Читать книгу La pregunta por el régimen político - Arturo Fontaine - Страница 9

Оглавление

Capítulo II

¿Un Parlamentarismo para Chile?

Palabras preliminares

El régimen parlamentarista tiene un larga historia que se asocia a la historia misma de la democracia. Ha funcionado y funciona bien y de manera estable en países de tradiciones diferentes: el Reino Unido, Alemania, Holanda y España, por ejemplo. Su característica central es que facilita la formación de mayorías parlamentarias que originan y respaldan al gobierno, lo que permite tomar decisiones importantes con rapidez y sin necesidad de negociaciar los proyectos con un poder independiente que puede demorarlos, modificarlos o entrabarlos. Se espera que, tras las elecciones populares, el Parlamento que responde a ellas, forme un gobierno acorde y lleve a cabo sus proyectos. La delegación va de los ciudadanos a los parlamentarios y de estos al o la Primer Ministro, quien se mantiene en el poder mientras la mayoría de los parlamentarios así lo decida.

Como escribió Walter Bagehot, el “eficiente secreto” del parlamentarismo inglés es “la casi total fusión de los poderes ejecutivos y legislativos” en el Gabinete (Bagehot, 1867, p. 10). Stuart Mill distinguió, sin embargo, entre “controlar las tareas del gobierno y de hecho hacerlas” (Mill,1861, p. 271 y 282). La Asamblea se encarga de lo primero y el Gabinete, de lo segundo.

Un político o estadista que es bueno en determinadas circunstancias no es bueno en otras. Si el escenario cambia por razones políticas, económicas o sociales, quien hasta ese momento era el líder adecuado, puede dejar de serlo. Hay personalidades aptas para tiempos tranquilos y las hay para tiempos confrontacionales. Hay momentos para las palomas y hay momentos para las águilas. Es conveniente poder “reemplazar al piloto de la calma por el piloto de la tempestad”, escribió Bagehot. En tiempos turbulentos una persona que tenga todas las virtudes, pero a la que le falte el “elemento demoníaco” puede fallar (Bagehot, 1867, p. 22 y 23). Una gran ventaja del parlamentarismo es que, en principio, permite al partido o coalición mayoritaria elegir a la persona adecuada al momento. Esa capa dirigente de políticos profesionales elegidos puede hacer ese discernimiento, provocar la renuncia del gobernante y nombrar a otro. Esta es, a mi juicio, quizá la mayor virtud del parlamentarismo: poder escoger al gobernante apropiado según varíen los acontecimientos y circunstancias. Dicho voto de censura puede gatillar una disolución del Parlamento, claro. Pero asegura la representatividad de quienes elegirán al nuevo Primer Ministro. El régimen presidencialista, por sus plazos fijos, carece de esta flexibilidad.

Las líneas que siguen en modo alguno pretenden abordar el parlamentarismo como tal.13 Nada de lo que aquí digo debe entenderse como crítica del parlamentarismo mismo. La cuestión es otra, la cuestión es si es conveniente y si es factible un régimen parlamentarista en Chile.

La propuesta de un régimen parlamentarista para Chile hoy se vincula, me parece a mí, con los mencionados estudios de Arturo Valenzuela (Valenzuela 1985 y 1994) y otros en una línea similar. Los argumentos de Valenzuela siguen siendo los más sólidos y persuasivos para justificar un parlamentarismo para Chile. La tesis se funda en las conocidas objeciones de Linz al régimen presidencialista, ya esbozadas. Pero agrega un punto significativo: el sistema de partidos chileno, profundamente arraigado en la historia del país, por su carácter multipartidista opera mejor en un régimen parlamentarista que en uno presidencialista. ¿Por qué? Porque el parlamentarismo es más apto para formar coaliciones que el presidencialismo. ¿Por qué? Porque, si hay multipartidismo, el gobierno mismo surge de una alianza de diversos partidos que logra la mayoría del Parlamento y, en principio, termina cuando dicha mayoría se pierde.

Desde luego, tal como predijo el profesor Valenzuela en 1985, ni el sistema electoral binominal ni el desarrollo económico lograrían poner fin al multipartidismo chileno. Según Valenzuela, “sería un error suponer que las bases electorales de los partidos estaban definidas estrictamente por líneas de clase”. Más bien los partidos se nutren de “subculturas políticas” que se transmiten “de generación en generación” (Valenzuela, 1985, p. 15, p. 19, p. 20). Por otra parte, el sistema electoral vigente a partir del 2015 permitió la emergencia de un gran número de partidos nuevos. No está asegurada la continuidad intergeneracional de esas grandes tendencias —radical, socialista, comunista, izquierda o derecha cristiana— que Valenzuela describió en 1985. Pero más allá de ello, el hecho del multipartidismo es indesmentible.

Bajo el parlamentarismo hay incentivos potentes para armar una coalición mayoritaria. El argumento no dice que el multipartidismo deje de ser una dificultad en el régimen parlamentarista. El fraccionamiento del sistema de partidos es un problema en todos los regímenes políticos. Lo que el argumento sostiene es que esta dificultad se aborda mejor desde el parlamentarismo que desde el presidencialismo.14 ¿Por qué? Porque bajo el parlamentarismo las coaliciones tienden a armarse en el Parlamento después de las elecciones y para formar un gobierno. Supuesto lo anterior, ¿en qué se traduce? El atractivo de integrar el gobierno es un incentivo poderoso y la negociación entre los diversos partidos se facilita porque se sabe cuánto pesa cada uno de ellos. Es decir, es claro cuántos escaños cada partido tiene y aporta a la potencial coalición o sustrae de ella. Hay que suponer partidos disciplinados y dependientes entre sí para formar gobierno.

Las democracias modernas se basan en partidos y coaliciones de partidos. El gobierno pertenece o cuenta con el apoyo de un partido o coalición. Las relaciones entre el gobierno y su coalición son cruciales. De las relaciones intra-partido e intra-coalición depende la suerte misma del gobierno. En la práctica, más relevantes que las relaciones Poder Ejecutivo-Parlamento son las relaciones del Gobierno con los parlamentarios de su partido y coalición, así como con los parlamentarios de los partidos de oposición (King, 1967, Andeweg y Nijzink, 1995). El Primer Ministro tiene un arma incomparable para presionar a los parlamentarios de su sector que el Presidente no tiene: la disolución. En virtud de ella, el gobierno dispone de una ventaja formidable para mantener la fidelidad de sus partidarios. En cambio, el Presidente, a medida que se acerca el fin de su mandato, tiende a perder poder para disciplinar a los parlamentarios díscolos. Es lo que se conoce como el síndrome del “pato cojo”. Volveremos sobre el tema de las coaliciones bajo el presidencialismo en el capítulo iv.

Estas virtudes del parlamentarismo son grandes, son poderosas. Con todo, ¿queda con eso resuelta la cuestión de qué régimen conviene más a Chile? ¿No hay nada más que considerar? ¿No acarrea el parlamentarismo otras consecuencias que conviene ponderar? Parte de lo que sigue vale también para el semipresidencialismo, en cuanto opere de modo parecido al parlamentarismo, que es lo que muchos, en el fondo, buscan al propugnar dicho régimen. Y, en efecto, como dije, el semipresidencialismo funciona en varios países —Austria, Finlandia, por ejemplo— como un régimen virtualmente parlamentarista. Veamos.

Dificultades del parlamentarismo para Chile15

Elección indirecta del o la gobernante

Estamos acostumbrados a elegir por votación directa y nacional a la persona que nos va a gobernar. Lo sentimos como un derecho básico. ¿O no, acaso? Para nosotros, en Chile, esto es consustancial a nuestra democracia. La legitimidad del o la gobernante proviene de que fue elegido por el pueblo. El parlamentarismo nos pide renunciar al derecho a elegir a la persona que nos va gobernar y transferirlo a los parlamentarios. A mi juicio, esta es una dificultad virtualmente irremontable. En un país como Chile, insisto. Hacerlo implica una radical transformación de la mentalidad y la cultura políticas. Cualquiera sean los méritos, logros y ventajas del parlamentarismo en otros países este obstáculo permanece. Lo que hace más plausible al semipresidencialismo es que mantiene la elección directa del Presidente de la República.

Los parlamentarios depositarán su confianza, claro, normalmente en uno de ellos. Un 94 por ciento de los primeros ministros han sido previamente parlamentarios, contra un 58 por ciento de los presidentes de regímenes presidencialistas (Daniels y Shugart, 2010, p. 77). Aunque puede suceder que, si la Constitución lo permite, escojan a alguien que no es parlamentario, como sucedió con el profesor Giuseppe Conte y el economista Mario Draghi, los dos últimos primeros ministros de Italia (2018 y 2021). Nuestro gobernante se llamará Primer Ministro, Premier o, como en España, Presidente. Si se trata de un parlamentario, para llegar a serlo, fue votado solo en un distrito; no fue votado en todo Chile, como ocurre con nuestros presidentes. El Congreso o, más bien, la coalición de partidos que tenga la mayoría absoluta de los votos pasa a ser una élite de electores. Elegimos a los parlamentarios —cada cual en su distrito— y ellos, a su vez, decidirán quién será la persona que nos gobierne.

Los tiempos creo que no favorecen esa elección indirecta del gobernante. “Casi todas las nuevas democracias de los años 1970, 1980 y 1990 han tenido presidentes elegidos, con diversos grados de autoridad política” (Shugart y Carey, 1992, p. 2). En 1950 había 20 países democráticos, 12 de los cuales eran parlamentaristas. En 2005 había 81 países democráticos, de los cuales 53 —un 65 por ciento— elegían a sus presidentes por votación popular, es decir, eran regímenes presidencialistas o semipresidencialistas (Samuels y Shugart, 2010, p. 5-6).

La ciudadanía tiende, cada día más, a querer que el gobernante sea un representante o agente directo de la propia ciudadanía; no un agente del Parlamento. Si se hace una analogía con la teoría del principal y del agente que viene de la ciencia económica, el pueblo es el “principal”, es decir, quien delega su poder en su “agente”. Bajo el parlamentarismo su agente serán los parlamentarios, más concretamente, las dirigencias de los partidos políticos. La delegación de poder que el principal hace en el agente, siempre implica la posibilidad de una pérdida de agencia: el agente o representante puede apartarse de los objetivos del principal que transfirió poder. “La diferencia entre lo que quiere el principal y el agente hace se conoce como pérdida de agencia” (Strøm et alia, 2003, p. 23). En el campo político democrático se trata de dar con un marco institucional que minimice ese riesgo, es decir, que haga más probable que el agente se mantenga en la línea del principal, vale decir, de la ciudadanía.

Si hay multipartidismo, lo corriente será que los dirigentes de los partidos políticos armen la coalición mayoritaria y, por tanto, el gobierno vendrá a ser su agente. El proceso de investidura es una negociación entre los dirigentes de los partidos. La cadena de delegación del poder va de los votantes a los parlamentarios, de los parlamentarios elegidos a los dirigentes de los partidos políticos de esos parlamentarios, de ellos al Primer Ministro, de este al gabinete y del gabinete a los funcionarios de la administración pública. En la cadena de transmisión, los ciudadanos solo eligen a los parlamentarios. En el régimen presidencialista, los ciudadanos eligen al Presidente, a los diputados y a los senadores. La cadena de transmisión arranca de tres puntos distintos. Y tanto el Presidente y su gabinete como las ramas del Congreso se conectan entre sí y con la administración pública de diversas maneras. “El parlamentarismo clásico tiende a ser jerárquico, mientras que el presidencialismo típicamente significa pluriarquía” (Strøm et alia, 2003, p. 65).

A veces no se destaca suficientemente que cuando hay multipartipartidismo, la negociación para armar la coalición la hacen los dirigentes de los partidos, quienes acordarán los nombres y un programa. Para un chileno parece claro que hay que destacar a la dirigencia de los partidos como otro eslabón de la cadena y no se puede dar por sentado que entre ellos y los parlamentarios del partido no hay una delegación y, por tanto, riesgo de pérdida de agencia. Con frecuencia los partidos se vuelven oligárquicos, cerrados y verticales. Hay partidos que son poco más que una plataforma para dar visibilidad a un líder con aspiraciones presidenciales. Lo que subraya la enorme importancia de la democracia interna de los partidos. Es decir, con frecuencia el gobernante será, en los hechos, un agente o representante de las dirigencias partidarias de esa coalición mayoritaria, pues su cargo se mantiene en tanto y cuanto responda a ellas. Con todo, esa dirigencia, esos parlamentarios no son independientes de su agente —el o la Primer Ministro—, pues este puede disolver el Parlamento en el momento más conveniente para sus objetivos, poniendo en riesgo sus cargos. Eso significa en la práctica que tiende a tener un “control monopólico de la agenda” (Strøm et alia, 2003, p. 83). Es lo que implica la fusión de poderes Ejecutivo y Legislativo.

Strøm et alia han hecho un completo estudio teórico y empírico del tema respecto de las democracias de Europa Occidental y comparado el riesgo de pérdida de agencia en los regímenes parlamentaristas y semipresidencialistas, por un lado, y el presidencialista, por otro. Una de sus conclusiones es que “los sistemas presidencialistas es más probable que generen transparencia porque contienen mecanismos que fuerzan a los agentes a compartir información...”. Esos mecanismos del presidencialismo surgen de la independencia del Presidente y los parlamentarios, lo que los obliga a intercambiar comparativamente más argumentos e información para aprobar las leyes. La menor transparencia del parlamentarismo y el semipresidencialismo es, según Strøm et alia, su “talón de Aquiles” (Strøm et alia, 2003, p. 95). Bajo el parlamentarismo tiende a ser más lo que ocurre a puertas cerradas. “El control monopólico de la agenda, [por parte del gabinete] que caracteriza a las democracias parlamentaristas, conduce a un potencial significativo de libre elección que se aleja de las preferencias del votante medio” (Strøm, 2003, p. 83).

En suma, creo que, gusten o no, las palabras de Gouverneur Morris —una de las voces más influyentes en el rumbo presidencialista que adoptó la Convención de Filadelfia de 1787— interpretan mejor las percepciones de hoy, al menos en países de tradición presidencialista como Chile: si el Ejecutivo es “una criatura del Legislativo”, sostuvo, su nombramiento resultará de “la intriga, la cábala y la facción” (2:29). El o la gobernante, en los hechos, será un mandatario de las cúpulas de los partidos de la coalición mayoritaria. Lo mismo vale para los regímenes semipresidencialistas. El problema solo se agravará si el Primer Ministro —si el gabinete— puede ser derribado por una coalición mayoritaria de parlamentarios y no es posible disolver el Congreso. El parlamentarismo hace la democracia más indirecta, más dependiente de la élite partidaria que elige al gobernante.

¿Y qué decir del “parlamentarismo” del período parlamentarista chileno?

No se pueden negar los logros del período parlamentarista chileno (1891-1924): inversión en educación y vías de comunicación, libertad de prensa, de religión, reunión y asociación, apego a la ley, elecciones periódicas, en fin, pese a la acuciante pobreza, desarrollo económico. Todo esto en medio del auge del salitre. El punto es que el “parlamentarismo chileno” nunca fue parlamentarismo.

Fue, más bien, un semipresidencialismo, pues el Presidente no era nombrado por el Parlamento sino, en principio, por la ciudadanía con derecho a voto y los gabinetes dependían de la confianza del Parlamento. No había disolución del Parlamento.

Julio Heise, un historiador claramente pro “parlamentarista”, afirma que los presidentes no solo presidían, sino que también gobernaban. Lo hacían a partir de su ascendiente personal saltándose, a veces, a sus propios ministros. “Si los mandatarios se hubieran limitado a presidir y no a gobernar”, asegura Heise, “habría sido imposible esa unidad de acción... La verdad es que —en abierta contradicción con las ideas generalmente aceptadas— fueron las deficiencias del propio mecanismo parlamentario las que permitieron a los jefes de Estado hacer un gobierno efectivo... los presidentes emplearon varios recursos para lograr el control efectivo del gobierno y para contrarrestar... los aspectos negativos que tuvo nuestro parlamentarismo...” (Heise,1974, p. 292 y 293).

Ahora bien, si Heise tiene razón —y un historiador como René Millar concuerda con él en este punto (Millar, 1992, pp. 267-269)—, entonces nunca tuvimos un parlamentarismo en sentido estricto, sino, más bien, un semipresidencialismo con atribuciones presidenciales algo nebulosas. En la terminología de Elgie, que es la que uso, se trata de un régimen semipresidencialista sin disolución del Parlamento del tipo presidencial-parlamentarista, en oposición al semipresidencialismo de premier. Porque en el semipresidencialismo de premier el primer ministro o premier es de la confianza del Parlamento y el gabinete, a su vez, es de la confianza del primer ministro. En ese período, en Chile cada ministro dependía tanto del Presidente como de la mayoría parlamentaria. Shugart y Carey lo caracteriza como un régimen “presidencial parlamentarista” (Shugart y Carey, 1992, p. 74) y Joaquín Fermandois como “semipresidencial” o “semiparlamentario” (Fermandois, 2020, p. 153). Me guardo, entonces, unos breves comentarios para el próximo capítulo iii, que trata del semipresidencialismo.

¿Presidencialización o personalización de la campaña electoral para llegar a ser Primer Ministro?

El régimen parlamentarista puede tener otra expresión, en la que la elección indirecta —que es su sentido original— tiende a diluirse y a asemejarse a la elección de los regímenes presidencialistas. En Gran Bretaña y Alemania el parlamentarismo funciona de tal manera que votar por el parlamentario del distrito es, en realidad, votar por un líder nacional. La gente en Alemania vota por Angela Merkel. La gente en Inglaterra vota por Boris Johnson. Boris Johnson ganó primero las elecciones del Partido Conservador de 2019 y, como era el partido con una mayoría absoluta de escaños, pasó a ser el Primer Ministro. Pero llegadas las elecciones generales, la campaña de Johnson fue una campaña nacional idéntica a las presidenciales. Lo mismo ha sucedido en las campañas de Merkel. El líder del partido hace campaña en todos los distritos, de modo que, con creciente frecuencia, se vota por el candidato del distrito como un modo de apoyar a quien se quiere sea el Primer Ministro. En la publicidad, los candidatos de cada distrito aparecen respaldados por Merkel o Johnson. La atención de los medios de comunicación se centra en los líderes de los partidos en competencia.

Los medios de comunicación social y las redes sociales han producido el fenómeno de la “personalización” y/o “presidencialización” de la política. Diversos autores han analizado el fenómeno de la presidencialización de la política contemporánea, incluyendo los casos de Gran Bretaña y Alemania (Foley, 1994, 2004; Poguntke and Webb, 2005; Elgie y Passarelli, 2020). Algunos distinguen entre “presidencialización” y “personalización”, quedándose, más bien, con esta última caracterización. Este fenómeno aparece hoy en regímenes parlamentaristas, semipresidencialistas y presidencialistas. El propio Juan Linz, como se sabe, un académico muy crítico del presidencialismo, reconoce el hecho: “los primeros ministros modernos y sus gabinetes se están pareciendo más a los presidentes y sus gabinetes en los regímenes presidenciales” ( Juan Linz, 1994, p 31). En su análisis de Margaret Thatcher, King cita a un asesor que afirma que ella es “una actriz... muy consciente de la impresión que está causando” (King, 1985, p. 128). Según King, “su estilo personal ha sido esencial para sus logros... y que la expresión ‘gobierno de Thatcher’ no es, en su caso, una frase convencional sino una realidad política central” (King, 1985, p. 135).

Quizá menos que por programas y partidos se vota hoy por una persona. En las elecciones de 2019 en Gran Bretaña, hubo un tema básico: el Brexit. Ese fue el centro de la campaña. Con todo, en YouTube se puede ver a Boris Johnson llevando un toro, tacleando a un famoso jugador (con falta no intencional, aunque con arrojo) en un partido de rugby televisado cuando era alcalde, subiéndose con mucha dificultad a un caballo, recitando en griego, de memoria, largos pasajes de La Ilíada, como un actor, embocando la pelota de espaldas a un baloncesto, haciendo reír a carcajadas una y otra vez a su audiencia, jugando tenis, explicando con gracia y precisión académica los trucos de la retórica clásica que usaba Churchill, sirviendo té a unos reporteros que le hacían guardia en su casa a la espera de unas declaraciones que se negó a hacer, besando en la puerta de Downing Street —después de ir a votar— a su perro Dylin, que adoptó de una institución filantrópica... Son aspectos de una personalidad por la que se vota.

No hay que exagerar. En algún grado siempre ha sido así. El estratega de Atenas clásica o el dux de la república de Venecia deben haber sido conocidos personalmente por la mayoría de sus votantes. Los parlamentarios del siglo xix provenían, en importante medida, de los mismos ambientes. La selección y elección seguramente estaba bastante “personalizada” al interior del circuito del partido. Ahora, debido a los medios de comunicación audiovisuales, el circuito se amplió y la personalización del proceso alcanza a todos los votantes. Por esto, en la práctica, la campaña del régimen parlamentarista, se asemeja tanto a la campaña de un régimen presidencialista, lo que tiende a cambiar el papel de los parlamentarios.

En Gran Bretaña, el conteo de los votos y escaños a menudo permite definir quién ganó y anunciar al nuevo Primer Ministro. En rigor, el Parlamento no vota por el Primer Ministro. Así pasó con Boris Johnson, por ejemplo. En realidad, quienes eligieron a Johnson son los votantes. La ciudadanía al votar por Johnson y los demás candidatos de su partido, le dio una mayoría de escaños en el Parlamento con lo cual la Reina lo nombra —nombramiento formal— Primer Ministro. En Alemania o España, en cambio, se requiere que al menos una mayoría absoluta vote efectivamente en favor del Primer Ministro, en lo que se llama un voto de investidura. Pero las campañas se centran en los líderes de los principales partidos, es decir, en los candidatos a ser jefes de Gobierno.

Haya o no votación propiamente tal en el Parlamento, es un hecho que los regímenes parlamentarios están en un proceso que diversos académicos llaman de “presidencialización” del parlamentarismo. “Se puede hablar de la ‘presidencialización’ de los primeros ministros en toda Europa” (Strøm, 2003, p. 736). Este proceso va en sentido contrario a la selección indirecta del gobernante, que comentamos anteriormente en este capítulo.

Los estudiosos del tema destacan que el régimen parlamentario tiene una ventaja de selección (Strøm et alia, 2003; Daniels y Shugart, 2010). Es decir, son los propios partidos políticos quienes filtran a los futuros parlamentarios, y los parlamentarios del partido los que filtran a quienes pueden ser su líder y, eventualmente, Primer Ministro. Quien emerge como líder ha sido escogido por sus pares. Y es controlado por sus pares, pues se mantiene en el poder mientras cuenta con su respaldo. El régimen presidencialista es mucho más abierto. Hay primeros ministros que jamás habrían sido presidentes y presidentes que jamás habrían llegado a ser primeros ministros.

Ese proceso de selección de agentes implica que tienden a ser políticos más probados y confiables desde el punto de vista de los partidos. Y, en efecto, son más los primeros ministros que vienen de “adentro” del sistema —que tienen experiencia como parlamentarios y ministros, por ejemplo— que los Presidentes. Sin embargo, la evidencia indica que “rara vez los presidentes son completamente ‘de afuera’, y los Primeros Ministros no siempre son completamente de ‘adentro’” del sistema político. “Los líderes nacionales, en todos los regímenes políticos, tienden a tener una significativa experiencia política” (Daniels y Shugart, 2010, p. 91).

Por otra parte, la masificación, diversidad y pluralidad de las sociedades actuales, sostiene Strøm, está erosionando el valor informativo de estos tradicionales controles ex ante. Se hace cada vez más difícil legitimar estos filtros que, en definitiva, son coladores que manejan las élites políticas. Los primeros ministros se inclinan cada vez más por actuar en consonancia con la opinión pública y, en ese sentido, responden a ella a la vez que al Parlamento, es decir, en parte, tienen dos principales. Como afirman Bradley y Pinelli, la “presidencialización” o “personalización” de la política, en virtud de la cual los líderes “buscan una legitimidad popular informal de sus propios actos a través de la exposición en los medios de comunicación”, afecta “al parlamentarismo en particular, pues la legitimidad democrática pertenece a un cuerpo colectivo que tradicionalmente se siente más incómodo con el elemento personal que el modelo presidencialista” (Bradley and Cesare Pinelli, 2012, pp. 666-667).

Los medios de comunicación han permitido la irrupción de líderes que no se han abierto camino al interior de los partidos. Un caso emblemático es el de Silvio Berlusconi en Italia, por ejemplo. Proviene de la empresa y los medios de comunicación, forma su propio partido y llega a ser Primer Ministro, en fin. Así, “en algunos países europeos, en las últimas décadas, solo un 50 a 60 por ciento de los ministros han sido alguna vez parlamentarios” (Berman y Strøm, 2011, loc. 370).

Este fenómeno coexiste con otro: la menor representatividad de los partidos políticos en virtualmente todos los países. Por ejemplo, en Gran Bretaña a fines de los años 60, el 40 por ciento de la ciudadanía sentía un fuerte compromiso partidario y el 2017, solamente un 15 por ciento. En Alemania, un 81 por ciento se identificaba con algún partido en 1976, y el 2017, solo un 59 por ciento (Dalton, 2019, p. 193). La menor identificación con los partidos políticos también se da en los países nórdicos (Strøm, 2011). En un contexto de creciente desconfianza institucional, los partidos políticos despiertan especialmente poca confianza. Así, en Gran Bretaña el gobierno nacional concita la confianza de un 34 por ciento; la legislatura nacional, de un 36, y los partidos políticos, de un 18. En Alemania, el gobierno nacional concita la confianza de un 27; la legislatura nacional, de un 26, y los partidos, de un 16. “La declinación de los partidos políticos, en especial en términos electorales y de membresía, implica un desafío serio para democracias parlamentaristas” (Strøm, 2003, p. 736).

La mayor debilidad y volatilidad de los partidos afecta las negociaciones requeridas en sistemas multipartidistas para formar coaliciones. Porque dichas negociaciones se basan en la estabilidad y disciplina de los parlamentarios. El líder de cada partido pesa en tanto y cuanto cuenta con los votos de los parlamentarios de su partido. En la medida en que la ciudadanía se identifica menos con un partido y sus posiciones son más volátiles, se hace más difícil liderar y disciplinar a los parlamentarios. Crece en ellos, presumiblemente, la inclinación a buscar votantes explorando temas específicos de manera independiente. La estabilidad de los gobiernos parlamentarios es particularmente sensible a la estabilidad del sistema de partidos. La cadena de delegación del poder es amenazada si uno de sus principales eslabones —los partidos políticos— como agentes no interpretan o interpretan muy imperfectamente la voluntad del principal, es decir, la ciudadanía.

Los partidos siguen siendo fundamentales. Como vio ya Edmund Burke, emanan de la naturaleza humana. Una democracia sana descansa en sus partidos. No hay régimen capaz de funcionar más allá de los partidos. Por otra parte, la “personalización” de la política es un hecho indesmentible, algo con lo que hay que contar. Esa labor de filtro que hacían las élites de los partidos y el Parlamento hoy tiende a ser complementada por encuestas, elecciones primarias o consultas informales. Y las elecciones generales se centran en la persona del candidato a gobernar. La conexión directa del candidato con la ciudadanía, en los hechos, tiende a desbordar a los partidos.

Por otra parte, en países como Hungría y Polonia, como veremos, el partido del líder es una pieza central del poder. Los procesos de polarización de esos países se expresan en los partidos.

Suele haber largos períodos con gobiernos interinos sin poder real

En el régimen parlamentario pueden producirse vacíos de poder prolongados, durante los cuales no hay gobierno real. Esta parálisis sucede porque después de las elecciones, los parlamentarios de los diversos partidos deben formar una coalición que elija al gobernante, al Primer Ministro. Este acuerdo puede demorarse. El país sigue con el Primer Ministro anterior, pero ya sin poder. En los países desarrollados en los que predominan los consensos y hay poca distancia ideológica entre los diversos partidos, esto no pasa a mayores. Con todo, es un problema potencialmente serio.16

En 2017, Alemania estuvo 136 días a la espera de que concluyeran las negociaciones de los partidos y se pudiera constituir la mayoría necesaria para formar un gobierno.

Tomemos el caso de Holanda. Hay ahora 13 partidos con representación parlamentaria (en Chile tenemos 16). Entre 1950 y 1995, el promedio fue de 90 días de tardanza en formar gobierno. El año 1977 pasaron 208 días de cábalas a puertas cerradas antes de acordar quién sería el gobernante. El 2017 les tomó 225 días... Se negocian los partidos que integrarán el gabinete, los nombres de los ministros y el programa. Ha habido programas de 53 páginas, muy detalladas. Esto se critica porque deja al Parlamento muy atado de manos el resto del período. Las decisiones importantes ya quedaron tomadas.

Todavía más: ha sucedido que el partido más votado quede fuera del gabinete. A veces partidos pequeños, pero necesarios para formar la coalición —“partidos-bisagra”— consiguen de los partidos grandes concesiones, es decir, logran cuotas de poder desproporcionado —en materias tales como cargos y políticas públicas— respecto de su votación.

Esto último sucede con los grupos ortodoxos en Israel, con mucha frecuencia. El poder negociador del jefe de un partido no depende, por lo tanto, solo del número de escaños con que cuenta. Es decir, no necesariamente corresponde a la votación que representa. Esta merma de la representatividad aumenta la distancia entre los votantes y el resultado de las negociaciones cupulares. Puesto en otros términos: se incrementan por esta vía los riesgos de pérdida de agencia.

En suma, todas estas transacas ocurren al margen de la ciudadanía, lo que tiende a desconectar a la dirigencia política de la gente. Por eso hay en Holanda propuestas para elegir por votación directa al Primer Ministro, es decir, para avanzar a un régimen presidencialista.

En Bélgica —lo mismo que en Alemania, España o Hungría— rige el voto de no confianza constructivo. Es decir, como se dijo, la coalición solo derriba al Primer Ministro si ya tiene acordado un nuevo Primer Ministro de reemplazo. El 1 de octubre de 2020 se logró elegir a un Primer Ministro, 653 días después de las elecciones. Más de dos años sin poder formar un gobierno... El 2010, Bélgica se había pasado 589 días durante los cuales los parlamentarios negociaban y negociaban un nuevo gobierno.

En España, entre diciembre del 2015 y enero del 2020, no se pudo armar una coalición de gobierno y el país estuvo sin gobierno efectivo. Cuatro años sin poder tomar decisiones de fondo, cuatro años, varias elecciones generales sucesivas y dos primeros ministros —Mariano Rajoy, luego Pedro Sánchez— en compás de espera. La mayor parte de ese tiempo hubo un gobierno “en funciones”, es decir, transicional, interino, sin investidura. El Gobierno en funciones, salvo razones de urgencia, no propone nuevas leyes y rige el presupuesto del año anterior. Es un gobierno que no puede llevar a cabo su programa. Cuatro años de gobierno en estado larvario, en definitiva, cuatro años perdidos.

Según Dalton, estas dificultades se conectan con “la fluidez, volatilidad y complejidad que son el sello distintivo de los partidos políticos contemporáneos” (Dalton, 2019, p. 154). Si esto es así, este tipo de dificultad para formar gobierno es probable que tienda a aumentar.

¿Qué sucedería en un país con las urgencias socioeconómicas de Chile ante situaciones como estas? Una ciudadanía acostumbrada a elegir a su gobernante, ¿cómo reaccionará ante una parálisis gubernamental de este tipo, ante un vacío de esta naturaleza?

¿Cómo elegir a un Presidente/Jefe de Estado que, de veras, sea solo eso?

El parlamentarismo, como vimos, funciona con un Jefe de Estado que no es el Jefe de Gobierno. La reina de Inglaterra reina, pero no gobierna. En regímenes parlamentarios, como los de Holanda, Suecia, Bélgica, Dinamarca o España, hay monarquías. Juegan un papel simbólico y ceremonial. Representan la continuidad y legitimidad del Estado. En otros países, como Alemania, el Jefe de Estado es un Presidente elegido por el Congreso y organismos de representación estadual. Cumple un rol ceremonial.

Las relaciones entre el Jefe de Estado y el Parlamento no siempre son armónicas. Por ejemplo, en la República Checa, el parlamentarismo colapsó porque el Presidente Milos Zeman, elegido el 2013, se negó a cumplir un rol meramente ceremonial. Hoy la República Checa tiene en realidad un régimen semipresidencialista.

El problema no es encontrar alguna forma para elegir a un Presidente que solo sea un Jefe de Estado. El problema es cómo hacer, en un país de asentada tradición presidencialista, para que esa elección no se transforme, en los hechos, en la elección de un gobernante. Esto apunta a las expectativas de la ciudadanía. ¿Cómo impedir que la selección de esa figura se transforme en una contienda política y, en definitiva, se espere de ella, entonces, no solo que presida sino que gobierne? Volveré sobre el tema a propósito del semipresidencialismo en el capítulo iii.

El o la Primer Ministro concentra más poder que el Presidente

Al comparar los poderes del Presidente bajo el presidencialismo y del Primer Ministro bajo el parlamentarismo se pueden considerar factores como el poder de veto, decretos ejecutivos, regímenes de emergencia, iniciativa legislativa, control del proceso legislativo y formación del gabinete. Un estudio de José Antonio Cheibub, Zachary Elkins y Tom Ginsburg, que examina 632 sistemas constitucionales entre 1789 y 2012, concluye que las democracias presidencialistas, parlamentarias y semipresidencialistas tienen relativamente poca “coherencia interna” (Cheibub et alia, 2013). Ninguno de los seis factores antes señalados es exclusivo de un tipo de régimen.

Que un país x sea parlamentarista no significa que necesariamente su Primer Ministro no tenga poder de veto, no pueda formar su gabinete o no tenga poderosas atribuciones en regímenes de emergencia, por ejemplo. Así, el gobierno tiene iniciativa exclusiva en materia de gasto público en Gran Bretaña, Alemania, Irlanda, Canadá, Australia y España, entre otras democracias parlamentarias. Los parlamentarios, en tales casos, no pueden proponer proyectos de ley que impliquen desembolso de dinero sin respaldo del gobierno. Por ejemplo, en el caso del Reino Unido, “solo la Corona (en la práctica, el Gobierno) puede hacer propuestas en materia de gastos e impuestos —esto se conoce como la iniciativa financiera de la Corona”.17 La Constitución Alemana establece que “requieren la aprobación del Gobierno Federal las leyes que aumenten los gastos presupuestarios propuestos por el Gobierno Federal o que impliquen nuevos gastos o que los lleven aparejados para el futuro...” (a. 113, 1,2).

Otro factor crucial es el grado de control que tiene el gobierno sobre la agenda legislativa del Parlamento. De esto, más que del tipo de régimen, según Tsebelis, depende el poder relativo de la primera magistratura en el día a día. En esta dimensión, “hay similitudes entre Chile, Gran Bretaña o Francia, a pesar de su clasificación oficial en diferentes categorías”, presidencialista, parlamentarista y semipresidencialista, respectivamente (Tsebelis, 2002, p. 114). La realidad es más compleja que las categorías tradicionales que se emplean para clasificar las democracias.

A ello hay que agregar que puede suceder que las prácticas pesen más que la regla escrita. Es el caso de Austria, cuya Constitución semipresidencialista otorga el Presidente facultades que nunca ha usado, por lo que funciona, como señalé como una democracia parlamentarista.

Por lo tanto, no es conducente comparar facultades específicas de cada régimen, pues pueden variar según el país y no caracterizan a un régimen de gobierno como tal.

La principal ventaja del parlamentarismo es su eficiencia y celeridad para tomar decisiones, lo que se deriva de la fusión de poderes Ejecutivo y Legislativo. La mayor parsimonia de los regímenes presidencialistas es un precio que se paga para evitar resoluciones impulsivas y emocionales de mayorías pasajeras que, con mayor pausa, discusión y reflexión, no se habrían adoptado. La fusión de poderes implica que el Primer Ministro, mientras cuenta con la confianza de la mayoría de la Cámara, es decir, mientras gobierna, es más poderoso que el Presidente de un régimen presidencialista. ¿Por qué? Primero porque como ya sabemos, reúne en sí los poderes Legislativo y Ejecutivo. Este es, como ya cité, su “eficiente secreto”, según la clásica expresión de Bagehot. El gabinete “mismo es, por así decir, la legislatura...”. En cambio, “... un Presidente puede ser obstaculizado por la legislatura” (Bagehot, 1867, p. 18). Segundo, puede ser reelegido indefinidamente. Y tercero, puede disolver la Cámara. “El gabinete es un comité”, escribió Bagehot, “con un poder que ninguna asamblea legislativa ha sido persuadida de depositar en comité alguno. Es un comité que puede disolver a la asamblea que lo nombró” (Bagehot, 1867, p. 13). El Primer Ministro es, entonces, “una creatura, pero tiene el poder de destruir a sus creadores... fue hecho, pero puede deshacer” (Bagehot, 1867, p. 13 y 14). De esa manera puede de hecho vetar cualquier proyecto del Parlamento y apelar a los parlamentarios elegidos después de la disolución.

El control de la agenda de la Cámara comenzó temprano. “En la práctica, parece que el gobierno controló la agenda —Order Days— desde el comienzo” (Cox, 1987, p. 47). En todo caso, en 1870, Gladstone dijo que “nueve décimos de la legislación de la Cámara, mirando los números y su importancia vinieron de manos del gobierno” (cit., Cox, 1987, p. 51).

Eso se pensaba en la segunda mitad del siglo xix. No es algo que haya cambiado. “El gabinete controla la agenda de la Cámara de los Comunes...” y los parlamentarios “en esencia solo han retenido un poder de veto y, en menor medida, un poder de enmienda de los proyectos legislativos de los líderes del partido mayoritario que se sienta en el gabinete” (Cox, 1987, p. 3). Cox en esto no está solo. “Los Primeros Ministros siempre han sido más poderosos que los Presidentes”, concluye el estudio de Dowding (Dowding, 2013, p. 631). Este sostiene que durante los últimos cuarenta años se ha producido un aumento del poder del Primer Ministro dentro de su gabinete. “Todo Gobierno, afirma Tsebelis, “mientras esté en el poder, puede imponer su voluntad al Parlamento... Mi planteamiento vale para cualquier clase de gobierno parlamentario, controle o no una mayoría de los votos del legislativo” (Tsebelis, 2002, p. 93). “El Primer Ministro Británico es posiblemente más poderoso dentro y fuera de su gobierno que cualquier otro Jefe de Gobierno en cualquier otra parte del mundo democrático” (King, 1991, p. 43).18

La cuestión a sopesar es no solo el significativo poder del gobernante vis-à-vis los parlamentarios, sino que, asimismo, si las elecciones —cuya oportunidad escoge el Primer Ministro— son justas o imparciales. ¿Hasta qué punto el mecanismo se aparta del principio de igualdad de oportunidades? Este segundo problema es, quizá, más importante que el primero desde el punto de vista de la democracia. Hay estudios que muestran que quienes deciden el momento de las elecciones anticipadas compiten con ventaja respecto de sus opositores. Lo mismo vale si el Presidente juega un papel importante en ello, trátese de regímenes parlamentaristas o semipresidencialistas. Hay evidencia de que, bajo el semipresidencialismo, “los Presidentes usan sus poderes de disolución de manera partidista”. Esta ventaja, en un análisis de 27 países, se ha estimado en algo del 5 por ciento de votación extra. En Inglaterra sería del 6 por ciento, “doblando la probabilidad de que el Primer Ministro permanezca en el cargo” (Schleiter, 2019; Morgan-Jones and Schleiter, 2018). Si uno de los corredores es el que decide cuándo dar el pistoletazo de partida, arranca antes y arranca mejor que sus competidores.

El asunto no es trivial si se piensa que los gobernantes pueden ser reelegidos indefinidamente. “En Gran Bretaña, como es bien sabido, escribió King, los dados con los que se juega están fuertemente cargados en favor del Gobierno. La oposición carece de todas las cosas de que carecen los parlamentarios pro Gobierno (backbenchers) —información, conocimiento experto, involucramiento en el día a día del gobierno, autoridad moral— y mucho más... El gobierno no necesita los votos de la oposición... La mayor parte del tiempo la oposición puede recurrir a dos recursos: razones y tiempo... Esto da una medida de la debilidad de la oposición en el sistema británico” (King, 1976, p. 18).

Pero la reforma constitucional del 2011 (Fixed-term Parliaments Act of 2011) significó una importante limitación del poder tradicional del Primer Ministro británico. Como el nombre indica, se avanza hacia un sistema de plazo fijo de duración del gobierno. El período tiene una duración de cinco años, al cabo de los cuales debe haber una elección general. Y el Primer Ministro no puede disolver la Cámara antes de esa fecha, a menos que cuente con 2/3 de los votos. Pierde así el poder de disciplinar a los parlamentarios en ejercicio por la vía de poner en riesgo sus cargos llamando a elecciones en el momento que le es más propicio.

Esta reforma le dio más autonomía a los parlamentarios vis-à-vis el Primer Ministro. Ya no pueden ser obligados a enfrentar nuevas elecciones en el momento en que el Primer Ministro estime más adecuado para sus objetivos. Como planteó el Viceministro Nick Clegg —siendo Primer Ministro David Cameron— en Westminster al presentar la reforma: “El proyecto de ley tiene un único, claro objetivo: introducir Parlamentos de plazo fijo en el Reino Unido, suprimir el derecho del Primer Ministro a disolver el Parlamento solo por ganancia política. Esta simple innovación constitucional tendrá, sin embargo, un profundo efecto porque por primera vez en nuestra historia, la fecha de las elecciones generales no será un juguete en manos del gobierno. Terminarán esas especulaciones febriles acerca de cuándo será la próxima elección, que distraen a los políticos de la conducción del país. En lugar de eso, todos sabremos cuánto se puede esperar que dure un Parlamento, lo que traerá mayor estabilidad a nuestro sistema político” (Gregg, 13/9/2010).

En el fondo, se busca contrapesar el poder de la primera magistratura con un Parlamento relativamente independiente de él. Se restringe el poder del Primer Ministro en la negociación parlamentaria. La correlación de fuerzas cambió. Si hubiera un gobierno de coalición, con esta regla, los incentivos para mantenerse en ella se modifican. Pues los parlamentarios díscolos o los que podrían abandonar la coalición de gobierno pueden evaluar su estrategia con más tiempo. La fortaleza del liderazgo de un o una Primer Ministro en su partido o coalición depende mucho del arma de la disolución. Al dificultarse su empleo, se recorta el poder del Primer Ministro y se empieza a acercar al del Presidente.

Se mantiene la posibilidad de que en virtud de un voto de no confianza, el Primer Ministro renuncie anticipadamente, sin embargo, ya no puede decidir que esa renuncia suya gatille elecciones generales.

Habrá que ver qué sucede en la práctica en el Reino Unido con esta nueva norma de los 2/3 requeridos para disolver el Parlamento. En principio acarrea una transformación sustantiva de lo que ha sido el régimen. El Primer Ministro Boris Johnson hizo en 2019 tres intentos fallidos por disolver el Parlamento. Las encuestas lo favorecían. Entre tanto, la mayoría parlamentaria de oposición rechazó sus proyectos referidos al Brexit. Solo en la cuarta intentona pudo haber elecciones generales y a raíz de ella Johnson quedó en clara mayoría (12/12/2019). ¿Qué hubiera sucedido si el Parlamento no le hubiera dado luz verde a las nuevas elecciones generales?

Que el Reino Unido haya limitado de esta forma el poder de disolución del Parlamento da que pensar. ¿Estaremos ante una parcial “presidencialización” del clásico parlamentarismo de Westminster? ¿No significa que se fortalecen los pesos y contrapesos al modo que propugnaba El Federalista y que caracterizan al presidencialismo? ¿Por qué después de tantas décadas —desde 1841 en adelante— el Reino Unido ha puesto poderosos obstáculos a “la salida” parlamentarista para el caso de conflicto entre el gobernante y el Parlamento? Esta es una pregunta fundamental que se debe abordar, pienso, si se busca fundar un régimen parlamentarista o semipresidencialista en Chile. Las razones que se tuvieron en vista en el Reino Unido para aprobar la reforma las he planteado más arriba.

Sin embargo, la historia no termina aquí: el gobierno de Boris Johnson ha propuesto un proyecto de ley que busca derogar la reforma del 2011 y devolver a la monarquía —es decir, al Primer Ministro, pues en realidad era decisión suya— la prerrogativa perdida. “Esto permitirá a los Gobiernos, durante el período de un Parlamento, llamar a elecciones en el momento en que escojan”, se lee en el mensaje del proyecto. La razón detrás de la propuesta es la que se espera: “La ley de período fijo del 2011, se apartó de una norma constitucional de larga data, en virtud de la cual el Primer Ministro podía disolver anticipadamente el Parlamento. Se aprobó con un escrutinio limitado, y creó una parálisis parlamentaria en un momento crucial para el país” (1 diciembre 2020).19 Es decir, el argumento es que al perder el Primer Ministro la facultad de disolver el Parlamento se creó una “parálisis parlamentaria” que demoró el Brexit. Para evitarla, se devuelve ese poder al gobierno, con lo que se lo fortalece. Lo que está en juego es crucial para el balance de poder entre Gobierno y Parlamento.

El Brexit es un muy buen ejemplo. Un 51.9 por cierto votó a favor de que el Reino Unido se retirara de la Unión Europea (“Leave”). Un 48.1 por ciento votó por permanecer en la Unión Europea (“Remain”). Participó en el referéndum del 23 de junio de 2016 un 72 por ciento del electorado. Posteriormente, los planes de la Ministra Theresa May para poner en práctica el resultado del plebiscito y retirarse de la Unión Europea fueron rechazados por la Cámara de los Comunes, pese a que la Primer Ministra estaba en mayoría. La sucedió Boris Johnson, cuyos planes también fueron rechazados en 2019, hasta que vía su disolución, el Parlamento dejó de ser un obstáculo y cesó la parálisis. El gobierno tuvo pleno apoyo, después de las elecciones, para negociar y materializar la salida de la Unión Europea.

No solo eso: como acabamos de ver, el gobierno de Boris Johnson quiere derogar la legislación del 2011 que puso obstáculos a la disolución sosteniendo que fue aprobada “con un limitado escrutinio”, es decir, de manera precipitada. Se modificó precipitadamente y sin la debida deliberación, un aspecto fundamental y tradicional del régimen político británico. El propio argumento —la reforma no fue debidamente examinada— muestra los riesgos que tiene un Parlamento que depende del Primer Ministro, dependencia que se deriva, principalmente, de la amenaza de disolución. “Hay muy poco que pueda igualarse al impacto de la amenaza de una elección general” (Norton, 2016, p. 16).

Me he detenido en el caso de esta reforma del 2011 al parlamentarismo de Westminster para mostrar el poder que conlleva la facultad de disolver el Parlamento. La discusión que hay al respecto en el Reino Unido demuestra lo crucial que esta prerrogativa es para el parlamentarismo y, a la vez, los inconvenientes y riesgos que acarrea. Por cierto, lo que quiero decir no es que el mecanismo sea equivocado, sino que al pensar en un parlamentarismo para Chile hay que tomar en cuenta sus virtudes, pero también sus costos. “La salida” para evitar un gobierno de minoría tiene sus riesgos. La discusión que hay hoy al respecto, y nada menos que en Westminster, revela que la disolución no es gratis; se paga un precio por ella.

Al mismo tiempo, el caso ejemplifica que no es tan es fácil dar con una fórmula híbrida adecuada, como la que estableció la reforma del 2011, que solo buscó restringir la prerrogativa. Por cierto, hay fórmulas que varían según los distintos países. En Alemania, por ejemplo, la facultad radica en el Presidente y la puede ejercer si no se forma gobierno o si el Canciller pierde un voto de confianza. Esto último ha sucedido porque los cancilleres han provocado la censura para disolver el Parlamento y el Presidente, entonces, ha procedido. Fue el caso de Willy Brandt (1972), Helmut Kohl (1982) y Gerhard Schröder (2005). La práctica indica que la iniciativa radica en el Canciller o Primer Ministro. En Italia, en cambio, en 1994, ante la renuncia del Primer Ministro Silvio Berlusconi, el Presidente Óscar Scalfaro, contrariando la costumbre, se negó a disolver el Parlamento. Fue, hay que decirlo, una decisión excepcional. Hay países que hacen la disolución más difícil. Mientras más se avance en esa dirección, mientras más restricciones se incorporen, más fácil es que el gobernante se encuentre en la posición de los Presidentes en minoría.

En resumen, es claro que el poder que tiene bajo el parlamentarismo un Primer Ministro es mayor que el que tiene un Presidente bajo el presidencialismo. Quiero decir, si mantenemos las demás facultades constantes, el Primer Ministro es más poderoso que el Presidente. ¿Por qué? Porque puede disolver el Parlamento. Y esa arma, esa amenaza, aunque no la use, disciplina a los parlamentarios. Para un parlamentario cualquiera, oponerse al Primer Ministro tiene más riesgos que oponerse al Presidente. De allí que haya un incentivo mayor para mantenerse en la línea política de la coalición que gobierna. Las ventajas en materia de facilidad para armar coaliciones se corresponden con el mayor poder del Gobierno. La contracara: parlamentarios más débiles, menos independientes. En otras palabras, el mayor poder de decisión del gobernante se obtiene a cambio de un precio que se debe considerar y que, en especial, los parlamentarios deben ponderar.

Si el sistema de partidos está muy polarizado, claro, tiende a disminuir la aversión al riesgo. En tal caso, la amenaza de disolución puede no tener los efectos esperados en condiciones de baja polarización. Partidos anti-sistémicos pueden hacer apuestas audaces y en esa situación, las expectativas antes reseñadas con respecto a la potencial disolución e, incluso, la disolución efectiva, podrían no darse.

Para decirlo con las palabras del profesor Arturo Valenzuela, como ya se sabe, destacado propulsor del parlamentarismo: “Reagan es un gobernante más débil que Margaret Thatcher” (Valenzuela, 1985, p. 49). En efecto, el presidente Reagan de Estados Unidos era más débil que la Primera Ministra de Gran Bretaña, Margaret Thatcher. El Presidente Biden será más débil como gobernante que Angela Merkel. Pese al llamado “hiperpresidencialismo” chileno, la Canciller Angela Merkel es más poderosa en Alemania de lo que es el Presidente Sebastián Piñera o fue la Presidenta Michelle Bachelet en Chile.

En otras palabras: si el Presidente Piñera —en minoría en el Parlamento— tuviera la facultad de disolver el Congreso tendría, obviamente, más poder que el que tiene bajo la Constitución actual. Si la Presidenta Bachelet —con mayoría en el Parlamento—, además hubiera podido disolver el Congreso, es obvio que habría tenido un arma para disciplinar su coalición de la que no disponía cuando gobernó.

Para decirlo otra vez con el profesor Valenzuela: “es un mito que los regímenes parlamentarios sean más débiles que los presidenciales.... Los regímenes parlamentarios.... son, por definición, más fuertes” (Valenzuela, 1985, p. 49).

Quienes se inclinan por el parlamentarismo por fortalecer al Parlamento frente al Gobierno, son parlamentaristas por las razones equivocadas. Ser partidario del parlamentarismo es —céteris páribus— ser partidario de darle más poder al gobernante, al Primer Ministro; más poder que el que tiene un Presidente bajo el régimen presidencialista. Este es el hecho. Quien quiere abandonar el llamado “hiperpresidencialismo” porque busca disminuir el poder del Ejecutivo, y para ello se embarca en un proyecto parlamentarista o semipresidencialista, ha tomado una ruta que, lejos de disminuir los poderes del gobernante, los aumentará.

La “fusión de poderes” en la Hungría de hoy

La idea común de que los regímenes parlamentaristas per se fomentan la moderación política y frenan la polarización debe ser revisada. “El alza de los partidos radicales de protesta ha sido particularmente dramático en los sistemas parlamentaristas”, han escrito Bergman y Strøm. Mencionan Austria, Bélgica, Italia, Holanda (Bergman y Strøm, 2011, pos. 6625).

En este contexto, Hungría es un caso de parlamentarismo digno de atención. Como en Alemania, España o Bélgica, rige un sistema de voto de censura constructivo. A primera vista, Hungría puede parecer un país demasiado distinto de Chile como para que nos ocupemos de él. Sin embargo, en ciertos aspectos, desde cierto ángulo político, los países centroeuropeos tienen más en común con Chile que Francia, Alemania, Suecia o Gran Bretaña.

El clima político de Hungría no se caracteriza por la moderación. Muy por el contrario, se trata de un país en el que la mayoría se ha construido sobre la base de polarizar la sociedad. No solo eso. Hungría que tenía desde los años noventa, según el ranking de democracia de Freedom House, un puntaje de 5.6 (el máximo es 7) bajó a 3.6, con lo cual pasó a formar parte de los países no democráticos (Nations in Transit, 2020). ¿Cómo ha ocurrido esto? El fenómeno político lo comentaré más adelante, en el capítulo xiii. Por ahora, solo el aspecto institucional.

En las elecciones del 2010, Viktor Orbán obtuvo 70.7 por ciento de los votos y su partido, Fidesz, el 66.7 por ciento de los escaños. La extraordinaria mayoría parlamentaria obtenida le permitía cambiar la Constitución y adoptar medidas destinadas a asegurar su poder para las próximas elecciones. Su biógrafo József Debreczeni lo advirtió el 2009. Si consigue “una mayoría constitucional”, escribió, “la transformará en una fortaleza de poder inexpugnable” (Lendvai, 2018, loc. 1229). Elegido Primer Ministro presentó al Parlamento un proyecto de nueva Constitución Política el 14 de marzo de 2011. Es aprobada el 18 de abril de ese mismo año. Surge de la necesidad de derogar la Constitución vigente que, aunque sustancialmente reformada, es, por su origen, considerada una Constitución comunista e ilegítima.

La Constitución del 2011 establece un régimen parlamentarista en el que la ciudadanía elige a los representantes de la Asamblea Nacional o Parlamento. La Asamblea Nacional elige al Presidente, que es el Jefe de Estado, y al Primer Ministro. El Parlamento dura cuatro años. Puede ser disuelto formalmente por el Presidente, pero previa consulta al Primer Ministro, el presidente de la Asamblea y jefes de partidos. En la práctica, el poder de disolución recae en el Primer Ministro, quien puede hacer de cualquier proyecto de ley una cuestión de confianza.

La Constitución de Orbán reformó el Tribunal Constitucional, para dejarlo sin dientes y no poder contrapesar como antes el poder mayoritario en el Parlamento. Sus miembros son nombrados ahora por la mayoría parlamentaria y se aumentó su número para, de ese modo, conseguir rápidamente el control. Incluso su Presidente pasó a ser designado directamente por el Parlamento y se aumentó su período a doce años. Debido a una reforma psoterior, cualquier ley que el Tribunal decrete inconstitucional puede ser incorporada a la Constitución por el Primer Ministro, si es que cuenta con 2/3 del Parlamento. El tribunal se transformó en una entidad que, simplemente, legitima las decisiones de la Asamblea, es decir, de Fidesz. Incluso se prohibió apelar a las sentencias previas del Tribunal, que había sido independiente y activo, lo que le había significado frecuentes choques con el Parlamento. El Tribunal no puede pronunciarse sobre leyes que afecten el gasto fiscal. Orbán puso fin a la independencia del Banco Central, que pasó a ser una pieza de la política económica gubernamental y cumple ahora, también, tareas de fomento empresarial. Un Consejo Fiscal, cuyos tres miembros son propuestos por el Primer Ministro, pueden vetar el proyecto de ley de presupuesto, lo que gatilla de inmediato la disolución del Parlamento. Orbán reestructuró el sistema judicial, anticipando la jubilación de los jueces a fin de reemplazarlos por magistrados afines. Algo similar ocurrió en las fiscalías. El Fiscal Nacional es nombrado por la Asamblea. Se abolió la Corte Suprema y fue sustituida por un nuevo tribunal controlado por el gobierno. El presidente de la Corte Suprema también es nombrado directamente por el Parlamento. Sin Tribunal Constitucional, Banco Central ni judicatura independientes, el poder se concentró en el partido mayoritario en el Parlamento (Scheppele, 2016, 2018; Körösenyi et alia, 2020).

Por su parte, el tiempo que el Parlamento dedica, en promedio, a analizar y discutir una ley bajó, entre el 2010 y el 2014, de dos horas y doce minutos a una hora y quince minutos, casi un 50 por ciento (Lendvai, 2018, loc. 1547). Se modificó, a su vez, el sistema electoral y se redibujaron los distritos, lo que ha favorecido a Fidesz. En la elección del 2014, con un 44.9 por ciento de los votos, Fidesz obtuvo el 66.8 por ciento de los escaños parlamentarios. (Recordemos que el 2010, con 70.7 por ciento obtuvo el 66.7 por ciento de los escaños). Los ministros de Estado, como, por ejemplo, en Alemania, son de la exclusiva confianza del Primer Ministro. Empleando un mecanismo conocido en Chile, la Constitución definió treinta leyes “cardinales”, que no pueden ser modificadas sino por 2/3 de los parlamentarios. con el objeto —según declaró Orbán sin ambages en una entrevista— de “atar las manos de los próximos diez gobiernos”.

El partido controla absolutamente la televisión y radio estatales y la más importante agencia de noticias. No solo eso: creó una nueva agencia reguladora de los Medios de Comunicación y desde entonces, las frecuencias de canales y radios privados pasaron, fundamentalmente, a manos de empresarios pro Fidesz. Los principales diarios han sido comprados por empresarios pro Orbán, en especial los que eran de oposición. El Gobierno contribuye a su financiamiento comprando avisaje. Incluso los pocos medios de oposición que subsisten dependen del avisaje gubernamental. El 2018 la vasta red de medios de comunicación privados se fusionó en un solo conglomerado, una fundación sin fines de lucro controlada por Fidesz. Por otra parte, Orbán cerró la Central European University, que financia Georg Soros, y los subsidios gubernamentales a la cultura se dirigen a las instituciones pro Fidesz.

Con sus espectaculares resultados electorales, más frecuentes consultas populares informales se ha edificado y legitimado un poder autocrático difícil de contrarrestar. No es que no pueda perder las elecciones, no; es que es muy difícil que las pierda. Orbán aprueba cada candidatura a parlamentario de Fidesz, y como líder del partido mayoritario en el Parlamento, ha logrado juntar todo el poder en el partido y, por tanto, en él.

La “casi total fusión de poderes legislativos y ejecutivos en el Primer Ministro” ha terminado por construir la figura de un “dictadura constitucional” (Schepelle, cit. en Lendvai, 2018, loc.1833). Lo ha conseguido sin disparar un tiro. El estado de derecho se mantiene, pero solo formalmente y siempre al servicio de los objetivos políticos del gobernante. Por ejemplo, instaurada la nueva Constitución del 2010 ha sido modificada ya nueve veces. “Un aspecto crucial ha sido la supermayoría obtenida en el Parlamento, que le ha ofrecido una oportunidad prácticamente ilimitada de cambiar las instituciones para apoyar sus objetivos políticos” (Körösenyi et alia, 2020, p. 66). De esta manera, nada puede ocurrir ni en el partido, ni en el gobierno, ni en otras reparticiones del Estado sin el permiso o aprobación de Orbán (Körösenyi et alia, 2020, p. 97). “Orbán llevó a cabo una revolución autocrática con una exquisita precisión legal” (Schepelle, 2018). No se trata —hay que insistir— de una dictadura tradicional. Imre Kertész, el Premio Nobel de Literatura, dijo el 2014 de su país: “No me gusta lo que está pasando en Hungría... pero ciertamente Hungría no es una dictadura” (Kertész, 13/11/2014). La Unión Europea no reconoce al régimen que encabeza Nicolás Maduro en Venezuela; lo considera ilegítimo, por haber violado las normas constitucionales establecidas en 1999. En cambio, no considera ilegítimo el régimen de Orbán, porque no ha violado las normas constitucionales. El distingo es fundamental. El fenómeno que más interesa hoy día es el de regímenes como el de Orbán, pues no hay una ruptura legal.

Experiencias como las de Hungría obligan a repensar el valor que tienen los pesos y contrapesos en el poder. Uno de ellos, bajo el presidencialismo, es, precisamente la independencia del Parlamento respecto del Presidente, el que no puede ser disuelto por este. Esto le permite disciplinar a la oposición y a su propia coalición. No hay duda: Orbán maneja su mayoría parlamentaria porque es un líder de su partido y coalición, por su indudable carisma y habilidad política. Pero también porque puede disolver el Parlamento y los parlamentarios no quieren poner en riesgo sus escaños. Otro contrapeso propio del régimen presidencialista: la elección por partes del Senado, que busca evitar que el poder total quede en manos de una mayoría momentánea, como la que obtuvo después de la crisis económica del 2008, Viktor Orbán. Él mismo advirtió: “Solo tenemos que ganar una sola vez, pero entonces, propiamente” (Lendvai, 2018, loc.1341).

El Parlamento incide menos en la legislación bajo el régimen parlamentarista

Esto es contraintuitivo. Se suele creer que bajo el régimen parlamentarista el Parlamento legisla más que bajo el presidencialismo, se oye decir que bajo el presidencialismo, el Presidente hace del Congreso un mero buzón para sus propios proyectos. Los estudios demuestran lo contrario.

Como dijo Walter Bagehot —vale la pena citarlo de nuevo—, el “eficiente secreto” del parlamentarismo inglés es “la casi total fusión de los poderes ejecutivos y legislativos” en el Gabinete. Con ello el Primer Ministro “tiene el virtual monopolio de la iniciativa legislativa” (Cox, 1987, p. 5). “La legislatura elegida, en el nombre, para hacer leyes, en los hechos encuentra su principal ocupación en el hacer y mantener al Ejecutivo” (Bagehot, 1987, p. 10 y p. 11). Estudiosos de hoy validan esta tesis de Bagehot. El Primer Ministro o la Primera Ministra “puede presentarle a su partido propuestas del tipo tómalo o déjalo... rara vez ...debe el gobierno acceder a enmiendas a las que se opone” (Dowding, 2013, p. 630). La verdad es que “la mayoría de los estudiosos del parlamentarismo han notado recientemente el papel declinante de los parlamentos en el proceso legislativo... no hay duda de que en muchos países en la práctica el papel del Parlamento consiste en aprobar sin cuestionamiento los proyectos gubernamentales” (Bradley and Cesare Pinelli, 2012, p. 665).

En el régimen presidencialista, en contra de lo que a veces se piensa, el Parlamento, como poder independiente del Ejecutivo, tiende a desempeñar un papel legislativo más protagónico que bajo el parlamentarismo británico. El Congreso de Estados Unidos, como ha mostrado Dowding, interviene modificando más las leyes que la House of Commons. Esto es muy sintomático y no es casual. “La posibilidad de un papel autónomo del Parlamento... se hace imposible por la misma dinámica del modelo parlamentarista” (Bradley and Cesare Pinelli, 2012, p. 665).

En suma, bajo el régimen presidencialista, el Parlamento, como poder independiente del Ejecutivo, tiende a desempeñar un papel legislativo más protagónico que bajo el parlamentarismo.

Los gobiernos de minoría también se dan bajo el parlamentarismo

Los gobiernos de minoría —que bajo el régimen presidencialista, tanto inquietan—, no desaparecen ni con el parlamentarismo ni con el semipresidencialismo (Strøm, 1990). No se trata de una situación propia o exclusiva del presidencialismo. Pero, por cierto, hay diferencias. Una mayoría parlamentaria, en principio, puede en cualquier momento acordar sustituir ese gobierno minoritario, de modo que es una situación tolerada por la mayoría y, por otra parte, el Primer Ministro puede disolver el Parlamento. Bajo el presidencialismo, el Presidente típicamente no puede disolver el Parlamento. Puede, sí, en principio, armar una coalición que le dé mayoría en el Congreso. Y eso puede ocurrir bajo el parlamentarismo y bajo el presidencialismo. Se supone que para un partido cualquiera hay más incentivos para formar una coalición estable bajo el parlamentarismo, puesto que de ella emergerá un gobierno del que puede formar parte. Pero no siempre conviene a un partido determinado incorporarse a una coalición de gobierno.

Bajo el parlamentarismo, si hay multipartidismo y ningún partido consigue la mayoría absoluta, entonces o gobierna una coalición o un gobierno de minoría. Vale decir, si la mayoría parlamentaria no logra formar una coalición para gobernar, entonces gobierna un gobierno que está en minoría.

Los gobiernos de minoría no son una anomalía, falla o enfermedad. Tampoco lo son bajo el presidencialismo. De hecho, se dan, bajo el parlamentarismo, en un tercio de los casos desde la Segunda Guerra Mundial (Strøm, 1990, loc. 125). Es decir, uno de cada tres gobiernos parlamentarios ha sido un gobierno de minoría. En Europa representan el 37 por ciento de los casos entre 1945 y 1999. Según otra estimación, representan el 32.3 por ciento de los gobiernos de Europa Occidental y un 41.1 por ciento de los de Europa Central (Field, 2016, loc. 262). Por otra parte, en las democracias semipresidencialistas, ha habido gobiernos de minoría un 23.4 por ciento del tiempo (Elgie, 2011, p. 180).

Los gobiernos parlamentarios de minoría son comunes en los países escandinavos. En Dinamarca, Suecia, Noruega, Islandia y Finlandia,20 durante la década de 1980, representaron el 68 por ciento de los casos. Un verdadero récord (Bergman y Strøm, 2011, pos. 6832). En Dinamarca, hay 10 partidos políticos representados en el Parlamento y que el gobierno esté en minoría es lo habitual. Entre 1970 y 2010 solo hubo un gobierno mayoritario, que duró dieciocho meses (Damgaard en Bergman y Strøm, 2011, pos. 1429). Entre 1945 y el 2010, los gobiernos de minoría representan el 89 por ciento de los casos. Ese porcentaje llega a un 72 por ciento en Suecia y a un 63 por ciento en Noruega (Field, 2016, loc. 364).

También han ocurrido con frecuencia en Canadá (es el caso de Justin Trudeau, por ejemplo), India y Nueva Zelanda.

En España, entre 1977 y el 2015, un 58 por ciento de los gobiernos fueron gobiernos de minoría (Fields, 2016, loc. 364). Adolfo Suárez (1979-1981), Leopoldo Calvo Sotelo (1981-1982), Felipe González (cuarto período: 1993-1996), José María Aznar (primer período: 1996-2000) y Rodríguez Zapatero (2004-2008 y 2008-2011) tuvieron que gobernar al menos algún período en minoría. Este último, solo gobernó en minoría. También Mariano Rajoy, reelegido el 2016, gobernó en minoría. En general, al no haber un partido mayoritario, los partidos regionalistas han permitido la conformación de estos gobiernos de minoría absteniéndose en la votación. En segunda vuelta, para ser elegido Presidente basta una mayoría simple, la cual se obtiene si algunos partidos pequeños se abstienen. Esos partidos regionalistas prefieren quedarse fuera del gobierno y negociar algo a cambio de esa abstención. La negociación fructifica porque es posible concordar, en parte, los objetivos de los partidos. Y ello se facilita porque el sistema de partidos no se organiza en función de una sola y la misma dimensión (derecha/ izquierda, por ejemplo), sino que es multidimensional, debido, precisamente, a los partidos regionalistas. Los partidos calculan que aliarse al partido grande a cambio de, por ejemplo, un par de ministerios tiene más costos que beneficios. Estos gobiernos de minoría, al no contar con una coalición mayoritaria de respaldo, negocian sus proyectos de ley caso a caso (Fields, 2016, loc. 1096 y sigs.). Lo mismo hace un gobierno en minoría en el Congreso bajo un régimen presidencialista.

Keudel- Kaiser ha estudiado en profundidad la génesis de once gobiernos parlamentaristas de minoría en Europa Central (Bulgaria 2 gobiernos, la República Checa 3, Estonia 0, Latvia 2, Lituania 1, Rumania 3 y Eslovaquia 0) y dos en un país semipresidencialista (Polonia), entre 1991 y el 2010 (Keudel-Kaiser, 2014). El asunto es relevante para Chile, pues se trata de países con sistemas de partidos multipartidistas y mayor polarización.

La conclusión es que la explicación está, justamente, en el sistema de partidos. No en el régimen mismo. Lo que causa los gobiernos de minoría es “la bifurcación del sistema de partidos”, la “fuerte división”, la “competencia polarizada”. Esto puede tomar la forma de dos partidos o bloques polarizados y dominantes o de profundas divisiones junto con partidos con los que no se forman coaliciones. En el fondo, la pluralidad de partidos unida a la falta de consensos es lo que da origen a los gobiernos de minoría.

Si en Dinamarca los gobiernos de minoría se sustentan en un sistema de partidos con consensos amplios y poca distancia ideológica entre ellos, en Europa Central sucede lo contrario. Y si en Dinamarca los gobiernos de minoría funcionan razonablemente bien, no ocurre lo mismo en Europa Central, según Keudel-Kaiser. La diferencia no es el régimen; es la cultura política. De este estudio se desprende que las divisiones políticas profundas, por una parte, pueden causar gobiernos de minoría y, por otra, hacer que los gobiernos de minoría no funcionen bien.

Lo relevante no es con qué frecuencia se producen gobiernos parlamentaristas de minoría en general, sino qué los produce. Porque son sus causas lo que permite anticipar si en un país como Chile tenderán a ocurrir o no y cuál será su naturaleza.

Es fácil imaginar hoy en Chile gobiernos de minoría bajo un régimen parlamentarista o uno semipresidencialista de premier, que funcione de manera parecida al régimen parlamentarista. Supongamos que gobierna una coalición como la ex Nueva Mayoría (partidos Democracia Cristiana, Radical, ppd, Socialista y Comunista). El Partido Comunista decide abandonar el gobierno de centroizquierda. La mayoría de los parlamentarios son ahora de oposición. Pero es una mayoría dividida. El Partido Comunista y el Frente Amplio (izquierda) no podrían formar gobierno con la coalición de ChileVamos (udi, rn y Evópoli), una coalicion de derecha y centroderecha. Tampoco quiere el Frente Amplio entrar al gobierno de centroizquierda instalado. Entonces se mantiene un gobierno de minoría que negocia las leyes una a una, tal como lo hace un Presidente en minoría.

No se vé por qué, en principio, un gobierno de minoría podría funcionar razonablemente bien bajo un régimen parlamentarista o semipresidencialista y constituir una falla estructural o enfermedad terminal bajo el presidencialismo.

No es que el presidencialismo tenga un problema para el que “no tiene salida”: quedar en minoría en el Congreso. No. Algo análogo ocurre en los regímenes parlamentaristas y semipresidencialistas. “La salida” bajo el presidencialismo es, en principio, lenta. El Presidente en minoría o arma una coalición mayoritaria o negocia uno a uno sus proyectos o lucha para que las próximas elecciones le den una mayoría a su coalición, a sus proyectos. La “salida rápida” del parlamentarismo es disolver el Parlamento y llamar a elecciones. Pero no siempre las elecciones resuelven tan rápido el problema como parece a primera vista. A veces, formar un nuevo gobierno tarda años. A veces —vale la pena reiterarlo—, como ha ocurrido en España entre 2016 y 2020, varias elecciones parlamentarias sucesivas no permiten formar gobierno estable. A veces, se forma un gobierno que queda en minoría. Cuán grave sean estas situaciones dependerá de cada país, de las circunstancias por las que atraviesa, y, por cierto, de su sistema de partidos, de la distancia ideológica entre ellos, del grado de polarización. Dinamarca es una de las democracias más consensuales que existe. No hay gran distancia ideológica entre los partidos. En Europa Central, en cambio, un multipartidismo con escisiones políticas hondas y reales explican tanto la emergencia de los gobiernos de minoría como los problemas de su funcionamiento. ¿El multipartidismo chileno se parece —se parecerá a futuro— más al de Dinamarca, donde imperan los consensos, o al de Europa Central, agrietado por divisiones profundas?

El problema de fondo no es ni el gobierno de minoría per se ni el régimen político per se ni el multipartidismo per se: el problema es la polarización de los partidos, la falta de consensos políticos mínimos. Ahí es donde hay que poner el acento. La democracia funciona bien a partir de ciertos consensos. La polarización dificulta la eficacia de la democracia para abordar los problemas de la población y tiene un efecto desestabilizador.

Con todo, hay que rescatar en las propuestas en pro del parlamentarismo —lo mismo vale para el semipresidencialismo— la preocupación por robustecer la gobernabilidad. Volveré sobre este punto en el último capítulo.

Estas consideraciones no hacen imposible la implantación de un régimen parlamentarista en Chile. Pero sí muestran el profundo cambio de mentalidad que significan. Se trata de un diseño racionalista y supone un constructivismo social de gran magnitud y ambición. Por otro lado, hay que tener presente no solo sus virtudes, sino las dificultades propias que este régimen acarrea, es decir, lo que se sacrifica y arriesga a cambio de sus ventajas.

La pregunta por el régimen político

Подняться наверх