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Jacometrezo, 43

(1875)

AUNQUE SE GUARDARÍA MUCHO DE DECÍRSELO a nadie, don Nicolás Echeverría había sufrido la semana anterior una nueva indisposición que le había tenido un par de días en reposo. Sin duda había sido más leve que la primera, hacía casi un año. Pero durante el viaje a Madrid sí que le había asaltado la necesidad de contar a sus íntimos, a modo de legado, algunos pasajes de su vida. «Todos, no. Hay que ser discretos, y algunas cosas podrían perjudicar a determinados amigos…», se había dicho.

Nada más llegar a Madrid, procedente de Pamplona, donde estuvo poniendo orden a su testamento con el notario, fue directamente a cenar a Lhardy. Sabía que sus amigos y correligionarios liberales se reunían todos los días en el salón japonés a intercambiar las noticias más recientes. Un tentempié y una copa de vino le repusieron en un pispás del tortuoso viaje.

Una vez llegado y tras saludar a sus amigos, fue puesto al día de lo que ocurría con las sublevaciones cantonales:

—Sujetos que solo saben mirarse el ombligo, y que no van a llegar a nada porque todos quieren lo mismo: mandar, mandar y mandar —afirmaba el joven Canalejas.

—Acuérdense de que hasta el propio presidente don Estanislao Figueras dijo: «Señores, voy a serles franco, estoy hasta los cojones de todos nosotros» —intervino Miguel Moya, joven periodista que siempre estaba donde había que estar.

—El cantón de Granada ha declarado la guerra al cantón de Jaén y el caudillo del cantón de Cartagena, Toñete, intentó conquistar el cantón de Alicante, el de Motril, y cuando avanzaba sobre Madrid, fue detenido en Chinchilla —añadió con su habitual sorna Montero Ríos—. Esto es cierto, ¿eh, señores?

De la guerra de Cuba:

—Perdida, sin duda desde que se empezó, hace ya siete años. Nuestro país asfixia con impuestos a esa pobre gente, y todo para desarrollar la colonia de Fernando Poo —aseguró el conde de Mós, siempre el más enterado en asuntos de política internacional.

Y de la información que el señor Echeverría aportara a sus amigos, sobre la evolución de la tercera guerra carlista, allá por Navarra:

—Cánovas del Castillo ha ofrecido a don Carlos María Isidro que Alfonso XII se case con su hija Elvira. Sé de buena tinta que don Carlos ha echado sapos y culebras. Está perdido. Lo que más me duele es que mi tierra, toda la merindad de Estella, es la que más sufre todos estos desvaríos de megalómanos sin redención —y don Nicolás Echeverría decidió que era hora de recogerse.

Sin éxito intentaron que, antes de irse, les contara algún chisme del General Serrano, actual presidente del gobierno y al que conocía bien porque estuvo al mando de Espoz y Mina. Y todos sabían, aunque nadie a ciencia cierta, porque a nadie se lo mencionó nunca, que Echeverría y Espoz y Mina habían sido íntimos colaboradores. En esto también, Echeverría era una tumba.

Pidió un coche, un simón, y le dio su dirección en la calle Jacometrezo.

Durante el corto recorrido rememoró cómo su querida Navarra, y por ende España, llevaba cien años en guerra: la de la Convención, la de la Independencia, la primera guerra carlista, la de los cien mil hijos de S. Luis, la segunda y la tercera guerras carlistas. Y todo esto sin contar con las disputas internas que tanto odio, muerte y desolación creaban.

Se sintió afortunado al pensar que, en sus mil y una andanzas, y pese a no haber tenido una infancia y juventud al uso, no tenía motivo de queja porque no conocía que hubieran existido otras alternativas. En su ya larga vida había terminado disfrutando de gran éxito personal y, con una familia, inicio de una estirpe, a la que adoraba, aunque no le gustara exagerar sus gestos de cariño. Él era serio, reservado, discreto y, sobre todo, muy reflexivo.

Adormilado en su chiscón, el portero oyó que se acercaba el birlocho que traía a su patrón. Se abrochó el gabán y cogiendo su sombrero de galera salió a recibirle.

—Buenas noches, Sr. Echeverría —dijo, mientras abría la portezuela.

—Buenas noches, Narciso. ¿Ha vuelto la señora?

—No señor. Tengo entendido que llegará mañana.

—No sé qué encuentra tan atractivo en París. La ropa, la moda…, supongo —dijo con cierto desdén, mientras bajaba del simón y pagaba al chófer.

—Su madre, señor, su madre —le reconvino el buen portero.

Entraron en el zaguán, fresco y limpio por la ligera lluvia que había caído esa tarde. Las flores y plantas, que recientemente les habían llegado de Valparaíso, empezaban a vestirse con la alegría y el color de la primavera.

—Están muy bonitas, Narciso —exclamó con aire satisfecho.

—Gracias, señor, se lo diré a Jacinta.

La casa de Jacometrezo, con zaguán y tres pisos altos, había sido reformada hacía veinticinco años por su gran amigo y paisano, de Arróniz, y de su misma edad y pensamiento liberal, el arquitecto Juan Pedro Ayegui y Torralba. Para dicha del Sr. Echeverría, siempre orgulloso de sus amigos, llegó a ser arquitecto mayor de los reales sitios y durante algún tiempo, arquitecto real de Madrid.

—Señor, permítame que le ayude a subir las escaleras —se ofreció solícito Narciso.

—Gracias, desde que me dio el achaque no termino de mover bien esta pierna.

«…Ni esta mano, ni este brazo, ni este ojo medio cerrado…», pensó el fiel portero librándose mucho de decirlo en voz alta.

—¿Están mis hijos en casa?

—La señorita Adela, sí. Cuidando a sus hijas. Esta tarde vino a verlas el Dr. Larrazábal y dice que es un simple constipado, y que les den leche con limón, miel y canela.

—¿Y los demás?

—El marido de la señorita, el señor Garnica se fue hace una semana al Valle de Cabuérniga por asuntos de Las Cortes, tengo entendido. A sus hijos, los señoritos Manuel y Augusto, vino a buscarles una tartana con más jóvenes, y me dijeron que no les esperara. La señorita Rita y el Sr. Gómez Acebo se fueron a Málaga…, o Sevilla… o Cádiz… hace unos días.

«…o Tomelloso, o Plasencia, o Las Filipinas…», rio para sus adentros el señor.

Además de cumplir a la perfección con sus funciones de portero, administrando la casa y llevando con disciplina y humanidad a las cocineras, criadas, doncellas, cochero y mozo, Narciso era conciso, claro, honrado, fiel y discreto. Don Nicolás Echeverría sabía que podía estar tranquilo y descansado en él.

Narciso era viudo, su mujer había muerto «de felicidad» —según él mismo— al mes de casarse, y no tenía hijos. De El Busto, un pueblecito al lado del suyo, se ofreció al Sr. Echeverría «para lo que aiga falta», cuando este recorría a caballo la Navarra media buscando tierras para comprar, hacía ya treinta años. Pasado el tiempo, y por alguna frase suelta, «¿qué sabe usted de Mina, “el Mozo” quiero decir?», «¿volvió a saber algo de la Bea?», «¿ya nadie le llama el Chiqui?», don Nicolás entendió que Narciso no le era del todo ajeno. Pero como nunca le dio pábulo a seguir indagando, Narciso entendió que, por ahí, no.

En el entresuelo vivían Adela con su marido y las niñas. El principal estaba reservado para los señores, don Nicolás y doña Emilia, quedando el tercer piso para Manuel y Augusto. Cuando le dio el achaque, pensó que tendrían que cambiar su residencia del principal al entresuelo, pero había creído oír, a él nunca le contaban nada de asuntos de orden doméstico, que Adela y su marido estaban pensando en irse un poco más lejos del centro, probablemente a uno de esos barrios que estaba haciendo el Marqués de Salamanca.

—Me quedo un rato aquí, Narciso. Quiero ver a mi hija y las niñas. Váyase a descansar, si le necesito tocaré la campanilla.

—Como ordene el señor. Buenas noches.

Tocó la aldaba y le abrió una criada.

—Buenas noches, señor —saludó Fernandita, una pobre huérfana de Lavapiés, que llegó a la casa hacía 8 años, recomendada por la Marquesa de Vallemediano. Enjuta de carnes, era todo pellejo y huesos, con la piel amarillenta y pequeñaja de estatura, con sus doce añitos y sus pelos llenos de piojos, pulgas y hasta alguna larva le sacaron. El primer año en la casa sólo se la oía toser, pero llena de actividad, alegría y ganas de hacer las cosas bien, aprendió rápido y se ganó la confianza de todos. De su padre nunca supo, y su madre había estado muerta en su cama tres días hasta que, a una vecina le pareció que olía más fuerte de lo normal, y dio aviso—. Pase al velador, la señorita está leyendo un cuento a las niñas.

Cuando entró y cerró la puerta, se dio la vuelta y echando un ojo por la mirilla de cobre comprobó cómo Narciso se había sentado en un banquito del descansillo. «Diablo de hombre, no se va a acostar hasta que no me vea a mí acostado», se dijo satisfecho y orgulloso de su empleado.

—Señorita, su señor padre —anunció la criada.

—¡Padre!, ¡qué alegría! Pensaba que hasta mañana no le veríamos.

—¡¡Abuelo, abuelo!! ¿Qué nos has traído?

—¿Desean tomar algo los señores? —pregunto solícita Jacinta.

—No, gracias. Te puedes retirar Fernandita, pero antes acuesta a las niñas.

—Noooo, por favor mamá —gritaron las niñas al unísono—. Queremos que el abuelo nos cuente algo de su viaje.

—El abuelo está cansado. Seguro que se quiere ir a descansar. ¿Verdad, padre?

—Descanso más con ellas que solo en casa —afirmó con cierta ternura.

—Bieeeen —alborotaron las niñas.

—Pero que Fernandita os acueste, y vamos a vuestro dormitorio.

Mientras la criada se ocupaba de las niñas, Adela entrelazó el brazo de su padre y apoyó su cabeza en su hombro. Estaba contenta de poder abrazarle y trasmitirle el enorme querer y gratitud que sentía por él. Sabía lo mucho que había tenido que luchar para llegar hasta donde había llegado y, aunque nadie, ni tan siquiera su madre sabía los detalles más duros y desapacibles de su vida, todos conocían que, desde que nació, el devenir de su existencia había sido más una odisea que el actual lecho de rosas del que, junto a ellos, disfrutaba ahora.

Hacía unos meses había tenido un primer aviso de apoplejía. Por suerte le había ocurrido en casa, y el Dr. Larrazábal le atendió con prontitud y, como siempre, con gran diligencia. Y aunque le advirtió severamente para que dejara de ir de Navarra a Azuaga y de Azuaga a Navarra, como quien va de Sol a la Carrera de San Jerónimo, Nicolás Echeverría no estaba hecho para el sedentarismo.

Era cierto que, desde entonces, a Adela y a sus hermanos les había parecido que su padre mostraba indicios de abrirse un poco, de contar cosas que nadie le había oído contar jamás.

Así, se quedaron de una pieza aquella vez que todos, incluida su madre, le oyeron decir que durante casi treinta años él no había sido Nicolás Echeverría, sino Ramón Iriarte. Lo dijo sin venir a cuento, quedándose como pasmado, con la mirada perdida en algún punto inconcreto, mientras hablaban de la matanza de guarros en las fincas de Azuaga. Y después siguió hablando del buen año de bellotas y algarrobas.

Esa noche no durmieron. Se quedaron los cuatro hermanos especulando sobre qué había querido decir, y si aquello podía tener algo de verosimilitud, o era fruto de las secuelas de la apoplejía.

Con temor reverencial, ya que «de la vida de padre no se habla más que lo que él quiera decir; el resto es una falta de respeto muy grande», al día siguiente fueron a interrogar a su madre, todo dulzura, transparencia y honestidad. Esta les dijo que ella no sabía nada, con ese mohín que sabía poner para trasmitir un «ya os enterareis a su debido tiempo» mientras guiñaba un ojo. Constataron entonces que ahí había algo.

—Vamos padre, venga a despedirse de las niñas, y váyase a descansar —le dijo Adela.

—Ve yendo tú, que voy a coger del maletín unos chocolates que les he traído de Estella.

Adela entró en la habitación de las niñas que, debido a que les había desaparecido la fiebre y pese a su corta edad, se encontraban muy excitadas sabiendo que el abuelo iba a verlas.

—Mercedes, Adela, el abuelo está cansado del viaje, así que sed buenas y no le canséis más. ¿Me lo prometéis?

—Te lo prometemos, mamá —gritaron al unísono.

Entró el abuelo con los paquetes del exquisito chocolate que se hacía en Estella y su comarca.

—Merceditas, Chiqui —como llamaban en la familia al más pequeño en ese momento—, os he traído esto —dijo el abuelo mostrando los dulces en sus cajas.

—¡Eh, eh! Esperad —dijo Adela—. Hasta mañana no se puede comer, que si no os dolerá la tripa.

—Vaaaale —dijeron las niñas—, pero a cambio el abuelo nos tiene que contar algo de su pueblo.

—¿De mi pueblo? De todo eso hace ya muchos años y se me ha olvidado casi todo…

—No importa, abuelo —dijeron las nietas, confirmando la proverbial tozudez de los pequeños—. ¿Por qué no nos cuentas algo de cuando ibas a la escuela?

Echeverría se quedó primero pensativo, luego evocador. Sus ojos, se perdieron en algún lugar muy lejano, se enrojecieron y afluyó a ellos una fina capa acuosa. No de tristeza o melancolía, ni de rabia o rencor, sino más pareció que era debido al enorme esfuerzo por el recuerdo de algo que, a base de no pensar en ello, de intentar olvidar, tenía oculto en lo más profundo de su memoria.

Mientras las niñas, calladas y expectantes, mostraban una felicidad y expectación inusuales, Adela se quedó atónita. Nunca había visto en su padre esa expresión de melancolía y remembranza. Esa mirada ausente.

—Mi escuela fue mi infancia, y mi maestra fue mi abuela Josefha Echandi…

La mitad de mi vida

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