Читать книгу Tiempos sombríos - Arturo Aguirre Moreno, Luis Alonso Gerena Carrillo - Страница 6
Fosas clandestinas y espacio crítico en el México actual: filosofía forense ante prácticas eliminacionistas
ОглавлениеArturo Aguirre Moreno
1. Esta colaboración explora la violencia extrema en el México reciente a partir del abordaje teórico de un evento espacial violento: la fosa clandestina. Su contexto es de poco más de doce años de esta intrahistoria de la violencia gestada y en despliegue dentro de variaciones conflictivas en lo social, cultural, político y económico que ha crecido en intensidades impensadas (en antagonismos y hostilidades; también en cantidades de homicidios, así como en las formas diversas de aplicación en la brutalidad ejecutada; en el cambio y la emergencia de los motivos para matar –ONC, 2016: 19–, en la cantidad de agentes de violencia extrema, lo mismo que en la heterogeneidad de las víctimas directas e indirectas, en las armas y prácticas de aniquilamiento, tanto de la violencia homicida como del ensañamiento con el cadáver) (Guerrero, 2018: 31-29).
De cara a ello, en este trabajo se propone la construcción teórica y vital de un espacio crítico1 sobre experiencias de sufrimiento social, y se realiza un análisis mínimo de teoría comparada de la fosa –en cuanto estructura espacial de enterramiento–, en la que se presentan conceptos como el cuidado, la memoria y la protección de los muertos, frente a las fosas clandestinas que evidencian el empeño en la producción del anonimato, el olvido y el abandono de las víctimas.
La violencia, desde esta situación, es enfocada filosóficamente al conjunto de actores y pacientes, al uso de fuerza excesiva (violencia aplicada contra individuos, grupos, colectivos, localidades, sectores poblacionales), pero enfatiza la base de un espacio reconstruido cualitativamente sobre la desarticulación de los vínculos entre los vivos y de estos con los muertos: la desrealización de comunidad en su corpotemporalidad interrumpida constantemente en la victimogénesis letal de la violencia en cuestión. Así, se trata, entonces, de la propuesta de una filosofía que desarrolla la exploración conceptual, a partir del análisis teórico, técnico y práctico de la violencia homicida centrada en una perspectiva amplia de la violencia material extrema que atiende al daño, a la denigración ontológica del cuerpo de la víctima en la brutalidad administrada (Cavarero, 2009: 58), por lo cual persigue llamar la atención sobre la muerte en un proceso extremo de hostilidad social fratricida y recrudecimiento de conflictos sociales (Arteaga, 2013: 33-36).
En este horizonte de conflicto, nuestra reflexión sobre las fosas clandestinas en México se suma a los esfuerzos por la reterritorialización (Soja, 2008: 326-331), entendida como una respuesta crítica para la reestructuración desde colectivos e individuos que hablan y trazan espacios urbanos, rurales, regiones, sectores, culturas, espacios dolientes específicos (Ovalle y Díaz Tovar, 2016). Dicha reterritorialización entiende el espacio como “espacio crítico”, donde la acción espacial reconstruye no solo las relaciones entre cuerpos, sino, además, la propia manera de practicar el espacio, apropiárselo en formas de resistencia y/o adaptación performativa, o bien en la posibilidad de ser despojado, confinado o inhibido en su despliegue espacial bajo situaciones de amenaza o violencia efectiva en “cartografías del miedo” (Gregory y Pred, 2007: 5).
Dicha reterritorialización contrasta con la idea de espacio como una extensión homogénea e indiferenciada, un continente universal de cuerpos físicos, en un continuo, ilimitado, tridimensional y homoloidal (Nicol, 2007: 50-51); un espacio en el que la anchura, altura y profundidad son las cualidades comunes de ese espacio; por ello, más que un espacio euclidiano, o la afirmación trascendental o el espacio constructivista del idealismo, este espacio crítico, que da pie a la reterritorialización, es lugar que no puede ser enteramente ajeno a la existencia de cuerpos espaciales: suelo, tierra como espacio vivido y viviente, receptivo y producido simultáneamente, en el cual la existencia humana se entrelaza con el espacio como lo común y propio, como exploración y experimentación espacial (Llorente, 2015: 46) en el trazado de caminos, en la lectura de las estrellas; pero, también, en la edificación de estructuras y la incisión térrea para el resguardo de los cadáveres; espacio apropiado para vivir y morir, en la cualidad y reinvención de sus referencias, interacciones y relaciones.
Habrá de anotarse que el espacio crítico hunde su raíz conceptual en la idea del espacio construido –es decir, aquello que se compone y se crea en compañía de otros– y debe ser pensado desde el término mismo de con-struere, en cuanto no puede hacerse por un individuo solitario o aislado. Espacio de interacción, multiplicidad y simultaneidad. Aquí, la voz es de Doreen Massey (2005: 9) con sus proposiciones sobre el espacio:
Primera: que reconocemos el espacio como producto de interrelaciones, constituido a través de interacciones, desde la inmensidad de lo global hasta lo íntimamente pequeño […] Segunda: que entendemos por espacio la esfera de la posibilidad de la existencia de la multiplicidad, en el sentido contemporáneo de la pluralidad, como la esfera en la cual distintas trayectorias coexisten; como la esfera, por tanto, de la heterogeneidad coexistente. Sin el espacio no hay multiplicidad, sin la multiplicidad no hay espacio […] Tercera: que reconocemos el espacio como lo que está en permanente construcción. Precisamente porque el espacio bajo esta lectura es un producto de “relaciones-entre”, las cuales están necesariamente envueltas en prácticas materiales realizándose, siempre en proceso de ser realizadas.
Entonces, construido y expuesto a partir de interrelaciones e interacciones, el espacio es la posibilidad de lo polivalente y heterogéneo donde conviven diferentes trayectorias (Lefebvre, 2013: 54). Espacio construido a partir de las interacciones y constructor de posibles prácticas espaciales que se llevan a cabo: siempre dinámico y plural en el proceso de reconstruirse, pues nunca está finalizado ni definitivamente cerrado para la intervención de los otros.
Se sugiere, de esta forma, que la filosofía y las ciencias humanas en general en México pueden hacer suyo el debate, la confrontación y el giro del espacio crítico frente al espacio fisiográfico concebido y blindado en el país con la representación a distancia satelital del territorio. Es decir, la idea de que el espacio es marco y contenedor de vivencias en regiones, urbes y ruralidades, en distancias que mantienen en su sitio territorios de disputa criminal, rutas de trasiego, parajes de exterminio (en rancherías, baldíos, basureros o sierras): territorios de letalidad ajenos a la vida concentrada en las grandes urbes securitizadas y blindadas; espacios donde los “criminales se matan entre ellos” y donde eso “sucede lejos” (en los puntos de un mapa que indica kilómetros de distancia entre la brutalidad y la vida activamente productiva).
En este marco, el giro del espacio crítico tiene como tarea explorar otros criterios que resistan a la astringencia de aquellos parámetros de reduccionismo simbólico georreferenciado que no se limitan a representar, sino a edificar una idea espacial tan hegemónica como aséptica de espacio abstracto con cualidades y significaciones continuas, dadas de una vez por todas, que transige a otras territorialidades posibles de vivencia y acción, como son el miedo, la memoria y el dolor. Así, puesto que la reterritorialización implica considerar actos de violencia que interfieren, lo mismo que alteran y transforman, nuestras maneras de pensar las profundas relaciones que guardamos entre los vivos, de los vivos con los muertos, y de los vivos con el recuerdo de los muertos en su relación con los que aún no han nacido en México (Keane, 2000: 62-72).
2. La violencia letal ha crecido en complejidad durante los últimos doce años bajo el signo de un conflicto de alta intensidad con crisis violenta en el marco de la guerra contra el narcotráfico (Fuentes, 2012: 34-38) y continuado bajo la nominación de la “lucha contra el crimen organizado” por parte de las autoridades del gobierno mexicano (Guerrero, 2015: 21-28); quienes accionaron exponencialmente a las fuerzas materiales del Estado, después de que las fuerzas formales (actores, instituciones y las dinámicas legales, ministeriales y de mediación de conflictos) fueron superadas, en parte por un acelerado adelgazamiento estatal (Villoro, 2001: 19), propio de las últimas tres décadas.
Poco más de doce años de un proceso de violencia sin esplendor, sin caudillos y sin fin; antes bien, caos, orfandad, pánico y muerte, ante los cuales, a falta de categorías para la experiencia de violencia extrema –eliminacionista, exterminadora y de crisis humanitaria–, ha sido el recuento de informes nacionales e internacionales, así como la labor periodística, lo que nos ha permitido avanzar en la constatación de que esto que se vive en México rebasa, por mucho, un problema interno de seguridad acotado al enfrentamiento entre policías y criminales con daños colaterales (gráfico 1).2
Gráfico 1. Ejecuciones de crimen organizado
Fuente: SESNSP.
En tal panorama, no ha de sorprender que sean las estadísticas y la información noticiosa (con índices alarmantes de periodistas asesinados a causa de su labor investigativa) las que hayan tomado el papel protagonista en estos años, para permitirnos advertir lo que la violencia hace (Proceso, 2012; Trejo y Ley, 2015: 30-36), cuando nos fallan los criterios para cuestionar lo que la violencia es (como estructura, dinámica, factores y con elementos emergentes).
Esto tiene varios motivos, pero uno señalado puede ser la profunda carencia histórica, y también filosófica, para pensar las violencias contemporáneas en México desde enfoques de daño interpersonal, sin justificaciones de la gran historia o reducciones estructuralistas y/o esencialistas, desde constructos como la comunidad, el Estado y la enemistad sociopolítica, que se ofrecieron desde la modernidad para hacer de la violencia un ejercicio válido, legítimo y/o recurrente (González Calleja, 2012: 21-57). Estas justificaciones operaron –y en gran medida siguen haciéndolo en su remanencia atrayente– como ejes discursivos de explicación o deslinde de las más variadas violencias: violencias de interacción (físicas, psicológicas o lingüísticas), violencias sociales (estructurales o simbólicas) y violencias organizadas (colectivas). Igualmente, en el marco práctico-social la instrumentalización de la violencia (en cuanto instrumento de sometimiento o de elevación histórica forzada de unos colectivos sobre otros o bien de medio de emancipación), lo mismo que las teorías socioontológicas de la violencia (soporte versátil de los más variados racismos, xenofobias, antisemitismos y etnocentrismos), fueron y deben ser llevadas a fuertes críticas bajo la construcción permanente de criterios y en atención al desenvolvimiento social de la violencia (Staudilgl, 2014: 2-3).
A su vez, hay ausencia de una construcción teórica en marcos de comprensión sobre la forma de administrar los afectos, la vida y la muerte (Butler, 2010: 228-252), pero a esto se suma la falla de las hipótesis sobre el monopolio de la fuerza (Bovero, 1985: 48-56), o la astringencia de la cultura en relación con prácticas violentas contra el cuerpo vivo y muerto (Reguillo, 2012: 36-46), aspectos que se tratan de discutir en este aporte.
El análisis de los hechos violentos y sufrimientos sociales en México padece lo que a nivel mundial en el siglo XX los estudios sobre la violencia sobrellevaron como carga de prejuicios, enfoques, tradiciones y omisiones. Aquí la voz, en torno a las relaciones de teorización entre violencia y política contemporáneas, es de John Keane (2000: 16-17):
… sería una locura ignorar o subestimar el problema de la violencia. Entre las muchas paradojas que ofrece este siglo está la escasa tendencia de la teoría política contemporánea (incluida la democrática) a reflexionar sobre las causas, los efectos y las consecuencias ético-políticas de la violencia, definida, grosso modo, como la agresión gratuita, y en una u otra medida intencionada a la integridad física de una persona que hasta ese momento vivía “en paz” […] Los intentos informales de dotar de significado a las teorías antiguas sobre la materia se han atascado inmediatamente en la confusión semántica, la indiferencia política o la marcada preferencia académica por el análisis de las teorías de la justicia, el comunitarismo o la historia de ciertos lenguajes políticos agonizantes. Pese a la abundancia de estudios sobre las guerras mundiales y civiles y otros conflictos violentos, lo cierto es que la reflexión política va a la zaga de los hechos empíricos. Naturalmente, la enorme violencia que ha soportado este siglo sería capaz de hacer un pesimista al más entusiasta de los filósofos; puesto que “los optimistas escriben mal” (Válery) y los pesimistas escriben poco, se comprende el silencio de los profesionales de la teoría política que han padecido su crueldad. Sin embargo, en otros ámbitos de la profesión resulta sencillamente imperdonable, porque o bien los teóricos de la política son incapaces de reflexionar sobre hechos dolorosos o bien olvidan la experiencia del dolor y, al contrario que la mayoría de los seres humanos, pueden mantenerse por encima de la piedad animal que siente el testigo del sufrimiento físico de otra persona.
En el contexto contemporáneo de México se ha puesto en marcha (como muestra el volumen que está en las manos del lector) un proceso de reflexión que indaga y rastrea, en las ciencias humanas y sociales, otras claves de comprensión y análisis de la violencia. En esta dimensión del dolor, en las espirales de sufrimientos y emergencia de espacialidad doliente, México es sui géneris en las constelaciones de desapariciones forzadas, secuestros, masacres, linchamientos, torturas, feminicidios, trata de personas, desplazamientos forzados, homicidios, todo lo cual da cuenta de violencias que no son motivadas (a diferencia de lo que plantea Keane, y aquí lo sui géneris) por ideologías políticas o religiosas, sino por la disputa de fuentes, redes y rutas de capitalización económico-política; una reordenación de las relaciones sociales a través de crímenes cometidos por funcionarios coludidos en todos los niveles institucionales, otras veces por civiles ilícitamente empoderados (armados, así como territorialmente desplegados) y otras más en complicidad de ambos frentes, funcionarios y civiles, como agentes de violencia extrema en masa (Reveles, 2014).
Así, en esta profesión filosófica que actualmente teoriza la violencia en México, se da cuenta de que este estudio es también el de la escritura testimonial del sufrimiento en su registro y limitada comprensión, ante los cambios, intensidades y espirales de la crisis humanitaria en el país, cuyo conflicto intraestatal deja a un amplio sector civil bajo amenaza y a las víctimas de facto indefensas, sin la capacidad de recurrir a cortes internacionales o apoyo supraestatal.
De ahí que, en gran medida, precisemos pensar la violencia actual desde un saber situado, cuyas consideraciones sobre el espacio y los agentes territoriales de esas prácticas espaciales contribuyan al cambio y la emergencia de nuevos enfoques. Adviértase que los eventos de violencia generan, desde sí, nuevas agendas de trabajo de investigación, tanto individual como en grupos, pues estamos ante un territorio de terrores activados que se incrementan no solo en número, sino que, además, su presencia se amplía en más localidades de México (gráfico 2).3
Gráfico 2. Datos de homicidios dolosos generado por el Instituto Belisario Domínguez, 2017
Fuente: Senado de la República, noviembre de 2018.
3. En este sentido las prácticas eliminacionistas, de exterminio y desarticulación-resistencia espacial de violencia en México albergan similitudes estructurales con procesos de violencia extrema de aniquilación ampliamente estudiados (genocidios desde los Genocide Studies). Sin restar singularidad, especificidad y excepcionalidad a cada evento de violencia, y más allá de sus particularidades, rasgos comunes se visualizan en ciertos eventos, en cuanto a su implementación, diseño, producción y consecuencia. Así lo menciona Daniel Feierstein (2011: 35):
El eje no gira en el “aniquilamiento de poblaciones”, sino en el modo peculiar en el que se lleva a cabo, en los tipos de legitimación a partir de los cuales logra consenso y obediencia y en las consecuencias que produce, no solo en los grupos victimizados –la muerte o la supervivencia–, sino también en los mismos perpetradores y testigos, que ven modificadas sus relaciones sociales, a partir de la emergencia de esta práctica. Y es en esto en lo que difiere de procesos de aniquilamiento de población más antiguos, así como otros procesos de muerte contemporáneos.
Con esta orientación, Feierstein (2011) perfilará el concepto de aniquilación como “práctica social”, con la expectativa teórica de no cosificar y mostrar el dinamismo, los agentes, las víctimas, los símbolos y conceptos que intervienen en procesos que requieren entrenamiento, perfeccionamiento, legitimación y consenso (36); por lo cual difieren de una práctica automática o espontánea. La idea de la práctica social de aniquilación, así, sugiere la idea de un proceso en desenvolvimiento que se inicia antes del aniquilamiento material (53); por mencionar algunas similitudes con nuestro contexto enunciemos los marcos conceptuales sobre cómo se dispone a las víctimas en la “construcción de la otredad” (216); además, están el mencionado contexto del adelgazamiento del Estado, en las instancias, los agentes, los organismos y las instituciones encargados, en teoría, de prevenir, contener, inhibir y sancionar procesos de aniquilación;4 las relaciones diluidas de confianza y actuación entre civiles con sus adelgazadas instituciones políticas y gubernamentales, la suspensión de la cotidianidad en el habitar por la amenaza permanente a la aniquilación: “del lado de las víctimas, la imposibilidad de la cotidianidad y la agresión permanente e inesperada generarán muchas veces el deseo del propio encierro, la búsqueda del aislamiento” (226), el asesinato y la “desaparición material de los cuerpos” (235), que son cuerpos espaciales de interacción, dinamismo y reacción, tanto social como política, pero, antes que todo, en su dimensión ontológica de “estar-en-relación”.
La aniquilación funciona, así, como la extinción física, psíquica, sensorial, social, jurídica e histórica de ese cuerpo autoapropiado en su despliegue existencial con su propia forma de reconocimiento enunciado (un nombre) pero también con sus autodeterminaciones y performatividades en las prácticas espaciales diversas y polivalentes dentro de sus contextos de acción; en suma, “la desaparición de seres humanos, la producción no solo de su muerte, sino de su definitiva «desaparición» material (la de sus huesos, su piel, sus dientes, cualquier rasgo de su existencia)” (236). Esta es la violencia material a cuerpos espaciales de dinámica e imprevisible interacción: el cuerpo humano expuesto, abierto a la relación.
4. Deben enfatizarse los esfuerzos desde la filosofía contemporánea por repensar el cuerpo en esta apertura y exposición, en su vulnerabilidad y su resistencia. Bajo esta clave nos apoyamos en el ya citado Henri Lefebvre (2013: 240-255), quien considera que el cuerpo debe ser pensado como un escape del “pensamiento analítico que desglosa lo cíclico y lo lineal”; puesto que la disociación del cuerpo como totalidad (subjetiva y objetiva) tiene, así, la nominación diferenciada y fragmentada de las partes del cuerpo, de las etapas de su desarrollo; dando una desarticulación de la integridad del cuerpo, y de este con otros cuerpos, así como de las actividades en el mundo. Jean-Luc Nancy es otro autor pertinente en tal horizonte problemático desde la filosofía. Para Nancy (2003: 16):
Los cuerpos no son de lo “pleno”, del espacio lleno (el espacio está por doquier lleno): son el espacio abierto, es decir, el espacio en un sentido propiamente espacioso más que espacial, o lo que se puede llamar todavía el lugar. Los cuerpos son lugares de existencia, y no hay existencia sin lugar, sin ahí, sin un “aquí”, para el éste. El cuerpo-lugar no es ni lleno ni vacío, no tiene ni fuera ni dentro, como tampoco tiene partes, totalidad, funciones o finalidad […] Es, eso sí, una piel diversamente plegada, replegada, desplegada, multiplicada […]. Bajo estos modos y bajo mil otros (aquí no hay “formas a priori de la intuición”, ni “tabla de las categorías”: lo trascendental está en la indefinida modificación y modulación espaciosa de la piel), el cuerpo da lugar a la existencia.
Las consideraciones (críticas y deconstrucciones) sobre el cuerpo, en sus interacciones y despliegues espaciales, al interior de la reflexiones sobre las prácticas de aniquilación en México, vienen a colación porque los márgenes y grados de violencia registrados en el territorio mexicano han requerido un sistema, tanto de eliminación como de ocultamiento de cuerpos (sea con la finalidad de entorpecer posibles investigaciones –aunque ya están superadas las capacidades estatales en investigación o hay una omisión absoluta a investigar–, o para distorsionar y confundir sobre la magnitud del daño, o bien para generar dinámicas de terror en lo singular y pánico en lo colectivo hacia las poblaciones por parte de la delincuencia organizada).
Así, las fosas clandestinas son umbral en la puerta de un acceso intensamente particular: cómo se configuran las relaciones socioespaciales ante las fosas clandestinas y qué disposición a habitar se produce en aquel cuerpo espacial ante la amenaza latente de ser aniquilado. Hablamos de las fosas localizadas y de las otras que permanecen ocultas, incontables e impensables (quizá imaginables y posibles ante un paisaje vulnerado como producción forense, véase el artículo “Paisajes forenses” de Anne Huffschmid en este volumen) que hacen patente la intensificación del conflicto, así como la transformación de la violencia ejecutada, que se gestó en estos años desde la excepcionalidad de su accionar a la sistematización del poder y control del espacio público a través de la muerte en territorios de letalidad (imagen 1) (Schmidt, Cervera y Botello, 2017: 81-95).
Imagen 1. Los cincuenta municipios más letales del país
Fuente: elaborado por Mónica Ayala, México Evalúa, 2017.
5. Los registros de fosas clandestinas en México, como estructura paralegal o ilegal de enterramiento, promovidos por conflictos de control territorial entre la delincuencia organizada (esa complicación y complicidad constituida de bandas delincuenciales fuertemente armadas, cooperación civil, poderes estatales y organizaciones empresariales), han sido una constante fractal en lo que va del siglo XXI.
Pero ¿cómo interactúan y construyen espacio los cuerpos que en su materialidad son aniquilados? ¿El territorio así georreferenciado soporta o respalda la definición tradicional de Estado: la relación entre población, territorio y poder? Aquí Keane (2000: 17), otra vez: “el silencio melancólico sobre la violencia se sostiene sobre una mezcla confusa y desconcertante de prejuicios tácitos y suposiciones significativas. Algunos creen todavía que el problema de la violencia no existe porque se supone que la monopoliza el Estado definido territorialmente”. La presentación didáctica de un mapa de localización de fosas clandestinas en el período 2006-2016 (Guillén, Torres y Turatti, 2018; Universidad Iberoamericana, 2016) visibiliza las magnitudes del daño y la alteración de relaciones que la violencia produce en los individuos, las comunidades y el grueso social en su conjunto. De hecho, en la presentación y los informes de las fosas clandestinas llama la atención no solo la cuantificación, sino la expansión geográfica (imagen 2).
Imagen 2. “A dónde van los desaparecidos” (2016)
Fuente: Guillén, Torres y Turatti (2018).
Atendamos que el espacio construido, formado por estructuras de referencia e interacción, sustenta formas espaciales de correlación construidas para habitar el mundo: casa, territorio, frontera, ciudad, puente, etc. Esta construcción (edificación material y cohabitación existencial), esta forma de tener y ocupar un lugar restituyen y reivindican el espacio: espacio que se construye no solo con la magnitud sino también con lo sensorial, la voz, el quejido, el olor, lo auditivo, así como las proximidades y lejanías de los otros (Lefebvre, 2013: 240-249).
Abierto a la intervención participada por las relaciones y referencialidades que implica (Heidegger, 2003: 199 ss.), entonces, el espacio de cara a las violencias se ve alterado cuando son alteradas frontalmente las formas de habitarlo corporalmente, los cuerpos como lugar y espaciosos en el despliegue, repliegue, pliegue y multiplicación de su práctica vital; pues ningún lugar, ni siquiera el lugar propio, es una construcción simple, sino que es un complejo de vínculos, redes, interacciones, intercambios de prácticas espaciales.
Por sus cantidades y expansión territorial, en las fosas clandestinas se hacen patentes actos de fuerza-daño producidos por acciones colectivas y organizadas en su ejecución, las mismas que modifican el espacio, alterando morfológicamente la cualidad espacial de la vivencia, y por ende de las interacciones. Adviértase el hecho de que las fosas clandestinas no son producción de un individuo aislado, sino –como se ha supuesto anteriormente– parte y secuencia de una práctica eliminacionista.
6. Recordemos que la localización de la mayoría de este tipo de enterramientos ilegales ha sido por información anónima recibida por los familiares e iniciativas ciudadanas con las cuales han dado mayoritariamente con el paradero de las fosas mencionadas anteriormente, evidenciando ya la colusión, ya la limitación, ya la incapacidad de las autoridades en todos los niveles de gobiernos.
Como fuese, en el marco de conflictos violentos, la pregunta que se presenta es si esta sistematización y los altos márgenes de daño, patentes en las fosas clandestinas, son un preocupante problema de seguridad o son el rasgo de un conflicto de dimensiones más grandes, que no se reduce al crimen, pero que tampoco se aclara como un proceso de guerra civil. Sin ideologías de por medio ni con aspiraciones de revuelta política u hostilidades confrontadas por credo religioso, la violencia dolosa y masiva guarda, entonces, similitudes de aniquilación que opera desde el híbrido generado por la capitalización económica (Astorga, 2012), la generación confusa de la información, los usos políticos de la administración de la muerte y la retracción de las fuerzas formales y materiales del Estado en sus instancias de gobierno; todo ello atizado por quiebres estructurales de los enfoques culturales sobre la valoración de la vida, la benignidad humana (Romilly, 2010: 61-83) y la condolencia ante la muerte de los otros (Franco, 2013: 25).
Nuevamente, aquí como con los estudios sobre la violencia, habrá de valorarse que la consideración sobre el cadáver o el cuerpo muerto en las dimensiones de violencia masiva (intento o actuación cumplida en el asesinato de múltiples individuos) en la época reciente, no solo en México sino a nivel mundial, deja un amplio rango de titubeos e imprecisiones teóricas y prácticas: políticas, jurídicas, éticas, políticas, religiosas y ontológicas. Como mencionan Elisabeth Anstett y Jean-Marc Dreyfus (2017: 3) en su introducción a Human Remains, puesto que aún y con estudios tan especializados sobre genocidios, exterminios, eliminaciones sistemáticas,
… –paradójicamente, incluso, dada la importancia al cuerpo como tema en las ciencias sociales–, el problema del cuerpo, en relación con los restos humanos, en la violencia masiva es un tema sin explorar […] Es más, mientras el cuerpo vivo es considerado desde casi todas las posibles perspectivas por dichas ciencias, se ha prestado apenas virtualmente atención al cuerpo una vez muerto. Solo los arqueólogos y los antropólogos han dirigido su atención y tomado nota del cuerpo muerto desde la significación religiosa y política que lo envuelve en diversos contextos. Los restos humanos constituyen, así, una zona gris, incluso un tabú, en la investigación sobre el cuerpo desarrollada en las ciencias sociales. Estudios en torno al tema son realmente pocos y prácticamente no hay obra desarrollada sobre la presencia del cuerpo en escenas de crímenes en masa […] De tal manera, el destino del cuerpo, y más enfáticamente del cadáver, desde nuestra perspectiva constituye una clave fundamental para entender los procesos genocidas y el impacto de la violencia en masa en las sociedades contemporáneas.
Con los tratos indignos al cuerpo vendido o quemado, desmantelado, enterrado o fragmentado, las fosas clandestinas manifiestan la transformación espacial y temporal en las formas de la violencia, que no solo afecta el espacio material, sino también a su horizonte de relaciones y vínculos más cercanos (Schwartz-Marin y Cruz-Santiago, 2016: 58-74). La violencia desde el enfoque espacial crítico (como acontecer de la fosa y la reflexión misma sobre las formas de la violencia) abre un horizonte de problemas cruciales para la compresión de las interacciones humanas en los tiempos actuales y apunta directamente a la irremplazabilidad singular, lo insustituible de cada cual, por ende, la pasmosa evidencia de que cada acción violenta cosifica, elimina y priva de espacio nuestra existencia singular y plural en su despliegue espacial.
Lo que buscamos resaltar, en este contexto, es el hecho de que las fosas clandestinas que se han producido y se están produciendo son parte integral en un marco de conflicto violento nacional (HIIK, 2017), cuyo porcentaje mayor de ejecuciones se realiza con el empleo de armas de fuego (IEP, 2018). Todo ello indica que los diversos actores, medidas y objetos de conflicto (posiciones estratégicas, drogas, recursos humanos, recursos naturales o rutas de tráfico) producen dinámicas de hostilidad, destrucción y muerte en índices similares a los que se viven en países con conflictos internacionales o terrorismo como Siria, Afganistán o Nigeria (imagen 3) (HIIK, 2018: 11).
Imagen 3. Mapa global de conflictos, 2018
Nota: los países en color negro presentan conflictos de alta intensidad.
Fuente: HIIK (2018).
7. Ante la emergencia de la violencia reiterada y en masa que se extiende en México, interroguemos: ¿qué es una fosa? Habrá de esclarecerse que la fosa refiere a la forma más simple de la sepultura de la cual existen vestigios hace 120.000 años (Guilaine y Zammit, 2002: 61-100). Una mínima atención nos permite comprender que la fosa, como acción deliberada del enterramiento, supuso una revolución en el espacio humano. Fue la creación colectiva de un espacio específico, un hueco, una oquedad, concavidad, incisión, y una estancia donde los cuerpos fueron depositados, muchas veces comunitariamente, como una continuidad de la comunidad de los vivos (Llorente, 2015: 65-67); estructura de oclusión del cuerpo muerto en la tierra o la piedra, pero también relación íntima de la memoria espacializada y la vinculación afectiva en el duelo, señalizada y simbolizada mediante inscripciones, ofrendas funerarias y otros detalles de reconocimiento. La fosa representó, así, la incisión vertical, subterránea, del espacio frente a la horizontalidad del paisaje. La fosa: una “infra-estructura” espacial que no solo requirió esfuerzos colectivos para el enterramiento, sino, además, el esfuerzo en su mantenimiento. Es decir, una fosa en este contexto no solo se produce; también se cuida y se protege, signatura tripartita de la fosa, la misma que recorre la historia de las necrópolis postreras: producción, cuidado y protección.
En esta trayectoria de argumentación es importante volver a los primeros asombros de estas estructuras espaciales de la fosa que son antecedente del túmulo, el corredor, el sarcófago, la cripta, pues en todas ellas se hace patente la capacidad tanto técnica como simbólica de los vivos para humanizar el espacio de muerte: nutriendo una relación espacial-afectiva (que después soportará la relación política) entre el vivir y el morir, entre el poblar y el conmemorar.
Entonces, se puede ampliar y contrastar la pregunta en este punto: ¿qué es lo clandestino de una fosa? Una cavidad producida en aras de la producción espacial bajo registros de la invisibilidad, la anonimidad y el olvido; una estructura no solo fuera de la ley (criminal), sino también a contracorriente de la relación entre la producción, el cuidado y la protección de los muertos.
La fosa clandestina como factor en la práctica social de aniquilación es producida como un acto de coordinación colectiva (delincuencia organizada y hordas eliminacionistas) desde el proceso de desaparición, homicidio, traslado, apertura de la cavidad, disposición de los cuerpos y oclusión de dicha oquedad térrea.
Como se sigue de lo enunciado, habrá de considerarse que la fosa clandestina no solo es parte integral de un proceso criminal organizado, sino que es exposición de un tipo de violencia ejecutada contra el cuerpo, como lugar de interacción, y en el espacio público, es decir, una violencia accionada que daña de manera frontal no únicamente a las víctimas de la fosa, sino también al orden de las relaciones vitales que la situación de existencia implica para cada quien (la personalidad jurídica y política). Así, la meditación sobre la fosa habrá de contemplar el dolor y el sufrimiento de las víctimas que son constitutivos (no derivados ni secuenciales) de todo acto de violencia homicida dolosa, con las relaciones y aristas de esos dolores producidos, no únicamente en el sujeto doliente inmediato, sino también en la consideración y conmoción de dolientes que nuestras relaciones amplían por nuestros nexos colectivos, humanos.
Se requiere, por eso mismo, una perspectiva amplia de la violencia en dimensiones de espacialidad y construcción o destrucción del espacio que nosotros llamamos “espacio doliente”: un espacio creado por las relaciones e interacciones del dolor y la deuda, generados por la violencia homicida dolosa que se extiende e intensifica entre nuestras relaciones espaciales en esto que llamamos México.
En tal sentido, deberemos volver a los primeros vestigios de las fosas comunes: estas, como prácticas espaciales de organización y dinamismo, evidencian que las oquedades e incisiones en la tierra tienen dimensiones apropiadas para los cuerpos que las habitan y son protectoras ante la posibilidad de su allanamiento. Pero, más allá, las fosas expresan las relaciones, las funciones y los discursos de lo que puede un cuerpo humano. Sus ritmos, sus amplitudes y frecuencias, sus muestras y despliegues, nos permiten saber que la apropiación del espacio se da mediante la práctica del cuerpo, y que la apropiación del cuerpo se da mediante la práctica espacial; porque, en suma, en la fosa el cuerpo sigue reclamando espacio y es la comunidad de los suyos quien se lo propicia como un gesto afectivo de honra y reconocimiento, en su producción, cuidado y protección.
Por contraste, la “infra-estructura” espacial de muerte dolosa a la que nos enfrentamos, la fosa común clandestina, es una realidad que rebasa no solo nuestras discursividades teoréticas, al interior de las ciencias, sino también nuestras experiencias culturales. Porque la fosa clandestina, producida por la violencia extrema aniquiladora, pone en crisis conceptos homogéneos, homoloidales, isotrópicos, continuos, tridimensionales como son vacío, latitud, forma; pero, también, nos cuestiona sobre el espacio mismo y sobre la situación espacial de nuestra existencia en relación con la tierra como posibilidad de ser intervenida.
Esta violencia que hemos referido en la fosa clandestina, en el contexto de un conflicto altamente intenso, expone el inasumible sufrimiento experimentado en el tormento y la ejecución de que fueron sujetos los victimados; además, expone una y otra vez la constatación de que esas fosas son producciones que perseveran en la frontal disolución de la individualidad, en la dislocación y en el abatimiento de su memoria. Dicha modificación se advierte ante el umbral no solo de la privación de vida, la defunción; sino que consiste en una transmutación absoluta donde el cadáver es a la vez instrumento y objeto de envilecimiento; transmutación que los ritos fúnebres, ganancias históricas culturales, buscaban contener, ralentizar, en una transición paulatina emprendida en el desalejamiento del otro de esta tierra para ir a dar entre la tierra y nosotros, para ser en-terrados. Fondos seminales de nuestra memoria común, que contrastan con la oclusión, el olvido y la desaparición de los cuerpos, de nuestra memoria y de nuestra capacidad de con-memorar su muerte y su vivir.
La administración de dar muerte no se reduce, por ello, a la materialización de quitar la vida, se extiende a la valoración afectiva de cómo comprendemos nuestras relaciones entre los vivos, y de los vivos con los muertos; esto tiene similitudes con otros procesos de práctica social de aniquilamiento y eliminación que necesitamos pensar seriamente de aquí en más, dentro de un proceso de muerte que crece día a día en México.