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Оглавление2. CRÓNICA DE UN FRACASO UNIVERSITARIO
La verdad es de pocos;
el engaño es tan común como vulgar.
La Mentira es siempre la primera en todo;
arrastra necios por vulgaridad continuada.
La Verdad siempre llega la última y tarde, cojeando con el tiempo.
GRACIÁN, Oráculo manual, 43, 146
Con treinta años, Schopenhauer ha alcanzado el acmé de su existencia. Ahora, como el prisionero liberado de la caverna platónica, es consciente de que es necesario descender de nuevo a los valles de la mediocridad para relatar la verdad atisbada al resto de los mortales.[20]Y presiente que el regreso a la dura realidad cotidiana no será nada sencillo: sabe que su experiencia ha sido fruto del genio, y que a éste su propia época raramente le otorga el reconocimiento que merece; no obstante, está seguro de una cosa: su intuición del universo y la obra en la que ha quedado recogida constituyen un monumento imperecedero que jamás podrá ser olvidado; así, en unos versos fechados en 1819 escribe:
Con los dolores de largos años y profundamente sentidos,
Surgió la obra de lo más íntimo del corazón.
He luchado mucho para concebirla:
Pero sé que al fin yo he triunfado.
Podéis hacer lo que siempre queráis:
La obra de mi vida no podéis poner en peligro.
La podéis retardar, pero nunca la aniquilaréis:
La posteridad me erigirá un monumento.[21]
De momento, lo primero que encuentra nuestro filósofo, al regresar en junio de 1819 a Dresde, es la suspensión de pagos decretada por el banquero Muhl de Danzig, que les hacía perder a él, a su madre, y a su hermana parte de la herencia paterna (si bien luego logró recuperar en su mayor parte lo perdido, gracias a una hábil maniobra especulativa). Schopenhauer afirmaría más tarde que se había interesado por el ejercicio de la profesión universitaria únicamente obligado por la necesidad de compensar con los ingresos docentes la mengua que había experimentado su fortuna: incluso en su escrito Sobre la filosofía universitaria declara taxativamente que a lo largo de su vida se había limitado a buscar «la verdad y no una plaza de profesor»;[22]pero ya hemos visto que, al menos desde 1814, existía en la mente de Schopenhauer la idea de que impartir clases constituía para él un «deber» ineludible (cfr. supra). Además, había otro motivo, esta vez puramente intelectual: se trataba de «estimular el espíritu filosófico de la época y, a la vez, señalarle sus límites»: la hipertrofia del análisis conceptual desarrollado por Fichte, Schelling, y sobre todo Hegel, exigía una suerte de Hércules intelectual que se encargase de «limpiar los establos de Augías filosóficos de la época».[23]Se plantea, pues, impartir clases en Berlín, Göttingen o Heidelberg; pero desecha estas dos últimas ciudades, porque el profesor Blumenbach le advierte que en la primera existe un clima de exaltación patriótica, y en la segunda no hay un talante abierto a las innovaciones filosóficas. En cambio, el profesor Lichtenstein le informa de que, aunque su obra no se ha leído aún, unas lecciones o conferencias sí podrían tener buena acogida.[24]Schopenhauer debió sopesar también el clima de cultura espiritual presente en la capital prusiana, así como el hecho de que Hegel se encontraba activo allí desde la primavera de 1818. ¡Una ocasión magnífica –debió pensar el altivo Arthur– para desenmascarar esa vacua cháchara, a la que algunos pedantes querían llamar filosofía, y que, a su juicio, no era más que un análisis abstracto carente de contenido! Si se enfrentaba con Hegel y le derrotaba, habría triunfado, tendría al público filosófico en su mano, alcanzaría fama universal, y, desde la tribuna que le ofrecía la Universidad berlinesa, abriría paso a la verdad entre la inmundicia filosófica que iba cubriendo la época.
El 31 de diciembre de 1819, Schopenhauer remite una extensa carta en latín al Decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad K. Friedrich-Wilhelm de Berlín, el célebre filólogo Philipp August Beck –a cuyas clases sobre la vida y los escritos de Platón había acudido Schopenhauer en el semestre de verano de 1812–, pidiéndole autorización y permiso «para impartir clases de filosofía y ramas afines en su Universidad». Acostumbrados a las duras invectivas que años más tarde dirigiría Schopenhauer contra el mundo universitario, sorprende el tono lacayuno y servil empleado por el entonces aspirante a profesor en su solicitud: ruega al «Todopoderoso» (sic) por la salud del «Excmo. Sr.» decano, y se declara su «devotísimo servidor», rogándole acceda a satisfacer su ferviente «anhelo de enseñar».[25]
Aceptada su solicitud –no sin que Beck advirtiese a sus colegas de que el joven aspirante a profesor era sumamente arrogante y vanidoso–, Schopenhauer se entrevistó el 17 de marzo de 1820 nada menos que con el mismísimo Hegel, a fin de solicitarle permiso para impartir una Probevorlesung, eligiendo como tema la causalidad. Hegel accedió, y al día siguiente Schopenhauer remitió una carta al decano, comunicándole la aprobación hegeliana. Durante su exposición, Schopenhauer introducía la idea de que la motivación rige la vida animal, lo que suponía la atribución de cierto grado de conocimiento e intelecto a los animales. Hegel, que rechazaba esta atribución,[26]objetó a Schopenhauer que cometía el error de confundir «funciones animales» con «motivos»; afortunadamente, Lichtenstein intervino a favor de Schopenhauer y terció en el debate indicando que Schopenhauer había diferenciado suficientemente ambos conceptos.[27]Para Schopenhauer, su victoria en la disputa había demostrado que conocía mucho mejor que el supuesto gran filósofo las ciencias de la naturaleza. Seguidamente, adulado en su vanidad por lo que él debió entender como un triunfo en toda regla en su «duelo intelectual» con Hegel (para quien seguramente la Probevorlesung no fue más que un simple trámite sin mayor importancia), Schopenhauer se propuso rematarle anunciando para el semestre de verano unas Lecciones sobre el conjunto de la filosofía, o Doctrina de la esencia del mundo y del espíritu humano, indicando expresamente en el anuncio que tales Lecciones se impartirían en «las mismas horas en las que el señor profesor Hegel da su curso principal»,[28]es decir, de cuatro a cinco de la tarde. Pero Schopenhauer comprobó enseguida que una cosa era enfrentarse directamente con su adversario y otra lidiar con su fama: aunque se presentó desde el inicio del curso como un «justiciero», que venía a reivindicar el auténtico mensaje del pensamiento kantiano, corrompido por paradojas y un lenguaje ininteligible, Schopenhauer constató desolado que sólo cinco estudiantes acudían a sus clases, mientras más de doscientos se agolpaban en el aula de Hegel.[29]
Cabría haber esperado de Schopenhauer una reacción diferente de la que tuvo: lo lógico hubiera sido considerar su fracaso como una muestra más del escaso interés que el genio y la verdad suscitan siempre entre el vulgo de una época (como hizo posteriormente), renunciando sin más a sus pretensiones docentes; pero lo que sucedió fue más bien lo contrario: se empeñó una y otra vez durante casi una década, bien en mantener la oferta de su curso, bien en esperar la oportunidad de entrar en alguna universidad. Todo indica que, aunque de acuerdo con sus propios principios, debía haber aceptado su fracaso como algo natural y previsible, lo cierto es que para un sujeto tan orgulloso como él, el rechazo del público debió constituir una afrenta terrible. Unos versos escritos en aquel año fatídico, que supuso un verdadero punto de inflexión en la vida de Schopenhauer, muestran bien a las claras su despecho y desesperación:
Todos los que me rodean me son extraños;
El mundo está vacío y la vida es larga.[30]
En el semestre de invierno repitió la oferta del curso, con dos pequeñas modificaciones: en lugar de seis veces por semana, lo redujo a cinco sesiones, cambiando el horario de cinco a seis de la tarde. En el semestre de verano de 1821, modificó ligeramente el título, prometiendo disertar sobre Las líneas maestras del conjunto de la filosofía, es decir, del conocimiento de la esencia del mundo y del espíritu humano. Como seguía sin atraer alumnos, anuncia para el semestre de invierno de 18211822 un curso de sólo dos horas por semana, gratuito, sobre Dianología y lógica, es decir, la teoría de la intuición y el pensamiento, quizá con la esperanza de combatir la dialéctica hegeliana en su propio terreno; pero tampoco así obtiene eco alguno. Vacilando en sus aspiraciones, en enero de 1822 le comunica a su hermana Adele que desea trasladarse de nuevo a Dresde, para ocuparse otra vez en sus estudios y pensamientos, «hasta que se me llame a una cátedra»;[31] pero no se atreve a tomar una decisión definitiva, y sigue anunciando sus Lecciones con el programa habitual. Profundamente deprimido, busca refugio, como siempre, en el arte, y emprende el 27 de mayo de 1822 un nuevo viaje por Italia; entretanto, le encarga a su amigo Friedrich Osann que le comunique cualquier reseña sobre él o su obra que aparezca «en libros, periódicos, gacetas literarias, etcétera».[32]Esta vez pasa por Milán (17 de agosto) y recala de nuevo en Florencia, desde el 11 de septiembre de 1822 hasta mayo de 1823: allí, recuperada la tranquilidad del ánimo, plenamente relajado y satisfecho, se dedica a recorrer la maravillosa ciudad del Arno, dotada de «un pavimento que es una suerte de mosaico»; se pasea diariamente «por la maravillosa plaza poblada de estatuas»;[33]relee a Homero; trata exclusivamente con lores ingleses; suspira en Boboli junto a un fraile dominico por la decadencia de los claustros, y «sirve a las musas» acudiendo al teatro, la ópera y los museos. Al llegar a Múnich, le confiesa a su amigo Osann (carta de 21 de mayo de 1824) que su segunda estancia italiana «fue un tiempo feliz que siempre recordará con alegría», no sólo por el goce de los placeres artísticos, sino también porque allí aumentó notablemente «su experiencia y conocimiento de los seres humanos».[34]
Tras atravesar un período de melancolía y enfermedad, que le lleva a una cura en Bad Gastein (mayo de 1824), a pasar el verano en Mannheim, y a regresar de nuevo a Dresde en septiembre, Schopenhauer tiene aún ánimos para anunciar una vez más su curso en Berlín para el semestre de invierno; fracasa de nuevo en lo que se refiere al auditorio, y es maltratado esta vez incluso por los bedeles.[35] Harto, pero no totalmente vencido, Schopenhauer solicita de un alto funcionario del Ministerio de Educación bávaro, F. W. Thiersch, al que conoció en Múnich, que interceda por él para que le consiga una plaza universitaria en alguna ciudad del sur de Alemania, por ejemplo Würzburg; el buen hombre trató de ayudarle, pero, al solicitar el citado Ministerio informes a Berlín, se le comunicó que Schopenhauer era un filósofo insignificante, que «no [tenía] ninguna fama, ni como escritor ni como enseñante»; además, para mayor inri, su aspecto exterior era «poco atrayente», y se trataba de un sujeto «presuntuoso, del que siempre se habla más en contra que a [...] favor».[36] Schopenhauer pensó entonces en Heidelberg, y se puso en contacto con el anticuario y mitólogo G. F. Creuzer, solicitándole «ocupar un puesto en la sociedad burguesa» (¡),[37] pero Creuzer le disuade diciéndole que en su universidad el pensamiento filosófico apenas interesa.
La espiral de decepciones parecía no tener fin; pero afortunadamente un acontecimiento imprevisto cancelará de una vez la pesadilla: en la noche de Año Nuevo de 1831, se le aparece en sueños su amigo de la infancia Gottfried Jänisch, muerto hacía tiempo: tomándolo como un aviso, el escarmentado aspirante a profesor universitario huye hacia Frankfurt, escapando así de la terrible epidemia de cólera que en los meses siguientes azotaría Berlín, llevándose por delante, entre otras, la vida de su odiado rival Hegel:[38]sin duda, debió pensar que, con su oportuna escapada, la filosofía misma se había salvado.
3. «HAY QUE SER EL QUE SE ES...»
Lleva una ventaja lo sabio que es eterno, y si éste no es su siglo,
muchos otros lo serán. La norma de la verdadera satisfacción
es la aprobación de los varones de reputación y que tienen voto en aquel
orden de cosas. No se vive de un voto solo, ni de un uso, ni de un siglo.
GRACIÁN, Oráculo manual, 43, 101
¿Por qué fracasó Schopenhauer en sus aspiraciones a ejercer como docente universitario? Seguramente, porque su pensamiento resultaba «inactual», «intempestivo»,[39] y por consiguiente poco atractivo para los intelectuales del momento, inmersos todos ellos en el piélago del idealismo, en sus diferentes versiones: para ellos, la propuesta schopenhaueriana debía sonar a algo trasnochado, a una especie de pensamiento ecléctico, que suponía una vuelta a un período cancelado por la evolución dialéctica de la filosofía. Había –¿por qué no decirlo?– algo de «reaccionario» en las tesis de Schopenhauer, que no podía ser bien recibido en un momento en el que todo apuntaba a un avance imparable hacia la creciente autoconciencia del espíritu. Como ha señalado acertadamente Rüdiger Safranski, Schopenhauer propugnaba una vuelta a Kant, cuya filosofía parecía hacia 1820 por completo superada; además, sometía la religión a una durísima crítica, sustituyéndola por el ateísmo, o por una simple renuncia budista al mundo, inspirada en el Nirvâna hindú, algo que hoy en día puede parecernos muy moderno, pero que en ese momento escapaba a la mentalidad de la mayor parte de los intelectuales, como Schelling o Hegel, que se movían sin paliativos en la órbita judeocristiana, considerando el pensamiento oriental como una expresión abstracta, no mediada del espíritu.[40]
Hay que tener presente, asimismo, que, apenas llegado a Berlín, Hegel había dictado en el semestre de invierno de 1818-1819 un curso sobre Derecho Natural y Ciencia Política, y había publicado entre 18201821 los Principios de la filosofía del derecho, en cuyo prefacio aparecía la famosa expresión «lo que es racional es real y lo que es real es racional», añadiendo a continuación que «en esta convicción se sustenta toda [...] la filosofía, que parte de ella en la consideración tanto del universo espiritual como natural»;[41] esta posición significaba la justificación filosófica del Estado, como una sólida construcción levantada por el trabajo de la razón durante siglos, cuya existencia efectiva venía exigida nada menos que por las leyes de la lógica (dialéctica). Hegel mantenía, además, que la realidad, es decir, la historia, es siempre el prius ontológico y que «sólo en la madurez de la realidad aparece lo ideal frente a lo real»:[42]en su concepción del mundo, por tanto, la historia representaba el ámbito privilegiado de acción de la razón, en el que no existe arbitrariedad, ni azar, ni decepciones más que aparentes, pues cualquier supuesto retroceso o sinrazón no ha de considerarse más que como un momento parcial, que será obligatoriamente cancelado y superado en el marco del Absoluto. Al sujeto concreto sólo le queda –como le sucedía al mismo Hegel– plegarse al curso necesario del mundo, y alcanzar la madurez suficiente como para comprender que lo más sensato es colaborar con ese Sujeto Absoluto, adaptándose a las circunstancias impuestas por el Geist del momento. En este sentido, la filosofía hegeliana suponía un magnífico punto de anclaje, tras las conmociones de la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas, pues ofrecía una plácida seguridad, ajustada al naciente espíritu Biedermeier. Frente a todo ello, Schopenhauer cometía la herejía de rechazar rotundamente el panlogismo hegeliano, manteniendo que la esencia del mundo es irracional, absurda y sin sentido,[43]y que la razón no constituye la estructura fundamental de la realidad, sino el instrumento que utiliza la voluntad para realizar sus fines (irracionales); para colmo, presentaba una filosofía en la que la historia no es el ámbito donde se despliegan la verdad y la libertad, sino el tablero en que juega su eterna partida una voluntad demoníaca, que utiliza las pasiones y los caracteres humanos, eternamente repetidos, con el absurdo propósito de lacerarse ciegamente a sí misma.
A todo ello hay que añadir otro importante punto de discrepancia: mientras Fichte, Schelling o Hegel establecían un pensamiento levitante, en el que se relataban las abstractas peripecias del Absoluto (aunque muy posiblemente sus reflexiones recogían también experiencias personales, sometidas posteriormente a un proceso de depuración), la filosofía de Schopenhauer tenía un fuerte componente existencial, pues tanto el impulso a filosofar como su propia concepción pesimista del mundo, atenuados únicamente por los fugaces momentos de goce estético o ascetismo místico, dependían en última instancia de vivencias personales del propio filósofo, las cuales debía «revivir» también su lector de forma personal, si quería entender completamente el sentido de su pensamiento.[44]
La misma inactualidad pesaba sobre la exaltada filosofía schopenhaueriana del arte: la caída de Napoleón en 1815 había coincidido con el fin de la época de la romántica «religión del arte»: el desencanto de la prosaica realidad cotidiana burguesa se había impuesto, y el arte no se entendía ya como el medium en el que se revelaban los enigmas de la realidad, sino más bien como un entretenimiento, un pasatiempo para ociosos. Hasta Schelling, ferviente defensor en su juventud de la misión filosófica del arte, parecía haber sufrido una conversión intelectual, y se dedicaba a especular sobre la esencia de Dios en sus crípticas Weltalter;[45]y Hegel, por su parte, consideraba la religión y la filosofía superiores al arte, haciendole a éste último completamente dependiente del contenido de la primera. Schopenhauer, en cambio, seguía tomándose muy en serio el ámbito artístico, considerándolo casi lo más importante de la vida: en sus escritos reaparecía una versión renovada de la religión del arte, aunque transformada ahora en una soberbia metafísica de lo bello,
montada sobre bases completamente ateas, a partir de las cuales se consideraba el arte nada menos que como el organon que debe emplear el intelecto humano, si quiere conocer en profundidad la esencia del universo.[46]
Hay que tener en cuenta, por otra parte, que la filosofía de Hegel, aunque abstrusa y enmarañada, resultaba lo suficientemente asequible al oyente medio burgués de la época como para hacerle comprender que el mundo que le rodeaba era algo necesario, racional y bueno, un momento en la evolución del espíritu, en la que él mismo debía participar afanosamente, sin tomar en consideración las posibles penalidades personales que dicha colaboración pudiese acarrear, porque todas ellas contribuían a la elevación y autoconsciencia del espíritu, y en definitiva, de Dios. Era, en suma, un modo de satisfacer la vanidad del hombre común, de la muchedumbre, de esa misma multitud a la que Schopenhauer no se cansaba de insultar y vilipendiar a lo largo de sus escritos y lecciones, exaltando, en cambio, la figura del genio como el único ser verdaderamente «humano», siempre superior al «confuso juicio del desvanecido vulgo», [47]característico de sus contemporáneos. ¿Qué reacción hubiera cabido esperar del público, caso de que se hubiesen dignado siquiera acudir a sus clases? Hegel era el intelectual de moda, aquel que le decía a la gente lo que estaba dispuesta a oír, de manera que cualquier otro punto de referencia filosófico les debía resultar forzosamente ajeno a los filisteos de la época.
Afortunadamente, Schopenhauer contaba con un auxiliar inestimable para superar la decepción sufrida: su propia filosofía. El fracaso estaba cantado, si se tiene en cuenta que esa misma incomprensión y ausencia de respuesta entre los contemporáneos la habían experimentado casi todos los genios anteriores. Claro que eso presuponía que él mismo era también un genio; pero parece que Schopenhauer no albergó nunca duda alguna al respecto. Y, al igual que les había sucedido a otros grandes campeones del espíritu, supo que su obra no influiría en su propia época, sino en el futuro, momento en el que su aportación, por encima de toda contingencia y de las mezquindades de su propio tiempo, pasaría definitivamente a formar parte del imperecedero acervo cultural de la Humanidad. Quizás llegó a pensar que precisamente el vacío que rodeaba su actividad filosófica era el principal argumento para invalidar toda la filosofía hegeliana de la historia: ¿cómo iba a ser el curso histórico «racional», si en él predominan siempre los hombres vulgares, los «productos manufacturados de fábrica», los «gusanos bípedos»,[48]y los filosofastros como Hegel, que confunden una logomaquia incomprensible con el auténtico pensamiento? ¿No era su propio caso un ejemplo más de la estúpida injusticia con la que todas las generaciones anteriores habían tratado al genio superior? Schopenhauer debió convencerse de que ésa, y no otra, era la causa por la que no había tenido alumnos ni llegado a ser catedrático: siendo el mundo tal como siempre fue y siempre será, es decir, completamente irracional, lo lógico era esperar que la estúpida masa, siguiendo la moda del momento, fuese a oír los balbucientes filosofemas de los covachuelistas universitarios, lacayos del poder, ignorando por completo el mensaje de los hombres de talento.[49]Su error era, en realidad, no haber sabido ser él mismo y haber querido ser otro: un funcionario, un simple mercenario de la cultura. Como había escrito premonitoriamente en 1816: «[...] la mayor contradicción [consiste] en querer ser de otro modo a como uno es».[50]
Ahora, tras la amarga experiencia universitaria, encontramos repetida en su cuaderno de apuntes secreto Eis eauton la misma idea:
Cuando a veces me he sentido infeliz, fue siempre a causa de una méprise, de un error en la persona, pues me había tomado por alguien distinto al que soy y que se lamenta de sus desgracias: por ejemplo, por un encargado de cursos que no tiene alumnos y no llega a ser catedrático; [...] pero yo no he sido [...] eso [...] ¿Quién soy yo, pues? Soy el que escribió El mundo como voluntad y representación y el que dio una solución al gran problema de la existencia.[51]
No haber sido escuchado por la canalla no suponía, pues, un desdoro, ni una humillación, sino, por el contrario, un retorno a su propio ser, además de un orgullo y una alta distinción: haber sido bien recibido habría sido incluso sospechoso, y habría puesto en cuestión la validez misma de su mensaje.
Aficionado a lo esotérico y a la nigromancia, Schopenhauer interpretó además su fracaso vinculándolo a la tradición esotérica: los antiguos egipcios o griegos sabían que sólo unos pocos iniciados comprenden el verdadero significado de los misterios (significado que Schopenhauer, siguiendo a Plutarco, interpreta filosóficamente);[52]y consideraban a la gran masa –incluidos muchos «intelectuales»– absolutamente incapaz de entender la compleja simbología involucrada en el culto, al interpretarla de forma literal y burda:
Los misterios de los antiguos fueron un hallazgo excelente, puesto que reposan en la idea de escoger algunos, entre la enorme masa de los hombres, a los que la verdad resulta completamente inaccesible, para comunicarles la verdad dentro de ciertos límites. De éstos, a su vez, serán escogidos unos cuantos a los que se les revelará mucho más, porque serán capaces de comprender más, y así sucesivamente.[53]
Dado que la historia se repite y es siempre la misma, no cabe duda de que Schopenhauer pasó a considerarse él mismo un iniciado, que con su filosofía había conseguido penetrar en los misterios del ser, mientras que tanto el público como los eruditos de su época permanecían completamente ajenos a las profundidades abismales a las que él se había aventurado.
Por lo demás, ¿no había afirmado él mismo entre 1814 y 1816, mucho antes de imaginar que iba a naufragar en la aventura universitaria, que «al hombre, a fin de que alcance un sentimiento elevado y oriente sus pensamientos hacia lo eterno desde la temporalidad (en una palabra, para que nazca dentro del mismo la mejor consciencia), el dolor, el sufrimiento y los fracasos le son tan imprescindibles como al barco ese pesado lastre sin el cual no cobra profundidad alguna, convirtiéndose así en un juguete de las olas y del viento, incapaz de fijar su rumbo y que naufraga con suma facilidad»? ¿No había alcanzado a comprender, con absoluta certeza, que «el mejor avituallamiento para el viaje de la vida es esa generosa cuota de resignación que uno debe abstraer [...] de las esperanzas malogradas», y que «un deseo satisfecho es comparable a la limosna que acepta el pordiosero, [que] le sirve de sustento hoy para volver a estar hambriento al día siguiente, [mientras que] la resignación se parece a una cuantiosa herencia patrimonial, [por cuanto] absuelve para siempre a su propietario de toda cuita o preocupación»? Ahora, la experiencia venía a confirmar su lúcida reflexión de que «el mejor consuelo ante todo mal es el convencimiento de su absoluta necesidad», [54]dándole fuerzas para soportar el revés sufrido y sacar a flote su existencia.
[20] Cfr. Platón: La República, o de la justicia, libro VII, 511d-517b, en Obras Completas, Madrid, Aguilar, 19792, pp. 778-780: H. Blumenberg ha visto acertadamente que, en buena medida, la filosofía schopenhaueriana se basa en una reinterpretación kantiana del mito de la caverna: cfr. H. Blumenberg: Höhlenausgänge, Frankfurt, 1989, pp. 600-609 (trad. cast. de J. L. Arantegui: Salidas de Caverna, Madrid, Antonio Machado, 2004, pp. 493-503).
[21] «Aus langgehegten, tiefgefühlten Schmerzen / Wand sich’s empor aus meinem innern Herzen. / Es festzuhalten hab’ich lang’gerungen: / Doch weisz ich, dasz zuletzt es mir gelungen. / Mögt euch drum immer wie ihr wollt gebärden: / Des Werkes Leben könnt ihr nicht gefährden. / Aufhalten könnt ihr’s nimmermehr vernichten: / Ein Denkmal wird die Nachwelt mir errichten» (A. Schopenhauer: Opúsculos (trad. Fulgencio Egea Abelenda), Madrid, Reus, 1921, p. 144).
[22] A. Schopenhauer: Sobre la filosofía universitaria (trad. F. J. Hernández i Dobón), Valencia, Natán, 1989, p. 50, n. 5.
[23] R. Safranski: op. cit., p. 343.
[24] Ibíd., pp. 344-346.
[25] A. Schopenhauer: Epistolario de Weimar, op. cit., pp. 243-244 y 264.
[26] Cfr. G. W. F. Hegel: Enciclopedia de las ciencias filosóficas (ed. F. Larroyo), México, Porrúa, 1980, § 389.
[27] L. Scheman: Gespräche und Briefwechsel mit Arthur Schopenhauer. Aus dem Nachlasse von C. G. Bähr, Leipzig, 1894, p. 51 (apud A. Schopenhauer: Sobre la filosofía universitaria, op. cit., pp. 115-116, n. 9).
[28] R. Safranski: op. cit., p. 346.
[29] R. Rodríguez Aramayo: Para leer a Schopenhauer, Madrid, Alianza, 2001, p. 78.
[30] «Sie sind mir alle fremd, die mich umgeben, / Die Welt is öde und das Leben lang» (A. Schopenhauer: Opúsculos, op. cit., p. 145).
[31] A. Schopenhauer: Gesammelte Briefe (hrsg. von Arthur Hübscher), Bonn, Bouvier Verlag, 1987, c. 79.
[32] Ibíd., c. 83.
[33] Ibíd., c. 87.
[34] Ibíd., c. 92.
[35] Ibíd., c. 102.
[36] Ibíd., B, c. 516.
[37] Ibíd., B. c. 106.
[38] Cfr. R. Rodríguez Aramayo: op. cit., p. 78.
[39] Sobre la «inactualidad» de Schopenhauer, cfr.: C. Rosset: Schopenhauer, philosophe de l’absurde, op. cit., p. 16.
[40] Cfr. G. W. F. Hegel: Lecciones sobre filosofía de la religión, 1 (trad. de Ricardo Ferrara), Madrid, Alianza, 1984, p. 333.
[41] G. W. F. Hegel: Principios de la filosofía del derecho o Derecho Natural y Ciencia Política (trad. Juan L. Vernal), Buenos Aires, Sudamericana, 1975, p. 23.
[42] Ibíd., p. 26.
[43] Cfr. C. Rosset: Schopenhauer, philosophe de l’absurde, op. cit., passim. Es sabido que a Schopenhauer le ofendía profundamente la doctrina judía (que a su entender había condicionado toda la filosofía europea, incluido Hegel) de que el mundo debe su existencia a un Ser Supremo, de índole personal, que le ha conferido belleza y bondad, dotándolo de un fin predeterminado (cfr.: Ch. Janaway: «Schopenhauer’s Pessimism», en Ch. Janaway (ed.): The Cambridge Companion to Schopenhauer, Cambridge University Press, 1999, p. 321).
[44] «El valor que atribuyo a mi trabajo es muy grande, pues lo considero el fruto de mi existencia» (cfr. A. Schopenhauer: Epistolario de Weimar, op. cit.,
p. 224, y R. Safranski: op. cit., pp. 361 y 357-359). Teniendo en cuenta todo lo anterior, resulta difícil entender cómo el profesor Dr. D. Félix Duque puede mantener aún que «Schopenhauer y Hegel están íntimamente unidos en la lucha común contra el filisteísmo de su tiempo»; Duque llega incluso a afirmar que «en ambos pensadores [...] es la contradicción el motor del método, y su resolución la que permite la elevación a lo especulativo. La gran diferencia entre ellos no está en el fáctico modus operandi, sino en la falta, por parte de Schopenhauer, de una reflexión lúcida sobre el propio método que él se ve forzado (¡) a seguir, mientras que Hegel ha levantado para mostrar esa reflexión el ingente edificio de su Lógica» (F. Duque: «Eppur si mouve, a despecho del lúcido, necesario renegar. Schopenhauer y Hegel», en Arthur Schopenhauer, Documentos Anthropos, 6 (1993), pp. 48 y 50-51). Es muy posible que Duque haya entendido a Hegel, pero desde luego creemos que en absoluto a Schopenhauer: de ser así, afirmaciones como las transcritas resultarían impensables.
[45] Cfr. F. W. J. Schelling: Las edades del mundo. Textos de 1811 a 1815 (ed. de J. Navarro Pérez), Madrid, Akal, 2002.
[46] Cfr. R. Safranski: op. cit., p. 360. Indudablemente, en esta misión «filosófica» del arte se encuentra un eco de la concepción schellinguiana de la filosofía del arte como «el verdadero organon de la filosofía»: cfr. F. W. J. Schelling: Sistema del idealismo trascendental (ed. de J. Rivera de Rosales y V. López Domínguez), Barcelona, Anthropos, 1988, 349-351, p. 160.
[47] M. de Cervantes: Don Quijote de la Mancha, primera parte, cap. XLVIII, en Obras Completas, tomo II, Madrid, Aguilar, 1986, p. 551.
[48] A. Schopenhauer: Der handschriftliche Nachlaß, op. cit., II, 73.
[49] Ibíd., III, 380; I, 13.
[50] A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud, 1808-1818, op. cit., § 172, p. 121 [HN I, 393-394 (579)].
[51] A. Schopenhauer: Der handschriftliche Nachlaß, op. cit., IV, 2, 109.
[52] Plutarco: Los misterios de Isis y Osiris (trad. de E. Meunier), Barcelona, Glosa, 1976, passim.
[53] A. Schopenhauer: Der handschriftliche Nachlaß, op. cit., III, 211.
[54] A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud, 1808-1818, op. cit., HN I, 87 (146), § 31, p. 37; HN I, 95 (169), § 39, p. 41; HN I, 173 (284), § 80, p. 61, y HN I, 399 (592), § 179, p. 124.