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2.1 Los hombres de letras versus los iletrados

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La definición que ofrecíamos antes es realista en lo que se refiere a la moral, re- conociendo que los hombres y las mujeres de letras no son necesariamente santos o santas. Mis colegas han establecido este punto a mi entera satisfacción. Este punto de vista negativo se corresponde muy bien con la antropología pesimista, agustinianocalvinista, de Bayle, recordándonos que la república de las letras no fue concebida por eternos optimistas complacientes.31

¿Qué implica la asunción en la propia idea de la república de las letras de que hay una diferencia significativa entre los hombres de letras y los iletrados? Si existe tal diferencia, ¿implica una jerarquía con su elitismo, esnobismo y algún tipo de clasismo? ¿Es necesariamente una república aristocrática? No estoy pensando en las jerarquías dentro de la clase de los hombres de letras, que están bien estudiadas por Anne Goldgar.32 Más bien, estoy preguntando por la relación entre los hombres de letras y los iletrados.

Para nuestros propósitos, la distinción entre los hombres de letras y los iletrados no puede significar meramente el agrupar a cualquiera que pueda leer unas pocas palabras y escribir su nombre, en un lado, y a los que no pueden, en el otro. Quizá, un neologismo como «no-letrados» capturaría mejor un contraste significativo con los hombres de letras. Los neurocirujanos pueden ser «no-letrados» si no leen nada más allá de materiales de su especialidad y no escriben nada. Por hombres de letras quiere decirse aquellos que han alcanzado una cierta sofisticación en el uso de la palabra escrita, tal como la que esperamos encontrar en la mayoría de los estudiosos, profesores, editores y escritores. El papel en sus vidas de la lectura y la escritura debe ser importante, y debe transformarlos en ciertas formas significativas.

Esta transformación es la que plantea aquí las grandes preguntas. En esta época de contextualización y de interés por «situar» el conocimiento y la política, es sorprendente la escasa atención crítica que se ha prestado a los contextos y las situaciones de los conocimientos y las políticas de las personas que es más probable que lean este texto; a saber, estudiosos, profesores, estudiantes y escritores. ¿Por qué evitamos tan a menudo explorar los caracteres distintivos y los sesgos que nuestra forma de vivir y pensar –no como burgueses, o dotados de un género, o miembros de una etnia, u occidentales u orientales, sino como gentes de letras– debe inevitablemente proporcionarnos? ¿Por qué no somos más conscientes hoy en día de nuestro estatus como hombres y mujeres de letras?33

¿Qué puede una persona de letras saber sobre los iletrados o no-letrados? Esto es importante porque muchas personas de letras pretenden hablar en nombre de los noletrados. Mucho de lo que leemos sobre reformas políticas y sociales hoy en día suena un poco extraño, porque está escrito por personas que tienen poco en común con la gente de la que hablan. Bayle dejó claro que una distancia cultural demasiado grande entre un escritor y su tema podía perjudicar la fidelidad del análisis.34

No pretendo sugerir que la gente no debería continuar intentando hablarnos sobre la ciudadanía y otras necesidades políticas de, por ejemplo, los esquimales canadienses, aunque a menudo tengo la impresión de que los escritores sobre este tema saben muy poco sobre los esquimales y, lo que es peor, saben poco o nada (y se preocupan poco o nada) de las necesidades de los otros trabajadores canadienses no-letrados del lejano norte, que tienen que vivir como ciudadanos de segunda clase cuando las propuestas de derechos especiales de los esquimales se aprueban.35 Estoy de acuerdo con que necesitamos la clase de conocimiento que nos proporcionan los defensores de los pobres, los oprimidos y los no-letrados. Por ofrecer sólo unos pocos ejemplos, Elisabeth Burgos sirvió como intérprete al proporcionarnos la historia de Rigoberta Menchú,36 Martha Chen nos ha hablado sobre las mujeres trabajadoras iletradas en India, y en Bangladesh, Xiaorong Li nos ha dado a conocer a los chinos iletrados, mientras que Nkiru Nzegwu nos ha informado sobre los Igbo.37 Pero a pesar de todas las buenas intenciones de los estudiosos, los profesores, por informarnos sobre las vidas y necesidades de las personas iletradas –y algunas veces sus informes suenan como claramente verdaderos–, no puedo evitar pensar que en ciertas ocasiones algo se pierde en la traducción. En la antropología abundan las historias acerca de antropólogos cultos, pero ingenuos, a los que informantes iletrados, pero inteligentes, han tomado el pelo. Pensando en uno de los libros que hemos mencionado, ¿cuánto en él es de Menchú y cuánto de Burgos?38

No quiero argumentar, y no creo que Bayle quisiera hacerlo, a favor de una intraducibilidad radical entre las personas de letras y las no-literatas, aunque sé que se ha argumentado a favor de otros tipos de intraducibilidad. Pero es evidente que lo que los estudiosos, los profesores, las gentes de letras conocen mejor es muy probable que sea, después de todo, a su propio grupo. Y por esto me sorprende que normalmente empleen muy poco tiempo analizando sus propios conocimientos y políticas, su propio tipo de ciudadanía y cosmopolitismo como una clase especial de personas, y los sesgos que todo esto es muy probable que les dé.

Una explicación, por supuesto, es que nuestro fracaso general en comprometernos con un análisis autoconsciente de los posibles límites de nuestra habilidad de comprender a los no-letrados es estratégico. Si estamos escribiendo para influir en el mundo de la política, enfrascarnos en una agonía epistemológica no será de ninguna ayuda. Pero si es sólo una cuestión de estrategia, y los escritores no quieren renunciar a sesgos que reconocen en secreto, están con toda certeza violando las normas de Bayle de la república de las letras. No están siendo buenos historiadores, rapporteurs o estudiosos.

Hemos sugerido que para las gentes de letras comprender a los no-letrados es difícil, si no imposible, quizá. ¿Tiene que ser también una comprensión condescendiente, jerárquica, elitista? ¿Tienen las gentes de letras que ser como Charles Taylor, quien cree que su deseo de que sus hijos en Montreal tengan compañeros que hablen francés –y que en tanto que hijos de un académico establecido tendrán muchas oportunidades de aprender inglés– justifica prohibir a los canadienses francófonos pobres y no-letrados enviar a sus hijos a escuelas que enseñan en inglés?39 Pierre Bourdieu nos ha proporcionado un informe aleccionador sobre la arrogancia de la clase intelectual en Francia, y pueden hacerse comparaciones obvias con otros países.40 ¿Tenemos derecho a comportarnos como una aristocracia?

Nuestras fuentes nos han dicho que los hombres y las mujeres de letras no son necesariamente más morales que las personas incultas, así que no son una elite moral. Pero son una elite en los términos de la definición: están más alto en la jerarquía de la cultura. ¿Qué implica esto? Para Bayle implica ese deber de jugar limpio en las controversias que hemos estudiado más arriba. Pero este es un deber hacia otras personas cultas. ¿Qué ocurre en su relación con los iletrados?

Un contemporáneo de Bayle, Jean Le Clerc, expresó una actitud aristocrática hacia los menos cultos que puede que fuera común entre los hombres de letras: «hay misterios en los que la gente no debería ser admitida, porque no tienen el tiempo libre o la capacidad para penetrar en ellos profundamente (...) y no sabrán cómo usarlos de manera correcta».41 Pero Bayle, al menos, parece haber tenido una simpatía mayor por el pueblo llano. Sally Jenkinson ha sugerido que puede ser que recibiera de su padre la creencia calvinista en la capacidad del pueblo llano para ser educado, y la importancia de intentar llegar a éste.42 En parte con vistas a incrementar las ventas, pero también en parte con el propósito de educar a una amplia variedad de lectores, Bayle reseñó de todo, desde tomos de elevada teología y moral hasta obras de teatro picarescas y cuentos galantes. Y ello a pesar de las objeciones de algunos de sus corresponsales. Tal como él mismo expuso, quería entretener con vistas a instruir. El humor puede haber sido una forma de llegar a los menos instruidos.43

La actitud de Bayle hacia los no-letrados sale a la luz en sus reseñas de las obras de los apologistas católicos de las conversiones forzadas, conocidos como los convertisseurs. Es precisamente porque los convertisseurs confían en la argumentación racional por lo que están equivocados. Los protestantes poco sofisticados son incapaces de entender las distinciones finas y las ideas filosóficas con las que los católicos esperan cambiarlos. El argumento de Bayle de que la religión debería descansar en la fe favorece los derechos de la gente no sofisticada porque, entonces, en cuestiones de fe están al mismo nivel que las gentes de letras. Ésta iba a ser la raíz de su argumento más conocido a favor de tolerar la conciencia que yerra: incluso los ignorantes e iletrados tienen derecho –de hecho, se requiere de ellos– a actuar de acuerdo con su conciencia, errada o no.44

En resumen, Bayle parece oponerse a aquellos que pronto serían denominados «maquiavélicos literarios». Esto es, aquellos que ponían el énfasis en el derecho de los líderes en una república a engañar al pueblo en beneficio de ésta.45 Como todos sus argumentos a favor de la igualdad moral entre los hombres de letras y los que no lo son, esto va en contra del paternalismo de muchos estudiosos que piensan que saben lo que es mejor para el mundo.

Optimistas como Jürgen Habermas aparentemente piensan que todo el mundo podría en principio elevarse al nivel de un ciudadano igual de la república de los comunicadores. Ha sido seguido en Norteamérica por teóricos de una «democracia deliberativa», que sin embargo tenderá a favorecer a los mandarines, los buenos retóricos, aquellos con la capacidad de articular sus ideas; y ellos a expensas de lo no-letrados.46

En efecto, seríamos gobernados por profesores, abogados, comunicadores hábiles. Bayle no tiene estas ilusiones acerca de los beneficios del elitismo, y defiende los derechos de los que no tienen tal capacidad para comunicarse.

Las sofisticadas gentes de letras merecen seguramente el derecho a sentirse orgullosas por sus realizaciones intelectuales. No hay ninguna razón, sin embargo, por la que esto deba conducirlas al poder político, y especialmente concederles el poder de perseguir a aquellos que no están de acuerdo con ellas. Una república de las letras que concede a sus líderes el derecho a imponer sus puntos de vista religiosos sobre los noletrados es para Bayle una tiranía.47

Llegados a este punto quiero reseñar algunas obras recientes sobre cosmopolitismo. Ya he mostrado mi simpatía por el rechazo de Kwame Anthony Appiah a la idea de Charles Taylor de que podemos forzar a otras personas a educar a sus hijos en una lengua que queremos que esté disponible para nuestros hijos. Y él reconoce que pueden encontrarse cosmopolitas tanto entre las elites como en barriadas de chabolas.48 Pero deja claro que está escribiendo para quienes van a los museos, a los auditorios musicales y leen libros (p. 25). Me gustan de hecho muchas de sus opiniones filosóficas, pero no puedo evitar pensar que algunos lectores encontrarán toda su presentación elitista y desalentadora.

Algo similar puede decirse de Identity and Violence (2006), de Amartya Sen. Es un apasionado argumento en contra de las identidades estrechas del nacionalismo. Quiere argumentar que deberíamos «vernos como miembros de una variedad de grupos» (p. vII). Para ayudarnos a entender lo buen cosmopolita que es, deja claro que ha vivido en muchos países, tiene amigos y familia en muchos países y ha dado conferencias sobre estos temas en muchos países (pp. XVIII-XX). Una y otra vez subraya que escoger un factor, como el religioso, «tiene el efecto de magnificar una distinción particular entre una persona y otra, con la exclusión de todos los otros factores importantes» (p. 76). Esto, ciertamente, puede ser verdad. Pero es poco probable que la mayor parte de las personas empiecen a pensar que la religión no debería contar más que los deportes o las profesiones. Uno puede simpatizar con sus objetivos, pero se pregunta cuántas personas se comprenden a sí mismas como él lo hace. ¿Se ve todo musulmán en Inglaterra a sí mismo como «un ciudadano británico que ocurre que es musulmán» (p. 78)? ¿«Ocurre que es»? ¿Es así como piensa la gente religiosa que no pertenece a la elite? «La religión no es, y no puede ser, la identidad que todo lo abarque de una persona», escribe (p. 87). ¿Hará el fiat de Sen que eso sea verdadero? Sen habla de «el dominio de la religión», asumiendo que puede ser cercado, pero claramente así no es como todo el mundo experimenta la religión (p. 83).

Podría continuar ocupándome de la visión intelectualista del mundo de Sen. «La democracia trata primariamente del razonamiento público» (p. 122). Dudo que la mayor parte de las personas en las democracias crean esto. Puede que crean que tratan de ser capaces de votar para expresar sus intereses, necesidades y emociones. Pero puede que no piense que todos éstos están basados en el razonamiento. Sen piensa que la gente que rompe con su contexto cultural lo hace «a partir de la reflexión y el razonamiento» (p. 157). Mi conjetura es que algunas personas lo hacen sin mucho razonamiento, simplemente porque están preocupadas por algo o ven otra cosa que les gusta. Pero no tiene mucho sentido continuar con esto. Me parece haber dejado claro que el punto de vista de Sen es una visión intelectualista sobre la constitución de nuestras identidades, y que no es probable que atraiga a las personas ordinarias.

Concluyendo, creo que nos estamos engañando a nosotros mismos si negamos que la república de las letras es, y será siempre, una república aristocrática, regida por los inteligentes, hombres y mujeres de letras más sofisticados, y no necesariamente en beneficio de los no-letrados.49 Si en cierto sentido es una república aristocrática, es probablemente una buena cosa que al menos algunos miembros de esa aristocracia, como Bayle, crean en el principio de noblesse oblige, y estén deseosos de instruir y ayudar a los menos capaces. No sería bueno que pensaran que tienen el deber de imponer sus creencias a los menos capaces.

Cosmopolitismo y nacionalismo

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