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«Es mi firme convicción que esta insistencia irracional en la emoción y la pasión conduce, en última instancia, a lo que solo merece el nombre de crimen […] dicha actitud, que […] en el peor de los casos conlleva un desprecio por la razón humana, debe conducir al empleo de la violencia y la fuerza bruta como árbitro último en toda disputa».

Karl Popper

El fin de la verdad

Nazi, xenófobo, racista, homofóbico, transfóbico, islamofóbico. Entre muchos otros, estos apelativos pertenecen a la batería de insultos con los que el discurso de la corrección política dominante actualmente pretende acallar voces que le resulten incómodas o intolerables. Los alemanes se refieren a este tipo de adjetivos como «Totschlagargumente», lo que se podría traducir como «recursos retóricos que buscan de un solo golpe liquidar moralmente al oponente de modo de no hacerse cargo de sus argumentos». Su propósito es evadir a toda costa el enfrentamiento honesto y racional de ideas para, en lugar de ello, cosechar una espontánea aclamación pública basada en emociones impermeables a la evidencia y la lógica. Se trata, en otras palabras, de una forma de no-pensar que acepta como legítimas solo aquellas posturas que encuentran respaldo en el exhibicionismo moral de grupos dispuestos a indignarse fácilmente. El concepto central en este contexto es el de emociones, ya que todo lo que se diga debe procurar no ofender las sensibilidades de colectivos supuestamente victimizados por la sociedad, quienes pueden sentirse atacados incluso por las expresiones o errores más inofensivos. Un ejemplo que sintetiza a la perfección el espíritu que anima la neoinquisición sentimentalista de los tiempos que corren se daría en la presentación de los Golden Globes en 2017. Tras ser acusado de racista y discriminador por haber cometido el «crimen» de confundir los nombres de dos películas con repartos de actores de color —Fences y Hidden Figures— el actor Michael Keaton se disculpó declarando: «Me hace sentir tan mal que la gente se sienta mal. Si alguien se siente mal, eso es todo lo que importa»29. Las palabras de Keaton no constituyen una aislada reacción esperable del mundo hipersensible del espectáculo, sino la nueva normalidad. En 2019, un escándalo monumental asoló Virginia cuando las tres autoridades máximas del estado, todos demócratas, se vieron involucradas en actos de supuesto «racismo» y abuso sexual. Uno de los casos más escandalosos fue el del fiscal general Mark Herring, de quien se descubrió que, en 1980, cuando tenía diecinueve años, fue a una fiesta de disfraces con la cara pintada negra emulando a un rapero cuya música solía disfrutar. La respuesta de Herring a los ataques que sufrió por haber cometido ese pecado, lejos de invocar un mínimo de sentido común y sensatez, confirmó la motivación histérica de sus inquisidores: «Lamento profundamente el dolor que he causado con esta revelación […] conversaciones y discusiones honestas dejarán en claro si puedo o debo continuar sirviendo como fiscal general», dijo. Y como si su «falta» hubiera sido equivalente a haber pertenecido alguna vez al Ku Klux Klan, agregó: «Esa conducta muestra claramente que, cuando era joven, tenía una falta de conciencia insensible, e insensible al dolor que mi comportamiento podía infligir a los demás […] Esta conducta no refleja de ninguna manera al hombre en el que me he convertido en los casi cuarenta años desde entonces»30. Que, tras todos esos años, una de las máximas autoridades políticas de Estados Unidos se derrumbara pidiendo disculpas por haber usado un disfraz cuando era joven solo puede deberse al hecho de que hoy vivimos en lo que la intelectual Ayaan Hirsi Ali denominó «emocracia»31. Esta podría definirse como un tipo de vida común en la que todo lo que importan son las emociones, específicamente sentirse bien con lo que se dice y se hace, procurando no ofender a nadie que se declare víctima y, adicionalmente, como en las sociedades del tabú, autoflagelarse públicamente por cualquier conducta realizada en cualquier momento de la vida que se pueda subjetivamente considerar lesiva de esas emociones. El que una muchacha bienintencionada de dieciséis años, carente de todo conocimiento sobre temas ambientales, sea presentada casi como la salvadora de la humanidad por el movimiento ambientalista y diversos medios occidentales es una muestra del punto insensato al que ha llegado la emocracia. Este sinsentido es aún más evidente cuando se considera que el mediático cruce del Atlántico que Greta Thunberg realizó en velero en agosto de 2019 con el fin de no generar emisiones, terminó emitiendo mucho más CO2 que si hubiera volado, ya que fue necesario enviar a una tripulación de cinco personas en avión a Nueva York para ayudar a llevar el velero de regreso a Europa. Incluso el capitán del velero, Boris Herman, tomó un vuelo transatlántico de regreso, lo que elevó el número de pasajeros a seis incrementando en varias veces la huella de carbono que tanto les preocupa a los ambientalistas32. Pero como lo relevante aquí son las emociones —y probablemente el negocio tras ellas—, entonces el futuro de la humanidad que se declara defender pasa a un segundo plano y la pantomima se perpetúa sin que nadie se escandalice. Es el Zeitgeist, el espíritu de la época, que todo lo remece y del que nadie, como anunciara Hölderlin, puede esconderse. Si hubiera que elegir una frase de alguien que consiguió capturar la esencia de ese Zeitgeist, sería la de la joven demócrata de origen latino Alexandria Ocasio-Cortez (AOC) —la nueva sensación de la política estadounidense—. En una entrevista con Anderson Cooper de CNN en la que él le enrostrara los innumerables errores de hecho que cometía en sus propuestas y declaraciones, AOC simplemente contestó: «Creo que hay mucha gente preocupada más de ser precisos con los hechos y la semántica que de proponer lo que es moralmente correcto»33.

No es necesaria una reflexión filosófica demasiado sofisticada para entender que si aceptamos la idea según la cual, más allá de las normas de decencia tradicionales, debemos, a como dé lugar, evitar ofender a personas de distinto tipo —homosexuales, mujeres, minorías étnicas, religiosas, inmigrantes, etc.—, estamos renunciando irremediablemente al compromiso con la verdad y con la democracia. Con la verdad porque, como es obvio, esta no tiene obligación de ser emocionalmente agradable con ningún grupo ni persona en particular; y con la democracia, porque el diálogo racional, es decir, aquel basado en la evidencia y las leyes de la lógica, es el único método de resolución pacífica de conflictos existente en las sociedades humanas. Puesto que las emociones son por naturaleza subjetivas, asumir los sentimientos como criterio de validez de las expresiones implica que desaparezcan aquellas reglas generales e imparciales que permiten diferenciar lo que es verdadero de lo que es falso y lo que es correcto de lo que es incorrecto. Cada persona o grupo puede reclamar que tiene su propia verdad, una que es contingente a la interpretación personal de sus experiencias y por tanto incomprensible para aquellos que no la comparten, quienes simplemente tienen la obligación de aceptarla. Este marco comunicativo, promovido de manera irreflexiva por los campeones de la corrección política, se transformaría en un verdadero «diálogo de sordos», ya que el lenguaje perdería la capacidad de referirse a realidades universalmente comprensibles.

La anécdota relatada por el periodista Andrew Sullivan en una de sus columnas ilustra las consecuencias que para la conveniencia social supone el irracionalismo cultivado por la corrección política interesada más en los sentimientos que en la verdad objetiva. Cuenta Sullivan que tras celebrar el hecho de que ya no existieran las leyes Jim Crow34, el grupo con el cual conversaba en un evento lo miró atónito afirmando que la segregación racial seguía viva en Estados Unidos. No solo eso, una mujer afroamericana que se encontraba presente lo increpó advirtiéndole que la esclavitud jamás se había terminado. Al manifestarse en desacuerdo, la mujer le contestó que a él, como hombre blanco, no le correspondía cuestionar «su realidad de mujer negra»35.

La lógica que subyace al reclamo de la mujer es que «su realidad» es válida simplemente porque es suya, una víctima autoproclamada del sistema, mientras la realidad a la que se refiere Sullivan es falsa porque corresponde a su privilegiada experiencia de hombre blanco. La pregunta, por supuesto, es cómo determinar quién tiene razón. Dos alternativas surgen de inmediato: o uno se impone censurando al otro, que fue lo que intentó la mujer utilizando el Totschlagargument de que el ser víctima le daba automáticamente la razón, o se establece un estándar objetivo sobre qué es la esclavitud para luego determinar hasta qué punto se verifica en los hechos, que es a lo que apuntaba Sullivan. Nótese que la crítica aquí formulada no es a la existencia efectiva del sentimiento de esclavitud que se declara, pues bien puede ser el caso que la persona se sienta efectivamente algo parecido a una esclava, como también podría ocurrir que un esclavo con un amo bondadoso se sienta libre aunque realmente no lo sea. La crítica es a la pretensión de que ese sentimiento se refiera a una realidad objetiva y que por tanto deba tomarse como si fuera verdadero y no producto de la impresión de la persona que se declara victimizada. En otras palabras, la esclavitud no puede ser mero sentimiento o producto del lenguaje, pues si lo fuera dejaría de tener validez como categoría de análisis, ya que podría haber tantas nociones de esclavitud como humanos hay en el mundo, lo que haría imposible hablar de ella con sentido.

Nada de lo anterior significa, por supuesto, que no deba existir una preocupación por el sufrimiento ajeno. Cuando, en su The Theory of Moral Sentiments, Adam Smith afirmó que «independientemente de lo egoísta que sea un ser humano, evidentemente su naturaleza contiene principios que lo hacen preocuparse por la fortuna de otros», daba cuenta de una de la virtudes más nobles y útiles de nuestra especie: la empatía o, en sus palabras, la simpatía36. Sin embargo, el mismo Smith propuso un criterio racional para calibrar el nivel de empatía que hemos de sentir: «No podemos formarnos una idea de la manera en que otros son afectados más que concibiendo lo que nosotros mismos sentiríamos en una situación similar»37. La idea crucial en este pasaje es que existe una realidad externa que induce un determinado clima interior y que es solo tomando los hechos objetivos que configuran dichas condiciones externas la manera en como logramos empatizar con el que sufre. Como es obvio, es imposible hacer esto con una persona que se declara esclava y que, no obstante, trabaja libremente, con un buen ingreso y con las mismas garantías legales de las que gozan todos los demás ciudadanos sin excepción. Así, uno de los efectos más perniciosos de la corrección política actual es que al fomentar un ambiente cargado de irracionalismo relativista no solo se hace imposible la comunicación significativa entre posturas divergentes, sino que se destruye la capacidad misma de empatizar con otros de una manera no patológica, pues esta solo puede darse, como sugiere Smith, sobre la base de un principio de realidad que trasciende a la mera subjetividad. Sin esa verdad objetiva, todo lo que queda es la sumisión al capricho de una de las partes.

Ahora bien, la discusión en torno a la existencia de la verdad, y si acaso es posible o no acceder a ella y hasta qué punto, se ha dado durante milenios y ciertamente se seguirá dando. Sin embargo, más allá de los fascinantes e inacabables debates epistemológicos en que se han enfrascado pensadores de todos los tiempos, no cabe duda de que, como ha sostenido el filósofo estadounidense Harry Frankfurt, ninguna sociedad puede ser mínimamente funcional sin una «apreciación robusta de la infinita utilidad proteica de la verdad»38. Sería imposible, agrega Frankfurt demoliendo la lógica expuesta por AOC, tomar decisiones y hacer juicios informados sobre los temas públicos más relevantes sin conocer suficiente sobre los hechos, y menos aún conseguir prosperidad si no pensáramos que la verdad existe independientemente de la experiencia subjetiva de cada individuo. Bertrand Russel argumentaba en esa línea cuando, constatando la fragmentación filosófica y cultural que la reforma protestante había generado en la idea de verdad, sostuvo que ninguna sociedad «espiritualmente sana» tolera un subjetivismo radical, pues este abre rápidamente el paso a la irracionalidad destruyendo la idea de comunidad39. Por ello, no es exagerado decir, como Frankfurt, que toda la empresa civilizadora depende de la claridad y honestidad con que se debatan los hechos40.

El literato y científico alemán Johann Wolfgang von Goethe advirtió esto perfectamente en su obra más célebre, Fausto. En ella, el demonio, Mefistófeles, hace una apuesta con Dios de que puede corromper a Fausto, el humano ideal, la cual Dios acepta. Finalmente, Fausto, un personaje obsesivo, incapaz de disfrutar la vida y que había llegado a despreciar las ciencias y la razón porque no podían proveerle de todo el conocimiento del universo, realiza el pacto con Mefistófeles, a quien, a cambio de su alma, le exige una vida entregada a la furia desatada de los sentimientos y las pasiones:

Se ha rasgado el hilo del pensar, hace mucho que me asquean los saberes […] Me entrego al vértigo, al placer más doloroso, al amado odio, al fastidio que reconforta. Mi pecho, que se ha sanado del ansia de saber, jamás se cerrará a ningún dolor. Quiero disfrutar dentro de mí de lo que ha disfrutado el conjunto de la humanidad41.

Ese sería el origen de la tragedia de Fausto, quien luego de rejuvenecer se enamoraría de Gretchen y la terminaría seduciendo con la ayuda de una pócima mágica. Sin quererlo, Gretchen quedaría embarazada de Fausto viéndose obligada a matar a su propio hijo debido a las circunstancias de su embarazo, crimen por el que sería apresada y luego ejecutada, a pesar de los esfuerzos de Fausto por rescatarla.

Parte de la enseñanza de Goethe en esta historia es que la naturaleza del pensar implica un compromiso con los hechos, con la idea de verdad y la razón como el instrumento para descubrirla o, al menos, para acercarse a ella. Además, se debe ser humilde, pues la verdad nunca se consigue de manera absoluta como esperaba Fausto, quien frustrado se arrojó a los brazos del demonio para buscar el conocimiento en las emociones, donde no puede encontrarse más que relativismo y caos. Por eso, el filósofo de las ciencias Karl Popper, un admirador de Goethe, afirmó que «el relativismo es uno de los muchos delitos que cometen los intelectuales. Es una traición de la razón y de la humanidad», ya que el conocimiento «consiste en la búsqueda de la verdad, la búsqueda de teorías explicativas objetivamente verdaderas»42. Es esa idea de verdad la que permite un clima de tolerancia, humildad y libertad, y no la pretensión de absolutismo subjetivista que postulan los emócratas de hoy.

La cultura del victimismo

Lamentablemente, hoy la educación que se da a niños y jóvenes apunta a todo lo contrario a lo que enseña el Fausto de Goethe. Desde la escuela en adelante, explican Jonathan Haidt y Greg Lukianoff, se crea una cultura del «safetyism», sobreprotección de los niños y jóvenes, a quienes se busca resguardar cada vez más de opiniones y realidades que afecten sus sentimientos. Tres mitos, dicen los autores estadounidenses, han probado ser particularmente devastadores para la salud mental de las nuevas generaciones fundamentalmente por su disociación con la verdad. El primero es la falsa idea de que «lo que no te mata te hace más débil»; el segundo es la creencia de que siempre debes confiar en tus sentimientos, y el tercero, la visión de que la vida es un conflicto entre buenos y malos43.

El primer mito revierte la sabiduría de Nietzsche, quien sostendría que «lo que no te mata te hace más fuerte». Esto plantea un problema porque, así como el sistema inmunológico requiere de ser expuesto a agentes patógenos para fortalecerse, nuestra psiquis, explican Haidt y Lukianoff, necesita de niveles de estrés para el mismo propósito. Impedir, por lo tanto, que niños pasen malos momentos o sean expuestos a ideas que los afectan lo único que consigue es fragilizarlos psicológicamente e incapacitarlos para enfrentar los desafíos de la vida adulta44.

El segundo mito apunta a una distorsión cognitiva que los autores llaman «razonamiento emocional» y que se caracteriza por generar dañinas alteraciones en la comprensión de la verdad, la que al filtrarse por las emociones es exagerada catastróficamente y dramatizada. Como parte de la solución, Haidt y Lukianoff proponen una terapia llamada Cognitive Behavioural Therapy (CBT)45, que tiene por objeto precisamente lidiar con aquellos patrones de pensamiento irracional que generan ansiedad y depresión recurriendo a creencias más cercanas a la realidad46.

El tercer mito a que se refieren Haidt y Lukianoff, a saber, la idea de que el mundo es una lucha entre buenos y malos —pensamiento propio de las cacerías de brujas—, engendra una peligrosa actitud tribal que predispone al conflicto violento entre grupos47. A este tribalismo dedicaremos un análisis separado y más extenso en el próximo capítulo, pues constituye en sí mismo un aspecto específico y particularmente peligroso de la cosmovisión postulada por la corrección política.

Por ahora diremos que estas falsedades han sido avaladas y reforzadas por las universidades de élite anglosajonas, cuyos académicos, predominantemente de izquierda, han desarrollado toda una jerga para facilitar la fáustica entrega de los alumnos a la furia de las pasiones. En palabras de la intelectual Heather Mac Donald, las universidades a través de Estados Unidos están creando «individuos extraordinariamente frágiles que resultan dañados por la menor colisión con la vida», lo cual tendrá consecuencias duraderas48. A tal punto ha llegado este culto a la hipersensibilidad en el mundo académico, que en 2019 el College Board, entidad encargada de diseñar el SAT, uno de los exámenes de ingreso universitario en Estados Unidos, decidió incluir un «adversity score», esto es, un puntaje por «adversidad» de modo de beneficiar a aquellos postulantes que provinieran de circunstancias socioeconómicas más duras. Lo que el plan realmente pretendía, sin embargo, era dar un apoyo artificial a minorías étnicas normalmente desaventajadas, de modo que el desempeño individual fuera menos relevante a la hora de determinar los ganadores. Debido a las críticas, este programa finalmente no fue ejecutado siendo reemplazado por otro que pondría esa información a disposición de los oficiales de admisión de las universidades de modo de que puedan contemplarla a la hora de decidir a quién aceptar. Lo sintomático en este contexto es que las razones del rechazo no fueron basadas en criterios de justicia liberal, a saber, que todos deben ser sometidos al mismo estándar independientemente de sus circunstancias, sino a que resultaba casi imposible técnicamente ponerle un puntaje fijo a la «adversidad» que han sufrido las personas49.

Dentro de las universidades, esta idea de que la vida está en deuda con quienes han «sufrido» y que ese sufrimiento es constitutivo de su identidad se ha promovido en lo que la neolengua de la corrección política ha llamado «espacios seguros». Un estudiante de George Mason University los definió para The Washington Post como «un lugar donde usualmente las personas que están marginadas hasta cierto punto pueden reunirse, comunicarse, dialogar y desentrañar sus experiencias»50. Se trata, en otras palabras, de un espacio de encuentro entre supuestas víctimas, donde está prohibido disentir y poner en duda sus sentimientos, ideas o creencias y en el cual se cultiva un ánimo de intolerancia con cualquier opinión incómoda que no se ajuste a su ideología.

Ahora bien, ciertamente no es objetable que existan espacios en que personas similares compartan sus experiencias sin ser expuestas a conflicto. El problema es que las universidades constituyen instancias de reflexión y discusión de todo tipo de ideas y visiones, incluso las más desagradables, pues su compromiso es, siguiendo a Goethe, con la verdad y la razón. No es casualidad que el lema fundacional de Harvard sea «veritas» —verdad— y el de Yale «lux et veritas» —luz y verdad—. Hoy, sin embargo, la mentalidad del «espacio seguro» ha llevado a que ni en Harvard ni en Yale, ni en muchas otras universidades del mundo, exista el mismo compromiso con la verdad de antaño dado el miedo que prevalece a la reacción de los estudiantes, administrativos y académicos. En Harvard, por ejemplo, los profesores de derecho encuentran crecientes dificultades en enseñar el delito de violación debido a que muchos alegan que es demasiado traumático para los estudiantes51. Pero es peor, porque de acuerdo a muchos de sus alumnos de color, Harvard es un lugar donde campea la opresión y la discriminación. Así lo «demostró» en 2013 una estudiante afroamericana que inició un proyecto de investigación para saber precisamente cómo se sentían los estudiantes de color en la universidad. Las devastadoras conclusiones fueron viralizadas en forma de imágenes que ilustraban las experiencias de los alumnos en la plataforma Tumblr, y fueron el inicio de toda una campaña llamada «I Too Am Harvard» o «Yo también soy Harvard». Su fin era exponer el sufrimiento que implica para la gente de color convivir con otros —sobre todo blancos— en esa universidad. Según lo que declara la plataforma oficial del proyecto, I Too Am Harvard se trata de «una campaña fotográfica que destaca las caras y las voces de los estudiantes negros en Harvard College». Y luego agrega: «Nuestras voces a menudo no se escuchan en este campus, nuestras experiencias son devaluadas, nuestra presencia es cuestionada. Este proyecto es nuestra forma de responder, de reclamar este campus, de pararnos para decir: Estamos aquí. Este lugar es nuestro. Nosotros, también, somos Harvard»52. Lo anterior revelaría un marcado tono de victimización y exageración, ya que quienes pertenecen a Harvard forman parte de la ínfima élite mundial, asistiendo a una de las universidades más progresistas y cuidadosas con los derechos de estudiantes de color en el mundo.

Pero si de llevar la fragilidad psicológica y la capacidad de victimizarse a niveles inverósimiles se trata, pocas universidades superan a Yale. En 2015, la profesora de psicología Erika Christakis desató la ira de los estudiantes tras instar a la burocracia de la universidad a no involucrarse en los disfraces que estos usarían para la fiesta de Halloween. Por lo visto, para Yale, los disfraces que los alumnos escogerían para dicha fiesta era, y sigue siendo, un tema de alta sensibilidad y potencialmente devastador para la comunidad universitaria. Vale la pena reproducir parte del mail enviado a los alumnos en octubre de 2015 por el Comité de Asuntos Interculturales de la universidad para hacerse una idea del nivel al que ha llegado la cultura del safetyism en Estados Unidos:

Queridos estudiantes de Yale,

El fin de octubre se acerca rápidamente y, junto con las hojas caídas y las noches más frescas, llegan las celebraciones de Halloween en nuestro campus y en nuestra comunidad […] Sin embargo, Halloween también es, lamentablemente, un momento en el que a veces se puede olvidar la consideración y sensibilidad normales de la mayoría de los estudiantes de Yale y se pueden tomar algunas decisiones erróneas, como el uso de tocados de plumas, turbantes, usar ‘pintura de guerra’ o modificar el tono de la piel o usar la cara negra o la cara roja […] esperamos que las personas eviten activamente aquellas circunstancias que amenazan nuestro sentido de comunidad o que no respeten, alienen o ridiculicen a segmentos de nuestra población por motivos de raza, nacionalidad o creencia religiosa o expresión de género. Las elecciones culturalmente inconscientes o insensibles hechas por algunos miembros de nuestra comunidad en el pasado no solo se han dirigido a un grupo cultural, sino que han impactado en las creencias religiosas, nativos americanos/indígenas, estratos socioeconómicos, asiáticos, hispanos/latinos, mujeres, musulmanes, etc. En muchos casos, el estudiante que usa el disfraz no tiene intención de ofender, pero sus acciones o falta de previsión han enviado un mensaje mucho mayor que cualquier disculpa después del hecho...53.

Luego de afirmar que «existe una creciente preocupación nacional en los campus universitarios sobre estos temas» y alentar «a los estudiantes de Yale a que se tomen el tiempo para considerar sus disfraces y el impacto que puede tener» los administrativos ofrecieron un catálogo de indicaciones sobre cómo decidir un asunto tan complejo:

Por lo tanto, si planea disfrazarse para Halloween o asistir a alguna reunión social planeada para el fin de semana, hágase estas preguntas antes de decidir sobre su elección de disfraz:

¿Lleva un disfraz divertido? ¿El humor se basa en ‘burlarse’ de personas reales, rasgos humanos o culturas?

¿Lleva un traje histórico? Si este traje pretende ser histórico, ¿es más información errónea o inexactitudes históricas y culturales?

¿Lleva un traje ‘cultural’? ¿Este traje reduce las diferencias culturales a bromas o estereotipos?

¿Lleva un traje ‘religioso’? ¿Este disfraz se burla o menosprecia la profunda tradición de fe de alguien?

¿Podría alguien ofenderse con tu disfraz y por qué?

La historia de los disfraces de Halloween adquirió un cariz violento, con protestas masivas que finalmente terminaron en la renuncia de Christakis y de su marido Nicholas, también profesor de la universidad, que se desempeñaba como encargado del campus donde ocurrieron los hechos y quien osó cometer el «crimen» de sugerir que si a alguien le molestaba un disfraz lo conversara con la persona o mirara para otro lado. El video del encuentro entre Nicholas Christakis, que fue encarado y rodeado por un grupo de estudiantes que le exigía que se disculpara, muestra la histeria a la que se está llegando en las instituciones educacionales de élite estadounidenses. Luego de callarlo con un grito, una alumna le espetó que su rol como Master del college en que vivían ellos era «crear un lugar de confort, un hogar para los estudiantes». Al manifestarse en desacuerdo, la alumna le gritó a la cara: «¿Entonces por qué carajo aceptaste la posición? ¡¿Quién diablos te contrató?! ¡Deberías renunciar! Si eso es lo que piensas de ser un maestro, ¡debes renunciar! ¡No se trata de crear un espacio intelectual! ¡No lo es! ¿Entiendes eso? Se trata de crear un hogar aquí. ¡No estás haciendo eso!... ¡No deberías dormir en la noche!, ¡eres un asco!»54.

Peor aún sería el hecho de que el nivel de agresión al que se vieron expuestos los Chrsitakis por intentar introducir un mínimo de sentido común en un ambiente patológico no fuera condenado por las autoridades universitarias sino celebrado. En lugar de expulsar o sancionar a los alumnos y proteger a los profesores, el presidente de Yale, Peter Salovey, anunció que la universidad haría aún más esfuerzos por incrementar la diversidad en la burocracia universitaria y daría más apoyo a los centros culturales de los campus. El tono de la reacción de Salovey es un buen reflejo del tipo de sentimentalismo o distorsión de la realidad que se ha tomado la esfera pública al más alto nivel: «En mis treinta y cinco años en este campus —escribió— nunca me han movido, desafiado y alentado simultáneamente por nuestra comunidad, y todas las promesas que encarna, como en las últimas dos semanas»55. Enseguida, agregó que había «escuchado las expresiones de aquellos que no se sienten totalmente incluidos en Yale, muchos de los cuales han descrito experiencias de aislamiento e incluso de hostilidad durante su estancia aquí», concluyendo que era la universidad la que tenía que cambiar y no los estudiantes, cada vez más fragilizados, incapacitados de tolerar una opinión diferente y violentos: «Está claro que debemos realizar cambios significativos para que todos los miembros de nuestra comunidad se sientan realmente bienvenidos y puedan participar por igual en las actividades de la universidad, y para reafirmar y reforzar nuestro compromiso con un campus donde el odio y la discriminación nunca se toleran». Toda esta declaración producto de unos disfraces de Halloween.

Este no ha sido el único episodio que da cuenta de la progresiva decadencia de la educación en Estados Unidos. Otro que vale la pena mencionar se produjo en 2015 en el Pierson College de la misma universidad de Yale, cuando alumnos de color se quejaron de que la palabra «Master» con la que históricamente se ha denominado al encargado del college les traía a la memoria la forma en que los esclavos se referían a sus dueños en el sur de Estados Unidos. Ante la queja de los estudiantes, el Master del Pierson College accedió a eliminar el uso del título argumentando que él debía crear un ambiente de bienvenida para los estudiantes de color en una universidad dominada por la cultura blanca anglosajona y masculina, cuyas tradiciones podían resultar ofensivas para minorías. La decisión unilateral fue tomada a pesar de que, como cualquier persona con un mínimo de conocimiento sabe, el título «Master» en el contexto de una universidad significa algo enteramente distinto a lo que significaba en los tiempos de la esclavitud. Peor aún, luego de la decisión del administrativo de Pierson College, la universidad completa anunció que ya no utilizaría más dicho título para referirse a los directores de los college. Esta anécdota fue relatada con alarma por el ex decano de derecho de Yale y profesor de esa universidad Athony Kronman en la introducción de su libro The Assault on American Excellence. Según Kronman, entre muchas otras, ella refleja el ataque que está teniendo lugar en contra del principio de excelencia —y de las jerarquías que este supone— de manos de activistas e ideólogos igualitaristas en Estados Unidos. En el fondo se trata de una visión radical que impide reconocer, aun en casos específicos como la universidad, un espíritu aristocrático según el cual algunas personas se encumbran por sobre otras en un sentido integral. Kronman explica que esto es grave ya que pequeñas islas de aristocracia son fundamentales por dos razones: por la belleza de lo que estas protegen y porque la democracia depende de la independencia de pensamiento cultivada por la excelencia de universidades como Yale. En consecuencia, señala Kronman refiriéndose a las universidades, «un ataque a la idea de la aristocracia dentro de ellas perjudica no solo a los pocos que viven y trabajan en el espacio privilegiado que ofrecen, sino a todos los que, en la frase de Edward Gibbon, ‘disfrutan y abusan’ de los privilegios democráticos que pertenecen a todos fuera de sus muros»56. Siguiendo a Alexis de Tocqueville, Kronman formula una convincente defensa de la idea de la excelencia cultural, moral e intelectual como necesaria para mantener un orden civilizado y libre, tesis que contraviene de frentón el relativismo promovido por cierta izquierda y su virulento esfuerzo por desmantelar las jerarquías occidentales basadas en la idea de que hay cosas grandiosas y otras que no lo son. Para Kronman, es solo gracias a la presencia de un espíritu aristocrático que se pueden juzgar los hechos y las personas desde un punto de vista resistente a la inercia de la opinión común tan propia del instinto igualitarista y democrático. En ese sentido, el espíritu aristocrático fomenta la autonomía de aquellos que, precisamente por entender la diferencia entre lo que es excelente y lo que es común, no basan sus criterios en lo que «todo el mundo sabe» o lo que está de moda, buscando en cambio niveles más elevados de verdad y justicia57. Hoy, por el contrario, la universidad, el espacio natural de ese espíritu, se ha pervertido producto del irracionalismo que la ha infectado: «El ataque a la idea de una comunidad de conversación, dedicada a la búsqueda de la verdad, en nombre de una comunidad de inclusión donde no se herirán los sentimientos ni se cuestionará el juicio, es también un ataque al ideal socrático de una aristocracia de buscadores de la verdad que nuestros college y universidades deberían defender», escribió Kronman58. Pero esta tendencia en contra de la libertad de expresión como vehículo para alcanzar la verdad no es la única que está destruyendo la excelencia en las universidades. Kronman es casi más duro cuando se refiere al daño que en ellas ha hecho la búsqueda de diversidad como un fin en sí mismo. Según Kronman, «la creencia de que la diversidad racial, étnica y de género es buena para la educación superior […] ha hecho un daño tremendo a la cultura académica» de la universidades en Estados Unidos59. Esto porque la forma en que se ha dado ha afirmado el tribalismo animando a los estudiantes «a verse a sí mismos como víctimas y malhechores; actuar como portavoces de los grupos raciales, étnicos y otros a los que pertenecen; y creer que están fatalmente limitados en sus lealtades y juicios por características más allá de su poder de cambio». Además, ha convertido en sospechosas «todas las formas de jerarquía, excepto las de logro inocuo en actividades vocacionales estrechamente definidas».

Vale la pena repasar algunos ejemplos más de la revolución cultural que han experimentado las universidades en Estados Unidos para entender mejor las reflexiones de Kronman. Evergreen College vivió manifestaciones violentas luego de que un profesor se negara a segregar por un día a los estudiantes y administrativos blancos de las instalaciones universitarias. Históricamente, Evergreen había celebrado un día en el cual los estudiantes y miembros de color podían ausentarse para reflexionar sobre la historia de abusos en contra de la población afroamericana en Estados Unidos. El año 2017, sin embargo, se propuso que, en lugar de permitir a la gente de color ausentarse, se prohibiera a los blancos asistir. Fue entonces que Bret Weinstein, un profesor de biología que siempre había apoyado a las minorías, envió un mail oponiéndose a la idea. «Hay una gran diferencia —dijo Weinstein, él mismo un liberal de izquierda— entre un grupo o una coalición que decide ausentarse voluntariamente de un espacio compartido para resaltar sus roles vitales y poco apreciados […] y un grupo que alienta a otro grupo para irse». El primero, afirmó, era un llamado a tomar conciencia y combatir la opresión, mientras el segundo constituía «una demostración de fuerza y un acto de opresión en sí mismo»60.

Las reacciones a este mail llegaron incluso a amenazas de violencia física en contra de Weinstein, quien, al igual que Christakis, fue increpado por estudiantes mientras lo acusaban de ser un racista que había «validado el nazismo». El presidente de Evergreen, George Bridges fue insultado y mantenido como rehén por un grupo de alumnos exaltados en su propia oficina, donde le exigían que despidiera de inmediato a Weinstein, además de otras demandas entre las que se encontraba el desarme de la policía del campus y la implementación de entrenamientos obligatorios de «sensibilidad» para los funcionarios de la institución. La respuesta que Bridges daría después de los hechos a un incrédulo periodista en una entrevista con HBO News ante la pregunta sobre si él era efectivamente un supremacista blanco, como alegaban los estudiantes, es sintomática: «No lo creo, depende de lo que quiera decir con la expresión supremacista blanco. Soy una persona blanca en una posición de privilegio»61.

Nuevamente el presidente de una institución educativa, en lugar de defender la libertad de expresión y condenar la violencia y agresividad con que se habían comportado los estudiantes, las validó alimentando su fragilidad psicológica y el mito de que viven en un sistema de opresión racial que deben desbancar por la fuerza si es necesario. Al concederles casi todo lo que pedían, a pesar de haber sido él mismo humillado públicamente por sus alumnos, Bridges permitió que avanzaran en su pretensión de crear una opresión real sobre los demás integrantes de la comunidad educativa, muchos de quienes, como muestra la misma nota de HBO News, ya declaraban temor de manifestar su opinión por las consecuencias que caerían sobre ellos.

En cuanto a Weinstein, este tuvo que renunciar a seguir haciendo clases, no sin antes demandar a Evergreen por discriminación racial en su contra por la cifra de 3,85 millones de dólares. El juicio terminó en un acuerdo anticipado en el que Evergreen le ofreció un pago de 500 mil dólares que él aceptó para luego dejar la institución.

Un año después de los hechos, sin embargo, Weinstein testificaría ante el Congreso de Estados Unidos sobre el daño que los «espacios seguros» y la mentalidad que estos engendran había causado a la libertad de expresión en Evergreen —aplicable sin duda a otras universidades—, no sin antes dejar en claro que una nueva jerarquía determinada por la raza, el género y la orientación sexual en la que él no tenía cabida controlaba de facto quién podía hablar y qué se podía decir62.

En la Universidad de California Los Angeles —UCLA— el profesor Val Rust, otro defensor del multiculturalismo, experimentó en carne propia el poder de esa jerarquía siendo sometido a una campaña de descrédito brutal por parte de estudiantes por el simple hecho de haber corregido la ortografía en los ensayos de un alumno que había escrito la palabra «indigenous» con mayúscula. Rust insistió que, al escribir, los estudiantes debían utilizar las reglas del Manual de Chicago —estándar en publicaciones académicas— para realizar citas, lo que le valió acusaciones de faltar el respeto a la ideología del alumno. El conflicto escaló y se desvió hasta que los estudiantes de color que lo denunciaban se quejaron de ser maltratados por los alumnos blancos del curso y, junto a otros estudiantes de color de la universidad, organizaron una protesta irrumpiendo en la clase de Rust, quien fue finalmente suspendido por las autoridades universitarias.

Ahora bien, la verdadera razón de la persecución a este docente se debía a que, como planteó un profesor asistente de la misma universidad, «exigir mejor gramática a los estudiantes» era simplemente visto como «racista»63. En efecto, el grupo organizado por activistas afroamericanos en contra de Rust declaró explícitamente que la gramática era un asunto «ideológico» y que «las preguntas de colegas blancos y clases de gramática del profesor han contribuido a un clima hostil en la clase». Kenjus Waston, estudiante de color organizador del grupo llamado «UCLA Call 2 Action: Graduate Students of Color» y que irrumpió junto a más de veinte estudiantes en una clase de Rust para leer una carta de demandas y quejas, declaró que la intención del movimiento era corregir «microagresiones racistas» entre las que se encuentra la gramática64. Este último concepto de «microagresiones», acuñado también por intelectuales de izquierda, es otra pieza esencial de la neolengua de la corrección política y resulta fundamental para entender la crisis de civilidad y sentido común que afecta a numerosas universidades.

En un trabajo ampliamente conocido sobre el tema, miembros del departamento de psicología clínica de la universidad de Columbia lo definieron de la siguiente manera:

Las microagresiones raciales son indignidades verbales, conductuales o ambientales cotidianas, breves y comunes, intencionales o no intencionales, que comunican insultos raciales hostiles, derogatorios o connotaciones raciales negativas hacia las personas de color. Los perpetradores de microagresiones a menudo desconocen que se involucran en tal tipo de comunicación cuando interactúan con minorías raciales/étnicas65.

Lo primero que salta a la vista en esta definición es que las microagresiones solamente pueden existir en contra de personas negras, descartando por completo que puedan producirse a la inversa. En otras palabras, los prejuicios raciales son patrimonio solo de los blancos, racismo que, señalan enseguida, se encuentra tan arraigado en la sociedad americana, que resulta «casi invisible»66. Este es un punto central para entender el carácter viral de las microagresiones y por qué, al decir de Mac Donald, constituyen una farsa67. Según los autores, «el poder de las microagresiones raciales reside en su invisibilidad para el perpetrador y, a menudo, para el receptor». La mayoría de los estadounidenses blancos, agregan, «se consideran a sí mismos seres humanos buenos, morales y decentes que creen en la igualdad y la democracia. Por lo tanto, les resulta difícil creer que poseen actitudes raciales sesgadas y pueden participar en comportamientos que son discriminatorios»68. Pero si eso es así, ¿cómo saber entonces cuando ha existido una microagresión? Simple: cuando la supuesta víctima, en este caso alguien perteneciente a la minoría étnica afroamericana, lo diga. No importa que el blanco sea tolerante y esté convencido profundamente de la igualdad de todos, su falsa conciencia racial lo llevará a actuar de una manera que le resulta invisible a él, aunque menos invisible a su víctima. Así, el concepto permite que literalmente cualquier cosa que la mera subjetividad de un individuo considere ofensiva pueda presentarse como una agresión que merece castigo para el que la realiza y reparo para el que la sufre, con lo cual regresamos al tipo de paranoia que se apoderó de Salem. El delirio de esta teoría llega a tal punto que, según los autores, incluso aspectos ambientales como exponer a una persona de color a una oficina con una decoración determinada puede ser considerada una microagresión. Dicho en sus palabras, «la identidad racial de una persona puede minimizarse o hacerse insignificante mediante la simple exclusión de las decoraciones o la literatura que representa a varios grupos raciales»69. Otros ejemplos de microagresión, según los autores, ocurrirían cuando un profesor blanco no nota que un alumno de color está en la clase —no si se ignora a un alumno blanco—, cuando un supervisor blanco conversa con un empleado de color y evita contacto visual y cuando un empleador blanco le dice a una persona afroamericana que «el más calificado debería obtener el trabajo independientemente de su raza»70. El listado de ofensas se vuelve todavía más increíble. Según los autores, si se le pregunta a un afroamericano inocentemente de qué país viene, se está asumiendo que no es estadounidense y por tanto agrediéndolo. Del mismo modo, si se le dice que Estados Unidos es un «melting pot» —una mezcla de todos los grupos— se le está atacando porque es una insinuación de que debe asimilarse a la «cultura dominante». En la misma lógica, si un taxi pasa sin detenerse frente a una persona de color y toma más adelante a una blanca, se está sugiriendo que «las personas de color son sirvientes de los blancos»; si un colegio o universidad tiene edificios que llevan el nombre de «hombres heterosexuales blancos de clase alta», se está diciendo a la gente de color que «no pertenecen ahí y que no pueden tener éxito», y si las películas o shows de televisión tienen predominantemente personas blancas, se les está señalando «tú no existes»71. En todos esos casos y muchos otros que los autores mencionan se producen «microasaltos», «microinsultos», «microinvalidaciones» o «microinequidades».

Como era previsible, el concepto de microagresiones se ha extendido, abarcando todo tipo de minorías étnicas y sexuales que rápidamente declaran sentirse ofendidas por cualquier expresión calificada de homofóbica, transfóbica, islamofóbica y así sucesivamente, creando un ambiente tóxico en el que resulta imposible convivir sin miedo de ser denunciado en cualquier momento por cualquier cosa por grupos que autoproclaman su calidad de víctimas. Esta ha sido la conclusión de los sociólogos Bradley Campbell y Jason Manning, quienes han sostenido que la teoría y práctica de las microagresiones ha conducido a un profundo cambio en la moral de los campus universitarios dando paso a lo que denominan «cultura del victimismo». Campbell y Manning explican que en sociedad los conflictos surgen cuando cierto tipo de conductas son consideradas injustas o inmorales y que al hacerlo requieren de una respuesta, es decir, de alguna forma de control social. Ahora bien, existen básicamente dos formas de respuesta, dependiendo de si se trata de culturas basadas en la dignidad o el honor, que son los dos tipos básicos de organización social. En las primeras hay tolerancia al insulto y las personas «pueden ser criticadas por ser demasiado sensibles y reaccionar demasiado a los desaires», y en los casos graves de agresión —robo, violencia, etc.— se recurre al sistema legal, ya que la justicia por mano propia es mal vista. En las culturas de honor, en cambio, los insultos exigen una respuesta seria, pues hay una baja tolerancia a la ofensa y la búsqueda de justicia suele tomar la forma de venganza violenta, pues «apelar a las autoridades es más estigmatizado que tomar los asuntos en sus propias manos»72.

El caso de las microagresiones, explican Campell y Manning, es otra forma de buscar control social por parte de quienes se sienten agraviados y que en nuestra cultura suelen utilizar las redes sociales y el internet de modo de obtener apoyo y causar el mayor daño posible a las personas que supuestamente los han afectado. Otra de las características de estos grupos de inquisidores es que se preocupan de ofensas contra «minorías o culturas menos poderosas», no de ofensas contra grupos étnicos «históricamente dominantes como los blancos o grupos religiosos históricamente dominantes como los cristianos»73. En este tipo de ambiente, agregan, el victimismo es considerado una «virtud», lo que crea incentivos sistémicos para que las personas pertenecientes a estos grupos no dominantes se presenten como tal:

Cuando las víctimas publican microagresiones […] se presentan a sí mismas como oprimidas por los poderosos, como dañadas, desfavorecidas y necesitadas […] Ciertamente, la distinción entre agresor y víctima siempre tiene un significado moral, lo que reduce el estatus moral del agresor. Pero en entornos como los que generan los catálogos de microagresión, donde los delincuentes son los opresores y las víctimas son los oprimidos, también se eleva el estatus moral de las víctimas. Esto solo aumenta el incentivo para dar a conocer las quejas, y significa que las partes agraviadas son especialmente propensas a resaltar su identidad como víctimas, enfatizando su propio sufrimiento e inocencia. Sus adversarios son privilegiados y culpables, pero ellos mismos son dignos de compasión e inocentes74.

A través de la publicación de supuestas microagresiones, se genera así una cultura que pretende conseguir control social presentando pequeños agravios como manifestaciones de un sistema social estructuralmente injusto75. Las redes sociales y la creación de burocracias universitarias —y gubernamentales— para lidiar con estas supuestas ofensas potencian y avalan la idea de que el estatus moral depende de lograr hacerse ver como oprimido, marginado o excluido al darles cabida institucional a esos reclamos76.

Para Cambpell y Manning, la «cultura del victimismo» se caracteriza precisamente por combinar el elemento ultrasensible de las culturas de honor tribal con la recurrencia a terceros típica de las culturas de la dignidad. Con ello, las autodeclaradas víctimas consiguen oprimir efectivamente a mayorías u otros grupos acumulando poder, estatus social e ingresos económicos inmerecidos. Pero la cultura del victimismo es aún más perversa, pues se refuerza a sí misma. Dado que en las sociedades humanas el estatus moral se encuentra correlacionado con el social y en vista de que la calidad de víctima no se puede conseguir por mérito o virtud propia, pues este siempre depende del trato ajeno, lo que se termina creando es un sistema donde se debe permanentemente denunciar a ese otro para conseguir el mayor estatus: «Si quiere ser estimado en una cultura de victimismo —escriben Campbel y Manning— puede presentarse como débil y con necesidad de ayuda, puede representar el comportamiento de los demás hacia usted como perjudicial y opresivo, e incluso puede mentir sobre ser víctima de violencia y otras ofensas». Como consecuencia, agregan, «la cultura de la víctima incentiva el mal comportamiento»77. Esto ya que no le convendría dejar de ser víctima, pues perdería el estatus social que dicha identidad le confiere. Los demás, en tanto, o se someten a la voluntad de las supuestas víctimas reconociendo su culpabilidad o serían identificados con la opresión. Ello es particularmente cierto en el contexto en que se plantea el victimismo actual, pues, como hemos visto, este no se refiere a la agresión de un individuo sobre otro, sino a la opresión sistemática de un grupo sobre otros grupos. En esta cosmovisión, los hombres blancos son opresores solo por ser blancos, y los demás son víctimas solo por ser de color. Los mismo ocurriría con latinos, mujeres, homosexuales, transexuales, etc. Como resultado, el nuevo ser despreciable, sospechoso permanente de inmoralidad es el hombre blanco heterosexual al que se puede discriminar porque ello es, según Cambpell y Manning, incluso «celebrado» en algunos casos78. Que un medio emblemático como The New York Times haya incluido en su comité editorial a Sarah Jeong prueba el punto anterior. Jeong había tratado a los blancos en Twitter como «idiotas» que «marcan el internet con sus opiniones como perros orinando en bocas de incendio», añadiendo que disfrutaba «ser cruel con viejos hombres blancos» y que la gente blanca estaba «genéticamente predispuesta a quemarse más rápido con el sol» por lo que debía «vivir bajo la tierra como goblins rastreros». Además, entre decenas de otros tweets alimentados por el odio racial, incluyó uno que anticipaba su «extinción»79. Lejos de despedirla, luego de que se desatara el escándalo de sus comnetarios en esta red social, The New York Times la defendió con argumentos sin mucho fundamentos, todo lo cual es una muestra de hasta qué punto la cultura del victimismo ha otorgado licencia para insultar y agredir a los blancos en Estados Unidos sin consecuencias80.

El caso de Jussie Smolett, actor afroamericano y homosexual protagonista de la serie Empire, quien habría contratado a dos personas para simular un ataque racista en su contra, es aún más escandaloso y sintomático de la descomposición de la cultura estadounidense. La razón para orquestar el montaje habría sido que Smolett se encontraba insatisfecho con su salario y habría pensado que ser víctima de un ataque racista y homofóbico le serviría para promover su carrera. Las primeras reacciones le dieron la razón, pues de inmediato toda la escena artística y periodística de Estados Unidos se movilizó para apoyarlo, encumbrándolo a un estatus de víctima. Pero incluso luego de que se descubrieran las evidencias que hablaban de un fraude y una puesta en escena, 20 Century Fox Television declaró que no lo despediría y tras su arresto solo se limitó a sostener que «evaluaba opciones»81. Aunque finalmente Smolett fue suspendido de la serie —sorprendentemente su causa judicial fue sobreseída y quedó libre de toda condena—, es difícil imaginar que la carrera de un actor blanco que hubiera hecho una broma considerada racista no hubiera sido arruinada de por vida. Lo que ilustra el privilegio artificial que hoy en Estados Unidos implica pertenecer a una minoría con categoría de víctima.

Otro caso que revela la forma en que se fomenta la victimización de minorías fue lo ocurrido con un grupo de alumnos de un colegio católico en Estados Unidos —Covington Catholic High School— que se encontraban en las afueras del Lincoln Memorial en Washington para una marcha pro vida. Los muchachos, algunos de los cuales usaban gorros pro Trump, se encontraron de pronto con un indígena americano, Nathan Phillips, de sesenta y cuatro años, que integraba otro grupo también congregado en el lugar. Según la interpretación de un video que se filtró a los medios, luego de acercarse a Phillips y rodearlo, los estudiantes se habrían burlado de él con cánticos, lo que fue considerado por la prensa como una expresión de racismo y rápidamente comentaristas de todo el país lanzaron su artillería en contra del «privilegio blanco» de la sociedad estadounidense y el maltrato de este hacia las minorías. Ataques e insultos entre los que se incluyeron histéricos llamados a agresiones físicas, especialmente en contra del joven que aparece en el video frente a Phillips, Nick Sandmann, de dieciséis años, inundaron las redes sociales y los medios de comunicación. Su escuela, en tanto, inmediatamente pidió disculpas a Phillips y anunció una investigación del caso, mientras el obispo de Covington, Roger J. Foys, condenó a los estudiantes. Poco tiempo transcurrió y se publicaron videos más completos sobre lo que realmente había ocurrido mostrando que la realidad era totalmente opuesta a lo que se había informado82. En ellos se veía que era Phillips quien se había acercado primero con actitud provocadora hacia los muchachos tocando su tambor mientras ellos cantaban canciones. La imagen revelaba que los jóvenes no habían respondido ante la hostilidad de Phillips y solo continuaron cantando y sonriendo.

Incluso más, en el mismo lugar y antes del incidente con Phillips, los muchachos habían sido increpados violentamente por un grupo religioso integrado por afroamericanos llamado Black Israelites, quienes los habían llamado «hijos del incesto», amenazándolos con golpizas, cuestión que también habrían hecho con el grupo de nativos americanos que estaban ahí. Los Black Israelites son un grupo con ideas extremas, reconocidos por su antisemitismo, homofobia, racismo e intolerancia, y entre sus creencias está la idea de que los blancos no pertenecen a las tribus originales elegidas por Dios.

La acelerada reacción de los medios estadounidenses ante todo lo ocurrido, fue comentada por Andrew Sullivan en los siguientes términos:

[…] Eran jóvenes de dieciséis años sometidos a ataques racistas verbales por parte de hombres adultos; y luego los niños fueron acusados de ser fanáticos intolerantes. Simplemente es increíble que los mismos progresistas —liberales— que se preocupan por las «microagresiones» de veinteañeros, fueran capaces de ver a jóvenes de dieciséis años absorber la peor basura racista de los fanáticos religiosos [...] y luego expresar el deseo de golpear a los niños en la cara83.

La cobertura mediática del episodio fue tan vergonzosa que The Washington Post se vio obligado a publicar una declaración oficial reconociendo que lo que había reportado era falso e incompleto84. Ello no disuadió a la familia de Sandmann de demandar por 250 millones de dólares al Post bajo el concepto de difamación por los daños causados a la imagen e integridad psicológica de Sandmann. Previsiblemente, la demanda fue celebrada por Donald Trump, quien afirmó que el Post corrió la historia «sin respetar los estándares mínimos de periodismo» para avanzar en la línea de la sesgada campaña de la prensa en su contra85.

El obispo de Covington, por su parte, también se disculpó en una declaración oficial de la Diócesis de Covington, que además aludía a una investigación totalmente independiente sobre el caso, la cual concluía que la reacción de los estudiantes no solo no había tenido nada de inapropiada, sino que había sido «laudatoria»86.

Ahora bien, la pregunta central en el caso Sandmann es la que formula el mismo Sullivan y se refiere a cómo es posible que se haya llegado a ese punto de «grotesca inversión de la verdad» culpando a adolescentes víctimas de ataques racistas de ser ellos los racistas a pesar de toda la evidencia disponible. El problema, dice Sullivan, es que «nuestra prensa dominante ha sido envenenada por el tribalismo»87. Ese tribalismo es el que está destruyendo el ideal de la «cultura de la dignidad», según el cual todos somos moralmente iguales poniendo en cambio el énfasis en diferencias adscritas para, a partir de ellas, establecer nuevas jerarquías morales y sociales potencialmente opresivas.

Identity politics: el nuevo tribalismo

El filósofo de las ciencias Karl Popper, en una de las obras más relevantes de la teoría liberal del siglo XX, afirmó que el tribalismo era la principal amenaza para la sociedad abierta. Por tribalismo Popper se refería a una filosofía que apela a instintos primitivos de querer fusionarnos con grupos más amplios renunciando a nuestra responsabilidad individual88. Se trata, en su extremo, de un retorno al colectivismo del tipo que propusieron doctrinas como el fascismo y el marxismo, según las cuales el individuo no era más que un elemento de un todo, de un organismo mayor con características propias y trascendentes al que debía someterse: la nación, el pueblo, la clase, la raza, etc. Ahora bien, como ha explicado Jonathan Haidt, los seres humanos somos animales ultrasociales, capaces de reunirnos en torno a mitos y hacer sacrificios por comunidades extensas89. En otras palabras, nuestra psicología social y moral, afinada por decenas de miles de años de evolución para garantizar la supervivencia de la especie, es de naturaleza tribal, lo que quiere decir que tiende a buscar la identificación con individuos similares formando grupos que se conciben en oposición a otros. Ya Charles Darwin explicaría que fue precisamente la capacidad de conectar con otros en colectivos unidos por reglas morales de fidelidad, obediencia y simpatía que facilitaban el sacrifico individual por el bien común lo que permitió a unas tribus eliminar a otras: «Un avance en el estándar de moralidad —explicó— y un aumento en el número de hombres bien dotados sin duda dará una ventaja inmensa a una tribu sobre otra» que finalmente terminará «suplantada» siguiendo así la regla general de la historia humana90.

En un sentido moderado, los deportes y la política son buenos ejemplos de nuestra moral tribal. En un sentido extremo, lo son los genocidios y las guerras religiosas. Estos instintos primitivos, sin embargo, pueden mantenerse bajo control desarrollando valores, mitos e instituciones que permiten una amplia cooperación entre grupos y personas totalmente distintos. Históricamente, la narrativa y práctica más efectiva para contener los impulsos tribales que típicamente han conducido a la violencia la ha ofrecido el liberalismo clásico y su fomento del comercio y del capitalismo91. Como doctrina, el liberalismo, que debe mucho al cristianismo y la idea de igualdad moral universal que este predicó92, enfatiza nuestra capacidad de ser responsables en tanto individuos y la dignidad natural de todos, independientemente del color de piel, género y orientación sexual. Estados Unidos sería fundado sobre este mito liberal consagrado en las primeras frases de la Declaración de Independencia redactada por Thomas Jefferson: «Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Cuando en este contexto se habla de hombres, por supuesto, se hace referencia a todos los seres humanos, y aunque el mismo Jefferson tenía esclavos y la igualdad efectiva ante la ley tardó en llegar para afroamericanos y mujeres, no cabe ninguna duda de que la adopción del mito liberal en los orígenes de la nación norteamericana puso en marcha el proceso que permitió conseguirla efectivamente93.

No es relevante para los efectos pacificadores del liberalismo la discusión en torno a si el libre albedrío realmente existe desde el punto de vista científico o no, aunque ciertamente el determinismo militante que predican intelectuales materialistas como Yuval Harari, además de discutible, no contribuye a la causa liberal94. Lo crucial es que solo un conjunto de valores comunes en virtud de los cuales se reconoce el carácter individual de la responsabilidad y, por tanto, la igual dignidad de todos los seres humanos, puede contener los efectos más destructivos de los instintos tribales, especialmente en sociedades altamente heterogéneas. El lema «E Pluribus Unum» —de todos uno— que aparece en el escudo de Estados Unidos buscaba precisamente reforzar la idea de la unidad, originalmente de los estados, pero luego de su diversa población en lo que pasó a ser conocido como la teoría del «melting pot». Una ideología y práctica cultural que, por el contrario, enfatiza las diferencias creando antagonismos como vehículo para obtener poder conspira directamente en contra de ese objetivo unificador al activar los aspectos más violentos del cableo tribal de nuestros cerebros. En ese sentido, nada ha hecho más en tiempos recientes por desmantelar la moral liberal y la convivencia pacífica que esta fomenta que las llamadas «identity politics» —políticas identitarias—, asociadas a la cultura del victimismo. Según Oxford Bibliography, el concepto «políticas identitarias» describe «el despliegue de la categoría de identidad como una herramienta para enmarcar afirmaciones políticas, promover ideologías políticas o estimular y orientar la acción social y política, generalmente en un contexto más amplio de desigualdad o injusticia y con el objetivo de afirmar la distinción y pertenencia del grupo y ganar poder y reconocimiento»95. El diccionario Merriam-Webster, en tanto, la define como una «política en la que grupos de personas que tienen una identidad racial, religiosa, étnica, social o cultural particular tienden a promover sus propios intereses o preocupaciones específicas sin tener en cuenta los intereses o preocupaciones de cualquier grupo político más grande»96.

Aunque el origen de las políticas identitarias, según ha sugerido Francis Fukuyama, sea el justo reclamo de reconocimiento que en los 60 expresaron gays, lesbianas y sobre todo afroamericanos97, lo cierto es que estos grupos invocaban principios liberales de igual dignidad para conseguir un trato justo y no privilegios especiales por pertenecer a una determinada raza, género u orientación sexual. Como ha notado el profesor de Columbia Mark Lilla, su motivación última era individualista en el más puro sentido reaganiano de la expresión, no tribal o identitaria98. De hecho, Martin Luther King Jr. invocaría todo el peso moral de la Declaración de Independencia y la Constitución en el que es sin duda el más famoso discurso de la época:

Cuando los arquitectos de nuestra república escribieron las magníficas palabras de la Constitución y la Declaración de Independencia, firmaron una nota promisoria de la que todo estadounidense debía ser heredero. Esta nota era una promesa de que a todos los hombres, sí, a los hombres negros y también a los hombres blancos (Mi Señor), se les garantizarían los derechos inalienables de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Hoy es obvio que América ha incumplido con este pagaré en lo que respecta a sus ciudadanos de color […] Tengo un sueño de que un día esta nación se levantará y vivirá el verdadero significado de su credo ‘Consideramos que estas verdades son evidentes, que todos los hombres son creados iguales’99.

Martin Luther King Jr. cerraría su discurso «I have a Dream» enfatizando la humanidad común de todos los americanos a pesar de sus diferencias, diciendo que el día en que la libertad uniera a todos, «hombres negros y hombres blancos, judíos y gentiles, protestantes y católicos» podrían unirse y cantar «¡Al fin libre!».

Mucho antes de que Martin Luther King Jr., Frederick Douglass, afroamericano héroe del movimiento abolicionista y él mismo un esclavo emancipado, había reivindicado el proyecto liberal americano en su famoso discurso sobre el significado del 4 de julio para los esclavos dado en 1852 frente a la Rochester Ladies’ Anti-Slavery Society: «¿Qué tengo que ver yo, o los que represento, con su independencia nacional? ¿Los grandes principios de libertad política y de justicia natural, encarnados en esa Declaración de Independencia, nos son extendidos?», se preguntaba con justicia Douglass, para luego concluir: «Lo digo con un triste sentido de la disparidad entre nosotros […] su alta independencia solo revela la inconmensurable distancia entre nosotros. Las bendiciones en que ustedes, este día, se regocijan, no se disfrutan en común. La rica herencia de justicia, libertad, prosperidad e independencia, legada por sus padres, es compartida por ustedes, no por mí»100. Y más adelante, Douglass afirmaba que la Constitución americana era «¡Un documento de libertad glorioso!». «Lee su preámbulo, considera sus propósitos. ¿Está la esclavitud entre ellos? ¿Está en la entrada? ¿O está en el templo? No está ni en uno ni en el otro» concluyó.

Lo que Douglass como King defendían, entonces, era precisamente coherencia con los principios liberales fundantes del orden social liberal americano y no la idea de que esos principios y sus documentos más emblemáticos como la Declaración de Independencia y la Constitución fueran expresiones de una cultura opresiva. Todo esto se ha invertido en los tiempos actuales. Cuando la empresa Nike, con motivo de la conmemoración del 4 de julio en 2019, lanzó al mercado un par de zapatillas con la bandera original de las trece colonias, conocida como Betsy Ross Flag, bastó la queja de un atleta de la NFL, Colin Kaepernick, el mismo que causó escándalo por negarse a ponerse de pie para cantar el himno americano, para que Nike cancelara la distribución de toda la producción. De este modo, lo que siempre fue considerado con justicia un símbolo de libertad se vio transformado en uno de esclavitud y opresión a pesar de que fue precisamente gracias al espíritu libertario que inspiró la independencia americana que la esclavitud dejó de existir en Estados Unidos y en todo occidente. Con su denuncia, Kaepernick implicó que todo lo que representa Estados Unidos, especialmente en esa época, es inmoral y motivo de vergüenza.

El caso de Nike con Betsy Ross Flag, entre muchos otros, da cuenta de que el proyecto de Martin Luther King Jr., Douglass y quienes luchan por la unión de todos en torno a valores en lugar de separar por identidades ha degenerado en uno altamente tribal incompatible con el programa liberal. Y es que, como hemos dicho, lejos de unir, la doctrina de las políticas identitarias busca articular a todos los grupos que se sienten en algún sentido marginados, como dice Haidt, «en contra del hombre blanco heterosexual el que es visto como el opresor universal»101. Y el alimento de este tipo de ideología, añade Haidt, es el odio, que consigue galvanizar y movilizar a estos grupos en función de este enemigo común.

Este odio cultivado especialmente en las universidades, como hemos visto, ha infectado al resto de la sociedad americana y ciertamente, aunque en menor medida, la de otros países occidentales. En el mundo de la política, el caso del Partido Demócrata da cuenta de hasta qué punto el espíritu liberal ha sido reemplazado por el tribal. En palabras de Lilla, un liberal de izquierda preocupado por la radicalización de su sector, «no puede haber una política liberal sin un sentido del nosotros […] sin una visión de un destino común basado en algo que todos los americanos compartan»102. Según Lilla, ese fue el error estratégico de Hillary Clinton, quien por haber hablado a grupos específicos —mujeres, LGTB, afroamericanos, latinos— excluyó a la clase obrera blanca que votó masivamente por Donald Trump103. Más aún, Clinton literalmente trató de «deplorables» que podían ser arrojados a un canasto de la basura a buena parte del electorado de Trump104.

Pero los efectos de las políticas identitarias no se reducen a la radicalización de una izquierda política castigada por el electorado y a una simple pérdida de sentido común y tolerancia en los campus universitarios. El riesgo de que el discurso emanado de estas esferas lleve a una politización de la sociedad en el sentido que Carl Schmitt daría a la expresión no debe ser subestimado. Para Schmitt, quien se convertiría en el jurista predilecto del nacionalsocialismo en Alemania, así como el elemento diferenciador de la moral es la distinción entre bueno y malo, en economía lo útil y lo inútil y en la belleza lo bello y feo, la característica específica de la política es la distinción amigo-enemigo105.

Si bien Schmitt afirmó que el enemigo no tenía por qué ser necesariamente malo, pues simplemente se configuraba por un otro con el que eventualmente se entraría en conflicto violento por la negación existencial que este implica para lo propio, él mismo reconoció que psicológicamente suele presentársele como tal. En ese contexto, no es del todo exagerado decir que las políticas identitarias actuales, con su lógica tribalista, contribuyen a politizar la sociedad en un sentido schmitteano. Lo cierto es que cuando Haidt y Lukianoff observan que el tipo de políticas identitarias que se dan hoy en día en las universidades —proveniente sobre todo de la izquierda— fue el mismo que utilizaron los nazis para conseguir sus objetivos, están más en lo correcto de lo que se imaginan106. Esto es especialmente notorio al constatar que conceptos históricamente neutrales desde el punto de vista político han sido tomados por el marco discursivo de las políticas identitarias, cargándolos de contenido polémico. Según Schmitt, esto es esencial en la distinción amigo-enemigo:

Todos los conceptos, ideas y palabras políticos poseen un sentido polémico; tienen a la vista una rivalidad concreta; están ligados a una situación concreta cuya última consecuencia es un agrupamiento del tipo amigo-enemigo (que se manifiesta en la guerra o en la revolución); y se convierten en abstracciones vacías y fantasmagóricas cuando esta situación desaparece107.

En el caso de la identity politics cultivada en Estados Unidos, esta ha conducido a que conceptos como el de hombre y mujer, blanco o negro, homosexual y heterosexual, local e inmigrante, entre otros, adquieran, en el discurso público una ascendente connotación del tipo amigo-enemigo. Basta repasar el concepto «white privilege», —privilegio blanco— acuñado por la feminista de izquierda Peggy McIntosh en los 60 para entender este punto. McIntosh escribió que «a los blancos se les enseña con cuidado a no reconocer el privilegio blanco, tanto como a los hombres se les enseña a no reconocer el privilegio masculino». Luego definió el concepto de privilegio blanco como «un paquete invisible de activos no merecidos con los que puedo contar cada día, pero sobre el cual estaba ‘destinado’ a permanecer ajeno»108. Así como el hombre es por definición un opresor en la cultura occidental, el blanco, agrega McIntosh, es también un opresor de los demás, aunque se trata de una opresión «inconsciente» que también se da por parte de mujeres blancas hacia mujeres negras. Esta idea de que todos los blancos son racistas inconscientes merece un análisis más detenido por el profundo impacto que tiene hoy en Estados Unidos, donde el término «implict bias» (sesgo implícito) ha pasado a definir políticas de gobierno, empresariales y de instituciones de diverso tipo. La Universidad de Stanford define el sesgo implícito de la siguiente manera:

Sesgo implícito es un término que se refiere a características relativamente inconscientes y relativamente automáticas de juicio prejuiciado y comportamiento social […] la investigación más notable y notoria se ha centrado en las actitudes implícitas hacia los miembros de grupos socialmente estigmatizados, como afroamericanos, mujeres y la comunidad LGBTQ109.

Como en el caso de las microagresiones, se puede ser conscientemente igualitarista moral y justo, pero según los teóricos del sesgo implícito, tenemos prejuicios tan ocultos en nuestra psiquis que, aunque queramos, no podemos evitar preferir a los blancos sobre las personas de color, a los heterosexuales sobre los homosexuales, a los hombres sobre las mujeres, etc. La industria que se ha desarrollado en torno a la ideología del sesgo implícito es multimillonaria y se encuentra plagada de asesores, teorías, reglas, cursos e incluso exámenes para combatirlo. Un caso que ilustró perfectamente el punto al que ha llegado este negocio fue el de Starbucks, que decidió cerrar por un día todas sus tiendas para someter a su personal —175 mil personas— a entrenamiento para superar sus sesgos. Esto luego de un incidente en que uno de los empleados llamó a la policía para sacar a dos afroamericanos que no habían consumido y que ocupaban una mesa hace rato. Evidentemente el anuncio de Starbucks luego del escándalo nacional que se produjo fue puramente mediático, pues si efectivamente existe algo tan arraigado como el sesgo implícito, un día de conversar el tema difícilmente va a solucionarlo. De hecho varios de los mismos trabajadores que asistieron al entrenamiento, según reportó Time Magazine, lo consideraron insuficiente110. Pero la ideología del sesgo implícito llegó también a empresas como PricewaterhouseCoopers que lanzó la campaña CEO Action for Diversity and Inclusion a la cual se sumaron empresas como Cisco, KPMG, Walmart, Morgan Stanley, Protcter & Gamble y alrededor de cuatrocientos cincuenta CEOs de otras compañías que decidieron comprometerse a crear ambientes emocionalmente seguros y libres de sesgos raciales para sus trabajadores111. Cuando estas empresas fueron consultadas, ninguna de ellas fue capaz de proveer evidencia de que el supuesto sesgo implícito haya causado perjuicio o discriminación a alguno de sus trabajadores112. En otras palabras, los cientos de empresas que se han sumado a la causa lo han hecho por contagio cultural, pues la corrección política dominante hoy en día lo hace menos costoso en el corto plazo. Eso explica que, en febrero de 2019, Mac Donald’s anunciara oficialmente que haría obligatorio el entrenamiento sobre sesgo implícito para todo el personal dedicado a reclutar trabajadores. «Sabemos que, para crear una organización diversa, necesitamos desarrollar un entorno de contratación sin sesgos. Al reconocer y mitigar nuestros sesgos inconscientes dentro del proceso de reclutamiento, crearemos una organización dinámica y resistente», dijo Melanie Steinbach, vicepresidente y director de Talentos de McDonald’s Corporate113. De este modo, millones de dólares son gastados en el negocio del sesgo implícito creado al alero de las políticas identitarias y su idea de que Estados Unidos es una sociedad inherentemente opresiva controlada por hombres blancos que, quiéranlo o no, están condenados a ser racistas. Esta noción está tan arraigada que incluso existe un test diseñado por académicos de Harvard en 1998, el Implicit Association Test (IAT), que se ha convertido en el estándar para «probar» el racismo inconsciente en la sociedad estadounidense114. En él, diversas imágenes de rostros blancos y de color o nombres árabes u otros emergen para que la persona que hace el test los asocie con distintas cosas. Según los promotores de este test, el hecho de que la gente tienda por milisegundos a asociar en mayor proporción rostros de color con cosas negativas y blancos con cosas más positivas es prueba irrefutable de racismo inconsciente y discriminación. Sin embargo, el IAT arroja resultados diametralmente opuestos para la misma persona dependiendo del día en que lo tome. En otras palabras, un día se es racista, otro no, lo que hace que el test carezca de la rigurosidad y predictibilidad mínima para ser considerado una herramienta seria. Eso concluyó el estudio más profundo publicado hasta ahora sobre el tema, el cual fue realizado por académicos de las universidades de Wisconsin y Virginia en conjunto con uno de los cocreadores del IAT en Harvard. Tras analizar cuatrocientos veintiséis estudios realizados por veinte años con más de setenta y dos mil personas que tomaron dicha prueba, concluyeron que la relación entre sesgo implícito y conducta discriminatoria es débil y que casi «no hay evidencia» de que cambios en los sesgos de una persona lleven a cambios en su conducta115. En otras palabras, toda la industria dedicada a combatir la discriminación inconsciente se funda en pura ideología.

Esto ya había sido advertido por otros académicos el año 2009 en un paper titulado «Strong Claims and Weak Evidence: Reassessing the Predictive Validity of the IAT» (Reclamos fuertes y evidencia débil: reevaluando la validez predictiva de la IAT) en que los seis coautores concluían sin rodeos que «no hay una relación entre los resultados del IAT y la conducta discriminatoria»116.

A pesar de encontrarse totalmente refutada científicamente, la idea del sesgo implícito sigue teniendo una enorme influencia. En palabras de Heather Mac Donald:

El hecho es que la realidad no sucede. Le pregunté a Anthony Greenwald, uno de los dos cocreadores de la prueba de asociación implícita, ¿me puede dar cualquier ejemplo en cualquier lugar, no solo en la Universidad de Washington, donde enseña, sino en cualquier universidad, de una mujer o un negro candidato calificado de la facultad que no consiguió un trabajo o no fue ascendido debido a un sesgo implícito? Él se negó. Cambió el tema […] no hay ejemplos de que esto suceda. De hecho, la realidad es todo lo contrario. Cualquiera que haya observado cualquier búsqueda de profesores sabe que hay un esfuerzo desesperado para encontrar candidatos calificados competitivamente, negros o femeninos que no hayan sido contratados por instituciones mejor dotadas117.

El concepto de racismo inconsciente a la que apunta el IAT va en la misma línea de mantener el arquetipo de los privilegios que tendrían los blancos enunciado por McIntosh y esencialmente lo que busca es responsabilizar a otros por el mal desempeño económico social de los afroamericanos. De hecho, los «privilegios» blancos que según la misma McIntosh configuran la fuente de la opresión incluyen cosas como vivir en barrios con vecinos amables, poder ir de shopping «casi todo el tiempo» sin que la acosen, ver a personas de su misma raza en los diarios, casi todas cuestiones que tienen que ver más bien con precariedad social, es decir, con bajos ingresos que afectan en mayor proporción a los afroamericanos que a otros grupos118. Para las minorías raciales, esta precariedad social y bajos ingresos se explica por las menores oportunidades que supuestamente han tenido al ser marginadas. El relato de discriminación y victimismo tribal es reforzado por los mismos líderes de la comunidad afroamericana, quienes a través de él buscan beneficiarse incluso si ello deriva en mayor miseria para sus comunidades. Como ha explicado Thomas Sowell, economista afroamericano afiliado a Stanford que ha estudiado toda su vida el tema, el problema es que los líderes de las comunidades negras pasaron de ser «almas nobles a charlatanes descarados». Luego de dar una justificada lucha por derechos civiles, explica Sowell, estos se dedicaron a «ganar dinero, poder y fama al promover actitudes y acciones raciales que son contraproducentes para los intereses de quienes dirigen»119. Enseguida, Sowell advierte sobre el peligro de las políticas identitarias:

Promover la identidad de grupo es una práctica con un historial de polarización y desastre en países de todo el mundo. Los disturbios en la India, la guerra civil en Sri Lanka, las masacres en Ruanda y las atrocidades en los Balcanes son solo algunos de los antecedentes recientes de los estragos causados por la política de identidad grupal120.

Hasta qué punto en Estados Unidos la lógica víctima-opresor basada en diferencias raciales lleve a la máxima expresión de politización en el sentido de Carl Schmitt es una cuestión debatible. Hoy en día puede parecer totalmente irreal sugerir la posibilidad de enfrentamientos armados entre grupos irreconciliables producto de las guerras culturales que están teniendo lugar. Sin embargo, ya existen algunas voces que alertan al respecto. En un artículo titulado «El origen de nuestra segunda guerra civil» el historiador de la Hoover Institution de la Universidad de Stanford, Victor Davis Hanson, afirmó que «casi todas las instituciones culturales y sociales: las universidades, las escuelas públicas, la NFL, los Oscar, los Tonys, los Grammys, la televisión nocturna, los restaurantes públicos, las cafeterías, las películas, la televisión, la comedia, no solo se han politizado, sino que se han convertido en armas»121. Davis Hanson, un experto en historia militar, compara los tiempos que corren con 1860, poco antes de la guerra civil norteamericana. Probablemente el colega de Davis Hanson, Morris Fiorina, tiene un punto cuando, al refutarlo, afirma que según los datos la mayor parte de la población no se interesa en política y que solo un grupo minoritario del electorado está pendiente de lo que dicen The New York Times, CNN o Fox News. Ni siquiera Twitter o Facebook, sugiere Fiorina, tienen un impacto político relevante, pues la mayoría no los usa para leer contenido político122. Pero del hecho de que la mayoría no se encuentre movilizada políticamente no se sigue que las ideas que una élite logra poner de moda no influyan de diversa manera a esa mayoría. Los cientos de miles de integrantes de los movimientos socialistas del siglo XX en su mayoría no leyeron El capital de Karl Marx, ni siquiera el Manifiesto comunista y, sin embargo, gradualmente abrazaron el antagonismo de las políticas identitarias que pregonaba. Ya hace mucho Ludwig von Mises, probablemente el más grande demoledor del socialismo del siglo XX, advirtió que las masas no tienen ideas propias y por tanto siguen aquellas que se difunden desde las universidades a la prensa, el cine, la radio, las novelas, etc.123. Las ideas operan así indirectamente a través de lo que el Nobel de Economía y discípulo de von Mises, Friedrich Hayek, denominó «distribuidores de segunda mano», quienes terminan convirtiéndolas en patrimonio de una mayoría que apenas conoce su origen. Hayek notaría que, particularmente en Estados Unidos, el rol de los intelectuales en definir la opinión pública era escasamente comprendido124.

Si el socialismo, como notaron Hayek y von Mises, fue un movimiento de élite que terminó influenciando a las masas, no hay duda de que la élite estadounidense, política y especialmente académica, ve reflejadas las ideas que promueve en sectores más amplios de la población, aun cuando la mayor parte de esta sea receptora pasiva de ellas. Puede ser cierto que, como dice Fiorina, Katy Perry tiene el doble de seguidores en Twitter que Donald Trump, pero en el contexto actual las estrellas populares se encuentran politizadas a tal punto que ellas también se han transformado en armas en la disputa por el poder, tal como sugiere Davis Hanson. Que Lady Gaga, Cher, Meryl Streep, Le Bron James, Bruce Springsteen, Beyoncé, Robert de Niro y Oprah, entre muchos otros, hayan apoyado activamente, aunque sin éxito, a Hillary Clinton es prueba más que suficiente de la politización de los espacios culturales. La misma Katy Perry, que Fiorina cita como ejemplo de lo contrario, se declaró literalmente «la fan número uno de Clinton», realizando shows para apoyarla en su carrera a la Casa Blanca, llegando incluso a componer la canción de su último anuncio de campaña125. Los ataques a la marca de ropa interior femenina Victoria’s Secret por no incorporar modelos transgénero y de tallas grandes —como si el concepto «modelo» no implicara en sí mismo parámetros ideales reservados a una minoría—, la insinuación del director de la pelícuna animada Frozen de incluir en su secuela a la primera pareja lesbiana en la historia de Disney —hecha tras una campaña organizada en redes sociales126—, la polémica decisión de Netflix y BBC de hacer la serie Troya con Aquiles interpretado por un actor afroamericano —y otro como Zeus—, a pesar de que Homero lo describe rubio127, la sistemática crítica a Barbie por no representar en sus muñecas a la mujer real —hoy ya lo hace, lo que ha sido calificado en la revista Time como «una victoria feminista»128— y el escándalo de los premios Oscar en 2016 por no haber nominado a ningún actor de color son tan solo algunos de los ejemplos que confirman la politización de la cultura y del entretenimiento. En todos esos casos la presunción es que existe racismo, sexismo, machismo, o alguno de los conceptos polémicos difundidos por las políticas identitarias. En esta visión, si no hay actores afroamericanos nominados no es porque, tal vez, como sugirió arriesgadamente la actriz Charlotte Rampling, los demás eran mejores129; la explicación es que los blancos racistas que deciden la entrega simplemente no pueden superar sus prejuicios y no los nominan130. Del mismo modo, a quienes critican a Netflix y BBC por utilizar un actor de color representando a Aquiles no se les concede un punto en el sentido de reclamar apego a una de las piezas fundantes de la civilización occidental, aun cuando los mismos académicos que denuncian el racismo de los críticos finalmente concluyan que lo más probable es que Aquiles no haya sido negro131. Victoria’s Secret, en tanto, es acusada de contribuir a propagar la idea patriarcal de que la mujer debe ser sexy para el hombre, como si la belleza fuera una creación cultural opresiva del patriarcado132.

El enorme escándalo que generó la empresa estadounidense de artículos de afeitar Gillette (perteneciente al grupo Procter & Gamble) a principios de 2019 al cambiar el lema de su publicidad de «lo mejor que un hombre puede obtener» a «lo mejor que un hombre puede ser» en un video que comenzaba refiriéndose al concepto feminista radical de «masculinidad tóxica» vino a confirmar esta tendencia. El video, que aludió directamente al movimiento MeToo y alcanzó más de veintidós millones de reproducciones en YouTube, tuvo también reacciones negativas de muchos quienes vieron en él una pieza más en la campaña que han llevado adelante amplios sectores de izquierda en contra del concepto de masculinidad, al que conciben como una forma de opresión133. Tan dura fue la reacción de los clientes en contra de la publicidad, que la misma empresa sacaría otro anuncio ensalzando como héroe la figura de un soldado estadounidense blanco casado con una hermosa mujer blanca y con hijos de los que se muestra como un padre comprensivo, protector y proveedor134. Lo relevante del caso, sin embargo, es constatar que en los tiempos de corrección política que corren ni siquiera una cuestión tan aparentemente inocua como la venta de una rasuradora se encuentra libre de contenido polémico. En palabras de la intelectual y feminista liberal Christina Hoff Sommers, «hasta la crema de afeitar ha sido politizada»135. La razón, según explica un profesor de marketing que se refirió al caso, es que en la cultura «postmoderna del consumo ya no compramos productos por lo que son, sino por lo que significan»136, o en otras palabras, por la ideología que representan. Acertadamente se ha dicho que estamos entrando en un «capitalismo moralista» en el que «las empresas ya no solo promueven la agilidad y el cambio, sino también toda una agenda ideológica, toda una moral o moralina» de tinte progresista137.

El ataque a la modernidad

Hasta aquí hemos visto que la nueva ideología tribal y el victimismo que cultiva la emocracia es contraria a las culturas de la dignidad en virtud de las cuales lo relevante son los derechos y la responsabilidad del individuo y no su pertenencia a un determinado grupo que se concibe en oposición a otro. Además, en las culturas de la dignidad las personas muestran mayor resistencia a sentirse ofendidas. En ese contexto, las políticas identitarias han socavado la narrativa liberal sobre la que se fundó Estados Unidos, y que ha dominado en el resto de occidente, y en su lugar ha emergido una cultura divisiva y moralmente histérica que ha creado nuevas jerarquías arbitrarias sobre la base del color de piel, orientación sexual y el género. Ahora corresponde referirse al origen intelectual de esta ideología, el cual se remonta a pensadores europeos que han alcanzado un nivel de impacto sin igual de manos de la izquierda norteamericana. Un concepto que se suele utilizar para referirse al conjunto de teorías que abren las puertas al relativismo y subjetivismo radical es el de «posmodernismo», cuyos presupuestos básicos debemos analizar para entender por qué ocurre buena parte de lo que hemos descrito hasta ahora.

Aunque la filosofía del posmodernismo es extensa, variada y compleja, en términos generales se la entiende como una reacción en contra del ideal moderno o ilustrado según el cual existe una verdad que puede ser descubierta. Al poner el énfasis en la razón como el instrumento para desentrañar la verdad del mundo, los modernos, a su vez, se alejaron de los premodernos, quienes creían que el conocimiento de la naturaleza provenía de la fe, la tradición y el misticismo138. Como ha explicado el profesor de Harvard Steven Pinker en un libro dedicado a defender los ideales de la Ilustración hoy amenazados, el progreso de que disfrutamos en el mundo, con los niveles de pobreza más bajos de la historia humana, la expectativa de vida más alta y las comunicaciones más avanzadas, entre muchas otras ventajas, no existiría si no hubiera tenido lugar la revolución filosófica de la Ilustración que cimentó el camino para la exploración científica y el progreso moral139. Según Karl Popper, fue Francis Bacon, a través del desarrollo del método inductivo, quien daría el chispazo inicial de la Revolución Industrial inglesa, la que en primera instancia fue una revolución filosófica y religiosa140. La promesa de Bacon, afirmó Popper, «estimula la empresa y la confianza en sí mismo. Alienta a los hombres a depender de sí mismos en la búsqueda de conocimiento y de esta manera a independizarse de la revelación divina y de antiguas tradiciones»141. Ese fue, en general, el espíritu de la Ilustración: un movimiento de renovación intelectual, cultural, ideológica y política como resultado del progreso y difusión de las nuevas ideas. En palabras de Pinker, «si hay algo que los pensadores de la Ilustración tenían en común era la insistencia en que debemos aplicar enérgicamente el estándar de la razón para entender nuestro mundo» y no caer en engaños como «la fe, el dogma, la revelación, la autoridad, el carisma, el misticismo», entre otras formas primitivas de supuesto conocimiento142. En las famosas palabras del filósofo de la Ilustración Immanuel Kant: «¡Ten el coraje de servirte de tu propia razón! He ahí el lema de la Ilustración»143.

Ahora bien, no hay duda de que la excesiva confianza en la razón, como observó Friedrich Hayek, pavimentó el camino para que ingenieros sociales de diverso tipo dieran rienda suelta a sus anhelos utópicos intentando diseñar el orden social desde arriba. El socialismo con sus devastadoras consecuencias constituye el mejor ejemplo de ese espíritu híper racionalista en el que caían los intelectuales: «Los racionalistas tienden a ser inteligentes e intelectuales y los intelectuales inteligentes tienden a ser socialistas»144, escribiría Hayek. Una buena dosis de humildad respecto a lo que somos capaces de conocer y planificar es, como enseñó el mismo Hayek, fundamental para preservar la libertad y las fuerzas complejas y espontáneas que definen la evolución social. Pero esta conclusión, lejos de formar parte de un ataque en contra del valor de la razón como instrumento para conocer la verdad al estilo de lo que postula el posmodernismo, reivindica su correcto uso, siguiendo así la sabiduría de la Ilustración escocesa. Si pensadores como Adam Smith, David Hume y Adam Ferguson, entre otros, concluyeron que debíamos ser cuidadosos en nuestras pretensiones de conocimiento, fue porque, racionalmente, es decir, en virtud de sus observaciones y análisis científicos, establecieron que la razón se encuentra lejos de ser omnipotente. En otras palabras, para ellos, como para Hayek, era objetivamente verdadero que la razón humana tiene severos límites y que cada vez que se intentan traspasar se amenaza la libertad y se paraliza el progreso humano integral145.

El posmodernismo plantea algo que no solo es distinto, sino totalmente opuesto al escepticismo epistemológico que frustraría a Fausto arrojándolo a los brazos del demonio. Su supuesto es que la verdad no existe o que no se puede conocer, que la razón es inútil en su persecución y que todo es un asunto de cómo se utiliza el lenguaje, el que, a su vez, es socialmente construido. De este modo, lo que existe son diversas narrativas compitiendo por espacios de dominación, pues es imposible llegar a conocimientos ciertos sobre las cosas, lo cual significa que nada ni nadie puede reclamar superioridad en ningún sentido. En palabras de Jean-François Lyotard, «simplificando al máximo, se tiene por ‘posmoderna’ la incredulidad con respecto a los metarrelatos»146. La Ilustración, con su búsqueda de la verdad y progreso humano, sería una metanarrativa o «gran narrativa» que para Lyotard debe ser desbancada abriendo el camino a que emerjan miles de narrativas locales sin que pueda ser posible establecer que ninguna es superior a la otra. La belleza, la moral, el arte e incluso la ciencia siguen, para esta perspectiva, una lógica autoritaria, pues todas esas categorías son creaciones lingüísticas, meras narrativas al borde de la ficción que compiten por ser aceptadas147. En otras palabras, todo es política entendida como dominación y conflicto.

Sin advertir la contradicción insalvable en que caen, los pensadores posmodernos creen haber develado la real naturaleza de todas las relaciones sociales, arreglos culturales e instituciones, cuestión exclusivamente reservada para quienes adoptan sus métodos. En esto, como notó el profesor de Oxford Christopher Butler, los posmodernos, que en sus palabras configuran un grupo «internacionalista y progresista de izquierda», siguen a Marx, quien también alegó haber descubierto la verdadera naturaleza opresiva de la sociedad capitalista, invisible para quienes no adhirieran a su metodología148. Más aún, en general los teóricos franceses responsables de haber desarrollado el posmodernismo acá comentado trabajaban, dice Butler, bajo un paradigma marxista149. A diferencia de Marx, sin embargo, que escribía sus errores con claridad, los posmodernos suelen utilizar una jerga incomprensible que rompe con las reglas de la escritura convencional, llegando a una franca charlatanería disfrazada en oscuras palabras y formulaciones. En Fausto, Goethe advertía ya sobre la deshonestidad del lenguaje oscuro y rimbombante:

¡Busca una ganancia honrada!,

¡No seas como el bufón que hace sonar el cascabel!,

El entendimiento y el buen sentido,

con escaso arte, por sí mismos se presentan,

y si os importa en serio decir algo,

¿es acaso necesario perseguir las palabras?

Vuestros discursos, que tan bien adornan

para presentarle a la humanidad monas vestidas de seda

¡son sofocantes como el viento brumoso

que en el otoño susurra por entre las hojas secas!150.

Basta leer un párrafo del texto de Lyotard La condición posmoderna, el que se encuentra lejos de ser inaccesible comparado con otros escritos del mismo tipo, para hacer propia la advertencia de Goethe:

El juego de la ciencia implica, pues, una temporalidad diacrónica, es decir, una memoria y un proyecto. El destinatario actual de un enunciado científico se supone que tiene conocimiento de los enunciados precedentes a propósito de su referente (bibliografía) y solo propone un enunciado sobre ese mismo tema si difiere de los enunciados precedentes. Lo que se ha llamado el «acento» de cada actuación está aquí privilegiado con respecto al «metro», y por lo mismo la función polémica de ese juego. Esta diacronía que supone la memorización, y la investigación del nuevo enunciado designa en principio un proceso acumulativo. El ‘ritmo’ de este, que es la relación del acento con el metro, es variable151.

Si el pasaje recién citado parece enredoso no es porque solo gente muy inteligente y preparada sea capaz de desentrañar el mensaje que contiene, aunque quienes siguen esta corriente pretenden hacerlo ver de esa manera. La verdad es que estas palabras podrían traducirse simplemente como «la investigación científica avanza sobre la base de lo establecido en investigaciones previas», lo que es una obviedad presentada como genialidad por un lenguaje rimbombante y artificialmente enrevesado. Esta obsesión con un lenguaje con aires de superioridad hace que ni siquiera los académicos posmodernos entiendan lo que escriben o lo que leen, pues siguiendo su lógica las mismas reglas de escritura no son más que formas de dominación, tal como alegaban los estudiantes de UCLA en el incidente con el profesor Rust. Se trata, para decirlo claramente, de una filosofía que destruye todo a su paso y acepta cualquier estupidez, lo cual quedó en evidencia en el famoso escándalo de Alan Sokal en 1996. Hastiado de la prevalencia que el posmodernismo había alcanzado en las universidades norteamericanas —el que solo ha empeorado desde entonces—, Sokal, un profesor de física de la Universidad de Nueva York, escribió un paper intencionalmente fraudulento y lo envió a una prestigiosa revista académica de estudios culturales posmodernos para ver si lo publicaban. Su objetivo era testear el rigor académico de las disciplinas influidas por el posmodernismo, que hoy por hoy son todas las humanidades y parte de las ciencias sociales. El paper, lleno de «tonterías» como el mismo Sokal explicó152, y que afirmaba, entre otros absurdos, que las leyes de la gravedad cuántica no eran más que una construcción sociolingüística, fue efectivamente publicado por el emblemático journal Social Text, en cuyo comité editorial se encontraba parte de lo más selecto de la intelectualidad progresista. Vale la pena reproducir la introducción del trabajo publicado para hacerse una idea del irracionalismo y la charlatanería que impregnan las humanidades y parte considerable de las ciencias sociales hoy en día:

Hay muchos científicos y especialmente físicos que […] se aferran al dogma impuesto a la perspectiva intelectual occidental por la larga hegemonía surgida en la Ilustración y que puede resumirse brevemente de la siguiente manera: que existe un mundo externo, cuyas propiedades son independientes de cualquier ser humano individual y de la humanidad como tal. Que estas propiedades están codificadas en leyes físicas ‘eternas’, y que los seres humanos pueden obtener un conocimiento confiable, aunque imperfecto y tentativo, de estas leyes mediante la aplicación de los procedimientos ‘objetivos’ y las restricciones epistemológicas prescritas por el (llamado) método científico153.

Que este tipo de absurdo en que se niega el método científico para hacer física por ser una muestra de hegemonía occidental haya sido aceptado para publicación en una de las revistas académicas más prestigiosas del área revela hasta qué punto la doctrina posmoderna ha corrompido la seriedad intelectual de las humanidades con su idea de que todo son juegos de poder y narrativas. Tiempo después de la publicación, Sokal explicó que había enviado el paper fraudulento porque, siendo el mismo un hombre de izquierda, le preocupaba en ese sector «la proliferación de un tipo particular de pensamiento sin sentido» que negaba «la existencia de realidades objetivas» o que «admite su existencia, pero minimiza su relevancia práctica». Su conclusión final sobre el episodio que lo involucró sería fulminante:

La aceptación por parte de Social Text de mi artículo ejemplifica la arrogancia intelectual de la teoría, es decir, la teoría literaria posmodernista, llevada a su extremo lógico. No es de extrañar que no se molestaran en consultar a un físico. Si todo es discurso y ‘texto’, entonces el conocimiento del mundo real es superfluo; incluso la física se convierte en una rama más de los estudios culturales. Además, si todo es retórica y ‘juegos de lenguaje’, entonces la consistencia lógica interna también es superflua: una pátina de sofisticación teórica sirve igualmente bien. La incomprensibilidad se convierte en una virtud; alusiones, metáforas y juegos de palabras sustituyen la evidencia y la lógica. Mi propio artículo es, en todo caso, un ejemplo extremadamente modesto de este género bien establecido154.

Alguien podría argumentar que lo de Sokal fue hace demasiado tiempo, apenas un accidente que no demuestra el verdadero espíritu de las humanidades y su influencia posmodernista hoy en día. Pero una réplica casi idéntica del escándalo fue realizada hace poco por tres académicos desatando un furioso debate en Estados Unidos que repercutió en todo occidente. Entre 2017 y 2018, los profesores James Lindsay, Helen Pluckrose y Peter Boghossian, hastiados, como Sokal, de la charlatanería ideológica que se ha tomado las universidades, escribieron veinte papers llenos de absurdos y tonterías planteadas en jerga posmoderna y los enviaron a prestigiosas revistas académicas dedicadas a estudios feministas, culturales y de género, entre otras disciplinas abocadas a fomentar la cultura del victimismo que hemos analizado. Al momento de dar a conocer el fraude, siete de sus artículos habían sido aceptados ya para publicación en revistas con peer review y otros siete estaban en proceso de admisión. Se trata de un escándalo mucho mayor al de Sokal y no solo por la cantidad de papers admitidos para publicación, sino por los disparates que estos decían. Uno de los papers, por ejemplo, afirmaba que la «astronomía occidental» era sexista y que los departamentos de física debían incorporar otros métodos como la «astrología feminista» o practicar danza interpretativa para conocer mejor las estrellas:

Existen otros medios superiores a los de las ciencias naturales para extraer conocimientos alternativos sobre las estrellas y la astronomía, incluidas las metodologías de etnografía y otras ciencias sociales, un examen cuidadoso de la intersección de las astrologías existentes de todo el mundo, la incorporación de narrativas mitológicas y el análisis feminista moderno de ellas, danza interpretativa feminista (especialmente con respecto a los movimientos de las estrellas y su significado astrológico), y aplicación directa de discursos feministas y poscoloniales sobre conocimientos alternativos y narrativas culturales155.

Otro de los papers publicados hablaba sobre la cultura de la violación entre los perros de los parques de Portland preguntándose si acaso los perros eran víctimas de opresión; uno sostenía que los hombres que se masturban pensando en una mujer sin su consentimiento eran culpables de violencia sexual, y el más perturbador afirmaba que a los estudiantes blancos debía obligárseles a guardar silencio en la sala e incluso encadenarlos al piso como forma de recompensa por sus privilegios156.

Como ya hemos visto, sería un error pensar que esto se limita a la vida puramente universitaria. Lo cierto es que la doctrina del posmodernismo ha impregnado toda la vida en común. Como ha recordado correctamente un estudiante de doctorado en filosofía de Oxford dedicado a estos temas, «hace veinte años Alan Sokal llamó al posmodernismo ‘una tontería de moda’. Hoy en día, el posmodernismo no es una moda, es nuestra cultura». Una cultura que sumerge a los estudiantes de las universidades de élite en un «culto al odio, la ignorancia y la pseudofilosofía» que «amenaza con fundir todas nuestras tradiciones intelectuales en el mismo torrente de consignas políticas y palabrería vacía»157. Y es que el posmodernismo, como ha explicado el filósofo Stephen Hicks, al constituir una reacción en contra del ideal de la Ilustración y todo lo que lo acompaña, busca desterrar no solo la razón para reemplazarla con pura teoría sobre el poder expresada en jerga ininteligible, sino también el individualismo, el capitalismo y el liberalismo. Así, dice Hicks, «en lugar de la experiencia y la razón» postula «el subjetivismo sociolingüístico», contra la «identidad y la autonomía individual» defiende «las diversas asociaciones de raza, género y clase». Todo lo cual lleva a que «en lugar de ver los intereses humanos como esencialmente armoniosos y tendientes a una interacción mutuamente beneficiosa» solo vea «conflicto y opresión»158.

He ahí, en este irracionalismo y relativismo, el origen intelectual de las políticas identitarias analizadas en el capítulo anterior, las que, como ha sido establecido, responden a una particular forma de marxismo aun cuando no sea del todo fiel a la doctrina clásica de Marx. Lo que buscaron pensadores como los franceses Michel Foucault y Jacques Derrida, por nombrar a dos de los más emblemáticos en esta tradición, fue simplemente demoler la cultura occidental. Pues si todo es narrativa y si no hay forma de reclamar superioridad acudiendo a alguna realidad fuera del sujeto, entonces también el relato histórico de occidente es una forma de autojustificación que no tiene manera de ser defendido objetivamente. Como consecuencia se debe «deconstruir» —para usar el famoso término de Derrida— todo lenguaje, ya que no existe referencia a sistemas independientes de él. Así, la idea de que se puede hacer una reconstrucción objetiva de la historia sobre la base de la evidencia recabada no es más que una falacia. En palabras de Hyden White:

Muchos historiadores continúan tratando sus ‘hechos’ como si fueran ‘dados’ y se niegan a reconocer, a diferencia de la mayoría de los científicos, que no son ‘encontrados’ sino ‘construidos’ por el tipo de preguntas que el investigador hace de los fenómenos frente a él. Esta es la misma noción de objetividad que une a los historiadores en un uso no crítico del marco cronológico para su narrativa159.

Para esta visión, explica Butler, la historia, esa disciplina que al retratar el pasado explica lo que somos en el presente y nos orienta respecto de lo que queremos ser en el futuro, es una especie de mitología y su sobrevivencia depende de si es aceptada en el proceso de discusión, nada más160. Todo se funde en el absoluto relativismo, en la marea de lo que siente el lector que es verdad, pues dado que el acceso al pasado es imposible y los textos en sí no tienen significado o mensaje, este debe deconstruir el texto destrozando cualquier sello que el autor le haya dado. Nada original ni verdadero tienen para decir las obras de Shakespeare, Tolstoi o Cervantes; no hay gigantes de la literatura universal porque no hay ideas perennes que se puedan transmitir como verdades trascendentes. Ni siquiera un estilo puede ser considerado superior a otro, pues la belleza, de nuevo, es una mera construcción social y eventualmente una forma de dominación que establece poder en favor de aquellos que declaran participar de alguna manera de los estándares de belleza que defienden. Lo bueno y lo malo, lo feo y lo lindo, lo excelente y lo decadente, lo cuerdo y lo demente, no son más que conceptos utilizados de manera arbitraria. Hasta el discurso médico es sospechoso, porque pretende afirmar la autoridad política de los doctores sobre sus pacientes a quienes pueden intervenir gracias al poder que les confiere ese discurso. Así, pensaba Foucault, quien fue alguna vez internado en una clínica psiquiátrica tras un intento de suicidio, el poder real no consistía en que se obligue por la fuerza a estos procedimientos sino en lo que denunció como micropoder y «coacciones extrajurídicas»:

Tradicionalmente […] bastaba con estudiar las formas jurídicas que regían lo que estaba permitido y lo que estaba prohibido […] en realidad me parece que el derecho que diferencia lo permitido y lo prohibido no es de hecho más que un instrumento de poder […] bastante inadecuado y bastante irreal y abstracto. Que en concreto las relaciones de poder son mucho más complejas […] todo lo extrajurídico y todas las coacciones extrajurídicas que pesan sobre los individuos y atraviesan el cuerpo social161.

Según Foucault, «cuando un médico psiquiatra impone a un individuo una internación, un tratamiento, un estatus» ejerce dominación, pues si bien las relaciones de poder efectivamente «son las que los aparatos del Estado ejercen sobre los individuos, asimismo lo son la que el padre de familia ejerce sobre su mujer y sus hijos, el poder ejercido por el médico, el poder ejercido por el notable, el poder que en la fábrica el dueño ejerce sobre sus obreros»162.

Foucault, impedido de exteriorizar su homosexualidad durante buena parte de su vida, llegaría incluso a poner en duda las investigaciones científicas sobre el VIH bajo el argumento de que incrementaban el poder de los médicos. Como consecuencia se burlaría del activismo homosexual que buscaba sexo seguro, lo que él nunca practicó hasta contagiarse la enfermedad de la cual finalmente moriría163. Aun cuando parezca delirante, esto es coherente con la idea de que en el mundo moderno solo hay narrativas creadas bajo el engaño de la Ilustración y que, por tanto, lo sano y lo enfermo no son más que construcciones sociales afirmadas en el liberalismo y el capitalismo, el que, de acuerdo al filósofo francés, extendió las relaciones de poder a través de todo el orden social. «Todo está —dijo analizando la medicalización— profundamente ligado al desarrollo del capitalismo» que no pudo «funcionar con un sistema de poder político en cierta forma indiferente a los individuos» porque necesitaba hacer de todos una función productiva «normalizándolos»164. Así, el Gran Hermano que George Orwell describía en su novela 1984, refiriéndose al totalitarismo marxista, sería, en realidad, el capitalismo que creó una «vigilancia precisa y concreta sobre todos los individuos» que ahora se encuentran siempre observados y controlados por el poder político, cuestión que no ocurría ni en los tiempos del feudalismo165. A Foucault, como es evidente a esta altura y recuerda Roger Scruton, no le interesaban los hechos por lo que en su esfuerzo por demostrar que existía una conexión intrínseca entre la burguesía, la familia, el paternalismo y el autoritarismo los dejó completamente de lado. De ahí, sugiere Scruton, que todo el intento del francés por desentrañar las estructuras ocultas de poder de la sociedad burguesa carezca de credibilidad, siendo más bien una «liturgia de la denuncia»166.

En todo caso no deja de ser ingenioso el giro que Foucault logra dar para condenar el capitalismo y responsabilizarlo, junto a la civilización que le dio vida, de todo tipo de opresiones imaginables. En esa gimnástica intelectual llegaría a decir que el pueblo, para rebelarse en contra de todas estas formas de opresión invisibles, debía aplicar su propia justicia, sin tribunales ni procesos legales, pues los sistemas legales existentes eran una trampa de la burguesía para impedir la venganza de la masa:

En mi opinión, uno no debería comenzar con la corte como una forma particular, y luego preguntar cómo y en qué condiciones podría haber una corte popular; uno debe comenzar con la justicia popular, con actos de justicia por parte de la gente, y luego preguntar qué lugar podría tener un tribunal dentro de esto. Debemos preguntarnos si tales actos de justicia popular pueden o no organizarse en forma de un tribunal. Ahora mi hipótesis no es tanto que el tribunal es la expresión natural de la justicia popular, sino que su función histórica es atraparla, controlarla y estrangularla, volviéndolo a inscribir dentro de las instituciones que son típicas de un estado aparato167.

Y más adelante insistió en que «la justicia popular reconoce en el sistema judicial un aparato estatal, representante de la autoridad pública e instrumento del poder de clase», añadiendo que la justicia popular no necesitaba la farsa de un juez imparcial y las dos partes de un juicio. Y es que, para Foucault, las masas debían decidir ante sí, basadas en sus emociones y percepciones subjetivas, si alguien calificaba como enemigo:

Las masas, cuando perciben que alguien es un enemigo, cuando deciden castigar a este enemigo, o reeducarlo, no confían en una idea universal abstracta de la justicia, sino en su propia experiencia, la de las lesiones que ellos han sufrido, de la forma en que han sido perjudicados, en la que han sido oprimidos; y finalmente, su decisión no es autorizada, es decir, no están respaldados por un aparato estatal que tenga el poder de hacer cumplir sus decisiones, simplemente las llevan a cabo. Por lo tanto, mantengo firmemente la opinión de que la organización de los tribunales, al menos en occidente, es necesariamente ajena a la práctica de la justicia popular168.

Foucault fue aún más explícito argumentando que el rol del Estado era servir a la masa y educarla no para que aceptara instituciones que medien entre esta y sus supuestos agresores, sino para que simplemente decidiera cuando tenía que matar: «Entonces, ¿el trabajo de este aparato estatal es determinar sentencias? No, en absoluto […] es educar a las masas y la voluntad de las masas de tal manera que sean las propias masas quienes vengan a decir: ‘De hecho, no podemos matar a este hombre’ o ‘De hecho, debemos matarlo a él’»169.

Así, probablemente como todos aquellos que han caído bajo el embrujo de Marx, Foucault fue también, según la descripción de Mark Lilla, un personaje fascinado con la violencia y el desborde, lo que en su vida privada se manifestó con abusos de drogas y una obsesión por el sadomasoquismo homosexual170.

La patológica teoría de la opresión de Foucault, hoy nuevamente de moda, fue sepultada por la publicación de Archipiélago Gulag, del Nobel de Literatura Alexander Solzhenitsyn. En ella relataba su inhumana experiencia en los campos de concentración soviéticos, cuyo régimen era ampliamente admirado por la intelectualidad francesa de la época. Enfrentados a esa atroz realidad, pocos en Francia siguieron tomando en serio la tesis foucultiana de que la violencia invisible de la sociedad capitalista era peor que la visible, lo que llevó a Foucault a una crisis personal171. Este baño de realidad es el que parece haberse perdido hoy, donde tantos grupos privilegiados, partiendo por estudiantes universitarios, declaran ser oprimidos y luchar por su vida en los países con las mejores condiciones de vida en la historia humana. Ellos son herederos de Foucault, quien atacó la idea de «normalidad» afirmando que esta sería nada más que una estrategia de aquellos que se autodefinen dentro de la norma para excluir a otros. En consecuencia, la homofobia, el sexismo, el imperialismo, el racismo y otras formas de discriminación eran producto del discurso normalizador, pues este terminaba creando subidentidades oprimidas172.

Excedería las pretensiones de este trabajo realizar un análisis más profundo de los diversos pensadores posmodernos, pero así como conocer las ideas centrales de Foucault es necesario para comprender la crisis de identidad occidental que se manifiesta de manera flagrante en la esfera pública en Estados Unidos, corresponde también dedicarle un breve espacio a Derrida, cuya influencia en las universidades de ese país ha sido enorme, especialmente en lo que concierne a la victimología que configuran los estudios culturales, feministas, homosexual y teoría poscolonial173.

Como Foucault, aunque de manera más ácida y con mayor foco, Derrida las emprende contra el lenguaje, específicamente contra lo que denominó «logocentrismo», que es el predominio del logos, esto es, del lenguaje y de la razón que se expresa a través de él creando jerarquías que, en su visión, deben ser desmontadas. En la línea de Foucault, Derrida cree que no es posible conocer la verdad a través del lenguaje, pues este es en sí mismo una estructura creada por quien la utiliza y, por tanto, es imposible pretender acceso a una verdad fuera de él a través de él. Su teoría de la «deconstrucción» afirma que todos los textos son ambiguos y por tanto no existe un solo significado que pueda atribuirse a la palabra escrita, sino tantos como existan lectores. En otras palabras, se abren las puertas a un completo irracionalismo en el sentido de que no se puede reclamar encontrar verdad alguna en un texto, sino múltiples verdades que pueden incluso ser contradictorias. Y es que, para esta visión, las ideas, interpretaciones o sentimientos no son verdaderos o falsos frente a un texto174. El mismo Derrida admite que su ataque es contra la idea de racionalidad y verdad del lenguaje escrito:

La ‘racionalidad’ —tal vez sería necesario abandonar esta palabra, por la razón que aparecerá al final de esta frase— que dirige la escritura así ampliada y radicalizada, ya no surge de un logos e inaugura la destrucción, no la demolición sino la des-sedimentación, la des-construcción de todas las significaciones que tienen su fuente en este logos. En particular la significación de verdad. Todas las determinaciones metafísicas de la verdad, e incluso aquella que nos recuerda Heidegger, por sobre la onto-teología metafísica, son más o menos inmediatamente inseparables de la instancia del logos o de una razón pensada en la descendencia del logos, en cualquier sentido que se lo entienda…175.

En suma, el lenguaje es inherentemente poco confiable porque las palabras tienen significado en la medida en que son referidas a y se diferencian de otras palabras, como, por ejemplo, gordo y flaco, lindo y feo, hombre y mujer, superior e inferior, etc. Ahora bien, ninguno de estos conceptos tiene un vínculo directo con el objeto referido —la gordura, la belleza, la masculinidad y así sucesivamente—. Más bien forman parte de todo un sistema lingüístico que jamás toca el mundo real y, como consecuencia, el significado de lo que hablamos jamás es estable y siempre se encuentra sujeto a cambio, aun cuando usemos las mismas palabras176.

El problema con la tesis de Derrida es que si el lenguaje es inestable, poco confiable, carece de acceso a la verdad y por tanto debe ser deconstruido para desmantelar esa pretensión, entonces ¿por qué no deconstruir la deconstrucción? En otras palabras, si el lenguaje no es fuente de conocimiento sobre las cosas, entonces la teoría de Derrida, que es formulada obviamente utilizando el lenguaje, tampoco puede serlo. Pero nada de eso le importaba a este intelectual, quien simplemente se defendía diciendo que la deconstrucción era una práctica que buscaba poner a toda la tradición filosófica —y científica, literaria, artística, etcétera— bajo sospecha177. Las consecuencias de esa sospecha han sido devastadoras. Pues si Derrida tiene razón y debemos alejarnos del logocentrismo, entonces no podemos reclamar, por ejemplo, que la filosofía liberal con su pretensión generalmente metafísica de que todos los seres humanos poseemos la misma dignidad y, por tanto, merecemos el mismo respeto, es superior al comunismo o al nazismo. Si el lenguaje no nos dice nada definitivamente verdadero, entonces todo el esfuerzo que ha hecho occidente por avanzar moralmente es absurdo y quedamos totalmente a la deriva, sin un norte filosófico que nos oriente. Lilla explica:

Si la deconstrucción arroja dudas sobre todos los principios políticos de la tradición filosófica de occidente —Derrida menciona la propiedad, la intencionalidad, la voluntad, la libertad, la conciencia, el autoconocimiento, el sujeto, el yo, la persona y la comunidad—, ¿es posible emitir juicios sobre política? ¿Puede uno distinguir entre el bien y el mal, entre la justicia y la injusticia? ¿O es que esos términos también están contaminados de logocentrismo que debe abandonarse?178.

Las implicancias de la teoría de Derrida son tan devastadoras que él mismo finalmente realizó un giro aceptando que había algo así como una justicia por la que valía la pena luchar aunque, como Foucault, nunca dejó de ser un genuino agresor de todo lo que significaba occidente. Por eso, y el evidente absurdo en que cae toda su teoría, es que, al decir del profesor de Stanford Kenneth Taylor, Derrida es considerado un charlatán y un fraude en amplios círculos de filosofía179. Se trata, sin embargo, de un charlatán antihumanista que ha tenido un impacto gigantesco en el posmodernismo adoptado por las universidades estadounidenses, lo que prueba, según Lilla, la inmadurez prevalente en ese país y su disposición a aceptar «cualquier idea y a cualquier persona» aun a riesgo de socavar los fundamentos liberales de la sociedad en la que viven a manos de doctrinas que niegan la verdad180.

La neoinquisición

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