No es cosa muy tentadora! —dijo él.
—Son unas cincuenta mil libras para cada uno —dije yo.
—Pero ¿cómo vamos a lograr su libertad? Usted sabe muy bien que lo que pide es imposible.
—Nada de eso —le contesté—. Lo tengo todo bien pensado, hasta en el más mínimo detalle. El único obstáculo para nuestra fuga es que carecemos de barco apropiado para el viaje y de provisiones suficientes para su mucha duración. En Calcuta y en Madrás hay muchos yates y balandros pequeños que servirán perfectamente para el caso nuestro. Traiga usted uno. Nosotros nos comprometemos a subir a bordo durante la noche, y si nos desembarca en un punto cualquiera de las costas de la India, habrá cumplido con su parte de compromiso.
—Si se tratara de una persona sola... —dijo él.
—O todos o ninguno —le contesté—. Lo hemos jurado. Siempre actuamos los cuatro juntos.
—Ya ve usted, Morstan, que Small es hombre de palabra —dijo el mayor—. No traiciona a sus amigos. Creo que muy bien podemos fiarnos de él.
—Es un asunto sucio —dijo el otro—. Sin embargo, y como usted dice, ese dinero nos permitiría muy bien salvar nuestros cargos.
—Bien, Small —dijo el mayor—. Creo que no vamos a tener más remedio que intentarlo y aceptar sus condiciones. Pero habrá que comprobar antes la autenticidad de su relato. Dígame dónde está escondido el tesoro, y yo pediré permiso y regresaré a la India en el barco que trae mensualmente los suministros. Una vez allí haré las investigaciones necesarias.
—No tan de prisa —le contesté, enfriándome a medida que él se entusiasmaba—. Necesito el consentimiento de mis tres camaradas. Ya le he dicho que hay que entenderse con los cuatro o con ninguno.
—¡Tonterías! ¿A santo de qué tienen que intervenir en nuestro convenio tres negros?
—Negros o azules —le dije—, ellos están en esto conmigo, y todos actuamos como un solo hombre.
En fin, que el asunto se cerró en una segunda entrevista, en la que se hallaron presentes Mahomet Singh, Abdullah Khan y Dost Akbar. Volvimos a plantear el asunto desde el principio, y llegamos, por último, a un arreglo. Nosotros suministraríamos a los oficiales sendos mapas de la parte del fuerte de Agra en cuestión y señalaríamos en ellos el sitio donde el tesoro estaba escondido. El mayor Sholto se trasladaría a la India para comprobar la verdad de nuestra historia. Si encontraba el cofre, debía dejarlo donde estaba, y proceder a enviarnos un pequeño yate aprovisionado para el viaje. La embarcación fondearía aguas afuera de la isla Rutland y nosotros nos las arreglaríamos para ir hasta ella. Después, el mayor volvería a su puesto. Acto continuo, el capitán Morstan solicitaría permiso, y vendría a reunirse con nosotros en Agra, donde se realizaría el reparto final, haciéndose cargo Morstan de su parte y de la del mayor. Todo aquello lo sellamos con los juramentos más solemnes que pueden la imaginación inventar y pronunciar los labios. Yo trabajé durante toda la noche con papel y tinta, y cuando llegó la mañana tuve preparados los dos mapas, firmados con el Signo de los Cuatro, es decir, el signo de Abdullah, Akbar, Mahomet y mío.
Bien, caballeros; observo que les estoy aburriendo con mi largo relato y comprendo que mi amigo el señor Jones está impaciente por tenerme a salvo en un calabozo. Abreviaré cuanto pueda. El canalla de Sholto marchó a la India, pero ya no regresó. Poco tiempo después, el capitán Morstan me mostró su nombre en una lista de pasajeros de barco correo. Había muerto un tío suyo dejándole una gran fortuna y había abandonado el ejército; sin embargo, fue muy capaz de rebajarse hasta el punto de conducirse de aquella manera con cinco hombres como nosotros. Morstan se trasladó poco después a Agra y se encontró, como esperábamos, con que el tesoro había desaparecido. El muy canalla lo robó íntegro, sin cumplir ninguna de las condiciones bajo las cuales le habíamos vendido el secreto. Desde esa fecha no viví sino para la venganza. Durante el día pensaba en ella y durante la noche la acariciaba amorosamente. Se convirtió para mí en una pasión avasalladora, absorbente. Me importaba poco la justicia, me importaba poco la hora. Fugarme, perseguir a Sholto hasta encontrarlo, apretarle con las manos el cuello ése era mi único pensamiento. Hasta el tesoro de Agra había pasado a ser cosa subalterna junto al ansia de matar a Sholto.
Bueno, yo me he propuesto en la vida muchas cosas, y en todas ellas logré su realización. Pero pasaron largos años antes que llegase mi hora. Ya les he dicho que había aprendido algo de medicina. En una ocasión, y estando el doctor Somerton en cama con fiebres, una cuadrilla de presidiarios recogió en los bosques a un pequeño indígena de Andamán que, al sentirse mortalmente enfermo, se había encaminado a un lugar solitario para morir. Me hice cargo de él, a pesar de que era tan feroz como una serpiente, y en dos meses logré curarlo y ponerlo en situación de caminar por su pie. En vista de eso, aquel individuo se encariñó conmigo y andaba siempre merodeando alrededor de mi choza, sin querer regresar a sus bosques. Yo aprendí de él un poco de su dialecto, y esto hizo que se aficionase todavía más a mí.
Tonga, que así se llamaba, era un magnífico navegante y tenía una canoa grande y muy espaciosa de propiedad suya. Cuando me convencí de que me era leal y de que sería capaz de hacer cualquier cosa por mí, comprendí que allí se hallaba mi oportunidad de escapar. Hablé con él acerca del asunto. Se encargó de traer su lancha una noche determinada a un viejo embarcadero que no estaba vigilado, donde me recogería a bordo. Le di instrucciones para que cargase varias calabazas de agua y gran cantidad de ñame, cocos y boniatos. ¡Era hombre leal y firme el pequeño Tonga! Nadie tuvo nunca un camarada más fiel.
La noche convenida estuvo con su lancha en el muelle. Sin embargo, dio la casualidad de que se encontraba allí uno de los guardias del presidio, un indígena miserable de las fronteras del Afganistán que jamás había perdido ocasión de ofenderme e injuriarme. Yo le había jurado venganza, y vi llegado el momento de realizarla. Se hubiera dicho que el destino lo había situado en mi camino para que pudiera cobrarle mi deuda antes de abandonar la isla. Se encontraba en el malecón, vuelto de espaldas a mí, y con la carabina al hombro. Busqué a mi alrededor una piedra con la que poder saltarle los sesos, pero no vi ninguna.
De pronto un extraño pensamiento me mostró dónde tenía yo a mano un arma. Me senté en la oscuridad y solté las correas de mi pata de palo. Tres largos saltos sobre un pie me bastaron para llegar hasta él. Se echó el arma a la cara, pero yo le di de lleno, en la mitad de la frente. Vean ustedes la hendidura que señala el sitio en que golpeó la madera. Los dos caímos al mismo tiempo, porque no pude conservar el equilibrio; pero cuando yo me levanté lo vi a él en el suelo, inmóvil. Busqué la lancha y una hora después nos encontrábamos mar adentro. Tonga se había llevado consigo todas las riquezas que tenía en este mundo: sus armas y sus dioses. Traía, entre otras cosas, una larga lanza de bambú, algunas esterillas de cocotero de Andamán, y con ellas hice una especie de vela. Navegamos por espacio de diez días sin rumbo fijo, fiándonos a nuestra suerte, y al undécimo fuimos recogidos por un barco mercante que marchaba de Singapur a Jeddah con un cargamento de peregrinos malayos. Eran estos gente por demás extraña; y pronto Tonga y yo nos las arreglamos para instalarnos entre ellos. Una buena condición tenían: no se metían con uno ni le hacían preguntas.
Bien, pues. Si yo les contara todas las aventuras que nos ocurrieron a mi pequeño camarada y a mí, ustedes no me lo agradecerían, porque los obligaría a permanecer escuchándome hasta que saliera el sol. Rodamos de aquí para allá por el mundo. Siempre se nos ponía por delante algún obstáculo que nos impedía llegar a Londres. Pero ni un solo instante perdí yo de vista mi propósito. Soñaba todas las noches con Sholto. Lo habré matado en sueños un centenar de veces. Pero, al fin, hará cosa de tres o cuatro años, nos vimos en Inglaterra. No me costó mucho trabajo descubrir el paradero de Sholto, y entonces me dediqué a la tarea de averiguar qué había hecho con el tesoro o si estaba éste todavía en su poder. Me hice amigo de alguien que podía servirme de ayuda, y no doy nombres porque no deseo meter a nadie más en un aprieto, y pronto averigüé que las joyas seguían en sus manos. Intenté entonces llegar hasta él de varias maneras; pero era muy astuto, y tenía siempre dos boxeadores para guardarlo, además de sus hijos y el khirnutgar indio.
Sin embargo, un día recibí aviso de que se estaba muriendo. Escalé la tapia y llegué a su jardín, enloquecido por la idea de que pudiera escapárseme de entre las garras de aquella manera; mirando por la ventana, le vi tendido en la cama y teniendo a cada lado a uno de sus hijos. Yo estaba dispuesto a saltar dentro, enfrentándome con los tres hombres, pero cuando lo miraba vi que su mandíbula caía hacia abajo sin fuerza y comprendí que había muerto. A pesar de todo, me metí aquella misma noche en su cuarto y busqué entre sus papeles, para ver si había dejado en algún sitio constancia del lugar en que había escondido el tesoro. Nada encontré, y me retiré, como es de suponer, tan furioso y amargado como puede estar un hombre. Antes de retirarme, se me ocurrió que, si alguna vez volvía yo a encontrarme con mis amigos los sikhs, les serviría de satisfacción el saber que yo había dejado alguna constancia de nuestro odio; garrapateé, pues, el Signo de los Cuatro, tal como lo habíamos estampado en los mapas, y se lo clavé en el pecho con un alfiler. Me resultaba intolerable que pudiera ser llevado a su tumba sin algún recuerdo de los hombres a quienes había robado y traicionado.
Por aquel entonces nos ganábamos la vida gracias a las exhibiciones del pobre Tonga en ferias y otros sitios por el estilo, donde aparecía como el caníbal negro. Comía carne cruda y bailaba su danza guerrera; y así, nos encontrábamos, después del trabajo del día, con el sombrero lleno de peniques. También recibías noticias de Pondicherry Lodge, aunque durante algunos años sólo supe que buscaban el tesoro. Pero un buen día me llegó la noticia que habíamos esperado tanto tiempo. Había sido descubierto el tesoro. Estaba en la buhardilla de la casa sobre el laboratorio de Bartholomew Sholto. Fui en seguida y examiné bien la situación, pero no vi modo de encaramarme hasta allá arriba con mi pata de palo. Supe, sin embargo, que existía una trampilla en el tejado y averigüé también la hora en que el señor Sholto cenaba habitualmente. Creí que podría arreglármelas sin dificultad, valiéndome de Tonga. Me lo llevé con una larga cuerda arrollada a la cintura. El trepaba como un gato, y no tardó en meterse por el tejado; pero la mala suerte quiso que Bartholomew Sholto estuviese en su cuarto, para su desdicha. Tonga creyó que había hecho algo muy inteligente matándole, porque cuando yo llegué arriba me lo encontré pavoneándose muy orgulloso. Su sorpresa fue grande cuando yo le golpeé con el cabo de la cuerda y le maldije, diciéndole que era un enano sanguinario. Me apoderé del cofre del tesoro y lo descolgué al jardín, y luego me descolgué yo mismo, después de dejar el Signo de los Cuatro sobre la mesa, dando así a entender que las joyas volvían, por fin, a quienes con mayor derecho pertenecían. Entonces Tonga recogió la cuerda, cerró la ventana y salió por el mismo camino que había entrado.
Creo que nada más me queda por decir a ustedes. Había oído a un botero ponderar la rapidez de la lancha de Smith, la Aurora, y se me ocurrió que nos sería un medio adecuado para escapar. Comprometí al viejo Smith, que se habría ganado una suma muy importante si nos hubiese llevado sanos y salvos al barco. Debió de comprender que había en todo ello algo sospechoso, pero nunca estuvo en nuestro secreto. Todo esto es la pura verdad, y si se la he contado, caballeros, no ha sido para divertirlos, porque la pasada que me han jugado no ha sido precisamente un favor, sino porque creo que mi mejor defensa consiste en no ocultar nada, dejando que el mundo sepa lo mal que se comportó conmigo el mayor Sholto y lo inocente que soy de la muerte de su hijo.
—Es un relato extraordinario —dijo Sherlock Holmes—. Un apropiado cierre para un caso muy interesante. En la parte última de su relato no ha habido para mí nada nuevo, fuera de que trajo usted la cuerda de que se sirvió. Eso lo ignoraba. A propósito, yo calculé que Tonga había perdido toda su provisión de dardos; sin embargo nos dispararon uno desde la lancha.
—Los había perdido todos señor, menos el que tenía en la cerbatana.
—¡Naturalmente! No había caído en ello —dijo Holmes.
—¿Desean ustedes preguntarme alguna otra cosa? —preguntó el presidiario con afabilidad.
—Creo que no; gracias —contestó mi compañero.
—Bien, Holmes —intervino Athelney Jones—; es usted una persona a quien hay que rendir tributo, y todos sabemos que es un connoisseur del crimen; pero la obligación es la obligación, y ya me he excedido bastante con hacer lo que usted y su amigo me pidieron. Me sentiré más cómodo cuando tenga a nuestro narrador bajo llave y candado. El coche aún sigue esperando, y en la planta baja hay dos inspectores. Les quedo muy reconocido a los dos por la ayuda que me han prestado. Como es natural, tendrán que hacer acto de presencia ante el tribunal. Buenas noches.
—Buenas noches, caballeros —dijo Jonathan Small.
—Usted adelante, Small —dijo el precavido Jones al salir de la habitación—. Sea o no cierto lo que hizo al caballero de las Adamán, yo pondré cuidado especial de que no me aporree usted con su pata de palo.
—Bueno, y con esto acaba nuestro pequeño drama —dije yo, cuando llevábamos un rato sentados y fumando en silencio—. Me temo que sea esta la última investigación en que tendré la ocasión de estudiar sus métodos, Holmes. La señorita Morstan me ha hecho el honor de aceptarme como futuro esposo.
Holmes dejó escapar un melancólico suspiro y rió:
—También yo me lo temía. La verdad, no puedo felicitarle.
Me sentí un poco ofendido y le pregunté:
—¿Existe algún motivo para que se sienta usted molesto por mi elección?
—De ninguna manera. Creo que es una de las jóvenes más encantadoras que he conocido, y ha sido más útil en esta tarea de lo que podíamos esperar. Cuenta con verdadero talento, como lo demuestra el que entre todos los papeles que tenía su padre guardase precisamente el plano de Agra. Pero el amor es un estado emotivo, y todo lo emocional resulta opuesto al razonar frío y sereno, que yo coloco por encima de todas las cosas. No me casaré jamás, por temor a perder el juicio.
—Bien —le dije, echándome a reír—; confío en que mi juicio saldrá con bien de la prueba. Pero tiene usted cara de fatiga.
—Sí; la reacción se deja ya sentir en mí. Durante una semana voy a estar tirado como un trapo.
—Es sorprendente —le dije— cómo alternan en usted, con los accesos de magnífica energía y fortaleza, los paréntesis que yo calificaría de pereza en otra persona.
—Sí —me contestó—; llevo dentro de mí elementos para ser un grandioso vago, y también los que entran en la formación de un hombre de actividad extraordinaria. Muchas veces me acuerdo de estas líneas del viejo Goethe:
"Schade dass die Natur nur einem Mensch aus dir schuf
Denn zum würdigen Mann war und zum Schelmen der Stoff"
A propósito de este asunto de Norwood, dicho sea de paso, ya ha visto usted cómo tenían, según mi suposición, un socio dentro de la casa, y éste no puede ser otro que Lal Rao, el despensero. Jones no tendrá necesidad de compartir con nadie el honor de haber pescado un pez en su gran redada.
—El reparto me parece muy poco justo —dije yo—. Usted lo ha hecho todo en este asunto. Yo me llevo una esposa. Jones se lleva la fama. ¿Quiere decirme con qué se queda usted?
—Para mí —contestó Sherlock Holmes— aún queda el frasco de cocaína.
Y extendió en su busca, su larga y blanca mano.
FIN