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1. LOS DEBERES DE LOS CIUDADANOS
DE LA REPÚBLICA DE LAS LETRAS
ОглавлениеEn el prefacio a su publicación periódica, Bayle expuso algunos de los deberes del ciudadano de la república de las letras. Quizá el primer deber del ciudadano de la república de las letras sea el de participar activamente en la vida literaria de la república. En su prefacio, Bayle espera que los lectores que tomen en serio este mandato y la satisfacción pública de las gens de lettres no rehusarán ayudar en forma de noticias que publicar en su periódico (p. 1). A tono con su medio ambiente calvinista –y a este respecto, con el republicanismo antiguo– Bayle siempre se concentra más en los deberes que en los derechos.
Bayle comienza afirmando un principio de igualdad de ciudadanía: «Todos somos iguales; todos estamos relacionados; como los hijos de Apolo» (Bayle, 1964: 2). Todos los sabios deberían considerarse entre sí como hermanos,2 o cada uno de una familia tan buena como la de los demás.3 De esta forma, los ciudadanos de la república de las letras no deberían pensar en términos de facciones, sino en lo que los une, que es «la calidad de un hombre ilustre en la república de las letras» (Bayle, 1964: 2). Nuestra «república no se preocupa de si un autor es heterodoxo u ortodoxo», escribe (Bayle, 1964: 197).
Las Noticias de la República de las Letras fueron un experimento prolongado en la teoría y en la práctica de «cómo hablar a ambos bandos en un período de división ideológica». La división principal en su medio ambiente era, por supuesto, la que se daba entre católicos y protestantes. La noción de que un periodista o historiador, en tanto que ciudadano de la república de las letras, debería ser imparcial está muy extendida en la obra de Bayle, pero no hay una asunción ingenua de que esto sea fácil, o de que «la objetividad» no sea problemática. Bayle deja claro que la imparcialidad del periodista o del historiador no significa una completa igualdad de tratamiento o una indiferencia total. Esto último, observa, es la crítica usual de la tolerancia que realizan los católicos.4 Bayle frecuentemente se permite criticar a los católicos, pero también señala que en los Países Bajos «nuestras imprentas son el refugio tanto de los católicos como de los protestantes» (Bayle, 1964: 1). La imparcialidad no significa necesariamente transigir. Hay cosas que Bayle no admitirá. Sólo tiene desprecio para algunos de los esfuerzos de los escritores católicos que buscan un compromiso. Los ve solamente como intentos de forzar a los protestantes a realizar todas las concesiones.5
Bayle escribe que ni prestará una atención especial a los libros acerca de su propia religión ni los evitará; y cuando escriba sobre libros protestantes no mostrará una parcialidad irracional. Más un reportero que un juez, informará igualmente sobre los libros que están a favor y en contra de su propia posición.6 En la mismísima primera reseña se reafirma en una variante de esta posición: «Actúo como un historiador y no como un hombre que adopta las ideas de los autores sobre los que habla» (Bayle, 1964: 7 y 100-101).7
En la práctica, Bayle reseñó aproximadamente dos libros protestantes por cada uno católico. Esto puede explicarse en parte como resultado de su predisposición protestante, o de las obras que tenía a su disposición en los Países Bajos, y como una clase de recompensa por la exclusión completa de los protestantes del Journal des Sçavans.8
Pero hay que destacar que no permitió que la voz del «otro» desapareciera. Dos por uno puede que no suene muy justo si el ideal es uno y uno. Pero considerando las condiciones políticas y religiosas en las que Bayle estaba escribiendo, esto era un progreso muy importante hacia la coexistencia mutua. En términos contemporáneos, si se publicara o reseñara un libro o un artículo que defendiera el Islam por cada dos que lo atacan, el número de publicaciones en el bando islámico se dispararía.
Una pulla que se repite contra los católicos es que su supresión frecuente de los puntos de vista opuestos muestra que o tienen menos confianza en las lumières de los lectores o más dudas sobre su causa.9 Pero también sabe que la libertad de prensa de los protestantes está limitada. John Milton no habría tenido que escribir lo que Bayle conoce como De Typographia liberanda si hubiera vivido en los Países Bajos.10
Los intentos de encontrar un término medio son difíciles en la mayor parte de los asuntos, requiriendo buen juicio y sutileza. Raramente satisfacen a quienes creen en una causa. Fueron percibidos como una amenaza por las autoridades: existen referencias específicas al peligro de la sutileza de Bayle en la correspondencia policial sobre él.11 Sus intentos de ser imparcial y sus lecturas igualmente críticas tanto de católicos como de protestantes le ganaron la hostilidad de los activistas católicos (la revista fue prohibida en Francia a comienzos de 1685), quienes lo consideraron como un escritor anticatólico; y también de muchos protestantes comprometidos con su religión, que lo vieron como un antiprotestante. Esto condujo a que en el siglo XVIII se lo considerara como un libertino y un ateo. Pero permítasenos notar que es perfectamente posible en la república de las letras mantener la posición de Bayle como un calvinista honesto, y que el destino de muchos escritores honestos ha sido el de ser malinterpretados por todas las facciones.
En relación con los intentos de Bayle de ser moderado está su forma preferida de controversia: la ironía. Anticipándose a la predilección de Rorty por este tropo retórico, Bayle enfatiza los beneficios de la ironía en la refutación de los aspirantes a persecutores.12 Uno puede entender cómo Shaftesbuty pudo aprender de Bayle los beneficios del humor y de la ironía en el debate político. Puede también entenderse por qué la policía de París pudo ver sus escritos como más peligrosos que la retórica extremista de Jurieu.13 También hay que aprender a leer a Bayle con gran cuidado. No siempre es fácil decir cuándo algo es irónico y cuándo está siendo sincero.
Bayle afirma que la controversia es más que aceptable. En una carta temprana había citado a Séneca acerca de un orador que no pensaba que tenía compañía si no había diferencias de opinión. Les pidió a sus amigos que se mostraran en desacuerdo con él, de tal forma que pareciera que había dos personas.14 El modelo de Bayle de la vida intelectual no era un movimiento hacia la unanimidad. Así, la controversia es parte del juego: un informe sobre el estado de la república de las letras incluirá la construcción de bibliotecas, la creación de academias, y los cismas y herejías que se desarrollan.15 El derecho a juzgar los libros de otras personas es innato e inalienable en la república de las letras.16 Pero Bayle afirma que él no imprimirá nada con el único propósito de arruinar una reputación; busca una postura intermedia entre la servidumbre del halago y el atrevimiento de la censura, y a su vez presenta sus opiniones ante la censura del mundo entero.17 Cita la obra Academica de Cicerón para la pretensión de que informará sobre las críticas de sus propias ideas sin enfadarse.18 Más tarde se revolvió más y más contra Malebranche y Arnauld a causa de la naturaleza personal de sus polémicas, y cita a Fontenelle como un ciudadano bueno y moderado.19
Dos escritos publicados en julio de 1685 sacaron a la palestra un tema al que Bayle volvió a menudo en sus intentos de instruir a los ciudadanos de sus deberes: la libertad de prensa. El primero fue una reseña de una disquisición académica de 1684 sobre el Índice de Libros Prohibidos. Comenzaba con la observación de que «hay cosas que uno no sabe cómo ordenar de acuerdo con principios seguros, porque uno percibe razones poderosas batallando a favor de cada bando» (Bayle, 1964: 329). En tales casos, «uno se arroja al bando más conforme con el propio capricho» (Bayle, 1964: 329). Éste es el caso de la lectura de libros sospechosos. Naciones diferentes reaccionan de manera diferente a los intentos de suprimir libros. «Dos naciones [¿los ingleses y los holandeses?]» han sospechado que los libros prohibidos tienen que contener buenos argumentos, y los aprecian más; pero los españoles y los italianos asumen que si están prohibidos deben contener cosas absurdas (Bayle, 1964: 330).
La psicología inversa es también parte de la ecuación. Bajo Nerón, ciertos libros prohibidos eran buscados con pasión, pero cuando fueron permitidos nadie los quería. El autor del libro que está reseñando es un luterano que escribe en el corazón de Alemania. Bayle comenta que por ello podríamos esperar de él la pretensión extrema (cosa que efectivamente hace) de que el Index ha sido compilado para esconder la verdad. El juicio general de Bayle es un intento de reconocer a partes iguales ambas opiniones. Quizá los católicos son muy estrictos y los protestantes demasiado lasos en estos temas de la libertad de prensa.20
Las anécdotas de Bayle demuestran que nunca pensó que el análisis crítico y la argumentación racional conducirían al acuerdo. Cuenta la historia de dos hermanos ingleses, uno educado como católico y el otro como protestante, que discutieron tan vehementemente entre sí que cada uno cambió su religión.21
El segundo de estos escritos sobre la libertad de imprenta era un ensayo en la propia voz del editor titulado «Réflexions sur la tolerance des Livres hérétiques» (Bayle, 1964: 335-336). Comienza con la idea de que alguien le había escrito criticando sus observaciones en el prefacio sobre la libertad de imprenta, y más tarde concluye diciendo que como no contestó en el número siguiente es que estaba dándole la razón. Esto no es verdad, según las costumbres de la república de las letras. Bayle informa a sus lectores de que no responder a las críticas no significa una admisión de que son acertadas.
Una imparcialidad relativa (a partir de una perspectiva cuyo centro es el protestantismo) se revela cuando Bayle destaca que los protestantes que se ríen de los católicos por sus excesos en la supresión de libros justifican de hecho a los socinianos, que se ríen de ellos. Socinio vio la prohibición de sus obras como una victoria. Los socinianos deberían ser refutados, mostrando por ejemplo que ignoran todos los pasajes de la Biblia que prueban que las mujeres son humanas, concluye Bayle.22
El interés de la verdad significa que uno no debería suprimir los libros heréticos, sino refutarlos. Bayle a menudo repite el argumento de que prohibir libros equivale por una conclusión natural a admitir que contienen argumentos irrefutables. Existen pocas personas como Crisipo, que se preocupó de que los argumentos de sus adversarios estuvieran bien expresados antes de proceder a refutarlos. Bayle concluye que si uno quiere ver a su partido triunfar sobre sus enemigos, uno debe confrontar los escritos del partido contrario.23
La moderación de Bayle en el tono y en la práctica merece una atención especial dado el contexto. Está escribiendo sobre ambos bandos aquí con argumentos razonables y tamizados en un momento en que la venta de su publicación está prohibida en Francia, y después de tener la experiencia de que su General Critique of Maimbourg fuera quemada por el verdugo público en París en 1683. Pero esto era una autocontención estudiada, no indiferencia o insensibilidad. Más tarde, el edicto de Nantes fue revocado y el hermano de Bayle murió en prisión. La respuesta escandalizada de Bayle fue escribir y publicar inmediatamente La France toute catholique, en la que arremete contra los católicos por su hipocresía y su crueldad. Pero incluso aquí pone esta invectiva en boca de un personaje, y proporciona otro personaje que habla en un tono mucho más moderado e intenta construir un puente con los católicos moderados. En las Nouvelles, como Hubert Bost ha señalado, se abstiene de las invectivas, pero no intenta ocultar su indignación ante esos católicos hipócritas que pretenden que a los protestantes se los ha convertido mediante la dulzura.24 En la república de las letras existe un deber de denunciar lo que uno percibe como una injusticia, pero no hay que incurrir en excesos de odio que alienarán para siempre a los otros bandos.
Merece la pena destacar que la república de las letras de Bayle es moderna –no antigua–, en parte porque es una república comercial. Su correspondencia deja claro que era muy consciente de la independencia financiera que su publicación le proporcionaba y que estaba muy agradecido por ello. Le daba independencia con respecto a las Cortes, los mecenas y las academias (algo propio del ciudadano de una república), y tradujo los imperativos del mercado en deberes de los ciudadanos.25 Debería escribirse para el mercado, no para obtener el pago de un mecenas, tal como hacía un escritor que se había convertido en el gacetillero pensionado de un obispo.26 Un ciudadano republicano no debería escribir sólo para una facción, los ya convertidos a su causa, porque éstos son sólo una parte del mercado. Ésta es una lección que algunos escritores de hoy en día, excesivamente partidarios de un solo bando, no han aprendido. No es accidental que el vocabulario de la república de las letras incluyera commercium litterarium en latín y doux commerce en francés. En ambos casos se reflejaba una analogía ambigua entre el intercambio de dinero y el de ideas.
En otras observaciones, Bayle comenta que el estatus marital de los autores es irrelevante en la república de las letras. Lo único que cuenta es la producción literaria de uno. Esto puede preocupar a las feministas que pretenden que prestemos atención al estatus en cuanto al género de las producciones literarias, pero Bayle probablemente no quiere borrar las diferencias para todos los propósitos. Nos recuerda que la república de las letras es «un estado de abstracción y precisión» (Bayle, 1964: 413), con lo que presumiblemente quiere decir que es un ideal; lo que más tarde Kant llamaría noumenal. Bayle volvió muchas veces al tema de la república de las letras en sus escritos posteriores, y continuó aconsejando la práctica de la autocensura. Una nota en el artículo «Catio» del Diccionario repite el tema con especial atención a prohibir las sátiras como insultos al honor y, por tanto, a las normas básicas de la república de las letras.27
Pero también merece destacarse que Bayle no siempre estuvo a la altura de su propia opinión sobre las obligaciones del ciudadano. Cuando en su Diccionario se ocupa de los milenaristas y de otros a los que llama fanáticos, fuerza la evidencia histórica y cae en la invectiva.28 Quizá ningún autor está a la altura de sus propios ideales.
Todo lo anterior puede sonar a responsabilidades generalmente saludables de los ciudadanos de la república de las letras, adecuadas incluso hoy en día para la emulación, incluso si exigen una gran dosis de juicio práctico y no son susceptibles de una legislación exacta. Pasemos ahora a algunas dudas que podrían plantease sobre la noción de una república de las letras.