Читать книгу Sherlock Holmes: La colección completa - Arthur Conan Doyle, Исмаил Шихлы - Страница 43
5. Tres cabos rotos
ОглавлениеSherlock Holmes poseía, de manera muy notable, la capacidad de desentenderse a voluntad. Por espacio de dos horas pareció olvidarse del extraño asunto que nos tenía ocupados para consagrarse por entero a los cuadros de los modernos maestros belgas. Y desde que salimos de la galería hasta que llegamos al hotel Northumberland habló exclusivamente de arte, tema sobre el que tenía ideas muy elementales.
—Sir Henry Baskerville los espera en su habitación —dijo el recepcionista—. Me ha pedido que les hiciera subir en cuanto llegaran.
—¿Tiene inconveniente en que consulte su registro? —dijo Holmes.
—Ninguno.
En el registro aparecían dos entradas después de la de Baskerville: Theophilus Johnson y familia, de Newcastle, y la señora Oldmore con su doncella, de High Lodge, Alton.
—Sin duda este Johnson es un viejo conocido mío —le dijo Holmes al conserje—. ¿No se trata de un abogado, de cabello gris, con una leve cojera?
—No, señor; se trata del señor Johnson, propietario de minas de carbón, un caballero muy activo, no mayor que usted.
—¿Está seguro de no equivocarse sobre su ocupación?
—No, señor: viene a este hotel desde hace muchos años y lo conocemos muy bien.
—En ese caso no hay más que hablar. Pero..., señora Oldmore; también me parece recordar ese apellido. Perdone mi curiosidad, pero, con frecuencia, al ir a visitar a un amigo se encuentra a otro.
—Es una dama enferma, señor. Su esposo fue en otro tiempo alcalde de Gloucester. Siempre se aloja en nuestro hotel cuando viene a Londres.
—Muchas gracias; me temo que no tengo el honor de conocerla. Hemos obtenido un dato muy importante con esas preguntas, Watson —continuó Holmes, en voz baja, mientras subíamos juntos la escalera—. Sabemos ya que las personas que sienten tanto interés por nuestro amigo no se alojan aquí. Eso significa que si bien, como ya hemos visto, están ansiosos de vigilarlo, les preocupa igualmente que Sir Henry pueda verlos. Y eso es un hecho muy sugerente.
—¿Qué es lo que sugiere?
—Sugiere... ¡vaya! ¿Qué le sucede, mi querido amigo?
Al terminar de subir la escalera nos tropezamos con Sir Henry Baskerville en persona, con el rostro encendido por la indignación y empuñando una bota muy usada y polvorienta. Estaba tan furioso que apenas se le entendía y cuando por fin habló con claridad lo hizo con un acento americano mucho más marcado del que había utilizado por la mañana.
—Me parece que me han tomado por tonto en este hotel —exclamó—. Pero como no tengan cuidado descubrirán muy pronto que donde las dan las toman. Por todos los demonios, si ese tipo no encuentra la bota que me falta, aquí va a haber más que palabras. Sé aceptar una broma como el que más, señor Holmes, pero esto ya pasa de castaño oscuro.
—¿Aún sigue buscando la bota?
—Así es, y estoy decidido a encontrarla.
—Pero, ¿no dijo usted que era una bota nueva de color marrón?
—Así era, señor mío. Y ahora se trata de otra negra y vieja.
—¡Cómo! ¿Quiere usted decir...?
—Eso es exactamente lo que quiero decir. Sólo tenía tres pares..., las marrones nuevas, las negras viejas y los zapatos de charol, que son los que llevo puestos. Anoche se llevaron una marrón y hoy me ha desaparecido una negra. Veamos, ¿la ha encontrado usted? ¡Hable, caramba, y no se me quede mirando!
Había aparecido en escena un camarero alemán presa de gran nerviosismo.
—No, señor; he preguntado por todo el hotel, pero nadie sabe nada.
—Pues o aparece la bota antes de que se ponga el sol, o iré a ver al gerente para decirle que me marcho inmediatamente del hotel.
—Aparecerá, señor..., le prometo que si tiene usted un poco de paciencia la encontraremos.
—No se le olvide, porque es lo último que voy a perder en esta guarida de ladrones. Perdone, señor Holmes, que le moleste por algo tan insignificante...
—Creo que está justificado preocuparse.
—Veo que le parece un asunto serio.
—¿Cómo lo explica usted?
—No trato de explicarlo. Me parece la cosa más absurda y más extraña que me ha sucedido nunca.
—La más extraña, quizá —dijo Holmes pensativo.
—¿Cuál es su opinión?
—No pretendo entenderlo todavía. Este caso suyo es muy complicado, Sir Henry. Cuando lo relaciono con la muerte de su tío dudo de que entre los quinientos casos de importancia capital con que me he enfrentado hasta ahora haya habido alguno que presentara más dificultades. Disponemos de varias pistas y es probable que una u otra nos lleve hasta la verdad. Quizá perdamos tiempo siguiendo una falsa, pero, más pronto o más tarde, daremos con la correcta.
El almuerzo fue muy agradable, aunque en su transcurso apenas se dijo nada del asunto que nos había reunido. Tan sólo cuando nos retiramos a una sala de estar privada Holmes preguntó a Baskerville cuáles eran sus intenciones.
—Trasladarme a la mansión de los Baskerville.
—Y, ¿cuándo?
—A finales de semana.
—Creo que, en conjunto —dijo Holmes—, su decisión es acertada. Tengo suficientes pruebas de que está usted siendo seguido en Londres y entre los millones de habitantes de esta gran ciudad es difícil descubrir quiénes son esas personas y cuál pueda ser su propósito. Si su intención es hacer el mal pueden darle un disgusto y no estaríamos en condiciones de impedirlo. ¿Sabía usted, doctor Mortimer, que alguien los seguía esta mañana al salir de mi casa?
El doctor Mortimer tuvo un violento sobresalto.
—¡Seguidos! ¿Por quién?
—Eso es lo que, desgraciadamente, no puedo decirles.
Entre sus vecinos o conocidos de Dartmoor, ¿hay alguien de pelo negro que se deje la barba?
—No..., espere, déjeme pensar..., sí, claro, Barrymore, el mayordomo de Sir Charles, es un hombre muy moreno, con barba.
—¡Ajá! ¿Dónde está Barrymore?
—Tiene a su cargo la mansión de los Baskerville.
—Será mejor que nos aseguremos de que sigue allí o de si, por el contrario, ha tenido ocasión de trasladarse a Londres.
—¿Cómo puede usted averiguarlo?
—Deme un impreso para telegramas. «¿Está todo listo para Sir Henry?» Eso bastará. Dirigido al señor Barrymore, mansión de los Baskerville. ¿Cuál es la oficina de telégrafos más próxima? Grimpen. De acuerdo, enviaremos un segundo cable al jefe de correos de Grimpen: «Telegrama para entregar en mano al señor Barrymore. Si está ausente, devolver por favor a Sir Henry Baskerville, hotel Northumberland». Eso deberá permitirnos saber antes de la noche si Barrymore está en su puesto o se ha ausentado.
—Asunto resuelto —dijo Baskerville—. Por cierto, doctor Mortimer, ¿quién es ese Barrymore, de todas formas?
—Es el hijo del antiguo guarda, que ya murió. Los Barrymore llevan cuatro generaciones cuidando de la mansión. Hasta donde se me alcanza, él y su mujer forman una pareja tan respetable como cualquiera del condado.
—Al mismo tiempo —dijo Baskerville—, está bastante claro que mientras en la mansión no haya nadie de mi familia esas personas disfrutan de un excelente hogar y carecen de obligaciones.
—Eso es cierto.
—¿Dejó Sir Charles algo a los Barrymore en su testamento? —preguntó Holmes.
—Él y su mujer recibieron quinientas libras cada uno.
—¡Ah! ¿Estaban al corriente de que iban a recibir esa cantidad?
—Sí; Sir Charles era muy aficionado a hablar de las disposiciones de su testamento.
—Eso es muy interesante.
—Espero —dijo el doctor— que no considere usted sospechosas a todas las personas que han recibido un legado de Sir Charles, porque también a mí me dejó mil libras.
—¡Vaya! ¿Y a alguien más?
—Hubo muchas sumas insignificantes para otras personas y también se atendió a un gran número de obras de caridad. Todo lo demás queda para Sir Henry.
—¿Y a cuánto ascendía lo demás?
—Setecientas cuarenta mil libras.
Holmes alzó las cejas sorprendido.
—Ignoraba que se tratase de una suma tan enorme —dijo.
—Se daba por sentado que Sir Charles era rico, pero sólo hemos sabido hasta qué punto al inventariar sus valores. La herencia ascendía en total a casi un millón.
—¡Cielo santo! Por esa apuesta se puede intentar una jugada desesperada. Y una pregunta más, doctor Mortimer. Si le sucediera algo a nuestro joven amigo aquí presente (perdóneme esta hipótesis tan desagradable), ¿quién heredaría la fortuna de Sir Charles?
—Dado que Rodger Baskerville, el hermano pequeño, murió soltero, la herencia pasaría a los Desmond, que son primos lejanos. James Desmond es un clérigo de avanzada edad que vive en Westmorland.
—Muchas gracias. Todos estos detalles son de gran interés. ¿Conoce usted al señor James Desmond?
—Sí; en una ocasión vino a visitar a Sir Charles. Es un hombre de aspecto venerable y de vida íntegra. Recuerdo que, a pesar de la insistencia de Sir Charles, se negó a aceptar la asignación que le ofrecía.
—Y ese hombre de gustos sencillos, ¿sería el heredero de la fortuna?
—Heredaría la propiedad, porque está vinculada. Y también heredaría el dinero a no ser que el actual propietario, que, como es lógico, puede hacer lo que quiera con él, le diera otro destino en su testamento.
—¿Ha hecho usted testamento, Sir Henry?
—No, señor Holmes, no lo he hecho. No he tenido tiempo, porque sólo desde ayer estoy al corriente de todo. Pero, en cualquier caso, creo que el dinero no debe separarse ni del título ni de la propiedad. Esa era la idea de mi pobre tío. ¿Cómo sería posible restaurar el esplendor de los Baskerville si no se dispone del dinero necesario para mantener la propiedad? La casa, la tierra y el dinero deben ir juntos.
—Así es. Bien, Sir Henry: estoy completamente de acuerdo con usted en cuanto a la conveniencia de que se traslade sin tardanza a Devonshire. Pero hay una medida que debo tomar. En ningún caso puede usted ir solo.
—El doctor Mortimer regresa conmigo.
—Pero el doctor Mortimer tiene que atender a sus pacientes y su casa está a varios kilómetros de la de usted. Hasta con la mejor voluntad del mundo puede no estar en condiciones de ayudarle. No, Sir Henry; tiene usted que llevar consigo a alguien de confianza que permanezca constantemente a su lado.
—¿Existe la posibilidad de que venga usted conmigo, señor Holmes?
—Si llegara a producirse una crisis, me esforzaría por estar presente, pero sin duda entenderá usted perfectamente que, dada la amplitud de mi clientela y las constantes peticiones de ayuda que me llegan de todas partes, me resulte imposible ausentarme de Londres por tiempo indefinido. En el momento actual uno de los apellidos más respetados de Inglaterra está siendo mancillado por un chantajista y únicamente yo puedo impedir un escándalo desastroso. Comprenderá usted lo imposible que me resulta trasladarme a Dartmoor.
—Entonces, ¿a quién recomendaría usted?
Holmes me puso la mano en el brazo.
—Si mi amigo está dispuesto a acompañarle, no hay persona que resulte más útil en una situación difícil. Nadie lo puede decir con más seguridad que yo.
Aquella propuesta fue una sorpresa total para mí, pero, antes de que pudiera responder, Baskerville me tomó la mano y la estrechó cordialmente.
—Vaya, doctor Watson, es usted muy amable —dijo—. Ya ve la clase de persona que soy y sabe de este asunto tanto como yo. Si viene conmigo a la mansión de los Baskerville y me ayuda a salir del apuro no lo olvidaré nunca.
Siempre me ha fascinado la posibilidad de una aventura y me sentía además halagado por las palabras de Holmes y por el entusiasmo con que el baronet me había aceptado por compañero.
—Iré con mucho gusto —dije—. No creo que pudiera emplear mi tiempo de mejor manera.
—También se ocupará usted de informarme con toda precisión —dijo Holmes—. Cuando se produzca una crisis, como sin duda sucederá, le indicaré lo que tiene que hacer. ¿Estarán ustedes listos para el sábado?
—¿Le convendrá ese día al doctor Watson?
—No hay ningún problema.
—En ese caso, y si no tiene usted noticias en contra, el sábado nos reuniremos en Paddington para tomar el tren de las 10,30.
Nos habíamos levantado ya para marcharnos cuando Baskerville lanzó un grito de triunfo y, lanzándose hacia uno de los rincones de la habitación, sacó una bota marrón de debajo de un armario.
—¡La bota que me faltaba! —exclamó.
—¡Ojalá todas nuestras dificultades desaparezcan tan fácilmente! —dijo Sherlock Holmes.
—Resulta muy extraño de todas formas —señaló el doctor Mortimer—. Registré cuidadosamente la habitación antes del almuerzo.
—Y yo hice lo mismo —añadió Baskerville—. Centímetro a centímetro.
—No había ninguna bota.
—En ese caso tiene que haberla colocado ahí el camarero mientras almorzábamos.
Se llamó al alemán, quien aseguró no saber nada de aquel asunto, y el mismo resultado negativo dieron otras pesquisas. Se había añadido un elemento más a la serie constante de pequeños misterios, en apariencia sin sentido, que se sucedían unos a otros con gran rapidez. Dejando a un lado la macabra historia de la muerte de Sir Charles, contábamos con una cadena de incidentes inexplicables, todos en el espacio de cuarenta y ocho horas, entre los que figuraban la recepción de la carta confeccionada con recortes de periódico, el espía de barba negra en el cabriolé, la desaparición de la bota marrón recién comprada, la de la vieja bota negra y ahora la reaparición de la nueva. Holmes guardó silencio en el coche de caballos mientras regresábamos a Baker Street y sus cejas fruncidas y la intensidad de su expresión me hacían saber que su mente, como la mía, estaba ocupada tratando de encontrar una explicación que permitiera encajar todos aquellos extraños episodios sin conexión aparente. De vuelta a casa permaneció toda la tarde y hasta bien entrada la noche sumergido en el tabaco y en sus pensamientos.
Poco antes de la cena llegaron dos telegramas. El primero decía así:
«Acabo de saber que Barrymore está en la mansión. BASKERVILLE.»
Y el segundo:
«Veintitrés hoteles visitados siguiendo instrucciones, pero lamento informar que ha sido imposible encontrar hoja cortada del Times. CARTWRIGHT.»
—Dos de mis pistas que se desvanecen, Watson. No hay nada tan estimulante como un caso en el que todo se pone en contra. Hemos de seguir buscando.
—Aún nos queda el cochero que transportaba al espía.
—Exactamente. He mandado un telegrama al registro oficial para que nos facilite su nombre y dirección. No me sorprendería que esto fuera una respuesta a mi pregunta.
La llamada al timbre de la casa resultó, sin embargo, más satisfactoria aún que una respuesta, porque se abrió la puerta y entró un individuo de aspecto tosco que era evidentemente el cochero en persona.
—La oficina central me ha hecho saber que un caballero que vive aquí ha preguntado por el 2704 —dijo—. Llevo siete años conduciendo el cabriolé y no he tenido nunca la menor queja. Vengo directamente del depósito para preguntarle cara a cara qué es lo que tiene contra mí.
—No tengo nada contra usted, buen hombre —dijo mi amigo—. Estoy dispuesto, por el contrario, a darle medio soberano si contesta con claridad a mis preguntas.
—Bueno, la verdad es que hoy he tenido un buen día, ¡ya lo creo que sí! —dijo el cochero con una sonrisa—. ¿Qué quiere usted preguntarme, caballero?
—Antes de nada su nombre y dirección, por si volviera a necesitarle.
—John Clayton, del número 3 de Turpey Street, en el Borough. Encierro el cabriolé en el depósito Shipley, cerca de la estación de Waterloo.
Sherlock Holmes tomó nota.
—Vamos a ver, Clayton, cuénteme todo lo que sepa acerca del cliente que estuvo vigilando esta casa a las diez de la mañana y siguió después a dos caballeros por Regent Street.
El cochero pareció sorprendido y un tanto avergonzado.
—Vaya, no voy a poder decirle gran cosa, porque al parecer ya sabe usted tanto como yo —respondió—. La verdad es que aquel señor me dijo que era detective y que no dijera nada a nadie acerca de él.
—Se trata de un asunto muy grave, buen hombre, y quizá se encontraría usted en una situación muy difícil si tratase de ocultarme algo. ¿El cliente le dijo que era detective?
—Sí, señor, eso fue lo que dijo.
—¿Cuándo se lo dijo?
—Al marcharse.
—¿Dijo algo más?
—Me dijo cómo se llamaba.
Holmes me lanzó una rápida mirada de triunfo.
—¿De manera que le dijo cómo se llamaba? Eso fue una imprudencia. Y, ¿cuál era su nombre?
—Dijo llamarse Sherlock Holmes.
Nunca he visto a mi amigo tan sorprendido como ante la respuesta del cochero. Por un instante el asombro le dejó sin palabras. Luego lanzó una carcajada:
—¡Tocado, Watson! ¡Tocado, sin duda! —dijo—. Advierto la presencia de un florete tan rápido y flexible como el mío. En esta ocasión ha conseguido un blanco excelente. De manera que se llamaba Sherlock Holmes, ¿no es eso?
—Sí, señor, eso me dijo.
—¡Magnífico! Cuénteme dónde lo recogió y todo lo que pasó.
—Me paró a las nueve y media en Trafalgar Square. Dijo que era detective y me ofreció dos guineas si seguía exactamente sus instrucciones durante todo el día y no hacía preguntas. Acepté con mucho gusto. Primero nos dirigimos al hotel Northumberland y esperamos allí hasta que salieron dos caballeros y alquilaron un coche de la fila que esperaba delante de la puerta. Lo seguimos hasta que se paró en un sitio cerca de aquí.
—Esta misma puerta —dijo Holmes.
—Bueno, eso no lo sé con certeza, pero aseguraría que mi cliente conocía muy bien el sitio. Nos detuvimos a cierta distancia y esperamos durante hora y media. Luego los dos caballeros pasaron a nuestro lado a pie y los fuimos siguiendo por Baker Street y a lo largo de...
—Eso ya lo sé —dijo Holmes.
—Hasta recorrer las tres cuartas partes de Regent Street. Entonces mi cliente levantó la trampilla y gritó que me dirigiera a la estación de Waterloo lo más deprisa que pudiera. Fustigué a la yegua y llegamos en menos de diez minutos. Después me pagó las dos guineas, como había prometido, y entró en la estación. Pero en el momento de marcharse se dio la vuelta y dijo: «Quizá le interese saber que ha estado llevando al señor Sherlock Holmes». De esa manera supe cómo se llamaba.
—Entiendo. ¿Y ya no volvió a verlo?
—No, una vez que entró en la estación.
—Y, ¿cómo describiría usted al señor Sherlock Holmes?
El cochero se rascó la cabeza.
—Bueno, a decir verdad no era un caballero fácil de describir. Unos cuarenta años de edad y estatura media, cuatro o seis centímetros más bajo que usted. Iba vestido como un dandi, llevaba barba, muy negra, cortada en recto por abajo, y tenía la tez pálida. Me parece que eso es todo lo que recuerdo.
—¿Color de los ojos?
—No; eso no lo sé.
—¿No recuerda usted nada más?
—No, señor; nada más.
—Bien; en ese caso aquí tiene su medio soberano. Hay otro esperándole si me trae alguna información más. ¡Buenas noches!
—Buenas noches, señor, y ¡muchas gracias!
John Clayton se marchó riendo entre dientes y Holmes se volvió hacia mí con un encogimiento de hombros y una sonrisa de tristeza.
—Se ha roto nuestro tercer cabo y hemos terminado donde empezamos —dijo—. Ese astuto granuja sabía el número de nuestra casa, sabía que Sir Henry Baskerville había venido a verme, me reconoció en Regent Street, supuso que me había fijado en el número del cabriolé y que acabaría por localizar al cochero, y decidió enviarme ese mensaje impertinente. Se lo aseguro, Watson, esta vez nos hemos tropezado con un adversario digno de nuestro acero. Me han dado jaque mate en Londres. Sólo me cabe desearle que tenga usted mejor suerte en Devonshire. Pero reconozco que no estoy tranquilo.
—¿No está tranquilo?
—No me gusta enviarlo a usted. Es un asunto muy feo, Watson, un asunto muy feo y peligroso, y cuanto más sé de él menos me gusta. Sí, mi querido amigo, ríase usted, pero le doy mi palabra de que me alegraré mucho de tenerlo otra vez sano y salvo en Baker Street.