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VIDA, MUERTE, AMOR: TRES POEMAS, TRES HERIDAS EN MIGUEL HERNÁNDEZ [*]

Francisco Javier Díez de Revenga

Universidad de Murcia

La vida de un poeta contemporáneo, en pocos casos, es tan interesante para comprender su obra como en el de Miguel Hernández, cuya trayectoria existencial desde unos orígenes escasamente cultivados hasta un final patético, pasando por espacios de autoformación cultural y de compromiso político activo, tanto ha llamado la atención de los numerosos estudiosos que a su obra se han aproximado. Poeta excepcional, de gran fuerza y vitalidad juvenil mantenida siempre, fue también atento escucha de las novedades literarias más avanzadas de su tiempo, que le capacitaron para crear una poesía innovadora en cuanto a su formación, y personal en lo que a su ejecución se refiere, aunque siempre queda la duda de lo que el futuro de un poeta, muerto a los treinta y un años, podía habernos deparado. Porque está claro que, si bien logró, como nadie en su tiempo, en el que tantos y tan buenos poetas hicieron su aparición en España, crear un obra personal en las distintas facetas que cultivó, no es menos cierto que su producción comenzaba a madurar cuando sufrió las dos grandes calamidades que la delimitaron y la condujeron por caminos inesperados: la guerra y la cárcel. La muerte, temprana y singularmente cruel, vendría a dar al traste con lo que se ofrecía como gran promesa de la lírica española en la época de mayor esplendor de nuestro siglo.[1]

No ocupa el desarrollo de la actividad poética de Miguel Hernández un lapso temporal excesivamente extenso. Los primeros poemas que publicó son de los últimos años veinte y la muerte le sobrevino en marzo de 1942. Poco más de una década de producción nos permite, sin embargo, advertir una evolución muy intensa y una gran transformación de esquemas e intereses poéticos que van desde una obra inicial vinculada a la tradición a una poesía final, nuevamente vinculada a esquemas rítmicos muy tradicionales, pero de gran originalidad e intensa y patética emoción humana. En un escritor de tan corta existencia es raro establecer tantos espacios distintos como en Miguel Hernández, espacios que nos permiten asistir a diferentes momentos de una obra tan múltiple como variada. Y la explicación hay que hallarla desde luego en la intensidad de su existencia y en las múltiples experiencias vitales que definieron su poesía, su gran capacidad de creación y su extraordinaria vitalidad. Para acceder al conocimiento de su trayectoria hay que tener en cuenta la gran permeabilidad de un escritor que es capaz de asumir diversas influencias determinadoras de su personalidad a través del tiempo y forjadoras también de su originalidad incuestionable, entre el gongorismo, la escuela de Calderón, la huella de Quevedo y Garcilaso, la presencia de Pablo Neruda y Vicente Aleixandre, hasta integrarse en la poesía épico-lírica de la guerra y la oscura experiencia de la cárcel. Sobre estos espacios, brilla la fuerte personalidad de un joven poeta que va aportando sus rasgos propios.

Podríamos asegurar, sin temor a equivocarnos, que en la poesía de Miguel Hernández sólo hay tres temas, tres grandes asuntos que todo lo invaden y determinan, y que, por otro lado, son los tres grandes temas de la poesía de siempre: la vida, el amor y la muerte. Miguel vivió en carne propia la fuerza de estas tres grandes corrientes que vertebran toda su escritura poética y le dan sentido. Por eso, un poema suyo, del Cancionero y romancero de ausencias,[2]de los poemas escritos en la época de la ausencia y de la cárcel, define tan bien todo lo que es su doctrina poética y su fuerza de muchacho noble, digno ciudadano y enamorado para siempre. «Un oscuro presagio funeral –apunta José María Balcells–[3]flota de continuo sobre el palpitar enamorado del poeta, y el vivir, el amar y el morir pugnan con idéntica insistencia por dominar su aliento». En el momento del dolor y de la distancia, sus tres grandes temas se convierten en sangre de la pena, de esa «picuda pena» que veremos en otro de sus poemas, de ese pesar que convierte los tres inmensos motivos en sangre de su sangre, en tres sentimientos, en tres heridas:

Llegó con tres heridas: la del amor,

la de la muerte,

la de la vida.

Con tres heridas viene:

la de la vida,

la del amor,

la de la muerte.

Con tres heridas yo:

la de la vida,

la de la muerte,

la del amor.

Merece la pena que reflexionemos brevemente sobre algunos aspectos que me parecen notables en esta bella canción. El primero es su economía verbal. Es un poema de los años cuarenta, escrito posiblemente en la cárcel, cuando el poeta se halla alejado de su amada, de su hijo, de todos sus seres queridos. Es un poeta triste y desolado, porque es un ciudadano derrotado, y un ser que ha perdido la guerra, que ha sido perseguido, y que ahora carece de libertad y además siente sobre él la injusticia de la condena, la proximidad de la muerte, impuesta por sus enemigos y sentida también en la propia salud. Pero la proximidad de la muerte no le hace, por ello, renunciar a lo que más ama: la vida; y a lo que aún le mantiene en vida: el amor. La picuda pena se ha convertido ahora en herida, herida por partida triple que llaga su corazón como la llama de amor viva.

En tales circunstancias el poeta, que había transitado por caminos de hermetismo poético, que había luchado como nadie en su tiempo por adquirir una expresión poética personal, indiscutiblemente suya, vuelve a la sencillez de la canción tradicional y escribe este poema que es cumbre de economía verbal y de sencillez rítmica, como lo es la propia canción de tipo tradicional. La formulación poética se basa ahora en la síntesis, en la elipsis de todo aquello que recargue y adorne, para destacar únicamente el valor de las tres grandes palabras: vida, muerte y amor. Como señala Juan Cano Ballesta, «el pensamiento de Miguel Hernández, que está llegando a su máximo de hondura y concentración, gusta expresarse en trípticos de profundo sentido, que a veces se intensifican en forma de clímax, o aparecen al fin del poema como concentración y fruto de una reflexión profunda».[4]Tres palabras que Miguel Hernández pudo oír en una canción popular murciana, recogida unos años antes por Alberto Sevilla:[5]

Me dan la vida tus ojos;

tus ojos me la quitan,

y está luchando mi amor

entre la muerte y la vida.

Y siguiendo los prototipos de la canción tradicional, las tres estrofillas que esta componen se convierten en pura repetición alternada, ritmo interno cruzado y combinado en forma paralelística, para alternar la rima asonante que marca cada una de las tres palabras básicas: vida, muerte, amor, en un camino que va desde el anónimo hasta la presencia del propio poeta, en la tercera estrofa, cuando se identifica con el amor.

En un artículo publicado por mí en la Revista de Occidente,[6]en 1974, decía de este poema que era un ejemplo de «paralelismo de inversión, dentro de la espléndida poesía paralelística de Miguel Hernández». En otras ocasiones –escribía yo entonces– la intención antitética de Hernández llega a producir inversión en los términos correlativos de sus canciones paralelísticas, con lo que se altera el orden lógico establecido y promueve en el lector efectos nuevos y originales muy expresivos de su estado. En esta canción invierte la posición del verso que contiene la proposición temática, que –por supuesto– es la más expresiva. El poema entonces es aparentemente sencillo en su estructura, debido a la expresividad de sus elementos y a pesar de la aparente paradoja. Tras la primera vista, se ofrecen al lector una serie de sugerencias que van variando conforme avanza el poema, pero que son las mismas. Sólo la variedad de su disposición en el texto produce la sensación de incremento significativo, que en realidad no es tal, porque son idénticas palabras las que funcionan en cada parte del poema. Todo lo consigue el paralelismo de inversión, que –como se observa– es el único que realiza la función significativa del texto. Los elementos de construcción son los mismos, pero su posición alterada evoca distintas realidades. Puede comprobarse entonces hasta qué punto es importante la contextura formal de un poema de este tipo:

Llegó con tres heridas:

la del amor,

la de la muerte,

la de la vida.

Con tres heridas viene:

la de la vida,

la del amor,

la de la muerte.

Con tres heridas yo:

la de la vida,

la de la muerte,

la del amor.

«El mundo poético de Miguel Hernández –escribe Cano Ballesta–[7] se puede concentrar, pues, en este hondo tríptico de elementos en perfecta correspondencia mutua»:

Vida = Amor + Muerte

Muerte = Vida + Amor

Amor = Muerte + Vida

La metáfora de la herida, perteneciente al lenguaje del amor pasión de los cancioneros medievales y de la mística, se convierte ahora en vehículo simbólico de toda la existencia. La herida, presente en otros poemas de Hernández, como por ejemplo en El rayo que no cesa («Sigue, pues, sigue cuchillo, volando, hiriendo») o en la «Elegía» que dedicó a Federico García Lorca («Muere un poeta y la creación se siente / moribunda y herida en las entrañas»),[8]llega en este poema a protagonizarlo de manera absoluta y a convertirlo en un resumen total de lo que ha sido toda su poesía, y que podemos recorrer a través de algunos poemas significativos, con referencias muy llamativas a esos tres conceptos básicos, ya desde el primer libro, desde Perito en lunas.

Se inicia, en efecto, con la sorprendente aventura metafórica de Perito en lunas la etapa gongorina de Miguel Hernández. Indudablemente, el libro de 1933 se presenta como una gran inquietud de un poeta que escribe, entusiasmado por el gongorismo y por el impulso que los jóvenes poetas de la generación inmediatamente anterior han hecho de su dominio del lenguaje poético, y sobre todo de la imagen poética de don Luis de Góngora. Es muy posible que Miguel Hernández conociera la conferencia de García Lorca sobre la imagen poética en el autor cordobés, ya que se publicó en La Verdad (1926) y en Verso y Prosa (1927), revistas que sin duda conocería Miguel Hernández a través de Raimundo de los Reyes y José Ballester, sus editores en Murcia de Perito en lunas. La influencia de este documento y de otras aproximaciones a Góngora a través de Guillén y de los nuevos movimientos de vanguardia hacen que el poeta desarrolle un decidido ejercicio de expresión plástica de la naturaleza en el que se ponen de relieve sus grandes pasiones: la naturaleza, tanto la vinculada a su paisaje personal levantino (palmeras, azahar, granadas, sandía, higueras), como la referente a su humana vitalidad, tan ricamente expresada con imágenes de potente y encendido sensualismo. Aunque, como hemos de ver inmediatamente, no sólo fueron los elementos tradicionales de su naturaleza levantina los que formaron parte del mundo poético del primer libro. Estados Unidos, con el poderoso atractivo que suscitaba entre los intelectuales de aquellos años en España, también está presente en Perito en lunas como un elemento más, aunque bien atípico, de expresión de la apasionada sensorialidad del poeta oriolano.

Hay que descartar, entonces, de manera definitiva la calificación de frialdad que muchas veces se ha atribuido al contenido de las octavas y, en general, de todo Perito en lunas y de las poesías de esta época. Entre los poemas de este libro hay algunos de una sensualidad encendida que revelan el vitalismo natural que Miguel quiso imprimir a su poesía, siempre como reflejo de su sensibilidad y de sus pasiones. El notorio hermetismo que caracteriza todo el poemario, se convierte aquí en clave expresiva de irrenunciables manifestaciones de sensualidad. En la Orihuela de los años treinta, y en los ambientes en que Miguel Hernández se desenvolvía, no debía de ser frecuente que un poeta dedicase una poesía a entretenimientos sexuales como los que Miguel recoge. Vaya esta reflexión sobre algunos de los poemas como expresión clara de la autenticidad de Perito en lunas, no reñida con su tan repetido hermetismo. Y hasta tal punto ésa es la gran cualidad del libro, una vez superada, alcanzada y dominada la significación de las octavas, que Gerardo Diego la consideró la base de toda la poesía posterior de Miguel. Y fue Gerardo Diego quien, en 1960, aseguraba que para gozar plenamente esta poesía hay que entenderla y que hay que recrear en sentido inverso al sendero recorrido por el poeta: «Si nos quedamos a oscuras, aunque nos agrade el juego de imágenes que, borrosa su identificación metafórica, se nos quedan en gratuitas imágenes vagamente sugeridoras y verbales».[9]Y tal es lo que sucede con una de las octavas más interesantes de Perito en lunas, la titulada «Negros ahorcados por violación»:

A fuego de arenal, frío de asfalto.

Sobre la Norteamérica de hielo,

con un chorro de lengua, África en lo alto,

por vínculos de cáñamo, del cielo.

Su más confusa pierna, por asalto,

náufraga higuera fue de higos en pelo

sobre nácar hostil, remo exigente...

¡Norte! Forma de fuga al sur: ¡serpiente!

La construcción del poema está basada, dentro de la más estricta retórica gongorina de los años veinte y treinta, sobre una sólida estructura metafórica, expuesta de forma correlativa para producir un agudo efecto de contraste, que viene formalizado por la estructura misma del poema y su conformación métrico-expresiva. Tengamos en cuenta que estamos ante una octava real, estrofa común a todos los poemas de Perito en lunas. Compónese la octava real, de acuerdo con su forma clásica, de ocho endecasílabos agrupados por rima alterna los seis primeros y cerrado el poema con un pareado final. La estructura habitual de la octava real, que recordemos que es la estrofa que Góngora utiliza en la Fábula de Polifemo y Galatea, se solía estructurar sobre la arquitectura de tres pareados, emparentados por las rimas de los seis primeros versos, y un pareado final resumen o conclusión de la octava. Esta condición y formulación clásica la utiliza Hernández en muchas de las cuarenta y dos octavas que componen Perito en lunas.[10]Con ella se establecía una serie de contrastes progresivos de ida y vuelta, de forma pendular, que se cerraban con los dos versos finales. A este tipo de contraste de estructuras contribuye también poderosamente la forma del endecasílabo bimembre gongorino, utilizado habitualmente por Hernández en su libro de 1933.

Pero en esta octava, diferente a las del resto del libro, no suceden las cosas como en las demás. El tema no es el habitual de las restantes octavas, que suelen contener un cuadro cerrado y descriptivo de algún elemento del paisaje o de las gentes que lo pueblan, con alto contenido simbólico. Si repasamos la lista de las octavas, veremos que muchas de ellas responden a la condición de cuadro, o mejor viñeta, de la realidad construida de forma redonda en sí misma: así, en la lista de las octavas que facilitó un coetáneo de Hernández, y que los editores pasaron a la condición de título de los poemas (entre paréntesis), vemos que responden a una estampa o escena, que podríamos incluso emparentar con Gabriel Miró, tan admirado de Miguel Hernández, y muerto muy poco antes de componerse Perito en lunas, en 1930: «Suicida en cierne», «Palmero y Domingo de Ramos», «Toro», «Torero», «Palmera», «Cohetes», «Palmero», «Monja confitera», «Yo: Dios», «Sexo en instante», «El barbero», «Gallo», «Serpiente», «Sandía», «Pozo», «Panadero», «La granada», «Azahar», «Oveja», etc.

La que nos ocupa disiente desde luego, en cuanto al campo temático, del resto de los poemas, y figura ya al final del libro. Distinto es el tema y distinta también la forma de la octava como hemos de ver, pero no por ser diferente en cuanto a tema y estructura métrica se separa o se aleja del resto de las octavas, ya que, más bien al contrario, se integra con su personalidad especial en el conjunto al que pertenece. En efecto, ya el título sorprende: «Negros ahorcados por violación», y la escena también, porque el poema lo que nos presenta es lisa y llanamente el ajusticiamiento de unos negros que son ahorcados al ser sorprendidos violando a una mujer blanca en Estados Unidos. La escena era, por otra parte, habitual en los Estados Unidos de los años veinte y treinta. Pensemos por ejemplo en los estados del Sur: Alabama, Georgia, Tennessee, por ejemplo.

En el poema se produce un enfrentamiento de contrarios como se ha hecho otras muchas veces en el poemario, cuyo motor principal es el enfrentamiento de sexos, constante en todo el libro: sexo masculino frente a sexo femenino que se evidencia en muchas de las octavas anteriores a esta de Perito en lunas. Aquí, además de ese enfrentamiento, se produce un contraste entre dos mundos: el mundo de los blancos y el de los negros, el mundo de los americanos y el de los afroamericanos. De esta forma, toda la octava queda construida sobre elementos de contraste de forma longitudinal, con el ritmo que está ya marcado en el primer endecasílabo, bimembre por cierto: «A fuego de arenal, frío de asfalto». Como dejó establecido hace ya muchos años Agustín Sánchez Vidal,[11]se desarrollan a partir de ahí una serie de contraposiciones expresadas por correlación:

- fuego frente a frío;

- arenal (el desierto) frente a asfalto (la calle);

- Norteamérica frente a África;

- nácar (blanco) frente a higo (negro);

- Norte frente a Sur;

- hielo frente a serpiente.

Hay que llamar la atención sobre la metáfora arenal, que desarrolla desierto y fuego. El desierto es la sed y la sequía, pero también es el calor y el deseo, como veremos más adelante en el poema «Casida del sediento». Sed, sequía, arena y fuego como deseo y pasión. En el soneto de El rayo que no cesa, que comentamos a continuación, aparece con un mismo sentido «calentura», como enseguida veremos.

Adviértase del mismo modo la recurrencia constante a la bimembración del endecasílabo, que contribuye a soportar las correlaciones de elementos contradictorios: «A fuego de arenal, frío de asfalto», «con un chorro de lengua, África en lo alto», «sobre nácar hostil, frío exigente». Y dicho esto, volvamos a la escena descrita por Miguel Hernández. En realidad, lo que nos muestra es a los dos negros (suponemos que son dos) colgados del árbol pendientes de una cuerda de cáñamo mostrando en su rostro la lengua fuera de la boca. En la segunda parte de la octava, Hernández nos cuenta con exactitud minuciosa las causas de la ejecución de estos individuos, que no es otra que la violación de una mujer blanca. La escena podía ser tomada de la crónica de sucesos de un periódico de la época. Pero Hernández la ha convertido en poesía y la ha concertado con el profundo simbolismo sensual que preside todo Perito en lunas, como libro especializado en la exaltación de la sensualidad del poeta y en la reflexión del enfrentamiento sexual reprimido. Las metáforas absolutas contribuyen al hermetismo del poema y a convertirlo, como advirtió Gerardo Diego, en un acertijo.[12]Y no estaría de más hacer una enumeración de ellas, pensando que estamos ante un poema de sólo ocho versos. Indicamos la metáfora y a continuación su término real:

- fuego de arenal: la raza negra, los negros excitados, salvajes; el deseo, la pasión...;

- frío de asfalto: los blancos de Estados Unidos, la civilización;

- de hielo: reitera la frialdad de la civilización norteamericana;

- chorro de lengua: la lengua fuera de la boca como un chorro de carne;

- África en lo alto, del cielo: los negros colgados en lo alto del árbol dibujándose en el cielo;

- vínculos de cáñamo: la cuerda;

- su más confusa pierna: fálico;

- asalto: violación;

- náufraga higuera: fálico;

- nácar hostil: cuerpo femenino;

- remo exigente: fálico;

- norte: los blancos;

- sur: los negros;

- serpiente: fálico, ardores y tentaciones, deseo, sinuosidad, con otras implicaciones de carácter bíblico (engaño).

Escasos han sido los comentarios que ha suscitado esta octava entre las de Perito en lunas en la ya abundante bibliografía hernandiana. Y llama tal circunstancia la atención por ser justamente, como hemos demostrado, una octava con un asunto atípico dentro del libro. Pero hay que justificar por qué Miguel Hernández incluyó esta escena de «crónica de sucesos» entre sus viñetas o estampas de Perito en lunas. Y para entender este texto, no hay como ir al único estudioso de Miguel Hernández de raza negra, el norteamericano de origen guineano Francis Komla Aggor, que escribió un interesante libro sobre el erotismo hernandiano: he aquí sus palabras y la confirmación del sentido de este texto en el contexto de Perito en lunas:

Con la octava XL («Negros ahorcados por violación») Hernández ya no sólo usa símbolos para referirse a los órganos sexuales sino que logra hablar directamente del acto sexual. Por ejemplo, detalla la violación de una mujer blanca por un norteamericano negro así (y viene el texto de los cuatro últimos versos de la octava). Parece que la «náufraga higuera», junto con el remo exigente por la fuerza, se refiere al órgano sexual masculino que había penetrado el de la mujer. Los «higos en pelo» son los testículos desnudos. Sánchez Vidal facilita la comprensión de estos versos diciendo que la negrura de los violadores está reforzada por la de los «higos» que contrastan con la blancura del cuerpo femenino. La apariencia sorprendente de la serpiente al final de la octava, entrecalada dentro de signos exclamativos tiene tres posibilidades de interpretación: puede ser órgano sexual masculino o el movimiento «ascendente-descendente» del violador o puede equiparar el engaño de la serpiente a la crueldad de la violación.[13]

Añadamos algo más sobre la significación de higuera-higos en Perito en lunas, acudiendo a la octava XI, «Sexo en instante», en la que su presencia queda así explicada por Agustín Sánchez Vidal, en el contexto de la obra: «La higuera va ligada al sexo por multitud de motivos: los higos cerrados, semejan los testículos: abiertos, al sexo femenino. Sus hojas sirvieron de primer vestido a la mujer... Una parte de la tradición patrística atribuye a la higuera, y no al manzano, el papel de sustentáculo de la serpiente tentadora...».[14]

Pero lo mejor de su intervención es la justificación del poema dentro del libro que Komla Aggor hace no sin un cierto reproche hacia los blancos que escriben teniendo a su raza como algo inferior o salvaje (Miguel Hernández desde luego incurrió en este tópico establecido, pero Aggor, gran admirador del poeta de Orihuela, se lo perdona y se lo acepta justificándolo). En efecto, ésta es la conclusión del profesor guineano-norteamericano:

El poema seguramente provoca una curiosidad palpitante por los posibles motivos poéticos que lo inspiran, porque la referencia al negro norteamericano como el violador de la mujer blanca repite esa visión estereotipada que suele considerar a la raza negra norteamericana como violenta y sexualmente perversa, una mentalidad que predominaba particularmente durante aquellos años de la esclavitud en Estados Unidos.[15]

En el contexto general de Perito en lunas, la presencia de esta octava XL confirma que el libro en su conjunto posee una fuerte unidad, tal como ha señalado la crítica más reciente. Presidido todo el libro por la luna, en la que el poeta es «perito», todos los poemas giran en torno a la octava XXV, dedicada a la luna, como gran fecundadora de la naturaleza y del quehacer del poeta. La luna es el hilo conductor de todo el poemario y la que le dota de homogeneidad «relativa», como ha advertido Sánchez Vidal:

Los objetos más dispares a primera vista se revisten de insospechados parentescos gracias a ese engarce temático, como un símbolo de la evolución en crecimiento del propio poeta, pero también paradigma de comportamiento para la Naturaleza, tan primorosamente descrita y tan incansablemente acechada como se nos presenta en sus octavas. El astro es, por tanto, el patrocinador de estos procesos telúricos que tanto le fascinan y la representación de la fecundidad y exaltación de la vida de buena parte de la obra hernandiana.[16]

En tal contexto, surgen en la octava «Negros ahorcados por violación» similares elementos de exaltación de la sensualidad, indudablemente concentrados en las alusiones al sexo masculino frente al femenino que ya hemos advertido, y a la justa condena de la violencia que Miguel escenifica con morbosidad, seguramente reteniendo en su imagen la de alguna fotografía publicada en una revista ilustrada de los años treinta. Incorpora además al mundo de Perito en lunas la gran metáfora de Norteamérica, alegoría de lo exaltado, de lo sensual o de lo grandioso, que estaba ya presente en la poesía española del momento, desde Rubén Darío o Juan Ramón Jiménez, y sobre todo desde Federico García Lorca y Poeta en Nueva York, con Walt Whitman al fondo. Ya en Perito en lunas, en la octava XXIV («Veletas»), la presencia de la bailarina negra Josephine Baker, en forma de metáfora, junto a unas sugeridas bailarinas negras etíopes, había revelado el atractivo que raza, y en este caso exuberante bailarina negra, despertaban en la sensualidad del joven poeta oriolano.

La escena trivial de una crónica internacional de sucesos había adquirido, por la magia del joven poeta y por su perseguido hermetismo, condición de poesía, y en este caso de poesía de tragedia y de muerte, pero también de amor-sensualidad y de vidasensualidad, muy en consonancia con los signos permanentes de la obra hernandiana. No podemos olvidar, por otra parte, la presencia de la serpiente, con su simbología de metáfora plurisignificativa de engaño, sexo masculino, carácter sinuoso. La serpiente misma que estará presente también en el soneto de El rayo que no cesa, que comentamos a continuación.

La condición que le ha atribuido la crítica de genial obra maestra a El rayo que no cesa parece justificada por su indudable perfección. Veintisiete sonetos, distribuidos en dos series de trece más uno final, acoplados entre tres poemas distintos, demuestran hasta qué punto el poeta era consciente de que su libro debía revestir unas claras condiciones de ordenación. La única verdad de El rayo que no cesa es la manifestación del amor del poeta, amor apasionado y encendido en los límites de la propia realidad, como destino trágico del hombre y como simbólica concreción de la dureza de su existencia. La presencia, en el primer poema, del cuchillo, cortante, heridor, pero también objeto deseado por su condición de simbólica vía de acceso al mundo del amor, nos integra en una concepción mítica de la pasión amorosa que inmediatamente, también en el mismo poema inicial, culminará en el símbolo del rayo, incesante, encendido, perenne, eterno, como lo es el amor del poeta y su destino.

La violencia sugerida, en un plano de alto simbolismo, por los objetos alegóricos antes señalados, nos sitúa en el clima apasionado y metafísico adecuado para comprender el alcance de este «rayo que no cesa», de este impecable libro hernandiano. El destino es tema central en el libro. Destino inseparable como el rayo, destino del poeta que se ve fatalmente conducido al mundo del amor tintado con el tizne de los negros presagios, revelador de la recurrencia insistente al color negro, que culminará en la imagen del toro. El poeta se ve arrastrado, «umbrío por la pena», hacia el gran presagio de la muerte que preside con tanta fuerza El rayo como gran parte de toda la poesía hernandiana, en especial a partir de este libro.

Ni siquiera la anécdota momentánea del limón tirado con gracia, símbolo también del ardiente deseo de la posesión sexual, nunca conseguida, puede ocultar lo que en definitiva es una «picuda y deslumbrante pena». Como el mar que insiste en deslizarse por la arena, una y otra vez, el poeta se ve prendido a esa pena fatal, a ese destino que insiste en presagiar. O como en el «Soneto final», que será el colofón de la gran prueba: el poeta se ve fatalmente arrojado a la acción corrosiva de la muerte a causa de su incesante pasión amorosa, rayo encendido que hiere a Miguel Hernández y se trasforma plenamente en la gran y dolorida pasión de su amor. Atrás quedan las imágenes rebuscadas y los juegos conceptuales, atrás la laboriosa actividad de Miguel consagrándose como uno de los mejores y más ricos y vitales sonetistas del siglo XX: sólo la palabra poética de este rayo mantiene encendida la llama eterna de una poesía que se concibió con pasión, pero también con sabiduría e inteligencia naturales.

En tal contexto, adquiere un especial significado, como representación del amor trágico que este libro protagoniza, el soneto que figura en cuarto lugar:

Me tiraste un limón, y tan amargo,

con una mano cálida, y tan pura,

que no menoscabó su arquitectura

y probé su amargura sin embargo.

Con el golpe amarillo, de un letargo

dulce pasó a una ansiosa calentura

mi sangre, que sintió la mordedura

de una punta de seno duro y largo.

Pero al mirarte y verte la sonrisa

que te produjo el limonado hecho,

a mi voraz malicia tan ajena,

se me durmió la sangre en la camisa,

y se volvió el poroso y áureo pecho

una picuda y deslumbrante pena.

Para entender la estructura metafórica de este poema hay que volver a una imagen frecuente en Miguel Hernández, y que hemos visto en toda su plenitud en la octava de Perito en lunas, antes comentada, «Negros ahorcados por violación». La serpiente es símbolo del órgano sexual masculino, utilizada de forma reiterada, igual que la culebra, en los poemas de Miguel Hernández de los primeros años treinta. Incluso, la culebra, en su condición simbólica, presenta como la culebra real su camisa. En este soneto, el símbolo de la serpiente estará sugerido por la camisa que figura en el verso 12 y que será la alusión al órgano sexual masculino, tal como advirtió Marcela López en su Vocabulario de la obra poética de Miguel Hernández,[17]donde define, en segunda acepción, camisa, como ‘piel del prepucio’, siendo la primera acepción, según el DRAE: «Epidermis de los ofidios, de que el animal se desprende periódicamente después de haberse formado un nuevo tejido que la sustituya». Miguel Hernández utiliza en sentido sexual «culebra» y «camisa» en su poema anterior, «Adolescente»: «Oye / mudarse / de camisa / la culebra, / fundada / en un silbido. // Crece / hasta / almidonarse también / bajo los negros / higos». Ya sabemos lo que significa higos, por lo que quedan claras las alusiones.

La otra metáfora fundamental en este poema es el limón, uno de los frutos preferidos de Miguel Hernández y presente en su obra constantemente. El limón es un fruto amarillo, de piel rugosa y ácido, frío para el poeta, y amargo. En un poema anterior cantó Miguel Hernández: «Oh limón amarillo, / patria de mi calentura». Naturalmente, el limón, tal como lo representa en la octava XI de Perito en lunas, es metáfora formal de los pechos femeninos, tal como en el mismo soneto se dirá un poco más adelante: «Una punta de un seno duro y largo». Y más al final, convertido ya en picuda pena: «poroso y áureo pecho». Y su presencia en este soneto alude con evidencias más que sobradas al deseo de poseer a la amada, deseo radicalmente reprimido por ésta. Por eso el limón tirado con gracia es un limón amargo.

Veamos otra palabra fundamental en este poema y habitual en Miguel Hernández: calentura. Para Marcela López es, lisa y llanamente, ‘fiebre’. Pero no queda muy claro que Miguel esté enfermo en este poema. Hay que ir algo más allá y advertir lo que significa en el lenguaje popular de la Vega del Segura, en su acepción más popular, la palabra calentura: indudablemente excitación sexual. Así también en el poema antes aludido, titulado «Limón»: «Oh limón amarillo / patria de mi calentura». En «Hermosacon crecientes» se dice: «No tengas ningún creciente / de hermosura en tu hermosura, / ¡ay!, sé hermosa simplemente, / patria de mi calentura». Está claro que no se refiere a la fiebre causada por ninguna enfermedad.

Y finalmente vayamos a otra expresión muy importante en el poema: «se me durmió la sangre en la camisa». Según el DRAE, en una de las acepciones, «dormirse» es «adormecerse un miembro», entumecerse. Decimos: «se me ha dormido una pierna», «se me ha dormido un brazo». Al poeta se le durmió la sangre en la camisa: es decir, se quedó frío, helado ante el corte represor que la amada le ha propiciado, lanzándole este limón tan amargo.

Reparemos, por último, en el significado de la metáfora sangre, que los estudiosos han rastreado a lo largo de la poesía hernandiana y que siempre significa lo mismo, más que, como señala Komla Aggor (para él a Hernández «se le enfría la sangre por el contacto físico con su amada»),[18]en realidad lo que refleja es la fuerza de la pasión sexual, que en este caso queda enfriada por el desdén de la amada. Pero no hemos de dudar de que lo significado por sangre es la propia potencia sexual, sobre todo si advertimos que en este soneto, en su primera mención, en los cuartetos, la sangre pasa de un letargo dulce a una ansiosa calentura, y en la segunda parte, ya en los tercetos conclusivos, se duerme la sangre en la camisa, y recordemos lo que significa camisa. Ocurre exactamente igual que en el soneto de Garcilaso de la Vega, el XVIII:

y es, que yo soy de lejos inflamado

de vuestra ardiente vista, y encendido

tanto, que en vida me sostengo apenas.

Mas si de cerca soy acometido

de vuestros ojos, luego siento, helado,

cuajárseme la sangre por las venas.

Es interesante observar cómo Miguel Hernández se sirve de la forma del soneto para distribuir su mensaje poético. Consideramos al poeta de Orihuela uno de los mejores sonetistas del siglo XX, y en El rayo que no cesa demostró sus capacidades no solo de dominio de tan difícil forma poética, sino también de renovación de sus estructuras. Agustín Sánchez Vidal demostró que la forma estricta del soneto era reflejo de la presión social a que Hernández estaba sometido, sobre todo por su amigo Ramón Sijé, que defendía el soneto como una especie de cárcel espiritual en la que se debía encerrar un pensamiento. Lo cierto es que, tras El rayo que no cesa, muerto Sijé, y liberado Miguel Hernández, solo utilizó el soneto una vez, prefiriendo otros metros más libres.

En el que nos ocupa, este sentido represivo coincide plenamente con el contenido del poema. En cada uno de los dos cuartetos, aprovechando su estructura binaria, enfrenta dos versos contra otros dos, para exponer una situación en su relación con la amada: en el primer cuarteto se produce el enfrentamiento habitual tú-yo en las acciones verbales (me tiraste-probé), y en el segundo se reproduce la misma tensión entre la acción producida por la amada (el golpe amarillo) y la reacción del enamorado. Al entrar en los tercetos, es la estructura trinaria la que lleva a la conclusión, y son ahora los dos tercetos a los que corresponde soportar el enfrentamiento del tú y el yo. En el primer terceto muestra la acción del tú, que hace al poeta comprender lo inútil de su «voraz malicia» porque la amada la rechaza (mira y ve su sonrisa, lo que está claro para él); en el segundo terceto muestra la reacción del yo y su renuncia: convertido todo él una picuda y deslumbrante pena. El nexo entre los cuartetos y los tercetos está perfectamente conseguido y está marcado por esa adversativa que comienza la segunda parte: «Pero al mirarte y verte...».

La capacidad poética de Miguel Hernández –y ése es uno de sus más sólidos legados a nuestra historia literaria– sobrepasa todas estas anécdotas expresivas para construir un todo armónico, un conjunto poético unitario y sólidamente trabado. Y, en el caso de este soneto, sin duda un elemento de unificación es el motivo del limón lanzado, de larga tradición en la literatura española popular y culta. El poeta del siglo XVII don Luis Carrillo Sotomayor[19]escribió un soneto «A un limón que le arrojó una dama desde un balcón» y Federico García Lorca,[20]en una de sus suites («El jardín de las morenas»), incluyó un poema titulado «Limonar», en el que se dice:

Limonar.

Momento de mi sueño.

Limonar. Nido

de senos amarillos.

Limonar.

Senos donde maman

las brisas del mar.

Limonar.

Naranjal desfallecido,

naranjal moribundo,

naranjal sin sangre.

Limonar.

Tú viste mi amor

roto por el hacha de un gesto.

Limonar,

mi amor niño, mi amor

sin báculo ni rosa.

Limonar.

Cuando la amada lanza un fruto a su galán, algo está sucediendo, algo quiere comunicarle. Lope de Vega,[21] maestro de Miguel Hernández, lo decía así en su comedia El bobo del colegio:

Naranjitas me tira la niña

en Valencia por Navidad;

pues a fe que si se las tiro

que se le han de volver azahar.

Que viene de otra canción anterior, de tipo tradicional:

Arrojóme las naranjitas

con las ramas de blanco azahar;

arrojómelas y arrojóselas

y voviómelas a arrojar.

De sus manos hizo un día

la niña tiro de amores,

y de naranjas y flores

balas de su artillería.

Comenzó su batería

contra mí que la miraba;

yo las balas le tiraba

por doble mosquetería.

En una canción popular murciana, recogida por Alberto Sevilla,[22]una muchacha dirigiéndose a un muchacho, dice:

Yo tiré un limón por alto

y se le perdió la molla;

yo te quise no pensando

que tenías otra novia.

Y en una canción popular recogida por Rodríguez Marín:[23]

Un limón me tiraste

desde la torre;

en el alma me diste,

sangre me corre.

O la recogida por Fernán Caballero[24]en Cuentos y poesías populares andaluces:

De tu ventana a la mía

me tiraste un limón,

el limón cayó en la calle,

el zumo en mi corazón.

Posiblemente son la expresión de la cumbre en la poesía hernandiana, los denominados «Últimos poemas», ya que en ellos confluye toda la capacidad de inspiración del poeta unida a la fuerza de las circunstancias adversas. Temas trascendentales para Miguel Hernández, como la unión sexual y la generación del hijo, adquieren aquí un valor especial. El primero de estos poemas, «Hijo de la luz y de la sombra», es uno de los textos más elogiados de Hernández y con razón, porque en él percibimos con claridad la precisión de su estructura tripartita, creada para destacar los pasos firmes de un proceso genético evocado en intensidad humana particular. Otros, como «A mi hijo» u «Orillas de tu vientre» contienen el dolor y la fuerza del recuerdo de la muerte y el amor. «Orillas de tu vientre», como algún otro poema de la serie final, nos devuelve uno de los temas preferidos de Miguel ya desde Perito en lunas, el del sexo femenino, que el poeta ha mantenido como constante a lo largo de su obra siempre, tanto en El rayo que no cesa como en Viento del pueblo («Canción del esposo soldado», por ejemplo) hasta llegar a esta versión final patética y de ausencia. La «Casida del sediento», último poema que escribió a juzgar por su fecha, «Ocaña, mayo de 1941», que se indica en algunas ediciones,[25]reúne el dolor de la ausencia y la fuerza de la memoria:

Arena del desierto

soy: desierto de sed.

Oasis es tu boca

donde no he de beber.

Boca: oasis abierto

a todas las arenas del desierto.

Húmedo punto en medio

de un mundo abrasador,

el de tu cuerpo, el tuyo,

que nunca es de los dos.

Cuerpo: pozo cerrado

a quien la sed y el sol han calcinado.

Como recuerda Antonio Gómez Yebra,[26]Miguel Hernández ya había utilizado las metáfora del oasis en el poema ya citado –escrito poco tiempo antes aunque en un contexto muy distinto– «Orillas de tu vientre», en el que se lleva a cabo un exaltado y sensual canto al amor satisfecho en su matrimonio, con una encendida exaltación de la esposa, deseada, amada y poseída:

en ti tiene el oasis su más ansiado huerto:

el clavel y el jazmín se entrelazan, se ahogan.

De ti son tantos siglos de muerte, de locura

como te han sucedido.

Corazón de la tierra, centro del universo,

todo se atorbellina, con afán de satélite

en torno a ti, pupila del sol que entreabres

en la flor del manzano.

Algo llama la atención en este poema nada más leer su título: «Casida del sediento». Al reutilizar la metáfora del oasis, Miguel Hernández se ha traslado al mundo del desierto. Antes vimos lo que “arenal de fuego” como desierto significa en la octava «Negros ahorcados por violación». La situación ahora es muy distinta. La esposa, la amada, sigue ostentando su condición de oasis, pero ahora resulta inalcanzable debido a la cárcel y a la ausencia, temas centrales del Cancionero y romancero de ausencias al

El mundo del desierto está relacionado, inevitablemente, con el mundo musulmán o árabe, y por ello, por una vez, y siguiendo de cerca a su maestro Federico García Lorca, que tenía preparado para publicar su Diván de Tamarit, poco antes de morir asesinado en 1936, utiliza no sólo el título, sino también el género poético de la «casida», para el que crea un ritmo paralelístico propio de la canción árabe andaluza a cuyo ámbito pertenece la «casida». La de Miguel Hernández se halla compuesta de doce versos agrupados en cuatro semiestrofas alternadas, dos de cuatro versos y dos de dos. El poema se abre con un cuarteto heptasílabo rimado en asonante aguda alterna (en -é), esquema que se repetirá en el segundo cuarteto (en -ó). Antes de llegar a éste, un dístico pareado de rima consonante compuesto por un heptasílabo arriesgado y un pentasílabo, esquema que repite en el dístico final.

Se trata por lo tanto de un poema de una gran fuerza rítmica, marcada por la uniformidad del heptasílabo, tan solo combinado con dos endecasílabos. Hernández mezcla en la formulación de las rimas dos herencias: la asonante alterna procedente del romancero y de la poesía popular castellana, y sectores monorrimos, propios de la casida, ya que esta estrofa árabe era monorrima. Monorrimos y asonantes son los dos dísticos que además son también idénticos en lo que se refiere a la estructura morfosintáctica, ya que ambos dísticos ofrecen similar conformación morfosintáctica e incluso retórica: sustantivo-término real (boca y cuerpo) separados por dos puntos de la metáfora explicativa, compuesta a su vez de la misma estructura: sustantivo (oasis y cuerpo), adjetivo pariticipial en contraste (abierto-cerrado) y complemento comenzado por preposición a («a todas las arenas del desierto» y «a quien la sed y el sol han calcinado»). Las dos palabras iniciales de estos dísticos se toman del cuarteto que las precede, exactamente en ambos casos del verso tercero de cada cuarteto: boca, del verso «oasis de tu boca», y cuerpo del verso «el de tu cuerpo, el tuyo». Ambos, cuerpo y boca, tienen un significado decisivo en la retórica hernandiana y más en sus poemas finales.

El significado de la casida es muy evidente: el poeta se manifiesta al comienzo del poema como víctima de la ausencia de la amada y por lo tanto carente de su cuerpo. La negación de la relación física convierte al poeta en un ser seco. El agua es la vida y la sed es la ausencia del agua. La presencia de la boca alude tanto al beso como a la posesión completa de la amada. La amada es el agua que da la vida. Su ausencia, su lejanía, produce la sed y la desesperación.

El poeta resume su sublimación simbólica de la boca de la amada en el dístico heptasílabo-pentasílabo. Recopila el mensaje para lo cual reutiliza todos los sustantivos: boca, oasis, arenas y desierto. Tan sólo incorpora al dístico una palabra nueva: abierto, palabra por cierto muy importante en Miguel Hernández en este momento, y nexo de unión del primer bloque del poema con el segundo. Porque frente al abierto del primer dístico estará el cerrado del segundo.

La segunda parte de la estructura del poema es algo más compleja. El cuarteto recupera en cierto modo el hermetismo a que era tan dado Miguel Hernández:

Húmedo punto en medio

de un mundo abrasador,

el de tu cuerpo, el tuyo,

que nunca es de los dos.

Si en el primer cuarteto el poeta se manifestaba a sí mismo como sediento, en este segundo el poeta manifiesta a la amada como capaz de saciar esa sed. Ya la ha definido en la sinécdoque boca, como fuente de la vida. Ahora es la sinécdoque cuerpo la que confirma que la amada es el pozo que posiblemente saciará la sed. Pero la palabra pozo no aparece hasta el dístico, aunque antes ha sido sugerida por medio de una perífrasis:

«húmedo punto en medio / de un mundo abrasado». El pozo en el desierto es un «húmedo punto en medio / de un mundo abrasador». La negación presente en el primer cuarteto («no he de beber») se confirma en el segundo («nunca es de los dos»). Es decir, poeta y amada no lograrán jamás la unión física y espiritual en el amor conseguido, a pesar de que el poeta había ofrecido alguna esperanza en el primer cuarteto. En él aparecía la palabra abierto; pero en el segundo aparece la palabra cerrado. «Oasis abierto» frente a «pozo cerrado»; luz frente a sombra (frecuentísimo contraste en los últimos poemas de Miguel Hernández); resplandor y brillantez frente a oscuridad; esperanza frente a decepción. Tan fuerte es el contraste entre ambas estrofas que incluso, como ha señalado Francis Cerdan,[27] la primera parte del poema está presidida por vocales abiertas (sobre todo la a y la e) y la segunda por vocales cerradas (la o y la u): arena, desierto, oasis, beber frente a húmedo, punto, mundo, cuerpo, tuyo, nunca, pozo.

En la acción verbal del primer cuarteto todavía hay una esperanza de futuro, aunque ésta sea negativa («no he de beber»), pero en la acción verbal del segundo cuarteto toda esperanza está perdida, todo se ha consumado, y el poeta habla ya de acción acabada, al retrasarse de nuevo en el último endecasílabo: él es el ser humano «a quien la sed y el sol han calcinado». El poeta que se había manifestado al principio del poema como sediento, como arena, ahora –al final– se muestra ya muerto, porque la sed y el sol le han calcinado. Del deseo posible, de la ansiedad de búsqueda aún esperanzada de la primera parte de la casida (que coincidiría con la ansiedad manifestada unos años antes en El rayo que no cesa) se ha pasado al patetismo final de quien todo lo ha perdido. La sed y el sol han calcinado al poeta en muy pocos años y su única esperanza de vida, la posesión de su amada, ha desafortunadamente desaparecido. No hay luz, no hay oasis, sólo hay un pozo cerrado que nunca será de los dos: sólo sombra, sólo muerte.

Tres heridas, la del amor, la de la muerte, la de la vida, dominaron la poesía de Miguel Hernández. La lectura de todos sus poemas, teniendo en cuenta siempre estas tres constantes (amor, muerte, vida) e interpretándolas las tres como tres heridas, como tres rayos, como tres lunas, como tres ausencias, permitirá entender lo que significa la poesía de ese muchacho bueno y noble, sensible y digno, gran poeta y gran amador que fue Miguel Hernández.

[1] * Publicado en Annali dell’Istituto Universitario Orientale. Sezione Romanza, XLII, 2, Nápoles, L’Orientale Editrice, 2000, pp. 453-482.

[1] Ver Francisco Javier Díez de Revenga (ed.): Antología poética de Miguel Hernández, Valencia, Institució Alfons el Magnànim, 1999, en cuya introducción amplío estas consideraciones generales sobre el poeta oriolano.

[2] Los textos que siguen en Miguel Hernández: Obra completa, edición de Agustín Sánchez Vidal, José Carlos Rovira, con la colaboración de Carmen Alemany, Madrid, Espasa, 1992.

[3] José María Balcells: Miguel Hernández, Barcelona, Teide, 1990, p. 116.

[4] Juan Cano Ballesta: La poesía de Miguel Hernández, 2.ª ed., Madrid, Gredos, 1971, p. 229.

[5] Cancionero popular murciano, Murcia, Sucesores de Nogués, 1921. Citado por José Carlos Rovira: «Cancionero y romancero de ausencias» de Miguel Hernández. Aproximación crítica, Alicante, Instituto de Estudios Alicantinos, 1976, p. 145.

[6] Francisco Javier Díez de Revenga: «La poesía paralelística de Miguel Hernández», Revista de Occidente 139, 1974, pp. 45-46.

[7] Juan Cano Ballesta: La poesía de Miguel Hernández, op. cit., p. 70.

[8] Vid. Marcela López Hernández: Vocabulario de la obra de Miguel Hernández, Cáceres, Universidad de Extremadura, 1992, muy útil para todo lo que se refiere a la utilización de metáforas, símbolos y alegorías por Miguel Hernández.

[9] Gerardo Diego: «Perito en lunas», en María de Gracia Ifach (ed.): Miguel Hernández, Madrid, Taurus, El Escritor y la Crítica, 1975, pp. 181-183.

[10] Vid. A. Sánchez Vidal (ed.): Perito en lunas. El rayo que no cesa, Madrid, Alhambra, 1976, pp. 17 y ss.

[11] Agustín Sánchez Vidal (ed.): Perito en lunas. El rayo que no cesa, op. cit., p. 139.

[12] Gerardo Diego, art. cit., pp. 181-183.

[13] Francis Komla Aggor: Eros en la poesía de Miguel Hernández, York, Carolina del Sur, Spanish Literature Publications Company, 1974, pp. 38-39.

[14] Agustín Sánchez Vidal (ed.): Perito en lunas. El rayo que no cesa, op. cit., p. 98.

[15] Francis Komla Aggor, op. cit., p. 39.

[16] Agustín Sánchez Vidal: Miguel Hernández, desamordazado y regresado, Barcelona, Planeta, 1992, p. 56.

[17] Marcela López Hernández: Vocabulario de la obra de Miguel Hernández, Cáceres, Universidad de Extremadura, 1992, p. 131.

[18] Francis Komla Aggor, op. cit., p. 92.

[19] Daniel Devoto: «Naranja y limón», Textos y contextos, Gredos, Madrid, 1974, pp. 415-418.

[20] Citado por José Carlos Rovira: Léxico y creación poética en Miguel Hernández (Estudio del uso de un vocabulario), Alicante, Universidad de Alicante, 1983, p. 277.

[21] Señalado por Arturo del Hoyo, edición de Obra escogida de Miguel Hernández, Madrid, Aguilar, 1955, p. 15. Ver José María Alín: El cancionero español de tipo tradicional, Madrid, Taurus, 1968, pp. 591-592.

[22] Vid. nota 5.

[23] Señalado por William Rose: El pastor de la muerte. Dialéctica pastoril en la obra de Miguel Hernández, Barcelona, Puvill, 1983, p. 103.

[24] Indicado por Dario Puccini: Miguel Hernández: vida y poesía y otros estudios hernandianos, Alicante, Instituto de Estudios Juan Gil-Albert, 1987, p. 51.

[25] Según Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia, edición de El hombre acecha. Cancionero y romancero de ausencias, Madrid, Cátedra, 1984, p. 235, n. 175: «aunque por su estructura y por su tono lo consideramos de lógica adscripción al Cancionero..., acaso sea éste el último poema escrito por Miguel Hernández, si nos atenemos a la fecha con que siempre se ha publicado».

[26] Antonio A. Gómez Yebra (ed.): Miguel Hernández, Antología poética, Madrid, Castalia, 1998, p. 275, n. 311. que este poema pertenece. Frente al oasis, otra metáfora se desarrolla al inicio del poema, símbolo de la sequía, alegoría del propio poeta: «arena del desierto soy».

[27] Vid. Francis Cerdan: «Lectura de la “Casida del sediento” de Miguel Hernández», en Miguel Hernández, cincuenta años después, Alicante, Comisión Homenaje a Miguel Hernández, 1993, vol. II, pp. 983-986, quien hace un inteligente comentario de este poema. También, Francis Cerdan: «Essai d’analyse textuelle: la Casida del sediento de Miguel Hernández», Les Langues Néolatines 232, 1980, pp. 173-195.

La lengua en corazón tengo bañada

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