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Capítulo I

El cambio del régimen político en la agenda1

Desde hace un tiempo

La Constitución vigente tiene un pecado original que afecta su legitimidad. A diferencia de lo ocurrido en muchos otros países, por motivos razonables y poderosos su ilegitimidad ha probado ser irredimible.2 Porque ha habido muchas constituciones originadas bajo regímenes no democráticos y que se han legitimado en su ejercicio (Ginsburg, 2014).3 El problema de la Constitución de 1980 reformada es que su origen está ligado a un gobernante que divide profundamente a los chilenos. De una u otra manera, quiérase o no, y más allá de sus virtudes y defectos, la Constitución de 1980 es un símbolo de la dictadura del General Augusto Pinochet. Por lo tanto, si bien pudo canalizar la transición a la democracia, no ofrecía un horizonte que nos convocara y reuniera a futuro. No estaban ahí —ni podían llegar a estarlo— los cimientos de nuestra casa común, de la casa de Chile. Su reemplazo pudo haber sido un poco antes o un poco después, el acuerdo pudo haber sido este o aquel, motivado por tales o cuales contingencias. Pero era inevitable reemplazarla.

Y ocurre que, desde hace un tiempo, el cambio de régimen político presidencialista está en la agenda en Chile. El proceso constituyente en marcha da al tema especial actualidad. Aunque hay quienes se inclinan por un régimen parlamentarista, el favorito parece ser el semipresidencialismo. Sin embargo, a veces pareciera que el semipresidencialismo es visto más bien como una vía hacia el parlamentarismo.

Parto reconociendo que siendo estudiante y, después, por bastante tiempo fui partidario del parlamentarismo. Los planteamientos de Juan Linz, de Arendt Lijphart, de Arturo Valenzuela, y de tantos otros expertos que recomiendan sin vacilar el parlamentarismo, me interesaron vivamente y me parecieron muy persuasivos. A lo que se añadían las ganas de alcanzar un régimen político que fuera la antítesis misma de cualquier autocracia, ganas liberales que en esos tiempos se explicaban solas. Esas ganas liberales no me han abandonado. Por el contrario, pesan hoy con mucha fuerza en mi manera de ponderar las ventajas y los riesgos de los distintos regímenes políticos.

Ya en el Centro de Estudios Públicos le pedí al profesor Arturo Valenzuela —después de múltiples, largas, entretenidas y, para mí, muy iluminadoras conversaciones con él— que escribiera para la revista Estudios Públicos un artículo acerca de un posible régimen parlamentario en Chile. Este trabajo de 1985 sería una de las bases de su estudio sobre el tema, publicado en el segundo tomo de la célebre antología que editó con el profesor Linz en 1994 (Linz y Valenzuela, 1994). Mis dudas comenzaron de a poco y más tarde, pensando no en la teoría misma o la experiencia internacional, sino en la viabilidad de estos regímenes en un país como Chile.

Son esas preguntas, esas dudas, esas lecturas, esas reflexiones, esas conjeturas y, quizás, hacia el final, algunas sugerencias las que quiero compartir a lo largo de este ensayo. Sigo, como antes, muy consciente de las dificultades del presidencialismo. Pero ahora veo también las dificultades y riesgos de los regímenes alternativos; que a menudo no son los mismos, claro, sino otros, pero no por eso menos dignos de ser examinados con tranquilidad. Por cierto, todo lo que digo y afirmo es revisable. No es que tenga a mano “la solución”. Tampoco creo poder dar argumentos contundentes y definitivos capaces de remover creencias muy asentadas. Me basta con que el lector convencido del parlamentarismo o del semipresidencialismo, confirme su posición, pero después de haber puesto en la balanza consideraciones como estas. Incluso puede ocurrir que un lector o lectora empiece a leer con una postura pro presidencialista y al terminar quede en la posición contraria. No solo hay parlamentaristas y semipresidencialistas por las razones equivocadas. Tomo aquí una posición, pero no he escrito en ánimo de hacer propaganda. Me son muy ajenas las actitudes dogmáticas y los fanatismos. Todos los regímenes políticos son imperfectos, todos tienen fallas. Son nuestro espejo y fallado, por ser hecho por seres con fallas de las que nunca, nunca podremos escapar. Espero que este ensayo ayude a analizar y sopesar las ventajas y desventajas de los diferentes regímenes, pensando en un régimen para Chile.

No es que Chile sea una excepción, un “caso único” ni mucho menos. Sucede que no hay un régimen ideal aplicable en cualquier país como si fuere un molde y la sociedad, mera plasticina. No es posible deducir de la teoría lo que conviene. Discernir lo apropiado para un país determinado, aquí y ahora y con visión de su futuro, no es un juicio teórico, sino práctico. Se trata de dar con un marco para el ejercicio y regulación del poder en Chile. Esa adecuación de las teorías y lecciones de experiencias extranjeras al caso concreto supone tino, supone sensatez, supone racionalidad, también sensibilidad, imaginación e intuición. En una palabra, se trata de una decisión política. Aristóteles pensó que esa adecuación de un principio, de una norma general a las circunstancias concretas, al aquí y ahora requería inteligencia o sabiduría práctica, configuraba una virtud, la virtud de la frónesis [Φρόνησις]. Esa decisión política no la tomará un grupo de “expertos” o “técnicos” entre cuatro paredes o moviendo los hilos en las sombras, sino que una Convención Constituyente elegida democráticamente por la ciudadanía y que deliberará sobre el tema. El proyecto constitucional aprobado deberá ratificado en un plebiscito.

La simpatía por el semipresidencialismo, por cierto, no es un fenómeno local. La mayoría de los países que abandonaron el comunismo adoptaron regímenes semipresidencialistas. Muchos otros que no salían del comunismo siguieron el mismo camino. Eran años en los que la ola democratizadora parecía imparable e irreversible. El 2010 había 52 países con constituciones semipresidencialistas (Elgie, 2011).

Este proceso ha sido acompañado por una gran cantidad de estudios sobre el tema, tanto en el extranjero como en Chile.4 En el campo político, la idea semipresidencialista cobró importancia en Chile en enero del 2012,5 cuando los presidentes de los partidos Democracia Cristiana y Renovación Nacional, senadores Ignacio Walker y Carlos Larraín, dieron a conocer en el Congreso Nacional el documento conjunto “Un nuevo régimen político para Chile”.6 Posteriormente, muchos parlamentarios, de diversos colores políticos, han promovido alguna forma de semipresidencialismo.7

¿Y el parlamentarismo? Ignacio Walker, por ejemplo, exsenador y expresidente de la Democracia Cristiana, ha escrito en pro del régimen parlamentarista para Chile, planteando como segunda opción el semipresidencialismo. El profesor Rodrigo Correa también se ha manifestado en favor de dicho régimen.8 Adivino que algunos parlamentaristas se pliegan al semipresidencialismo con la esperanza de que desemboque en un régimen parlamentarista.

Un buen ejemplo de la acogida que tiene hoy en Chile el semipresidencialismo es la propuesta de Francisco Zúñiga (Zúñiga y Peroti, noviembre, 2020, p. 54 y sigs.). El planteamiento es significativo, pues refleja el pensamiento de una cincuentena de expertos del Grupo de Trabajo Constitucional de la Convergencia Progresista (alianza que incluye a los partidos Socialista, ppd y Radical). Se consigna solo una opinión disidente. El profesor José Antonio Viera-Gallo, exministro y expresidente del Tribunal Constitucional, manifestó que “[...] el sistema semipresidencial de gobierno, dado... el espectro político amplio propio de nuestra sociedad a lo largo de la historia desde el siglo pasado, podría llevar a experimentar diversas formas de gobiernos de cohabitación —como en Francia—, generando inestabilidad y falta de coherencia en la actividad gubernamental” (Zúñiga y Peroti, 2020, p. 54).

Se propone —como es propio del semipresidencialismo— separar las funciones del Jefe de Estado y el Jefe de Gobierno, “el primero con una legitimidad democrática directa y el segundo con una legitimidad indirecta dependiente de la relación fiduciaria o de confianza con la Cámara de Diputadas y Diputados” (p. 56).9 El Primer Ministro propone a los demás ministros, tiene la iniciativa en materia legislativa (presenta él, no el Presidente, los proyectos de ley) y poderes administrativos. Queda claro que se quiere fortalecer “el Gobierno” fortaleciendo la figura de un “Jefe de Gobierno”, quien, de veras, será quien gobierne. La Cámara baja puede censurarlo y en tal caso el Primer Ministro debe renunciar. A su vez, la Cámara podría ser disuelta por el Presidente o, como en los regímenes parlamentarios, formalmente por el Jefe de Estado, pero, de hecho, por decisión del Primer Ministro. Esto queda abierto. Pero, en suma, tal como se anuncia, se propone instaurar un régimen semipresidencialista propiamente tal.

Algo similar ocurre en las filas de Chile Vamos, la coalición que apoya al Presidente Piñera. En efecto, un documento del instituto de estudios Horizontal, ligado al partido Evópoli, propone incorporar “instituciones y mecanismos del semipresidencialismo”.10 Así, se propone “separar las funciones de Jefe de Estado y Jefe de Gobierno, incorporando la figura del Primer Ministro, propuesto por el Presidente de la República y ratificado por la mayoría absoluta de los miembros de la Cámara de Diputados”. El Presidente de la República es el Jefe de Estado, “electo por sufragio popular”. El Primer Ministro nombra a los ministros de Estado (salvo a dos) y tiene la iniciativa en materia de proyectos de ley (Horizontal, octubre, 2020, p. 44).

Las propuestas parlamentaristas y semipresidencialistas se han planteado en Chile, en general, como respuesta a los problemas del presidencialismo. Y los problemas que se señalan son, fundamentalmente, dos. Primero, como sostiene Juan Linz, bajo el presidencialismo hay dos poderes que se originan y sostienen de manera independiente y, por tanto, tienen legitimidades independientes. Si chocan, ese encontronazo de dos legitimidades, de dos soberanías, tiende a socavar la estabilidad de las democracias presidencialistas (Linz, 1994).

Segundo, se da —de hecho en Chile se ha dado muy a menudo— que el Presidente no cuente con mayoría en el Parlamento o la pierda o no logre disciplinar a los parlamentarios díscolos de su propio partido, lo que puede conducir a postergaciones, trabas e, incluso, a una parálisis legislativa. Lo que resulta del hecho de que —en contraste con el parlamentarismo— no habría estímulos para formar y sostener en el tiempo coaliciones de gobierno. Bajo el presidencialismo, las “coaliciones son excepcionales y con frecuencia insatisfactorias para los participantes” (Linz, 1994, p. 19). El multipartidismo, al no haber incentivos para la formación de coaliciones, solo hace más probable el bloqueo legislativo. Así, los presidentes no pueden materializar sus proyectos. Es el argumento anti-presidencialista clásico. Lo planteó ya Walter Bagehot en 1867: “El ejecutivo queda tullido al no obtener las leyes que necesita, y el legislativo se malcría al tener que actuar sin responsabilidad; el ejecutivo no está a la altura de su nombre, pues no puede ejecutar lo que decide; la legislatura es desmoralizada por la libertad, al tomar decisiones cuyos efectos recaerán sobre otros (y no sobre ella misma)”.11 Difícil decirlo mejor y de manera más concisa.

Linz —que nunca dejó de favorecer el parlamentarismo— sin embargo, entre el semipresidencialismo y el presidencialismo se inclinaba por este último. En Chile lo puso en estos términos: “Es decir, si me ponen entre la espada y la pared, pues digo: sigan ustedes con lo que tienen, no ha funcionado, pero puede que lo hagan funcionar, pero no intenten este sistema mixto que en el fondo va a ser presidencial, pero sin las ventajas de la claridad que tiene este sistema presidencial” (Linz, 1989, p. 44). En otras palabras, para Linz si el parlamentarismo por alguna razón no es posible, es preferible optar por el presidencialismo; no por el semipresidencialismo. Retomaré el tema en el capítulo iii.

Los dos problemas del presidencialismo, ya señalados, emanan directamente del concepto de pesos y contrapesos propio de los regímenes presidencialistas, que buscan limitar el poder del gobernante. Para cambios legislativos que no susciten acuerdo mayoritario en el Parlamento, se requiere sostener en el tiempo la mayoría popular que apoya al Presidente y sus proyectos hasta que ella se refleje en las elecciones presidenciales y parlamentarias siguientes. Es un mecanismo diseñado para poner obstáculos al poder de mayorías circunstanciales, como examinaré en la segunda parte de este ensayo. Su contracara son las dos características señaladas.

No pretendo examinar aquí estos argumentos. Volveré sobre ellos en el capítulo iv. Por ahora los asumo sin más, porque son los que se formulan habitualmente para justificar la necesidad de un cambio de régimen político.

A lo anterior se añade un tercer factor: la Constitución vigente, como señalé, tiene un pecado original que afecta su legitimidad. Ahora bien, como ella es presidencialista, resulta atrayente pensar que la nueva Constitución instaure un régimen político opuesto, no presidencialista.

La necesidad de abandonar el presidencialismo porque puede encontrarse con frecuencia en minoría es, quizá, el argumento sobre el cual hay en Chile mayor acuerdo entre quienes se han ocupado del tema. Se busca evitar esa situación permitiendo la disolución del Parlamento. Así, por ejemplo, el profesor Francisco Zúñiga afirma que el “cambio de régimen político tiende a fortalecer el Gobierno y la Administración, no tiende a fortalecer al Congreso Nacional. La idea de un nuevo régimen político es asegurar la gobernabilidad del país porque lo que tenemos en los últimos años es un presidencialismo minoritario, es decir, un presidencialismo con un presidente o presidenta impotente” (Zúñiga y Peroti, 2020, p. 55). El punto parece ser que —contra lo que se dice a menudo— el “hiperpresidencialismo” es, en verdad, una ilusión, pues lo que tenemos es “un presidente o presidenta impotente”. ¿Por qué? Porque muchas veces tiene un Parlamento con una mayoría de oposición. Y el parlamentarismo o el semipresidencialismo se postulan, entonces, como modo de evitar esa situación. ¿Cómo? Con un “Jefe de Gobierno”, elegido por la Cámara de Diputados (o equivalente).

La idea de que lo que hay en Chile es sin más un “hiperpresidencialismo” está siendo seriamente cuestionada por diversos estudios académicos recientes. Aunque no es tema de estas páginas, conviene dejar constancia del asunto. Carlos Huneeus, por ejemplo, termina su estudio al respecto sosteniendo que “podemos concluir que el Presidente, desde el punto de vista de su autoridad, no es fuerte, aunque en términos de poder puede serlo, especialmente por su posibilidad de influir en la agenda pública a través de los medios de comunicación o la posibilidad de detener o dificultar la marcha del gobierno por debilidades de su liderazgo”. Huneeus pone el énfasis en los contrapesos al poder presidencial que provienen de diversas instituciones, aparte del Congreso como tal. Menciona al Banco Central, a los poderes que hoy tiene el Senado en materia de nombramientos —respecto del Banco Central, el Consejo Nacional de Televisión, ministros y fiscales de la Corte Suprema, consejeros del Servicio Electoral (Servel)— a la Alta Dirección Pública (que incluye la Fiscalía Nacional Económica, el Instituto Nacional de Estadísticas (ine), el Servicio Nacional del Consumidor (Sernac), entre muchos otros servicios), en fin, la Contraloría General de la República. Esto no era así en la Constitución del 80. “El mandatario se encuentra en el sistema no solo frente al Congreso, como lo resaltan politólogos y constitucionalistas, sino también ante otras instituciones, con las cuales debe estar de acuerdo para tomar decisiones o que controlan las decisiones del gobierno. Hay una mayor complejidad institucional que repercute en la autoridad del Presidente, que antes no existió, que le plantea enormes desafíos a su liderazgo” (Huneeus, 2018, p. 368).

Por otra parte, varios estudios comparados señalan que el Presidente de Chile es menos poderoso que muchos de sus pares latinoamericanos (Pérez-Liñán et alia, 2018; Basabe-Serrano, 2017; Martínez, 2020b). Christopher Martínez sostiene que la hipótesis del hiperpresidencialismo se basa en un examen de los solos “poderes formales”, pero “ese enfoque es incompleto, sesgado e incluso engañoso”. Según Martínez, la idea del “hiperpresidencialismo ha pasado sin mucho escrutinio”. Sin embargo, la realidad es otra. Incluso, en materias de gasto público —pese a la iniciativa exclusiva del Presidente— los parlamentarios influyen y, de hecho, modifican los proyectos presupuestarios del Presidente (Arana, 2013 y 2014; Villarroel, 2012). Martínez plantea “cuatro obstáculos que no permiten apoyar la hipótesis de que en Chile existe un hiperpresidencialismo” (Martínez, 2020b). En especial, a su juicio, al comparar con otros países el análisis de las prácticas legislativas —que muestran un Congreso activo—, el papel de partidos políticos institucionalizados y el grado de influencia de la Presidencia en otras instituciones, queda desmentido el supuesto hiperpresidencialismo chileno.

El presidencialismo se vive en Chile, como es natural, con conciencia de sus imperfecciones y deficiencias, sintiendo el desgaste de lo próximo y acostumbrado. En cambio, ese nuevo régimen parlamentarista o semipresidencialista solo se imagina a la distancia. “El pasto siempre es más verde en la casa del vecino”. A veces se razona como si dados los problemas del presidencialismo, lo que lo reemplace será inevitablemente mejor. Pero como se verá en las páginas que siguen, dichos regímenes tienen ciertas ventajas, pero también acarrean sus propias dificultades —problemas nuevos que el presidencialismo no tiene— y que conviene sopesar antes de implantarlos en Chile.

Definiciones, objeciones y contestaciones

En el régimen parlamentarista quien gobierna se mantiene en el poder mientras la mayoría parlamentaria no lo destituya mediante un voto de censura. Es en ese sentido que el poder de la primera magistratura emana de la Cámara. Porque no siempre los parlamentarios votan formalmente por el Primer Ministro en el Parlamento. Para que el Jefe de Gobierno pueda asumir el cargo se necesita un voto de investidura en países como Alemania, España, Italia, Bélgica. Sin embargo, por ejemplo, en el Reino Unido, Suecia y Dinamarca no hay una votación. Si un partido obtiene la mayoría absoluta de los escaños, su líder será el Primer Ministro. Si eso no ocurre, habrá una negociación entre los dirigentes de los partidos para armar una coalición mayoritaria. El Jefe de Gobierno surge a partir de la mayoría de escaños parlamentarios. Pero en ambos casos, el Jefe de Gobierno perdura en el poder mientras la mayoría parlamentaria lo tolere. El arma principal del Parlamento es el voto de censura. Cuando se habla de que el Parlamento ‘elige’ al Primer Ministro, de que el poder de ese premier ‘nace y muere’ o ‘se origina y subsiste’ por decisión del Parlamento, lo que, en rigor, se dice es que una mayoría parlamentaria puede hacerlo caer. Es importante tener presente esto en las páginas que siguen.

Por otra parte, no hay un tiempo de duración determinado previamente. Margaret Thatcher estuvo en el poder quince años. Angela Merkel está por cumplir dieciséis. Otros primeros ministros han durado meses.

El Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo tienen el mismo origen. Tanto las leyes como los decretos ejecutivos emanan de quien escogió el Parlamento, en el sentido antes dicho, es decir, el gobernante gobierna mientras no sea destituido por una mayoría parlamentaria vía un voto de censura o no confianza. El gobierno es así un agente de la mayoría parlamentaria e, indirectamente, del pueblo que eligió a esos parlamentarios. El parlamentario que ejerce como premier fue elegido en su distrito; no votaron por él o ella sino los de ese distrito.

Por otra parte, el cargo de Jefe de Estado —que no es quien gobierna— tampoco proviene de una votación popular. Muchas veces, como se sabe, se trata de un Rey o Reina de carácter vitalicio y hereditario, como ocurre en el Reino Unido, Suecia, Dinamarca, Holanda, Bélgica, España... En estos países, el Jefe de Estado tiene una legitimidad de tipo tradicional y una significativa presencia mediática, lo que le confiere un poder simbólico. En Alemania, en cambio, el Presidente es elegido por el Parlamento y representantes de los parlamentos estaduales, y tiene una duración determinada.

El Primer Ministro típicamente puede disolver el Parlamento y llamar a nuevas elecciones. Es su gran arma. Una mayoría parlamentaria puede destituir al gobernante, pero el gobernante, a su vez, puede disolver el Parlamento.

Hay países, como Alemania, España o Bélgica, donde rige lo que se llama “el voto de no confianza constructivo”. Según esta norma, para que el voto de censura prospere, es decir, para que el Jefe de Gobierno sea destituido, es necesario que haya una mayoría no solo de acuerdo en destituirlo sino en la persona del nuevo Jefe de Gobierno. En otras palabras, para derribar un gabinete se requiere una mayoría capaz de originar uno que lo reemplace.

En el régimen presidencialista, en cambio, el gobernante es elegido por votación popular nacional y los ministros de su gabinete son cargos de su confianza. El poder de la primera magistratura emana directamente del voto ciudadano. Presidente y Parlamento tienen orígenes independientes y el Presidente es un agente del pueblo. Al elegir al Presidente en una elección nacional y competitiva, la ciudadanía elige a la vez al Jefe de Estado y al Jefe de Gobierno, por un tiempo determinado. Típicamente, el Presidente no puede disolver el Parlamento.

El régimen semipresidencialista se caracteriza porque: 1) el Presidente es elegido por votación popular, y 2) el primer ministro y su gabinete son, colectivamente, de la confianza del Parlamento. Esta es la definición de Elgie (2011a), que parece la más operativa. La de Duverger, el primero en plantear este tipo de régimen como una categoría propia, agrega un tercer elemento: que el Presidente retenga facultades considerables (Duverger, 1980). La dificultad de la definición, como objeta Elgie, (2011a), estriba en qué estimar son facultades considerables. Bajo este régimen, el Jefe de Estado es elegido en una elección competitiva y por votación popular nacional y el Jefe del Gobierno (Primer Ministro) por el Parlamento. Se busca asegurar, de esta manera, que el gobierno cuente con una mayoría legislativa, pues emana y depende del Parlamento. Pero, típicamente, el Presidente tiene la facultad de disolver el Parlamento.

Por cierto, se trata aquí solo de describir, en grandes líneas, los que son los regímenes políticos entendidos como tipos puros. En la realidad, se dan muchísimas mezclas y variaciones (Cheibub et alia, 2013). Y las prácticas a menudo son más importantes que la regla constitucional misma. En Chile lo sabemos bien. No fue una reforma constitucional la que introdujo la censura parlamentaria de los gabinetes, que se hizo habitual, especialmente, entre 1891 y 1924. Fue una práctica la que terminó por darle otro sentido a la misma Carta Fundamental de 1833. Veremos cómo la práctica ha modelado el semipresidencialismo francés, por ejemplo.

Dada la variedad de facultades e instituciones que pueden albergar dos regímenes políticos del mismo tipo, —parlamentarista, presidencialista o semipresidencialista— al contrastarlos hay que suponer que las facultades e instituciones son básicamente las mismas, salvo que en un caso hay un tipo de régimen (parlamentarista, por ejemplo) y en otro, un tipo de régimen diferente (semipresidencialista, por ejemplo). Hay que hacer el análisis comparativo céteris páribus, es decir, todo se mantiene constante, salvo el régimen político.

Shugart y Carey (1992) distinguen el régimen presidencial-parlamentario y el de premier. Según la interpretación de Elgie —a quien sigo al respecto en este ensayo—, se trata de dos variantes del semipresidencialismo (Elgie, 2011).12 En un régimen semipresidencialista presidencial-parlamentario, el primer ministro y el gabinete dependen tanto del Presidente como del Parlamento. En un régimen semipresidencialista de premier, el primer ministro y su gabinete solo dependen del Parlamento. Y, como se señaló, el Presidente tiene la facultad de disolver el Parlamento y llamar a elecciones anticipadas. En el presidencialismo-parlamentarista el gabinete es nombrado y removido por el Presidente, pero cae si no cuenta con la confianza de la Cámara. La formación del nuevo gabinete es resorte del Presidente, pero vuelve a caer si no tiene o pierde el respaldo de la mayoría parlamentaria. En el semipresidencialismo de premier, en cambio, aunque la iniciativa sea del Presidente, el nuevo gabinete nace y muere con el respaldo de la mayoría parlamentaria (Shugart and Carey, 1992, pp. 23-25). A menudo, bajo el presidencialismo-parlamentarista el Presidente puede disolver la asamblea legislativa.

Lo más llamativo del régimen semipresidencialista es que puede darse el caso —y de hecho se ha dado muchas veces— que el Presidente elegido por el pueblo se encuentre con que el Parlamento le impone un gabinete opuesto. En esa situación —la famosa ‘cohabitación’— el gobernante pasa a ser un agente del Parlamento. El Presidente es un agente del pueblo que lo eligió si y solo si logra y mantiene una mayoría en la Cámara legislativa. Porque en tal caso, esa mayoría elegirá al primer ministro que él sugiera. Pero si eso no ocurre, o si el Presidente pierde esa mayoría, el gobierno es un agente de la Cámara. Hay variantes. Se puede exigir que el voto de censura sea mayor a la simple mayoría, por ejemplo. En cualquier caso, si el Presidente pierde la mayoría parlamentaria quedan en el poder dos cabezas que se oponen, la del Presidente y la del Primer Ministro.

El caso paradigmático de semipresidencialismo es, probablemente, Francia. El Presidente tiene la facultad de disolver la Cámara o Asamblea, pero el Primer Ministro y su gabinete pueden ser objeto de un voto de censura por parte de la Asamblea. Una mayoría de parlamentarios puede dar origen a un gabinete contrario al Presidente. Así, un Presidente socialista como François Mitterrand se encontró en 1986 con que el gobierno pasaba de sus manos a las de un Primer Ministro de derecha, Jacques Chirac.

En un régimen parlamentario eso implica que renuncia el Primer Ministro y asume uno nuevo. Es un cambio de gobierno que en nada afecta al poder del Jefe de Estado. En un régimen presidencialista, el Parlamento no puede nombrar a los ministros. Si el Presidente no tiene mayoría en el Parlamento se mantiene en su cargo desempeñándose como Jefe de Estado y de Gobierno. Si quiere aprobar leyes deberá negociar con parlamentarios opositores las mayorías requeridas para su aprobación o armar una nueva coalición. En cualquier caso, continúa gobernando vía decretos en todas aquellas materias que no impliquen cambios legales. Bajo el semipresidencialismo, el Presidente permanece en su cargo, pero, en los hechos, su poder queda sumante cercenado, pues las riendas del gobierno han pasado a la oposición. ¿Cuán cercenado queda? Depende de la Constitución y las prácticas de cada país. Pero su papel podría llegar a asemejarse al del Jefe de Estado de una república parlamentaria. Es lo que ocurre en Austria y Finlandia, por ejemplo. En otras palabras, el semipresidencialismo puede operar en la práctica de modo análogo, a veces, al presidencialismo y, a veces, al parlamentarismo. Volveré sobre esto en el capítulo iii.

La pregunta por el régimen político

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