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PREFACIO

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«De resultas de una curiosa inversión que es propia de nuestro tiempo», escribió Albert Camus una vez, «es la inocencia la que se ve forzada a procurar sus justificaciones»*. Los dos ensayos que forman este libro justifican y defienden la inocencia que se enfrentó al colonialismo occidental moderno y a sus derivados psicológicos en la India.

El colonialismo moderno obtuvo sus grandes victorias, no tanto debido a su poderío militar y tecnológico como a su habilidad para crear jerarquías seculares incompatibles con el orden tradicional. Estas jerarquías abrían nuevas perspectivas para muchos, en particular para aquellos que estaban explotados o arrinconados dentro del orden tradicional. Para ellos el nuevo orden parecía —y aquí se sitúa su atracción psicológica— un primer paso hacia un mundo más justo y equitativo. Por esto era por lo que algunas de las mentes más brillantes de Europa —y de Oriente— comenzaron a sentir que el colonialismo, al introducir estructuras modernas en el mundo de los bárbaros, abriría el no-Occidente al espíritu crítico-analítico moderno. Como «ese horrible ídolo pagano que solo quería beber el néctar en el cráneo del sacrificado»**, Karl Marx sentía que la historia produciría, a partir de la opresión, la violencia y la dislocación cultural, no solamente nuevas fuerzas tecnológicas y sociales, sino también una nueva conciencia social en Asia y África. Dicha conciencia sería crítica en el mismo sentido en que la tradición occidental de crítica social —desde Vico a Marx— había sido crítica, y sería racional al igual que la Europa poscartesiana había sido racional. Es así como surgía la expectativa de que un día los primitivos ahistóricos aprendieran a verse como dueños de la naturaleza y, por tanto, como dueños de su propio destino.

Muchísimas décadas después, en el período inmediatamente posterior a ese prodigio de la tecnología moderna llamado Segunda Guerra Mundial y, quizás, en ese moderno encuentro de culturas llamado Vietnam, ha llegado a ser obvio que el impulso por el dominio sobre los hombres no es un mero derivado de una economía política imperfecta, sino también de una visión del mundo que cree en la superioridad absoluta de lo humano sobre lo no humano y lo subhumano, de lo masculino sobre lo femenino, del adulto sobre el niño, de lo histórico sobre lo ahistórico y de lo moderno o progresivo sobre lo tradicional o lo salvaje. Se ha hecho cada vez más y más aparente que los genocidios, los desastres ecológicos y los etnocidios no son más que el envés de ciencias corruptas y tecnologías psicopáticas unidas con nuevas jerarquías seculares, que han reducido grandes civilizaciones al estatus de un conjunto de rituales vacíos. Hoy se reconoce que las antiguas fuerzas de la avaricia y la violencia humanas simplemente han encontrado una nueva legitimidad en doctrinas antropocéntricas de salvación secular, en las ideologías del progreso, la normalidad y la hipermasculinidad, y en las teorías del crecimiento acumulativo de la ciencia y la tecnología.

Esta toma de conciencia no ha hecho que todo el mundo abandone su teoría del progreso, pero ha dado confianza a unos pocos para escudriñar con susceptibilidad el viejo universalismo dentro del cual se postularon las anteriores críticas al colonialismo. Ahora es posible para algunos combinar una crítica social fundamental con una defensa de las culturas y tradiciones no-modernas. Es posible hablar de la pluralidad de tradiciones críticas y de racionalidad humana. Por fin, parece que hemos reconocido que ni Descartes tiene la última palabra sobre la razón, ni Marx la tiene sobre el espíritu crítico.

La toma de conciencia ha llegado en un momento en el que el ataque a las culturas no-modernas se ha convertido en una amenaza para su supervivencia. Entre el final del sanguinario siglo XX y comienzos de este, el sueño ochocentista de un Mundo Único ha vuelto a emerger, esta vez como una pesadilla. Nos persigue con su visión de un mundo totalmente homogeneizado, tecnológicamente controlado y absolutamente jerarquizado, definido por polaridades como las de lo moderno y lo primitivo, lo secular y lo no-secular, lo científico y lo acientífico, lo experto y lo profano, lo normal y lo anormal, lo desarrollado y lo subdesarrollado, la vanguardia y los dirigidos, los liberados y los salvables.

Esta idea de un mundo mejor fue ensayada primero en las colonias. Sus portadores eran personas que, a diferencia de la primera generación de codiciosos monarcas-bandidos que conquistaron las colonias, buscaban ser útiles. Eran personas bienintencionadas y trabajadoras provenientes de las clases medias, misioneros, liberales, modernistas y creyentes en la ciencia, la igualdad y el progreso. Los monarcas-bandidos, presumiblemente como los monarcas-bandidos en cualquier parte, robaban, mutilaban y mataban; pero lo hacían sin ninguna misión civilizadora y, en general, equipados simplemente con primitivas concepciones sobre el racismo y el Untermensch. Se enfrentaron —y esperaban enfrentarse— a otras civilizaciones con sus propias versiones de reinos centrales y bárbaros: los puros y los impuros; los kafirs y los moshreks, y los yavanas y los mlecchas. Independientemente de lo vulgar, cruel y estúpido que fue en su momento, ese racismo hoy afronta su derrota. Ha llegado el momento de centrarnos en la segunda forma de colonización, aquella que al menos seis generaciones en el Tercer Mundo han aprendido a ver como un prerrequisito para su liberación. Este colonialismo coloniza mentes además de cuerpos y libera fuerzas dentro de las sociedades colonizadas para alterar sus prioridades culturales para siempre. Durante el proceso, ayuda a generalizar el concepto del Occidente moderno desde una entidad geográfica y temporal a una categoría psicológica. Occidente está ahora en todas partes, dentro de Occidente y fuera; en las estructuras y en las mentes.

Este libro es, principalmente, el relato de esa segunda colonización y de las resistencias contra ella. Por ello, los dos ensayos que lo componen son también incursiones en la política contemporánea; después de todo, estamos interesados en un colonialismo que sobrevive al fin de los imperios. En una época, la segunda colonización legitimaba a la primera. Hoy es independiente de sus raíces. Incluso aquellos que luchan contra el primer colonialismo a menudo abrazan con sentimiento de culpa el segundo. Por tanto, el lector debe leer las siguientes páginas no como historia, sino como un cuento con moraleja. De lo que nos advierten es de que el anticolonialismo convencional, también, puede ser una apología de la colonización de las mentes. Si el siguiente relato muestra una visión «distorsionada» de algunas de las figuras de la Ilustración y de críticos sociales radicales de Europa, ello es parte del mismo relato. A menudo, no se les ve igual cuando la perspectiva es la inmediatez de la nueva opresión y la posibilidad de la derrota cultural. Y, por la misma razón, tampoco he intentado hacer parecer a algunos conocidos reaccionarios tan malvados como a muchos les gustaría. El tiempo los ha hecho inofensivos o involuntarios aliados de las víctimas.

Este libro se toma en serio la idea de la resistencia psicológica al colonialismo. Pero ello implica también algunas nuevas responsabilidades. Hoy, cuando la «occidentalización» se ha convertido en un término peyorativo, han reaparecido en el escenario medios más sutiles y sofisticados de aculturación. Estos medios no producen meros modelos de conformismo, sino también modelos de discrepancia «oficial». Es posible hoy ser anticolonial de una manera que el mundo moderno especifica y promueve como «apropiada», «sana» y «racional». Incluso desde la oposición, ese disentimiento continúa siendo predecible y controlado. Hoy en día es posible también optar por un no-Occidente que es en sí mismo una construcción de Occidente. Uno puede, así, elegir entre ser el déspota del orientalista, combinando a Karl Wittfogel con Edward Said, o ser el querido súbdito del revolucionario, combinando a Camus con George Orwell. Y para aquellos a los que no les gusta esa elección, está también, por supuesto, el noble de Cecil Rhodes y Rudyard Kipling —mitad salvaje, mitad niño— quien, comparado con el tan odiado sahib negro, hace parecer al segundo más negro que sahib. Incluso desde la hostilidad estas opciones siguen siendo formas de homenaje a los vencedores. No olvidemos que la más violenta denuncia de Occidente producida por Frantz Fanon está escrita en el elegante estilo característico de Jean-Paul Sartre. Occidente no se ha limitado meramente a producir el colonialismo moderno, también configura la mayoría de interpretaciones sobre el colonialismo. Influye incluso en esta interpretación de la interpretación.

He dicho al comienzo que estas páginas justifican la inocencia. Esta declaración debe ser amplificada en un mundo en el que la retórica del progreso utiliza el hecho del colonialismo interno para subvertir las culturas de las sociedades sometidas por el colonialismo externo y donde el colonialismo interno, a su vez, utiliza la existencia de la amenaza externa para legitimarse y perpetuarse. (Es también, sin embargo, un mundo donde ha aumentado la conciencia de que ninguna de las dos formas de opresión puede ser eliminada sin eliminar al mismo tiempo la otra). En las páginas siguientes tengo en mente algo similar a la «auténtica inocencia» de la cual habla el psicoanalista Rollo May, la inocencia que incluye la vulnerabilidad de un niño, pero que no ha perdido el realismo de su percepción del mal o de su propia «complicidad» con ese mal. Fue esa inocencia la que acabó derrotando al colonialismo, por mucho que la mente moderna quiera conceder el mérito y la autoría a las fuerzas históricas mundiales, a las contradicciones internas del capitalismo y al sentido común político o «autoliquidación voluntaria» de los gobernantes.

Pero los sumisos heredan la Tierra no solo a través de la sumisión. Ellos tienen que tener categorías, conceptos e, incluso, defensas mentales con las cuales convertir a Occidente en un vector razonablemente manejable dentro de las visiones del mundo tradicionales, fuera del alcance de las ideas modernas del universalismo. El primer concepto dentro de ese conjunto tiene que ser la construcción de Occidente por las víctimas, un Occidente que pueda tener sentido para el no-Occidente desde la perspectiva de la experiencia de sufrimiento del no-Occidente. Independientemente de la inmadurez de dicho concepto a juicio del académico sofisticado, esta es una realidad para los millones de personas que han aprendido por las malas a convivir con Occidente durante los dos últimos siglos.

Y, todo sea dicho, esa construcción alternativa de Occidente no es tan simple al fin y al cabo. Si existe el no-Occidente, que invita constantemente a uno a ser occidental y a derrotar a Occidente con la fuerza del occidentalismo adquirido por uno mismo, existe también la construcción no occidental de Occidente, que invita a uno a ser fiel al otro yo de Occidente y al no-Occidente, el cual se encuentra en alianza con ese otro yo. Si vencer a Occidente con sus propias armas es la forma preferida de lidiar con los sentimientos de odio hacia uno mismo en el modernizado no-Occidente, existe también el Occidente construido por el salvaje ajeno, quien no está dispuesto a ser ni compañero ni rival. Esos otros Occidentes los he intentado plasmar también en estas páginas. Si en esa conexión, mientras traducía y comentaba acerca de sus Occidentes, estos salvajes ajenos han colado sus propios imaginarios, mitos y fantasías, yo me he hecho cómplice de ello; es así como se hacen tradicionalmente traducciones y comentarios en algunas sociedades. La fidelidad al yo interior de uno mismo, mientras uno traduce, y a la voz interna de uno, cuando uno comenta, puede no significar lealtad a la realidad en algunas culturas, pero en otras sí. Al menos esa es la única justificación que tengo para mi tendencia a hablar de Occidente como una única entidad política, del hinduismo como indianidad, o de la historia y del cristianismo como occidentales. Ninguna de esas relaciones es cierta, pero todas ellas son realidades. Quiero creer que cada uno de esos conceptos en esta obra es un double entendre: por un lado, es parte de una estructura opresora; y por el otro, se alía con sus víctimas. Por tanto, Occidente no es meramente una parte de una visión del mundo imperialista; sus tradiciones clásicas y su yo crítico son, a veces, una protesta contra el Occidente moderno. De manera similar, el hinduismo es indianidad de la manera en que V. S. Naipaul habla de él; y el hinduismo podría ser indianidad de la manera en que Rabindranath Tagore lo actualizó. En tiempos pasados estas equivalencias podrían ser ignoradas como trivialidades. Hoy, estas diferencias se han convertido en claves para la supervivencia. Especialmente cuando el Occidente moderno ha producido no solo imitadores y admiradores serviles, sino también oponentes amaestrados y rivales trágicos que llevan a cabo sus últimos actos de coraje gladiatorio frente a césares agradecidos. Los ensayos de este libro son un panegírico a los que no participan, a los que construyen un Occidente que les permite vivir con el Occidente alternativo, a la vez que se resisten al abrazo seductor del yo dominante occidental.

Así, los indios colonizados no aparecen en estas páginas como pasivas e inocentes víctimas del colonialismo: se convierten en participantes en un proyecto moral y cognitivo contra la opresión. Ellos eligen. Y en la medida en que han elegido su alternativa dentro de Occidente, también han evaluado las pruebas, han juzgado y sentenciado unas y han rechazado otras. Que sepamos, Occidente puede que sobreviva como civilización en parte como resultado de esta constante reevaluación, quizás hasta cierto punto incluso fuera del perímetro geográfico de Occidente. Por otra parte, los oponentes regulares de Occidente, los rivales, no están, a pesar de su retórica agresiva, fuera del modelo de universalismo dominante. Ellos se han integrado dentro de la conciencia dominante —se les ha caracterizado, si se prefiere— como disidentes ornamentales. Yo sospecho que el universalismo de esos «simples» forasteros, los que no participan y que han sido las víctimas de la modernidad —la versión armada de lo que a veces se denomina colonialismo— es un universalismo de un orden superior al que algunos popularizaron durante los dos últimos siglos.

No dudo, por tanto, en afirmar que estos ensayos son una mitografía alternativa de la historia, que niega y desafía los valores de la historia. Espero que los ensayos hayan capturado en el proceso algo de la psicología del colonialismo del indio ordinario. Rechazo esa concepción del mismo como víctima crédula y pasiva del colonialismo atrapada en las bisagras de la historia. Yo lo percibo luchando su propia batalla por sobrevivir a su manera, a veces conscientemente, otras instintivamente. Solo he buscado aclarar sus suposiciones y su visión de la vida dentro de toda su contradictoria riqueza. Esa perspectiva puede que no sea nuestra idea de cómo abordar de manera correcta la batalla contra el colonialismo. Pero dudo que a él le importe.

Por ello, en el segundo ensayo incluso el babu ha sido a regañadientes reconocido como una interfaz que procesa a Occidente en nombre de su sociedad y lo reduce a un bolo digerible. Tanto su yo cómico como su yo peligroso protegen a su sociedad contra el sahib blanco. E incluso ese sahib blanco podría acabar definido, no por el color de su piel, sino por sus elecciones sociales y políticas. Ciertamente, en estas páginas él emerge no como el opresor cómplice y aplicado, como se le caracteriza, sino como una covíctima autodestructiva con un estilo de vida cosificado y una cultura provinciana, atrapado en las bisagras de la historia por las que él jura. En la era de Adolf Eichmann, se podría añadir, un Rudyard Kipling solo puede aspirar a ser un vulgar soldado raso, suministrando carne de cañón. Todas las teorías de la salvación, seculares o no, que yerran a la hora de comprender la degradación del colonizador, son teorías que indirectamente admiten la superioridad de los opresores y colaboran con ellos.

El razonamiento esencial es simple. Entre el amo moderno y el esclavo no-moderno, uno debe elegir al esclavo, no porque uno deba elegir la pobreza voluntariamente, o admitir la superioridad del sufrimiento, no solo porque el esclavo está oprimido, ni siquiera porque él trabaja (lo que, como decía Marx, le hacía estar menos alienado que el amo). Uno debe elegir al esclavo porque representa un nivel cognitivo superior ya que forzosamente trata al amo como humano, mientras que la cognición del amo se ve obligada a excluir al esclavo, excepto al tratarlo como «cosa». A fin de cuentas, la opresión moderna, al contrario que la opresión tradicional, no es un encuentro entre el yo y el enemigo, los gobernantes y los gobernados, o los dioses y los demonios. Es una batalla entre el yo deshumanizado y el enemigo objetivado, el burócrata tecnologizado y su víctima cosificada, los pseudogobernantes y sus otros yoes atemorizados proyectados sobre sus «súbditos».

Esa es la diferencia entre los cruzados y Auschwitz, entre los disturbios entre hindúes y musulmanes y la guerra moderna. Esa es la razón por la que las siguientes páginas hablan solo de las víctimas; cuando lo hacen sobre los vencedores, estos al final son revelados como víctimas camufladas, en un avanzado estado de deterioro psicológico.

Esta obra es principalmente una investigación sobre las estructuras psicológicas y las fuerzas culturales que apoyaron o resistieron a la cultura del colonialismo en la India británica. Pero también es, implícitamente, un estudio sobre la conciencia poscolonial. Examina elementos de las tradiciones indias que han emergido con menos inocencia del proceso colonial y también las estrategias culturales y psicológicas que han ayudado a la sociedad a sobrevivir a la experiencia con una mínima redefinición defensiva de su yoidad. En unas partes del libro, por tanto, el colonialismo en la India comienza en 1757, cuando los indios perdieron la batalla de Plassey, y acaba en 1947, cuando los británicos abandonaron formalmente el país; en otras partes del libro, el colonialismo comienza a finales de la década de 1820, cuando las políticas congruentes con una teoría colonial de la cultura se aplican por primera vez, y termina en la década de 1930, cuando Gandhi acaba con dicha teoría; y aun así, para otras partes del libro el colonialismo empieza en 1947, cuando el apoyo externo a la cultura colonial acaba y la resistencia a la misma continúa.

Huelga decir que no he intentado ofrecer una imagen completa de la mente india bajo el colonialismo. He seleccionado mis ejemplos y escogido mis informantes, de manera que se me permitiese articular ciertos argumentos muy específicos. Estos argumentos son políticos. Sus referentes se encuentran en el ámbito de la política pública al igual que en la política de las culturas y el conocimiento cultural. Y en ambos planos, estos se involucran en la política de las categorías modernas, empleadas generalmente para analizar el sufrimiento creado por el hombre. Lo que se da por sentado implícitamente es que un conocimiento social alternativo, sensible éticamente y arraigado culturalmente, es ya parcialmente posible fuera de las ciencias sociales modernas: en aquellos que han sido los «sujetos», los consumidores o el objeto de experimentación de estas ciencias. Hay dos tipos de colonialismo en estas páginas, y el sometimiento a uno es examinado desde el conocimiento del sometimiento al otro.

Este marco analítico explica el uso parcial, casi desdeñoso, de los datos bibliográficos y el deliberado abuso de algunos conceptos que he tomado prestados de la psicología moderna y la sociología. Mi objetivo no es ajustar, alterar o renovar las experiencias indias para que encajen dentro de las teorías psicológicas y sociales existentes; para desarrollar un argumento más convincente en favor del relativismo cultural o en favor de una psicología transcultural más relativista. El objetivo que busco es comprender algunas de las categorías más relevantes de conocimiento contemporáneo en términos indios y colocarlas dentro de una teoría rival del universalismo. Lo que los súbditos del colonialismo occidental hicieron de manera inconsciente, yo intentaré hacerlo de manera consciente y sin ser capaz de desprenderme totalmente de mi bagaje profesional. Los indios colonizados no siempre intentaron corregir o ir más allá del orientalismo; de manera difusa, ellos intentaron crear un lenguaje discursivo alternativo. Ese fue su anticolonialismo; y ahora es posible también hacerlo nuestro. En un momento dado en el libro utilizo el ejemplo de Iswar Chandra Vidyasagar (1820-1891) quien, a pesar de sentirse profundamente impresionado por el pensamiento racionalista occidental y a pesar de ser un agnóstico, vivió como un sacerdote hindú ortodoxo y articuló su disensión en términos indígenas. No buscó equilibrar a John Locke o David Hume con el Manusamhita; lo hizo con el Parasara Sutra. Esa fue su forma de tratar no solo los problemas sociales indios, sino también la idea exógena del racionalismo. (Creo, quizás erróneamente, que el racionalismo también podría aprender algo de esta versión heterodoxa de sí mismo). Es en la segunda parte del relato —la de un tradicionalismo vulgar, pero crítico, que articula una sensibilidad hacia nuevas experiencias del mal— en la que me he centrado. Incluso aunque esto parezca un nuevo caso de «contratransferencia» inconclusa, espero que este libro contribuya a esa corriente de conciencia crítica: la tradición de reinterpretación de tradiciones para crear nuevas tradiciones.

Es cierto que, en las páginas que siguen, he hecho uso de —y también me he enfrentado a— las ciencias sociales contemporáneas. Pero mi diálogo o debate es principalmente con aquellos que han moldeado y están moldeando la conciencia india, y no tanto con el mundo de las ciencias sociales profesionales. El colonialismo moderno es un asunto demasiado serio para dejarlo por completo en mano de las segundas.

Para aquellos que no son felices a menos que conozcan el elemento del autointerés en cualquier metodología —yo me encuentro entre ellos—, este enfoque me da una ventaja distintiva y, en cierta manera, injusta. Sospecho que una crítica puramente profesional a este libro es insuficiente. Si no les convence, tendrán que luchar contra sus argumentos de la misma manera que uno lucha contra los mitos: creando o recuperando otros mitos más convincentes.

Aun así, incluso los mitos tienen sus prejuicios. Permítanme que presente algunos asociados con el mío. En las páginas siguientes, me he centrado deliberadamente en las tradiciones vivas, enfatizando la dialéctica entre lo clásico, lo puro y lo elitista por un lado, y lo folklórico, lo híbrido y lo mundano por el otro. Como ya he dicho, es al indio ordinario haciendo frente al poderío de Occidente al que quiero representar. Para él, lo clásico y lo folklórico, lo puro y lo híbrido, son elementos de un repertorio más amplio. Los utiliza de manera imparcial en la batalla de conciencias en la India poscolonial.

Segundo, un apunte sobre las preocupaciones más académicas llamadas antropología psicológica y psicología social freudiana con las que he mantenido una estrecha relación durante dos décadas y de las que este libro, si lo hubiese escrito cinco años antes, habría tomado prestado mucho de su marco teórico. Hay una clara tradición en trabajos de este tipo y uno debe decir de qué manera este libro se desvía de esa tradición. Yo no he buscado interpretar aquí la personalidad o cultura indias y mostrar sus destinos bajo el gobierno colonial de acuerdo con ningún concepto inalterable de salud, nativa o exógena. En su lugar, he asumido ciertas continuidades entre personalidad y cultura y observado en ellas posibilidades políticas y éticas. Estas posibilidades son a veces aceptadas y otras veces no. Dicho de otro modo, he intentado retener la agudeza crítica de la psicología profunda, pero trasladando la ubicación de la crítica de lo puramente psicológico a lo psico-político. Hay también en estas páginas un intento de desmitificar las técnicas psicológicas de desmitificación.

Esto, sin embargo, significa que el amplio esquema empírico de la personalidad india ha sido minusvalorado por mí. En los últimos veinticinco años, una galaxia de psiquiatras, psicoanalistas, antropólogos, filósofos e incluso economistas políticos han estudiado las distintas dimensiones de la mente india. Ese conocimiento es ahora parte de la propia autoimagen india. Uno debe poder construir sobre ella. Por tanto, no he tratado muchos aspectos de la yoidad india que hubieran dado un toque de compleción al siguiente análisis. Tampoco he hecho total justicia a los testigos individuales a los que he llamado desde el pasado para argumentar mi caso o a las tradiciones textuales a las que he apelado. En ese sentido, soy culpable de dejar un número de cabos sueltos que deberán ser atados por el lector escrupuloso, o apoyándose en su superior conocimiento de la mente y cultura indias o en su comprensión intuitiva de ellas. Espero, de cualquier modo, haber ofrecido claves acerca de un posible sentido de vivir en esta civilización hoy. En la medida en que he tenido éxito en liberar ese sentido de las cadenas del relativismo cultural y conseguido restaurar su reivindicación de una universalidad alternativa, la siguiente interpretación de las tradiciones indias no habrá sido en vano y tendrá relevancia para otras culturas que están siendo atacadas. Después de todo, esta obra está basada en el supuesto de que todo el sufrimiento causado por la mano humana es uno y de que todo el mundo es responsable.

Por último, un comentario sobre el posible «sexismo» de mi lenguaje. Esta cuestión lleva persiguiéndome ya durante un tiempo y quiero expresar mi posición sobre el tema de una vez por todas. El inglés no es mi lengua. Aunque he desarrollado el gusto por él, fue en un determinado momento una imposición que se me hizo. Incluso ahora, a menudo formo mis pensamientos en mi bengalí nativo y luego los traduzco cuando los tengo que reflejar en papel. Ahora que, tras treinta años de trabajo, he adquirido una aptitud razonable en esa lengua, me comunica la prole de aquellos que me la impusieron que me fue enseñado un inglés incorrecto por parte de sus antepasados; que debo ahora reaprender la lengua. Francamente, soy demasiado viejo para ello. Los que se sientan ofendidos por mi lenguaje pueden consolarse recordando que la lengua en la que pienso tradicionalmente ha mirado al masculino y al femenino de manera diferente.

Partes de una versión anterior de «La psicología del colonialismo» fueron publicadas en Psychiatry 45/3 (1982). El ensayo fue escrito en respuesta a una invitación del Consejo Indio de Investigaciones en Ciencias Sociales, que prestó también apoyo financiero. El ensayo se ha beneficiado de la crítica y sugerencias detalladas de André Béteille, Manoranjan Mahanty, Sumit y Tanika Sarkar, Kenichi Nakamura, W. H. Morris-Jones y Veena Das.

«La mente no colonizada» es el desarrollo de una presentación que hice en un simposio sobre cultura, poder y transformación, organizado por el Proyecto de Modelos de Orden Mundial en Pune en julio de 1978. Partes de una versión anterior del artículo fueron publicadas en The Times of India en octubre de 1978 y en Alternatives 8/1 (1982). La versión actual se ha beneficiado mucho de los comentarios y sugerencias de M. P. Sinha, Giri Deshingkar, Girdhar Rathi y R. A. P. Shastri. El prefacio recurre a un artículo publicado en The Times of India en febrero de 1983.

M. K. Riyal y Bhuvan Chandra han preparado el manuscrito, Sujit Deb y Tarun Sharma me han dado apoyo bibliográfico. Sin mi mujer Uma y mi hija Aditi habría terminado el trabajo antes, pero no habría sido lo mismo.

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* A. Camus, El hombre rebelde, Madrid: Alianza, 2018, p. 14.

** K. Marx, «Futuros resultados de la dominación británica en la India», en K. Marx y F. Engels, Obras escogidas, vol. I, Moscú: Progreso, 1976, p. 512. Para una recopilación en castellano de escritos de Marx sobre la India, véase Sobre el modo de producción asiático, Barcelona: Martínez Roca, 1969.

El enemigo íntimo

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