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LIBRO PRIMERO.
DE LA CERTEZA
CAPÍTULO II.
VERDADERO ESTADO DE LA CUESTION

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[5.] ¿Estamos ciertos de algo? á esta pregunta responde afirmativamente el sentido comun. ¿En qué se funda la certeza? ¿cómo la adquirimos? estas son dos cuestiones difíciles de resolver en el tribunal de la filosofía.

La cuestion de la certeza encierra tres muy diferentes, cuya confusion contribuye no poco á crear dificultades y á embrollar materias que, aun deslindados con suma exactitud los varios aspectos que presentan, son siempre harto complicadas y espinosas.

Para fijar bien las ideas conviene distinguir con mucho cuidado entre la existencia de la certeza, los fundamentos en que estriba, y el modo con que la adquirimos. Su existencia es un hecho indisputable; sus fundamentos son objeto de cuestiones filosóficas; el modo de adquirirla es en muchos casos un fenómeno oculto que no está sujeto á la observacion.

[6.] Apliquemos esta distincion á la certeza sobre la existencia de los cuerpos.

Que los cuerpos existen, es un hecho del cual no duda nadie que esté en su juicio. Todas las cuestiones que se susciten sobre este punto no harán vacilar la profunda conviccion de que al rededor de nosotros existe lo que llamamos mundo corpóreo: esta conviccion es un fenómeno de nuestra existencia, que no acertaremos quizás á explicar, pero destruirle nos es imposible: estamos sometidos á él como á una necesidad indeclinable.

¿En qué se funda esta certeza? Aquí ya nos hallamos no con un simple hecho, sino con una cuestion que cada filósofo resuelve á su manera: Descartes y Malebranche recurren á la veracidad de Dios; Locke y Condillac se atienen al desarrollo y carácter peculiar de algunas sensaciones.

¿Cómo adquiere el hombre esta certeza? no lo sabe: la poseia antes de reflexionar; oye con extrañeza que se suscitan disputas sobre estas materias; y jamás hubiera podido sospechar que se buscase porque estamos ciertos de la existencia de lo que afecta nuestros sentidos. En vano se le interroga sobre el modo con que ha hecho tan preciosa adquision, se encuentra con ella como con un hecho apenas distinto de su existencia misma. Nada recuerda del órden de las sensaciones en su infancia; se halla con el espíritu desarrollado, pero ignora las leyes de este desarrollo, de la propia suerte que nada conoce de las que han presidido á la generacion y crecimiento de su cuerpo.

[7.] La filosofía debe comenzar no por disputar sobre el hecho de la certeza sino por la explicacion del mismo. No estando ciertos de algo nos es absolutamente imposible dar un solo paso en ninguna ciencia, ni tomar una resolucion cualquiera en los negocios de la vida. Un escéptico completo seria un demente, y con demencia llevada al mas alto grado; imposible le fuera toda comunicacion con sus semejantes, imposible toda serie ordenada de acciones externas, ni aun de pensamientos ó actos de la voluntad. Consignemos pues el hecho, y no caigamos en la extravagancia de afirmar que en el umbral del templo de la filosofía está sentada la locura.

Al examinar su objeto, debe la filosofía analizarle, mas no destruirle; que si esto hace se destruye á sí propia. Todo raciocinio ha de tener un punto de apoyo, y este punto no puede ser sino un hecho. Que sea interno ó externo, que sea una idea ó un objeto, el hecho ha de existir; es necesario comenzar por suponer algo; á este algo le llamamos hecho: quien los niega todos ó comienza por dudar de todos, se asemeja al anatómico que antes de hacer la diseccion quemase el cadáver y aventase las cenizas.

[8.] Entonces la filosofía, se dirá, no comienza por un exámen sino por una afirmacion; sí, no lo niego, y esta es una verdad tan fecunda que su consignacion puede cerrar la puerta á muchas cavilaciones y difundir abundante luz por toda la teoría de la certeza.

Los filósofos se hacen la ilusion de que comienzan por la duda; nada mas falso; por lo mismo que piensan afirman, cuando no otra cosa, su propia duda; por lo mismo que raciocinan afirman el enlace de las ideas, es decir, de todo el mundo lógico.

Fichte, por cierto nada fácil de contentar, al tratarse del punto de apoyo de los conocimientos humanos, empieza no obstante por una afirmacion, y así lo confiesa con una ingenuidad que le honra. Hablando de la reflexion que sirve de base á su filosofía, dice: «Las reglas á que esta reflexion se halla sujeta, no están todavía demostradas; se las supone tácitamente admitidas. En su orígen mas retirado, se derivan de un principio cuya legitimidad no puede ser establecida, sino bajo la condicion de que ellas sean justas. Hay un círculo, pero círculo inevitable. Y supuesto que es inevitable, y que lo confesamos francamente, es permitido, para asentar el principio mas elevado, confiarse á todas las leyes de la lógica general. En el camino donde vamos á entrar con la reflexion, debemos partir de una proposicion cualquiera que nos sea concedida por todo el mundo, sin ninguna contradiccion.» (Fichte, Doctrina de la ciencia, 1.a parte, § 1).

[9.] La certeza es para nosotros una feliz necesidad; la naturaleza nos la impone, y de la naturaleza no se despojan los filósofos. Vióse un dia Pirron acometido por un perro, y como se deja suponer, tuvo buen cuidado de apartarse, sin detenerse á examinar si aquello era un perro verdadero ó solo una apariencia; riéronse los circunstantes echándole en cara la incongruencia de su conducta con su doctrina, mas Pirron les respondió con la siguiente sentencia que para el caso era muy profunda: «es difícil despojarse totalmente de la naturaleza humana.»

[10.] En buena filosofía, pues, la cuestion no versa sobre la existencia de la certeza, sino sobre los motivos de ella y los medios de adquirirla. Este es un patrimonio de que no podemos privarnos, aun cuando nos empeñemos en repudiar los títulos que nos garantizan su propiedad. ¿Quién no está cierto de que piensa, siente, quiere, de que tiene un cuerpo propio, de que en su alrededor hay otros semejantes al suyo, de que existe el universo corpóreo? Anteriormente á todos los sistemas, la humanidad ha estado en posesion de esta certeza, y en el mismo caso se halla todo individuo, aun cuando en su vida no llegue á preguntarse qué es el mundo, qué es un cuerpo, ni en qué consisten la sensacion, el pensamiento y la voluntad. Despues de examinados los fundamentos de la certeza, y reconocidas las graves dificultades que sobre ellos levanta el raciocinio, tampoco es posible dudar de todo. No ha habido jamás un verdadero escéptico en toda la propiedad de la palabra.

[11.] Sucede con la certeza lo mismo que en otros objetos de los conocimientos humanos. El hecho se nos presenta de bulto, con toda claridad, mas no penetramos su íntima naturaleza. Nuestro entendimiento está abundantemente provisto de medios para adquirir noticia de los fenómenos así en el órden material como en el espiritual, y posee bastante perspicacia para descubrir, deslindar y clasificar las leyes á que están sujetos; pero cuando trata de elevarse al conocimiento de la esencia misma de las cosas, ó investigar los principios en que se funda la ciencia de que se gloría, siente que sus fuerzas se debiliten, y como que el terreno donde fija su planta, tiembla y se hunde.

Afortunadamente el humano linaje está en posesion de la certeza independientemente de los sistemas filosóficos, y no limitada á los fenómenos del alma, sino extendiéndose á cuanto necesitamos para dirigir nuestra conducta con respecto á nosotros y á los objetos externos. Antes que se pensase en buscar si habia certeza, todos los hombres estaban ciertos de que pensaban, querian, sentian, de que tenian un cuerpo con movimiento sometido á la voluntad, y de que existia el conjunto de varios cuerpos que se llama universo. Comenzadas las investigaciones, la certeza ha continuado la misma entre todos los hombres, inclusos los que disputaban sobre ella; ninguno de estos ha podido ir mas allá que Pirron y encontrar fácil el despojarse de la naturaleza humana.

[12.] No es posible determinar hasta qué punto haya alcanzado á producir duda sobre algunos objetos el esfuerzo del espíritu de ciertos filósofos empeñados en luchar con la naturaleza; pero es bien cierto: primero, que ninguno ha llegado á dudar de los fenómenos internos cuya presencia sentia íntimamente; segundo, que si alguno ha podido persuadirse de que á estos fenómenos no les correspondia algun objeto externo, esta habrá sido una excepcion tan extraña que, en la historia de la ciencia y á los ojos de una buena filosofía, no debe tener mas peso que las ilusiones de un maniático. Si á este punto llegó Berkeley al negar la existencia de los cuerpos, haciendo triunfar sobre el instinto de la naturaleza las cavilaciones de la razon, el filósofo de Cloyne, aislado, y en oposicion con la humanidad entera, mereceria el dictado que con razon se aplica á los que se hallan en situacion semejante: la locura por ser sublime no deja de ser locura.

Los mismos filósofos que llevaron mas lejos el escepticismo, han convenido en la necesidad de acomodarse en la práctica á las apariencias de los sentidos, relegando la duda al mundo de la especulacion. Un filósofo disputará sobre todo, cuanto se quiera; pero en cesando la disputa deja de ser filósofo, continúa siendo hombre á semejanza de los demás, y disfruta de la certeza como todos ellos. Asi lo confiesa Hume que negaba con Berkeley la existencia de los cuerpos: «Yo como, dice, juego al chaquete, hablo con mis amigos, soy feliz en su compañía, y cuando despues de dos ó tres horas de diversion vuelvo á estas especulaciones, me parecen tan frias, tan violentas, tan ridiculas, que no tengo valor para continuarlas. Me veo pues absoluta y necesariamente forzado á vivir, hablar y obrar como los demás hombres en los negocios comunes de la vida.» (Tratado de la naturaleza humana, tomo 1.º).

[13.] En las discusiones sobre la certeza es necesario precaverse contra el prurito pueril de conmover los fundamentos de la razon humana. Lo que se debe buscar en esta clase de cuestiones es un conocimiento profundo de los principios de la ciencia y de las leyes que presiden al desarrollo de nuestro espíritu. Empeñarse en destruir estas leyes es desconocer el objeto de la verdadera filosofía; basta que las sometamos á nuestra observacion, de la propia suerte que determinamos las del mundo material sin intencion de trastornar el órden admirable que reina en el universo. Los escépticos que comienzan por dudar de todo para hacer mas sólida su filosofía, se parecen á quien, curioso de observar y fijar con exactitud los fenómenos de la vida, se abriese sin piedad el pecho y aplicase el escalpelo á su corazon palpitante.

La sobriedad es tan necesaria al espíritu para sus adelantos como al cuerpo para su salud; no hay sabiduría sin prudencia, no hay filosofía sin cordura. Existe en el fondo de nuestra alma una luz divina que nos conduce con admirable acierto, si no nos obstinamos en apagarla; su resplandor nos guia, y en llegando al límite de la ciencia nos le muestra, haciéndonos leer con claros caractéres la palabra basta. No vayais mas allá; quien la ha escrito es el Autor de todos los seres, el que ha establecido las leyes que rigen al espíritu como al cuerpo, y que contiene en su esencia infinita la última razon de todo.

[14.] La certeza que preexiste á todo exámen no es ciega; antes por el contrario, ó nace de la claridad de la vision intelectual, ó de un instinto conforme á la razon: no es contra la razon, es su basa. Cuando discurrimos, nuestro espíritu conoce la verdad por el enlace de las proposiciones, como si dijéramos por la luz que refleja de unas verdades á otras. En la certeza primitiva, la vision es por luz directa, no necesita de reflexion.

Al consignar pues la existencia de la certeza no hablamos de un hecho ciego, no queremos extinguir la luz en su mismo orígen, antes decimos que allí la luz es mas brillante que en sus raudales. Tenemos á la vista un cuerpo cuyos resplandores iluminan el mundo en que vivimos; si se nos pide que expliquemos su naturaleza y sus relaciones con los demás, ¿comenzaremos por apagarle? Los físicos para buscar la naturaleza de la luz y determinar las leyes á que está sometida, no han comenzado por privarse de la luz misma y ponerse á oscuras.

[15.] Este método de filosofar tiene algo de dogmatismo, pero dogmatismo tal que, como hemos visto, tiene en su apoyo á los mismos Pirron, Hume, Fichte, mal de su grado. No es un simple método filosófico, es la sumision voluntaria á una necesidad indeclinable de nuestra propia naturaleza; es la combinacion de la razon con el instinto, es la atencion simultánea á las diferentes voces que resuenan en el fondo de nuestro espíritu. Pascal ha dicho: «la naturaleza confunde á los pirrónicos, y la razon á los dogmáticos.» Este pensamiento que pasa por profundo, y que lo es bajo cierto aspecto, encierra no obstante alguna inexactitud. La confusion no es igual en ambos casos: la razon no confunde al dogmático si no se la separa de la naturaleza; y la naturaleza confunde al pirrónico, ya sola, ya unida con la razon. El verdadero dogmático comienza por dar á la razon el cimiento de la naturaleza; emplea una razon que se conoce á sí misma, que confiesa la imposibilidad de probarlo todo, que no toma arbitrariamente el postulado que ha menester, sino que lo recibe de la naturaleza misma. Así la razon no confunde al dogmático que guiado por ella busca el fundamento que la puede asegurar. Cuando la naturaleza confunde á los pirrónicos atestigua el triunfo de la razon de los dogmáticos, cuyo argumento principal contra aquellos, es la voz de la misma naturaleza. El pensamiento de Pascal seria mas exacto reformado de esta manera: «La naturaleza confunde á los pirrónicos, y es necesaria á la razon de los dogmáticos.» Habria menos antítesis, pero mas verdad. La necesidad de la naturaleza no la desconocen los dogmáticos; sin esta basa la razon nada puede; para ejercer su fuerza exige un punto de apoyo; con él ofrecia Arquímedes levantar la tierra; sin él la inmensa palanca no hubiera movido un solo átomo (II).

Filosofía Fundamental, Tomo I

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