Читать книгу Sherlock Holmes: La colección completa - Arthur Conan Doyle, Исмаил Шихлы - Страница 45
7. Los Stapleton de la casa Merripit
ОглавлениеAl día siguiente la belleza de la mañana contribuyó a borrar de nuestras mentes la impresión lúgubre y gris que a ambos nos había dejado el primer contacto con la mansión de los Baskerville. Mientras Sir Henry y yo desayunábamos, la luz del sol entraba a raudales por las altas ventanas con parteluces, proyectando pálidas manchas de color procedentes de los escudos de armas que decoraban los cristales. El revestimiento de madera brillaba como bronce bajo los rayos dorados y costaba trabajo convencerse de que estábamos en la misma cámara que la noche anterior había llenado nuestras almas de melancolía.
—¡Sospecho que los culpables somos nosotros y no la casa! —exclamó el baronet—. Llevábamos encima el cansancio del viaje y el frío del páramo, de manera que miramos este sitio con malos ojos. Ahora que hemos descansado y nos encontramos bien, nos parece alegre una vez más.
—Pero no fue todo un problema de imaginación —respondí yo—. ¿Acaso no oyó usted durante la noche a alguien, una mujer en mi opinión, que sollozaba?
—Es curioso, porque, cuando estaba medio dormido, me pareció oír algo así. Esperé un buen rato, pero el ruido no se repitió, de manera que llegué a la conclusión de que lo había soñado.
—Yo lo oí con toda claridad y estoy seguro de que se trataba de los sollozos de una mujer.
—Debemos informarnos inmediatamente.
Sir Henry tocó la campanilla y preguntó a Barrymore si podía explicarnos lo sucedido. Me pareció que aumentaba un punto la palidez del mayordomo mientras escuchaba la pregunta de su señor.
—No hay más que dos mujeres en la casa, Sir Henry —respondió—. Una es la fregona, que duerme en la otra ala. La segunda es mi mujer, y puedo asegurarle personalmente que ese sonido no procedía de ella.
Y sin embargo mentía, porque después del desayuno me crucé por casualidad con la señora Barrymore, cuando el sol le iluminaba de lleno el rostro, en el largo corredor al que daban los dormitorios. La esposa del mayordomo era una mujer grande, de aspecto impasible, facciones muy marcadas y un gesto de boca severo y decidido. Pero sus ojos enrojecidos, que me miraron desde detrás de unos párpados hinchados, la denunciaban. Era ella, sin duda, quien lloraba por la noche y, aunque su marido tenía que saberlo, había optado por correr el riesgo de verse descubierto al afirmar que no era así. ¿Por qué lo había hecho? Y ¿por qué lloraba su mujer tan amargamente? En torno a aquel hombre de tez pálida, bien parecido y de barba negra, se estaba creando ya una atmósfera de misterio y melancolía. Barrymore había encontrado el cuerpo sin vida de Sir Charles y únicamente contábamos con su palabra para todo lo referente a las circunstancias relacionadas con la muerte del anciano. ¿Existía la posibilidad de que, después de todo, fuera Barrymore a quien habíamos visto en el cabriolé de Regent Street? Podía muy bien tratarse de la misma barba. El cochero había descrito a un hombre algo más bajo, pero no era impensable que se hubiera equivocado. ¿Cómo podía yo aclarar aquel extremo de una vez por todas? Mi primera gestión consistiría en visitar al administrador de correos de Grimpen y averiguar si a Barrymore se le había entregado el telegrama de prueba en propia mano. Fuera cual fuese la respuesta, al menos tendría ya algo de que informar a Sherlock Holmes.
Sir Henry necesitaba examinar un gran número de documentos después del desayuno, de manera que era aquél el momento propicio para mi excursión, que resultó ser un agradable paseo de seis kilómetros siguiendo el borde del páramo y que me llevó finalmente a una aldehuela gris en la que dos edificios de mayor tamaño, que resultaron ser la posada y la casa del doctor Mortimer, destacaban considerablemente sobre el resto. El administrador de correos, que era también el tendero del pueblo, se acordaba perfectamente del telegrama.
—Así es, caballero —dijo—; hice que se entregara al señor Barrymore, tal como se indicaba.
—¿Quién lo entregó?
—Mi hijo, aquí presente. James, entregaste el telegrama al señor Barrymore en la mansión la semana pasada, ¿no es cierto?
—Sí, padre; lo entregué yo.
—¿En propia mano?
—Bueno, el señor Barrymore se hallaba en el desván en aquel momento, así que no pudo ser en propia mano, pero se lo di a su esposa, que prometió entregarlo inmediatamente.
—¿Viste al señor Barrymore?
—No, señor; ya le he dicho que estaba en el desván.
—Si no lo viste, ¿cómo sabes que estaba en el desván?
—Sin duda su mujer sabía dónde estaba —dijo, de malos modos, el administrador de correos—. ¿Es que no recibió el telegrama? Si ha habido algún error, que presente la queja el señor Barrymore en persona.
Parecía inútil proseguir la investigación, pero estaba claro que, pese a la estratagema de Holmes, seguíamos sin dilucidar si Barrymore se había trasladado a Londres. Suponiendo que fuera así, suponiendo que la misma persona que había visto a Sir Charles con vida por última vez hubiese sido el primero en seguir al nuevo heredero a su regreso a Inglaterra, ¿qué consecuencias podían sacarse? ¿Era agente de terceros o actuaba por cuenta propia con algún propósito siniestro? ¿Qué interés podía tener en perseguir a la familia Baskerville? Recordé la extraña advertencia extraída del editorial del Times. ¿Era obra suya o más bien de alguien que se proponía desbaratar sus planes? El único motivo plausible era el sugerido por Sir Henry: si se conseguía asustar a la familia de manera que no volviera a la mansión, los Barrymore dispondrían de manera permanente de un hogar muy cómodo. Pero sin duda un motivo así resultaba insuficiente para explicar unos planes tan sutiles como complejos que parecían estar tejiendo una red invisible en torno al joven baronet. Holmes en persona había dicho que de todas sus sensacionales investigaciones aquélla era la más compleja. Mientras regresaba por el camino gris y solitario recé para que mi amigo pudiera librarse pronto de sus ocupaciones y estuviera en condiciones de venir a Devonshire y de retirar de mis hombros la pesada carga de responsabilidad que había echado sobre ellos.
De repente mis pensamientos se vieron interrumpidos por el ruido de unos pasos veloces y de una voz que repetía mi nombre. Me volví esperando ver al doctor Mortimer, pero, para mi sorpresa, descubrí que me perseguía un desconocido. Se trataba de un hombre pequeño, delgado, completamente afeitado, de aspecto remilgado, cabello rubio y mandíbula estrecha, entre los treinta y los cuarenta años de edad, que vestía un traje gris y llevaba sombrero de paja. Del hombro le colgaba una caja de hojalata para especímenes botánicos y en la mano llevaba un cazamariposas verde.
—Estoy seguro de que sabrá excusar mi atrevimiento, doctor Watson —me dijo al llegar jadeando a donde me encontraba—. Aquí en el páramo somos gentes llanas y no esperamos a las presentaciones oficiales. Quizá haya usted oído pronunciar mi apellido a nuestro común amigo, el doctor Mortimer. Soy Stapleton y vivo en la casa Merripit.
—El cazamariposas y la caja me hubieran bastado —dije—, porque sabía que el señor Stapleton era naturalista. Pero, ¿cómo sabe usted quién soy yo?
—He ido a hacer una visita a Mortimer y, al pasar usted por la calle, lo hemos visto desde la ventana de su consultorio. Dado que llevamos el mismo camino, se me ha ocurrido alcanzarlo y presentarme. Confío en que Sir Henry no esté demasiado fatigado por el viaje.
—Se encuentra perfectamente, muchas gracias.
—Todos nos temíamos que después de la triste desaparición de Sir Charles el nuevo baronet no quisiera vivir aquí. Es mucho pedir que un hombre acaudalado venga a enterrarse en un sitio como éste, pero no hace falta que le diga cuánto significa para toda la zona. ¿Hago bien en suponer que Sir Henry no alberga miedos supersticiosos en esta materia?
—No creo que sea probable.
—Por supuesto usted conoce la leyenda del perro diabólico que persigue a la familia.
—La he oído.
—¡Es notable lo crédulos que son los campesinos por estos alrededores! Muchos de ellos están dispuestos a jurar que han visto en el páramo a un animal de esas características —hablaba con una sonrisa, pero me pareció leer en sus ojos que se tomaba aquel asunto con más seriedad—. Esa historia llegó a apoderarse de la imaginación de Sir Charles y estoy convencido de que provocó su trágico fin.
—Pero, ¿cómo?
—Tenía los nervios tan desquiciados que la aparición de cualquier perro podría haber tenido un efecto fatal sobre su corazón enfermo. Imagino que vio en realidad algo así aquella última noche en el paseo de los Tejos. Yo temía que pudiera suceder un desastre, sentía por él un gran afecto y no ignoraba la debilidad de su corazón.
—¿Cómo lo sabía?
—Me lo había dicho mi amigo Mortimer.
—¿Piensa usted, entonces, que un perro persiguió a Sir Charles y que, en consecuencia, el anciano baronet murió de miedo?
—¿Tiene usted alguna explicación mejor?
—No he llegado a ninguna conclusión.
—¿Tampoco su amigo, el señor Sherlock Holmes? Aquellas palabras me dejaron sin respiración por un momento, pero la placidez del rostro de mi interlocutor y su mirada impertérrita me hicieron comprender que no se proponía sorprenderme.
—Es inútil tratar de fingir que no le conocemos, doctor Watson —dijo—. Nos han llegado sus relatos de las aventuras del famoso detective y no podría usted celebrar sus éxitos sin darse también a conocer. Cuando Mortimer me dijo su apellido, no pudo negar su identidad. Si está usted aquí, se sigue que el señor Sherlock Holmes se interesa también por este asunto y, como es lógico, siento curiosidad por saber su opinión sobre el caso.
—Me temo que no estoy en condiciones de responder a esa pregunta.
—¿Puede usted decirme si nos honrará visitándonos en persona?
—En el momento presente sus ocupaciones no le permiten abandonar Londres. Tiene otros casos que requieren su atención.
—¡Qué lástima! Podría arrojar alguna luz sobre algo que está muy oscuro para nosotros. Pero por lo que se refiere a sus propias investigaciones, doctor Watson, si puedo serle útil de alguna manera, confío en que no vacile en servirse de mí. Y si contara ya con alguna indicación sobre la naturaleza de sus sospechas o sobre cómo se propone usted investigar el caso, quizá pudiera, incluso ahora mismo, serle de ayuda o darle algún consejo.
—Siento desilusionarle, pero estoy aquí únicamente para visitar a mi amigo Sir Henry y no necesito ayuda de ninguna clase.
—¡Excelente! —dijo Stapleton—. Tiene usted toda la razón para mostrarse cauteloso y reservado. Me considero justamente reprendido por lo que ha sido sin duda una intromisión injustificada y le prometo que no volveré a mencionar este asunto.
Habíamos llegado a un punto donde un estrecho sendero cubierto de hierba se separaba de la carretera para internarse en el páramo. A la derecha quedaba una empinada colina salpicada de rocas que en tiempos remotos se había utilizado como cantera de granito. La cara que estaba vuelta hacia nosotros formaba una sombría escarpadura, en cuyos nichos crecían helechos y zarzas. Por encima de una distante elevación se alzaba un penacho gris de humo.
—Un paseo no demasiado largo por esta senda del páramo nos llevará hasta la casa Merripit —dijo mi acompañante—. Si dispone usted de una hora, tendré el placer de presentarle a mi hermana.
Lo primero que pensé fue que mi deber era estar al lado de Sir Henry, pero a continuación recordé los muchos documentos y facturas que abarrotaban la mesa de su estudio. Era indudable que yo no podía ayudarlo en aquella tarea. Y Holmes me había pedido expresamente que estudiara a los vecinos del baronet. Acepté la invitación de Stapleton y torcimos juntos por el sendero.
—El páramo es un lugar maravilloso —dijo mi interlocutor, recorriendo con la vista las ondulantes lomas, semejantes a grandes olas verdes, con crestas de granito dentado que formaban con su espuma figuras fantásticas—. Nunca cansa. No es posible imaginar los increíbles secretos que contiene. ¡Es tan vasto, tan estéril, tan misterioso!
—Lo conoce usted bien, ¿no es cierto?
—Sólo llevo aquí dos años. Los naturales de la zona me llamarían recién llegado. Vinimos poco después de que Sir Charles se instalara en la mansión. Pero mis aficiones me han llevado a explorar todos los alrededores y estoy convencido de que pocos conocen el páramo mejor que yo.
—¿Es difícil conocerlo?
—Muy difícil. Fíjese, por ejemplo, en esa gran llanura que se extiende hacia el norte, con las extrañas colinas que brotan de ella. ¿Observa usted algo notable en su superficie?
—Debe de ser un sitio excepcional para galopar.
—Eso es lo que pensaría cualquiera, pero ya le ha costado la vida a más de una persona. ¿Advierte usted las manchas de color verde brillante que abundan por toda su superficie?
—Sí, parecen más fértiles que el resto. Stapleton se echó a reír.
—Es la gran ciénaga de Grimpen —dijo—, donde un paso en falso significa la muerte, tanto para un hombre como para cualquier animal. Ayer mismo vi a uno de los jacos del páramo meterse en ella. No volvió a salir. Durante mucho tiempo aún sobresalía la cabeza, pero el fango terminó por tragárselo. Incluso en las estaciones secas es peligroso cruzarla, pero aún resulta peor después de las lluvias del otoño. Y sin embargo yo soy capaz de llegar hasta el centro de la ciénaga y regresar vivo. ¡Vaya por Dios, allí veo a otro de esos desgraciados jacos!
Algo marrón se agitaba entre las juncias verdes. Después, un largo cuello atormentado se disparó hacia lo alto y un terrible relincho resonó por todo el páramo. El horror me heló la sangre en las venas, pero los nervios de mi acompañante parecían ser más resistentes que los míos.
—¡Desaparecido! —dijo—. La ciénaga se lo ha tragado. Dos en cuarenta y ocho horas y quizá muchos más, porque se acostumbran a ir allí cuando el tiempo es seco y no advierten la diferencia hasta quedar atrapados. La gran ciénaga de Grimpen es un sitio muy peligroso.
—¿Y usted dice que penetra en su interior?
—Sí, hay uno o dos senderos que un hombre muy ágil puede utilizar y yo los he descubierto.
—Pero, ¿qué interés encuentra en un sitio tan espantoso?
—¿Ve usted aquellas colinas a lo lejos? Son en realidad islas separadas del resto por la ciénaga infranqueable, que ha ido rodeándolas con el paso de los años. Allí es donde se encuentran las plantas raras y las mariposas, si es usted lo bastante hábil para llegar.
—Algún día probaré suerte.
Stapleton me miró sorprendido.
—¡Por el amor de Dios, ni se le ocurra pensarlo! —dijo—. Su sangre caería sobre mi cabeza. Le aseguro que no existe la menor posibilidad de que regrese con vida. Yo lo consigo únicamente gracias a recordar ciertas señales de gran complejidad.
—¡Caramba! —exclamé—. ¿Qué es eso?
Un largo gemido muy profundo, indescriptiblemente triste, se extendió por el páramo. Aunque llenaba el aire, resultaba imposible decir de dónde procedía. De un murmullo apagado pasó a convertirse en un hondísimo rugido, para volver de nuevo al murmullo melancólico. Stapleton me miró con una expresión peculiar.
—¡Extraño lugar el páramo! —dijo.
—Pero, ¿qué era eso?
—Los campesinos dicen que es el sabueso de los Baskerville reclamando su presa. Lo había oído antes una o dos veces, pero nunca con tanta claridad.
Con el frío del miedo en el corazón contemplé la enorme llanura salpicada por las manchas verdes de los juncos. Nada se movía en aquella gran extensión si se exceptúa una pareja de cuervos, que graznaron con fuerza desde un risco a nuestras espaldas.
—Usted es un hombre educado: no me diga que da crédito a tonterías como ésa —respondí—. ¿Cuál cree usted que es la causa de un sonido tan extraño?
—Las ciénagas hacen a veces ruidos extraños. El barro al moverse, o el agua al subir de nivel, o algo parecido.
—No, no; era la voz de un ser vivo.
—Sí, quizá lo fuera. ¿Ha oído alguna vez mugir a un avetoro?
—No, nunca.
—Es un pájaro poco común; casi extinguido en Inglaterra actualmente, pero todo es posible en el páramo. Sí; no me sorprendería que acabáramos de oír el grito del último de los avetoros.
—Es la cosa más misteriosa y extraña que he oído en toda mi vida.
—Sí, estamos en un lugar más bien extraño. Mire la falda de esa colina. ¿Qué supone usted que son esas formaciones?
Toda la empinada pendiente estaba cubierta de grises anillos de piedra, una veintena al menos.
—¿Qué son? ¿Apriscos para las ovejas?
—No; son los hogares de nuestros dignos antepasados. Al hombre prehistórico le gustaba vivir en el páramo, y como nadie lo ha vuelto a hacer desde entonces, encontramos sus pequeñas construcciones exactamente como él las dejó. Es el equivalente de las tiendas indias si se les quita el techo. Podrá usted ver incluso el sitio donde hacían fuego así como el lugar donde dormían, si la curiosidad le empuja a entrar en uno de ellos.
—Se trata, entonces, de toda una ciudad. ¿Cuándo estuvo habitada?
—Se remonta al periodo neolítico, pero se desconocen las fechas.
—¿A qué se dedicaban sus pobladores?
—El ganado pastaba por esas laderas y ellos aprendían a cavar en busca de estaño cuando la espada de bronce empezaba a desplazar al hacha de piedra. Fíjese en la gran zanja de la colina de enfrente. Esa es su marca. Sí; encontrará usted cosas muy peculiares en el páramo, doctor Watson. Ah, perdóneme un instante. Es sin duda un ejemplar de Cyclopides.
Una mosca o mariposilla se había cruzado en nuestro camino y Stapleton se lanzó al instante tras ella con gran energía y rapidez. Para consternación mía el insecto voló directamente hacia la gran ciénaga, pero mi acompañante no se detuvo ni un instante, persiguiéndola a saltos de mata en mata, con el cazamariposas en ristre. Su ropa gris y la manera irregular de avanzar, a saltos y en zigzag, no le diferenciaban mucho de un gran insecto alado. Contemplaba su carrera con una mezcla de admiración por su extraordinario despliegue de facultades y de miedo a que perdiera pie en la ciénaga traicionera, cuando oí ruido de pasos y, al volverme, vi a una mujer que se acercaba hacia mí por el sendero. Procedía de la dirección en la que, gracias al penacho de humo, sabía ya que estaba localizada la casa Merripit, pero la inclinación del páramo me la había ocultado hasta que estuvo muy cerca.
No tuve ninguna duda de que se trataba de la señorita Stapleton, puesto que en el páramo no abundan las damas, y recordaba que alguien la había descrito como muy bella. La mujer que avanzaba en mi dirección lo era, desde luego, y de una hermosura muy poco corriente. No podía darse mayor contraste entre hermanos, porque en el caso del naturalista la tonalidad era neutra, con cabello claro y ojos grises, mientras que la señorita Stapleton era más oscura que ninguna de las morenas que he visto en Inglaterra y además esbelta, elegante y alta. Su rostro, altivo y de facciones delicadas, era tan regular que hubiera podido parecer frío de no ser por la boca y los hermosos ojos, oscuros y vehementes. Dada la perfección y elegancia de su vestido, resultaba, desde luego, una extraña aparición en la solitaria senda del páramo. Seguía con los ojos las evoluciones de su hermano cuando me di la vuelta, pero inmediatamente apresuró el paso hacia mí. Yo me había descubierto y me disponía a explicarle mi presencia con unas frases, cuando sus palabras hicieron que mis pensamientos cambiaran por completo de dirección.
—¡Váyase! —dijo—. Vuelva a Londres inmediatamente.
No pude hacer otra cosa que contemplarla, estupefacto. Sus ojos echaban fuego al mismo tiempo que su pie golpeaba el suelo con impaciencia.
—¿Por qué tendría que marcharme?
—No se lo puedo explicar —hablaba en voz baja y apremiante y con un curioso ceceo en la pronunciación—. Pero, por el amor de Dios, haga lo que le pido. Váyase y no vuelva nunca a pisar el páramo.
—Pero si acabo de llegar.
—Por favor —exclamó—. ¿No es capaz de reconocer una advertencia que se le hace por su propio bien? ¡Vuélvase a Londres! ¡Póngase esta misma noche en camino! ¡Aléjese de este lugar a toda costa! ¡Silencio, vuelve mi hermano! Ni una palabra de lo que le he dicho. ¿Le importaría cortarme la orquídea que está ahí, entre las colas de caballo? Las orquídeas abundan en el páramo, aunque, por supuesto, llega usted en una mala estación para disfrutar con la belleza de la zona.
Stapleton había abandonado la caza y se acercaba a nosotros jadeante y con el rostro encendido por el esfuerzo.
—¡Hola, Beryl! —dijo; y tuve la impresión de que el tono de su saludo no era excesivamente cordial.
—Estás muy sofocado, Jack.
—Sí. Perseguía a una Cyclopides. Es una mariposa muy poco corriente y raras veces se la encuentra a finales del otoño. ¡Es una pena que no haya conseguido capturarla!
Hablaba despreocupadamente, pero sus ojos claros nos vigilaban a ambos sin descanso.
—Se han presentado ya, por lo que observo.
—Sí. Estaba explicando a Sir Henry que el otoño no es una buena época para la verdadera belleza del páramo.
—¿Cómo? ¿Con quién crees que estás hablando?
—Supongo que se trata de Sir Henry Baskerville.
—No, no —dije yo—. Sólo soy un humilde plebeyo, aunque Baskerville me honre con su amistad. Me llamo Watson, doctor Watson.
El disgusto ensombreció por un momento el expresivo rostro de la joven.
—Hemos sido víctimas de un malentendido en nuestra conversación —dijo la señorita Stapleton.
—En realidad no habéis tenido mucho tiempo —comentó su hermano, siempre con los mismos ojos interrogadores.
—He hablado como si el doctor Watson fuera residente en lugar de simple visitante —dijo la señorita Stapleton—. No puede importarle mucho si es pronto o tarde para las orquídeas. Pero, una vez que ha llegado hasta aquí, espero que nos acompañe para ver la casa Merripit.
Tras un breve paseo llegamos a una triste casa del páramo, granja de algún ganadero en los antiguos días de prosperidad, arreglada después para convertirla en vivienda moderna. La rodeaba un huerto, pero los árboles, como suele suceder en el páramo, eran más pequeños de lo normal y estaban quemados por las heladas; el lugar en conjunto daba impresión de pobreza y melancolía. Nos abrió la puerta un viejo criado, una criatura extraña, arrugada y de aspecto mohoso, muy en consonancia con la casa. Dentro, sin embargo, había habitaciones amplias, amuebladas con una elegancia en la que me pareció reconocer el gusto de la señorita Stapleton. Al contemplar desde sus ventanas el interminable páramo salpicado de granito que se extendía sin solución de continuidad hasta el horizonte más remoto, no pude por menos de preguntarme qué podía haber traído a un lugar así a aquel hombre tan instruido y a aquella mujer tan hermosa.
—Extraña elección para vivir, ¿no es eso? —dijo Stapleton, como si hubiera adivinado mis pensamientos—. Y sin embargo conseguimos ser aceptablemente felices, ¿no es así, Beryl?
—Muy felices —dijo ella, aunque faltaba el acento de la convicción en sus palabras.
—Yo llevaba un colegio privado en el norte —dijo Stapleton—. Para un hombre de mi temperamento el trabajo resultaba monótono y poco interesante, pero el privilegio de vivir con jóvenes, de ayudar a moldear sus mentes y de sembrar en ellos el propio carácter y los propios ideales, era algo muy importante para mí. Pero el destino se puso en contra nuestra. Se declaró una grave epidemia en el colegio y tres de los muchachos murieron. La institución nunca se recuperó de aquel golpe y gran parte de mi capital se perdió sin remedio. De todos modos, si no fuera por la pérdida de la encantadora compañía de los muchachos, podría alegrarme de mi desgracia, porque, dada mi intensa afición a la botánica y a la zoología, tengo aquí un campo ilimitado de trabajo, y mi hermana está tan dedicada como yo a la naturaleza. Le explico todo esto, doctor Watson, porque he visto su expresión mientras contemplaba el páramo desde nuestra ventana.
—Es cierto que se me ha pasado por la cabeza la idea de que todo esto pueda ser, quizá, un poco menos aburrido para usted que para su hermana.
—No, no —replicó ella inmediatamente—; no me aburro nunca.
—Disponemos de muchos libros y de nuestros estudios, y también contamos con vecinos muy interesantes. El doctor Mortimer es un erudito en su campo. También el pobre Sir Charles era un compañero admirable. Lo conocíamos bien y carezco de palabras para explicar hasta qué punto lo echamos de menos. ¿Cree usted que sería una impertinencia por mi parte hacer esta tarde una visita a Sir Henry para conocerlo?
—Estoy seguro de que le encantará recibirlo.
—En ese caso quizá quiera usted tener la amabilidad de mencionarle que me propongo hacerlo. Dentro de nuestra modestia tal vez podamos facilitarle un poco las cosas hasta que se acostumbre a su nuevo hogar. ¿Quiere subir conmigo, doctor Watson, y ver mi colección de Lepidoptera? Creo que es la más completa del suroeste de Inglaterra. Para cuando haya terminado de examinarlas el almuerzo estará casi listo.
Pero yo estaba deseoso de volver junto a la persona cuya seguridad se me había confiado. Todo -la melancolía del páramo, la muerte del desgraciado jaco, el extraño sonido asociado con la sombría leyenda de los Baskerville- contribuía a teñir de tristeza mis pensamientos. Y por si todas aquellas impresiones más o menos vagas no me bastaran, había que añadirles la advertencia clara y precisa de la señorita Stapleton, hecha con tanta vehemencia que estaba convencido de que la apoyaban razones serias y profundas. Rechacé los repetidos ruegos de los hermanos para que me quedase a almorzar y emprendí de inmediato el camino de regreso, utilizando el mismo sendero crecido de hierba por el que habíamos venido.
Existe sin embargo, al parecer, algún atajo que utilizan quienes conocen mejor la zona, porque antes de alcanzar la carretera me quedé pasmado al ver a la señorita Stapleton sentada en una roca al borde del camino. El rubor del esfuerzo embellecía aún más su rostro mientras se apretaba el costado con la mano.
—He corrido todo el camino para alcanzarlo, doctor Watson —me dijo— y me ha faltado hasta tiempo para ponerme el sombrero. No puedo detenerme porque de lo contrario mi hermano repararía en mi ausencia. Quería decirle lo mucho que siento la estúpida equivocación que he cometido al confundirle con Sir Henry. Haga el favor de olvidar mis palabras, que no tienen ninguna aplicación en su caso.
—Pero no puedo olvidarlas, señorita Stapleton —respondí—. Soy amigo de Sir Henry y su bienestar es de gran importancia para mí. Dígame por qué estaba usted tan deseosa de que Sir Henry regresara a Londres.
—Un simple capricho de mujer, doctor Watson. Cuando me conozca mejor comprenderá que no siempre puedo dar razón de lo que digo o hago.
—No, no. Recuerdo el temblor de su voz. Recuerdo la expresión de sus ojos. Por favor, sea sincera conmigo, señorita Stapleton, porque desde que estoy aquí tengo la sensación de vivir rodeado de sombras. Mi existencia se ha convertido en algo parecido a la gran ciénaga de Grimpen: abundan por todas partes las manchas verdes que ceden bajo los pies y carezco de guía que me señale el camino. Dígame, por favor, a qué se refería usted, y le prometo transmitir la advertencia a Sir Henry.
Por un instante apareció en su rostro una expresión de duda, pero cuando me respondió su mirada había vuelto a endurecerse.
—Se preocupa usted demasiado, doctor Watson —fueron sus palabras—. A mi hermano y a mí nos impresionó mucho la muerte de Sir Charles. Lo conocíamos muy bien, porque su paseo favorito era atravesar el páramo hasta nuestra casa. A Sir Charles le afectaba profundamente la maldición que pesaba sobre su familia y al producirse la tragedia pensé, como es lógico, que debía de existir algún fundamento para los temores que él expresaba. Me preocupa, por lo tanto, que otro miembro de la familia venga a vivir aquí, y creo que se le debe avisar del peligro que corre. Eso es todo lo que me proponía transmitir con mis palabras.
—Pero, ¿cuál es el peligro?
—¿Conoce usted la historia del sabueso?
—No creo en semejante tontería.
—Pues yo sí. Si tiene usted alguna influencia sobre Sir Henry, aléjelo de un lugar que siempre ha sido funesto para su familia. El mundo es muy grande. ¿Por qué tendría que vivir en un lugar donde corre tanto peligro?
—Precisamente por eso. Esa es la manera de ser de Sir Henry. Mucho me temo que si no me da usted una información más precisa, no logrará que se marche.
—No puedo decir nada más preciso porque no lo sé.
—Permítame que le haga una pregunta más, señorita Stapleton. Si únicamente era eso lo que quería usted decir cuando habló conmigo por vez primera, ¿por qué tenía tanto interés en que su hermano no oyera lo que me decía? No hay en sus palabras nada a lo que ni él, ni nadie, pueda poner objeciones.
—Mi hermano está deseosísimo de que la mansión de los Baskerville siga ocupada, porque cree que eso beneficia a los pobres que viven en el páramo. Se enojaría si supiera que he dicho algo que pueda impulsar a Sir Henry a marcharse. Pero ya he cumplido con mi deber y no voy a decir nada más. Tengo que volver a casa o de lo contrario Jack me echará de menos y sospechará que he estado con usted. ¡Hasta la vista!
Se dio la vuelta y en muy pocos minutos había desaparecido entre los peñascos desperdigados por el páramo, mientras yo, con el alma llena de vagos temores, proseguía mi camino hacia la mansión de los Baskerville.