Читать книгу Este morir a gotas - Arturo Pizá Malvido - Страница 10
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Así, simplemente, inició todo esto. A primera vista, aquélla era una mañana normal, como cualquier otra; sólo un glaucomoso —y un glaucomoso muy imprudente— habría podido reparar en los extraños animales de nubes que ensuciaban el azul del cielo.
Después de una noche de alcohol y guitarra, los cuatro amigos amanecimos con el sol sobre los párpados. Las moscas comenzaron a hacer lo suyo. Sol y moscas, nefasta costumbre del trópico.
—¡Abraxas, galla, galla, tse, tsé! —gritaba el científico Pepe Tavares mientras un puñado de moscas gigantes le comía la nariz a mordiscos. La secreción mucosa, el alimento preferido de Júpiter.
Se revolcaba y agitaba las manos sin que los tábanos se alejaran siquiera un milímetro.
—Miren, Pepe ya tiene un bigote como el del tío Adolf —se mofó Agustín Rommel no sin cierta angustia.
Al verlo, Pito Tiñoso y yo nos empezamos a carcajear. (Nunca perdíamos la oportunidad de burlarnos de un camarada en desgracia.) Llegó el momento en que una nube de insectos cubrió por completo la cara de Pepe Tavares. Cuando la situación se tornó drástica, no antes, propuse que le rociaran repelente.
—A la orden, mi querido Semion —dijo Pito Tiñoso que ya estaba a dos pasos de la bolsa de dormir del infeliz.
—¡Abraxas, galla, galla, tse, tsé! —insistía estérilmente Pepe Tavares.
Con el pene de fuera, debidamente fláccido para tan temeraria empresa, Pito Tiñoso descargó un fuerte chorro de orines sobre el rostro del torturado. Y, en efecto, los moscardones se dispersaron, sólo que fueron a reubicarse sobre la manguera enemiga; una pista de aterrizaje a la medida.
“¡Abraxas, galla...” —gritaron ambos parias antes de salir disparados en dirección al mar.
—Qué puta goma —mascullé desde mi puesto de vigía, entre risotadas.
—Dicen que el mar, por sí solo, no es azul, que todo depende del reflejo del cielo —dijo muy serio Agustín Rommel, como si el espectáculo que brindaban Pito Tiñoso y Pepe Tavares fuera cosa de todos los días; y, a decir verdad, sí era cosa corriente.
—¡Qué puta cruda! —exclamé nuevamente, pero ahora con cansancio.
—Bueno, también dicen que influye la claridad de la arena. Oye, Semion, ¿qué tonalidad crees que tendría el mar si el cielo fuera del color de la menstruación de tu madre?
—¡Qué puta resaca, coño! —contesté, pronunciando como un gachupín que se sodomiza con sus propios chorizos.
Agustín Rommel asintió con la cabeza y se llevó a la boca las últimas gotas de una botella de mezcal. El fascista hizo un gesto horripilante, el líquido estaba a punto de ebullición. Se limpió los granos de arena que le habían quedado alrededor de la boca y dijo con la botella en lo alto:
—Mientras más cerca del fondo, más cerca del cielo.
—Del infierno —corregí entre dientes, con la intención de ser oído, pero no comprendido.
El neonazi, fuera de sí, soltó el frágil cadáver de alcohol y fue a reunirse con sus amigos en las olas; ellos ya lo esperaban con el aguijón de una mantarraya bien escondido bajo la espuma de las aguas.
“De tus nalgas”, comentó “alguien” desde el interior de mi pantalón corto de baño. Había algo de Alberto Pincherle en esa voz; del perseguido por los fascistas, por supuesto.
Resaca, goma, mariposa negra, hang over... Si de algo estaba seguro en ese momento, era de que en cada cruda se corre el riesgo de perder la razón, de amanecer en un mundo en el que ya no se encuentra acomodo, una realidad en la que el tiempo —esa asquerosa forma a priori— no avanza como lo ha hecho siempre.
“Hay que estar siempre borracho. Todo radica ahí: es la única cuestión. Para no sentir el horrible fardo del Tiempo, que destroza vuestras espaldas y os inclina hacia el suelo, es preciso emborracharse sin tregua.
”¿Y de qué? De vino o de poesía, a vuestro antojo, pero em-borrachaos.
”Y si alguna vez os despertáis en la escalinata de un palacio, en la verde hierba de un foso, en la mustia soledad de vuestro cuarto, habiendo disminuido o desaparecido la embriaguez, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al pájaro, al reloj, a todo lo que huye, gime, rueda, canta y habla, preguntadle qué hora es; y el viento, la ola, la estrella, el reloj os responderán: ¡Es hora de emborracharse! Para no ser esclavos martirizados por el Tiempo, emborrachaos, ¡emborrachaos constantemente! De vino o de poesía, a vuestro antojo” —dijo la Verga, parafraseando a un célebre dipsómano del siglo pasado.
País de la muerte, paraíso infernal.