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¿Qué era lo que más le gustaba de la Enana? Quizá el hecho de que estaba en esa etapa intermedia de sensualidad aberrante que tanto gusta a los libertinos de pene retorcido: no niña… no mujer. Y no sólo eso, Epifanía —la Enana— era dueña de una personalidad frágil y encantadora. Pero seamos sinceros, a Semion Semionovich Golubchik, en ese momento de furor lúbrico, lo mismo le habría dado una pigmea que una basquetbolista acromegálica.

El departamento era en sí tristón. Poco había allí, nada que va-liera una descripción muy detallada. Una hielera repleta de cervezas, un aparato antiguo de radio, una silla de lámina en la que hacía mucho tiempo no se sentaba un jugador de dominó, una televisión descompuesta, una camita sin hacer, la cortina alguna vez blanca y dos cuerpos apolillados por el deseo, si es que tal cursilería es posible. Era —y es, todavía en pie— uno de esos cubos de cemento y varilla que vemos a diario por la ciudad cuando el esmog nos lo permite. El edificio aún existe, pero ya no lo habita nadie desde el golpe militar. En vez de hogares hay oficinas o pequeñas bodegas que guardan productos chinos sin permiso de importación.

Pero volvamos a la primera noche que la mujer pasó ahí. Él, sentado sobre la cama, con la cara enrojecida por el sol de una semana de vacaciones. Ella, de pie, desnuda y sucia, reconociendo el lugar con los ojos llorosos. Pertinente será decir que los dos olían a testículos de albañil en día de la Santa Cruz.

—Acércate y párale al llanto, me aburren los melodramas —dijo Semion Semionovich Golubchik en una más de sus imitaciones baratas de Arturo de Córdova.

La mujer se lamió las lágrimas en torno a los labios y obedeció: se hincó frente a la cincha, la gran culebra tuerta que a tantas pubertas había tratado de hipnotizar. Con la lengua de fuera, la niña siguió rítmicamente el movimiento ondulatorio del reptil; cerró los ojos y dudó por un tiempo, exactamente el que tardaría un tren en recorrer una distancia de 300 decámetros a una velocidad constante de 145 kilómetros por hora. Desconcertada, pareció haber perdido el apetito por completo.

—Vamos, mujer, no es la hora de preocuparse por el colesterol —apuró Semion Semionovich Golubchik.1

La Enana miró primero la boa, luego al impaciente dueño de la serpiente y luego otra vez a la boa. Por fin se atrevió a preguntar, ya sin llanto:

—¿Está seguro? ¿No es pecado?

Por respuesta obtuvo una sonora flatulencia. El aura hedienta no tardó mucho en llegar a su nariz. Epifanía aspiró de buena gana aquel agradable aroma. Con ambas manos sujetó la raíz del pene; seis de sus minúsculas palmas no hubieran sido suficientes para apresar semejante animal.

Vale repetir que la lili-putiense estaba descalza hasta el cuello y con marcas de aceite y grasa en partes muy señaladas de su ridículo cuerpo. Cualquier corruptor de pigmeas hubiera podido adivinar que Epifanía había pasado un día completo en la cajuela de un automóvil, junto a la llanta de refacción, la llave de cruz y otros objetos que se esconden en ese lugar.

—Esto es pecado, no me engañe —canturreó ella, ya sin mocos en los pulmones, cual niña perdida en un burlesque. Iba a añadir algo, pero la explicación de Semion Semionovich Golubchik la desarmó por completo.

—¡Qué va, si ésta es la verga de Diosito Santo!

Se acecharon; por segundos ese cruce de miradas se convirtió en complicidad escatológica, igual que cuando dos calzones cagados se examinan frente a frente. Ella se quedó en silencio, con la lengua de fuera, sin saber qué decir.

—¿Cómo quiere que me la meta a la boca si ni su nombre sé? —dijo por fin la ramerita. Al instante se arrepintió de haber dicho semejante estupidez. “La educación se mama, hija mía”, le había escupido decenas de veces su abuelita, pero no sabía bien cómo aplicar la frase a esa situación en particular.

—No tiene nombre ni apellido —explicó el hombre.

Frecuente es que las enanas pongan sobrenombres a los miembros de sus amados, ora Junior ora el diminutivo del hombre en turno; Epifanía no era la excepción. Ah, pero qué nombre más complicado se cargaba aquel tipo.

—La llamaremos, digamos, por qué no, Verga.

—¡Por el irritado clítoris de Fanny Hill, dile como quieras, pero trágatela ya! —dijo Semion Semionovich Golubchik, ya en el colmo de la urgencia.

Sin darle especial importancia al apuro de su acompañante, Epifanía le propuso a la recién bautizada sierpe:

—¿Por qué no mejor me cuentas una historia de amor? —y añadió—: De ésas que tú te debes saber, Verguita.

Estas palabras cambiaron el color de la cara de Semion Semionovich Golubchik. Hubo un silencio. El hombre se inclinó al frente y tomó a la mujercita por las orejas, estaba loco de impaciencia. Ella tuvo un leve estremecimiento. Semion Semionovich Golubchik soltó a la muchacha, fue hasta la hielera, destapó un par de cervezas y volvió a hundirse en la cama. Fijó la vista en el techo y balbuceó algunas palabras que se perdieron con el sonido de una locomotora. Era el silbido de un carrito de camotes que rondaba cerca, muy cerca. El ruido pasó de ronco a agudo y por fin el vapor de los camotes y plátanos cocidos se desvaneció en el aire, entre el viento y la noche.

Completamente despreocupada por paliar el apetito venéreo del garañón, Epifanía murmuró un por favor que hubiera lubricado fácilmente la vulva de cualquier lesbiana de kindergarten.

Entonces la Verga comenzó a erguirse, cada vez más hasta que, con la boca enorme, inició su relato:

“Érase que se era una mujer que no sentía nada al coger...”

La Enana no pudo evitar un brusco estallido de risa, de esos que hacen que los alveolos salgan por las aberturas nasales. La Verga hizo una pausa teatral y continuó, muy seria:

“Había probado todas las posiciones y desenfrenos de la carne, pero seguía sin sentir nada. Se masturbaba, fornicaba con tres hombres (y una pequeña cebra) y, pues, nada de nada. Estaba desilusionada, pensaba que era tan frígida como santa Cecilia. Desesperada (¿cómo dicen los hijoeputas?), «buscó auxilio profesional». Hizo cita con un eminente médico del pueblo donde vivía y asistió puntual a la sesión. Poca era su fe en la medicina tradicional, pero ¡lo había probado todo! Incluso la acupuntura combinada con lamidas de perro xoloitzcuintli. Ya en lo privado, el doctor le auscultó el ombligo sin poder dar un diagnóstico definitivo. A petición del especialista, la paciente se levantó la falda y abrió las piernas; la joven no traía bragas. Con la ayuda de una lupa de niño explorador, el facultativo recorrió con vehemencia cada uno de los recovecos de aquella caverna: un mechoncito de vellos recortado a lo Chaplin, labios vaginales carnosos y rosados, un canal cervical pegajoso, el perineo, el meato, la horquilla... Todo estaba en su sitio y en qué forma. Sólo había un pequeño, pero importante, detalle: el molusco femenino carecía de clítoris...”

Epifanía contuvo la risa e intempestivamente dijo:

—¡Ésa ya me la sé! La grandísima puta tenía el clítoris en la garganta.

La Enana soltó la cuerda y se llevó una cerveza a la boca, a pico de botella. No resistió más y se carcajeó. Como sifón, escupió dos chorros de espuma por la nariz.

Cuando la Enana reía se le podían ver las encías.

“Nada de eso —dijo la Verga—, esta dama no tenía el clítoris en la boca.”

—¿Y entonces? —preguntó ella.

Semion Semionovich Golubchik fue hasta la hielera y sacó otro par de cervezas. Afuera, tres pisos abajo, como si nadie reconociera la melodía que produce su chimenea, el camotero gritó: “¡Hay camotes... calientitoooss!”

—¿Dónde está el destapador? —le preguntó a la niña.

—Aquí, tenga —dijo; y apuró—: Por favor, tráigala para que me siga contando.

El hombre descorrió un poco la cortina y se asomó por la ventana principal. Permaneció un rato oteando el panorama sin dar con el vendedor de camotes, esa sombra que recorre la noche sin más protección que un sombrero de paja, una chamarra de cuero y dos o tres perros callejeros.

Semion Semionovich Golubchik regresó a su silla y destapó la cerveza con estrépito. La corcholata voló hasta el techo y desprendió parte del tirol; una caspa de yeso se asentó sobre los hombros de la Enana. El pitillo de los camotes volvió a trastocar el silencio, una vez más.

“¿En qué me quedé?”, preguntó la Verga.

—En el defecto de la putona —acudió la pequeña mujer, ávida de conocer el misterio.

“¡Ah, sí! —dijo el pene y continuó en tono pontifical—. Para que comprendas la dimensión de la tragedia de esta chica, es preciso remontarnos a su pasado. Sus padres, María de la Encarnación y Diego Pinto, un matrimonio de trabajadores de una maquiladora del Norte, en contacto continuo con sustancias tóxicas, tuvieron —antes de que naciera ella— tres hijos anencefálicos; los cuales, por falta de recursos, fueron vendidos —ya muertos, claro está— a una importante fundación científica en el extranjero.”

Aunque lo sabía, el narrador omitió aquí la parte en que dichos fetos no fueron estudiados, sino renegociados con un circo ruso en una subasta de caridad.

“La pareja de obreros —siguió el órgano— no volvió a tener hijos en mucho tiempo. Pero ya sabes cómo son los católicos ­tercermundistas, el caso es que la madre quedó nuevamente embarazada. Preocupados hasta la médula (¿cómo dicen los hijoeputas?), «María y Diego decidieron recurrir al aborto». Vale aclarar que por aquellas fechas los legrados salían carísimos. Para no hacerte la jácara más pesada, pequeña mía, los padres no consiguen el dinero necesario para la intervención, y el embarazo (¿cómo dicen los hijoeputas?) «sigue su curso normal». La madre —una ferviente católica tercermundista, como ya dije— se va a confesar. Una vez arrodillada y de frente al clérigo de la localidad, recibe de éste el mejor de los consejos: no abortar, todo lo contrario.”

1 Palomita, en ruso.

Este morir a gotas

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