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Capítulo Dos

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Una cosa era buscar a un hombre, pensaba Rebecca sin sacar las manos de debajo de la mesa para que él no pudiera ver lo mucho que temblaban. Otra muy distinta era encontrarlo.

Rebecca miró fijamente a Dillon Blackhawk, tratando de encontrar algún parecido con el chico de diecisiete años de la fotografía al que le habían ofrecido becas en todas las universidades en las que había solicitado admisión, y algunas en las que no la había solicitado, y que había desaparecido tras su graduación en el instituto. Trató de descubrir alguna semejanza remota con el capitán del equipo de fútbol y el chico encargado de dar el discurso de despedida de su clase.

Pero no había ninguna reminiscencia de aquel chico en el hombre que estaba sentado frente a ella. No había rastro de aquella sonrisa encantadora, ni del brillo de desconfianza en la mirada, ni de la inclinación rebelde de su cabeza.

Aquel Dillon Blackhawk podía haber sido esculpido a base de granito. No sólo su pecho ancho y fornido bajo su camiseta azul marino, sino también sus rasgos faciales eran severos y angulares, su boca firme y dura, sus ojos casi tan negros como su pelo largo y revuelto. Rebecca habría jurado que se había equivocado de hombre a no ser por la estructura de su cara. Los pómulos marcados, la mandíbula angulosa y la piel bronceada dejaban constancia no sólo de su herencia nativa sino de su pertenencia a la familia Blackhawk.

–Ya le he dicho quién soy –contestó ella, aunque sabía que su nombre no le diría nada–. La razón por la que estoy aquí es un poco más compleja.

–Le diré una cosa –dijo Dillon con tono de aburrimiento–, diga palabras de menos de tres sílabas y hable muy despacio. Quizá así sea capaz de seguirla.

Por raro que pareciera, Rebecca nunca había imaginado que su encuentro con Dillon fuese a ser tan difícil. Aunque no imaginaba que fuese a recibirla con los brazos abiertos, tampoco había esperado que fuese a ser tan brusco y desagradable.

El sonido del cristal rompiéndose y luego una retahíla de insultos hicieron que Rebecca se estremeciera. Miró por encima del hombro y observó el alboroto que se había formado en torno a la mesa de billar, donde dos hombres discutían hasta que un tercero intervino y los separó. Volvió a mirar a Dillon, que parecía totalmente ajeno al altercado.

–¿Hay algún lugar tranquilo al que podamos ir a hablar?

–Cariño, si vamos a un lugar tranquilo, no podremos hablar –dijo él con los ojos negros brillantes–. Simplemente iremos directos a la parte buena.

Rebecca se dio cuenta de que estaba tratando de provocarla y, la verdad, lo estaba consiguiendo. Seis meses atrás, probablemente, habría salido corriendo. No, no probablemente. Seis meses atrás habría estado en casa corrigiendo exámenes y escuchando a Mozart en vez de estar sentada en ese bar escuchando a una mujer contar cómo su novio la había engañado con otra.

Rebecca miró fijamente a Dillon a los ojos y dijo:

–No hay necesidad de ser grosero.

–¿Estoy siendo grosero? –preguntó el arqueando las cejas–. Yo considero groseras las mentiras y el soborno, señorita Blake. Vaya corriendo a Peter y dígale que, la próxima vez que envíe a una mujer a molestarme mientras estoy bebiendo, será mejor que sea una fulana.

Una cosa era ser grosero y otra ser vulgar. Rebecca levantó la barbilla y frunció el ceño.

–Si el soborno es el dinero que le he dado al camarero, simplemente estaba comprando información. No he mentido en nada y no tengo ni idea de quién es Peter.

–Ahora está mintiendo sobre lo de mentir –dijo Dillon poniéndose en pie–. La conversión ha acabado.

–Espere.

Sin pensarlo, Rebecca estiró la mano y lo agarró del antebrazo. Su piel estaba caliente bajo su mano y sus músculos eran como de acero forjado. Era muy alto y Rebecca supo que, con un movimiento de su mano, podría quitársela de encima. Cuando Dillon le dirigió una mirada de odio, también supo que debería soltarlo; desde luego una persona más sabia lo habría hecho. Pero no lo haría, y no le importaban las consecuencias. Notó cómo Dillon se tensaba por momentos y observó cómo entornaba los ojos.

No sabía qué más hacer, así que, simplemente, comenzó a hablar en un susurro.

–Nació en el condado de Wolf River, en Texas, hace treinta y tres años, hijo único. Su padre era William Blackhawk, su madre Mary. Cuando tenía ocho años tuvo un perro llamado Arroz que dormía en su habitación por las noches. Cuando tenía nueve años, se rompió el pie derecho en un concurso de equitación. Abandonó Wolf River el día después de su graduación en el instituto. Su madre murió dos meses después, su padre murió hace dos años en un accidente de avión. Posee cuarenta millones de dólares pero vive como un pobre, yendo de pueblo en pueblo, de explotación petrolera en explotación petrolera, sin dejar dirección alguna.

En un microsegundo, los ojos de Dillon se convirtieron en auténticas llamas que la atravesaban con la mirada. Rebecca sintió la furia controlada como una corriente eléctrica que le subía por el brazo, manteniéndole la mano pegada a él. Aunque hubiera querido, no habría podido soltarlo.

Dillon miró a Rebecca fijamente y ésta se sorprendió al no derretirse bajo el calor de su mirada. No pretendía decir tantas cosas pero, entre la exasperación y la desesperación, había perdido el control.

–Ojalá pudiera decir que ha sido un placer, señorita Blake –dijo Dillon apartando el brazo–. Pero no lo ha sido. Y acaba de perder sesenta pavos.

Se dio la vuelta y se alejó sin mirar atrás. La multitud de gente parecía apartarse mientras Dillon caminaba por el bar. Un par de hombres le dijeron algo sobre una cerveza y una partida de billar, pero él no contestó y siguió su camino hacia la entrada.

Obviamente, la había rechazado.

Rebecca observó cómo Dillon desaparecía por la puerta, luego apretó los dientes y entornó los ojos. No podía dejar que se le escapara. Al menos no hasta que hubiera escuchado todo lo que tenía que decir. Si no le gustaba, entonces sí que sería un problema. Se colgó el bolso al hombro y salió corriendo tras él.

Una vez fuera, observó el oscuro aparcamiento y lo divisó abriendo la puerta de una furgoneta negra. Era la del perro. Genial. Era la manera ideal de terminar una velada perfecta. Otro encuentro con Cujo.

Claro que, con Dillon, tampoco le había ido mucho mejor.

–¡Dillon! –gritó ella mientras cruzaba el aparcamiento, pero él no respondió y ni siquiera se detuvo un instante. Simplemente subió a la furgoneta y cerró la puerta. Rebecca echó a correr y consiguió llegar hasta la puerta del copiloto y abrirla mientras él ponía en marcha el motor. El perro atado en la parte trasera se abalanzó sobre ella, agarrando la manga de la blusa entre sus colmillos. Rebecca oyó el sonido de la tela rasgándose mientras se subía a la furgoneta.

Dillon se quedó mirándola con aire de incredulidad, luego observó su camisa rasgada y preguntó:

–¿Qué diablos cree que hace?

–Necesito hablar contigo –dijo ella casi sin poder respirar, aún con miedo de que el perro pudiera atravesar la ventana trasera de la cabina–, sobre tu familia.

–No tengo familia. ¡Bowie, siéntate! –dijo Dillon mirando al perro. El animal se sentó pero mantuvo los ojos puestos en la intrusa–. Usted misma lo ha dicho. Mi madre y mi padre murieron y no tengo hermanos ni hermanas. Ahora, dígame qué diablos quiere o salga de mi furgoneta.

–Sí que tienes familia –insistió Rebecca. Tenía que empezar por alguna parte, y Lucas era una tan buena como cualquier otra–. Un primo, Lucas. Es tres años mayor que tú.

–Muy bien. Lucas. Ése es el plan, ¿no? –dijo Dillon mientras apagaba el motor–. Mi primo largamente desaparecido necesita unos cuantos pavos, sólo hasta que pueda recuperarse, ¿verdad?

–No –dijo ella confusa–. No hay ningún plan. Yo puedo…

–¿Por qué no me había dicho que era dinero lo que quería, señorita Blake? –preguntó él agarrándola de la barbilla y acariciándole la mandíbula–. Dado que, aparentemente, usted es el cerebro financiero, estoy seguro de que podemos llegar a algún acuerdo.

Ella le apartó la mano de un golpe, lo cual hizo que el perro empezase a ladrar de nuevo.

–Eres el hombre más desagradable que jamás he conocido –dijo ella apretando los dientes–. ¿Es que no te entra en la cabeza que no se trata de dinero? Lucas no necesita ni quiere tu dinero. Ni tampoco Rand, Seth ni Elizabeth.

Dillon se quedó muy quieto y entornó los ojos.

–¿Se trata de una broma de mal gusto? –preguntó él.

Desde luego, Rebecca no había planeado decírselo de ese modo. ¿Pero por qué se sorprendía? Al fin y al cabo, nada estaba saliendo según lo planeado.

–Están vivos, Dillon –dijo ella frotándose la barbilla–. Rand, Seth, Elizabeth. Sé que piensas que tus primos murieron en un accidente de coche hace veinticuatro años, pero están vivos.

–Y una porra –dijo Dillon–. Fui a sus funerales. Estuve frente a sus tumbas abiertas y vi sus ataúdes descender. No me diga que no murieron, señorita. Estuve allí.

–Es complicado –dijo ella, sabiendo que, decir eso, era quedarse corta– pero, si me das la oportunidad, puedo…

–Cielo, no tiene oportunidades –dijo él echándose sobre ella para abrir la puerta–. No sé lo que quiere y, francamente, no me importa. ¡Ahora largo de mi furgoneta!

Entre Dillon y el perro ladrándole, Rebecca no tuvo más opción que bajar de la furgoneta. Se tropezó contra su propio coche y se apoyó sobre el capó para recuperar el equilibrio.

Dillon puso en marcha la furgoneta y comenzó a avanzar hacia delante. Las ruedas traseras derraparon, levantando polvo y arena.

A Rebecca le quemaban las lágrimas en los ojos mientras Dillon se alejaba.

«Maldito seas, Dillon Blackhawk. Maldito seas», pensó.

Observó el brillo rojo de sus faros traseros mientras Dillon se alejaba hacia la calle principal. Cuando giró hacia la izquierda y desapareció, ella se apoyó sobre su coche y se llevó las manos a la cara.

Consideró la posibilidad de marcharse. Sería muy fácil meterse en el coche y regresar a la habitación del motel. Luego, por la mañana, ir al aeropuerto y tomar el primer vuelo, dejando que aquel hombre miserable se pudriese en su vida miserable.

Pero, le gustase a Dillon o no, y obviamente no le gustaba, él era parte de todo aquello. Rebecca no volvería al motel esa noche, y no regresaría a casa al día siguiente.

Se remangó la camisa para ocultar la tela rasgada, se pasó la mano por el pelo y luego se dirigió de vuelta al bar.

Las luces aún seguían encendidas en el salón de los Guadalupe cuando Dillon aparcó la furgoneta. Eran sólo las nueve de la noche y sabía que su casera estaría viendo la televisión. La mujer era una adicta a los reality shows, y grababa sus favoritos durante la semana para luego verlos de nuevo el viernes por la noche. El favorito de María era uno en el que un soltero comenzaba a salir con dieciséis mujeres e iba eliminándolas hasta quedarse con una.

María le había dicho una vez que iba a enviar su fotografía al concurso, que lo consideraba más sexy y guapo que cualquier otro hombre que hubiera aparecido en la tele. Él había fruncido el ceño pero, inmediatamente, ella había hecho lo mismo y se había cruzado de brazos.

–Va contra las leyes de la naturaleza que un hombre como tú esté solo –había dicho María con aire autoritario–. Necesitas una mujer. Alguien que cuide de ti. Una esposa. Espera aquí e iré a por mi cámara. Vas a ser el soltero favorito de América.

Debió de ser la expresión de pánico en su cara lo que hizo que María se riera al instante.

–Algún día, querido –había dicho con un suspiro–. Algún día.

«Ni hablar», había pensado Dillon. No necesitaba a nadie que cuidase de él y, desde luego, no necesitaba, ni quería, una esposa.

Desde la parte trasera de la furgoneta, el ladrido de Bowie sacó a Dillon de su ensimismamiento. Apagó el motor, salió de la furgoneta y desató al perro. El animal ni siquiera esperó a que Dillon bajara la puerta trasera, sino que saltó por un lado del remolque y cruzó la calle a toda velocidad hacia la casa de los vecinos, que tenían una preciosa golden retriever llamada Maggie.

Mientras esperaba a que Bowie regresara, Dillon se cruzó de brazos y se apoyó sobre la furgoneta, disfrutando de la fragancia del jazmín que había en la casa de al lado, escuchando el sonido de los grillos y el ruido del ventilador de María. Estaba demasiado furioso todavía para entrar dentro y sabía que, si lo hacía, las paredes se le echarían encima.

Al ver que Rebecca Blake había conseguido encontrarlo, se sentía furioso y confundido. Nadie en Resolute ni en ninguno de los otros lugares en los que Dillon había vivido en los últimos dieciséis años sabía nada sobre su pasado. Era así como quería que fuesen las cosas, y así pretendía mantenerlas.

Al parecer, se había confundido al pensar que Peter estaba detrás de todo eso. Como albacea de la herencia de William Blackhawk, Peter Hansen era el único que sabía cómo contactar directamente con Dillon. En varias ocasiones, aparecía alguno de los ayudantes de Peter requiriendo su firma y aprobación para algunas de las inversiones y transacciones.

Pero Peter nunca había enviado a una mujer. Y, desde luego, nunca había enviado a alguien capaz de hablarle a Dillon de sus padres.

Incluso la noticia de la muerte de William Blackhawk le había llegado a Dillon por correo certificado después de que un detective privado lo hubiera localizado. Peter, a su manera pragmática y eficiente, simplemente había escrito:

Dillon, lamento informarte de que te padre murió hace dos días en un accidente de avión en Nuevo México. El funeral será el jueves a la una en la iglesia de Wolf River. Mi más sentido pésame.

Peter Hansen, Albacea de Empresas W.B.

Dillon no había asistido al funeral, pero Peter le había enviado las últimas voluntades que aparecían en el testamento de William Blackhawk, así como su herencia: cincuenta mil acres, que comprendían el rancho Circle B en el condado de Wolf River, junto con otras fincas en Texas, California y Nuevo México. Acciones y bonos del estado. Fondos de pensiones. Cuentas de ahorro. Todo por un valor de cuarenta millones de dólares. Todo para Dillon.

Él no había aceptado ni un centavo.

Circle B llevaba cerrado desde la muerte de su padre y Peter supervisaba las propiedades de Dillon. Ninguna de esas cosas, ni el dinero, ni las tierras, significaban algo para Dillon.

Pero era evidente que, para la señorita Rebecca Blake, sí significaba algo.

La visita de aquella mujer tenía que formar parte de alguna estratagema. Tres primos que resucitaban milagrosamente. Todos vivos y ansiosos por reunirse con el primo al que apenas conocían. Todos reunidos emotivamente mientras los pájaros cantaban y las flores florecían.

Menuda tontería.

Aunque admiraba a la señorita Blake. Desde luego, había hecho los deberes. Lo de su perro y su pie roto había sido interesante pero, si hubiera indagado más, habría descubierto que, seguramente, quedaría aún algunas personas que trabajaban para su padre en el rancho cuando Dillon era pequeño. Era fácil comprar información.

¿Cómo podía esa mujer, o cualquier persona en su sano juicio, esperar que fuese a creerse semejante mentira sobre sus primos? Él había estado allí. No era más que un niño, pero había visto con sus propios ojos las cinco tumbas abiertas, los cinco ataúdes descender hacia la tierra aún húmeda por la tormenta que se había llevado a Jonathan y a Norah Blackhawk junto con sus tres hijos.

Elizabeth, de apenas tres años, había sido el ataúd más pequeño de todos. Dillon aún podía recordar a su madre apretándole la mano con fuerza, podía oír sus sollozos mientras aquel pequeño ataúd blanco descendía hacia la tierra.

Varios metros más allá, William Blackhawk de pie como una estatua, vestido de negro, con los brazos cruzados y los ojos ocultos tras las gafas de sol. Llorando, Dillon soltó a su madre y salió corriendo hacia su padre, rodeándole la cintura con los brazos. Pero su padre no reaccionó. Ni siquiera miró hacia abajo y, un instante después, su madre lo apartó de allí para llevárselo al coche.

–Debemos dejar a tu padre solo, Dillon –dijo ella.

Por aquella época, Dillon no entendía todo lo que significaba la muerte.

–¿Por qué se queda de pie ahí? –preguntó Dillon a través de la ventanilla del coche sin comprender nada.

Su madre miró por la ventanilla a su marido y contestó:

–Porque está muy triste.

A Dillon no le parecía que su padre estuviese triste sino, más bien, enfadado.

–Tienes que ser fuerte por él ahora mismo –dijo Mary Blackhawk–. Y por mí.

–Soy fuerte –dijo Dillon levantando la barbilla–. Ayer monté a Attilla yo solo.

Pero, cuando Dillon volvió a mirar a las tumbas, no se sintió fuerte. Estaba asustado. Hacía sólo un año su abuelo había muerto. Ahora sus tíos y sus primos. ¿Y si sus padres también muriesen? ¿Quién cuidaría de él? ¿Dónde viviría?

–Estoy muy orgullosa de ti –dijo Mary dándole un abrazo–. Prométeme que nunca me abandonarás.

–Nunca.

Entre los brazos de su madre, Dillon olvidó su miedo. Incluso vestida de negro y con el pelo recogido, pensaba que su madre era la mujer más guapa del mundo. Sus ojos eran incluso más brillantes que los de él. Su pelo liso y negro como el carbón le llegaba hasta la mitad de la espalda y tenía los mismos pómulos altos que él, pero sus rasgos eran suaves y delicados. Cuando lo arropaba por las noches, siempre le estiraba las sábanas y le daba un beso en la mejilla.

Esa noche le diría que ya era demasiado mayor para que lo arropase. Esa noche, comenzaría a ser fuerte y valiente.

El sonido de un perro ladrando devolvió a Dillon al presente. Silbó a Bowie y, por un segundo, mientras el perro regresaba corriendo por la oscuridad, no fue a Bowie a quien Dillon vio. Era otro perro, un collie blanco y negro que había dormido a los pies de su cama durante doce años.

Con la misma rapidez con que había aparecido, la imagen desapareció y fue Bowie el que se acercó corriendo.

Dillon frunció el ceño. Rebecca Blake no sólo había mentido, sino que había despertado en él recuerdos que creía olvidados. Recuerdos que era mejor dejar enterrados.

Y eso era imperdonable, pensó mientras se apartaba de la furgoneta y se dirigía adentro.

En el último de los treinta y dos pisos de aquel bloque de apartamentos de lujo, el hombre estaba de pie junto a la ventana observando la oscuridad. Tras él, Las Cuatro Estaciones de Vivaldi sonaban en el equipo de música. Delante de él, la luz de la luna jugaba con el océano, iluminando el puerto. Su pequeño estaba amarrado allí abajo. El Island Dream. Ciento veinticuatro pies, todo hecho a medida. Seis cabinas, un salón y un comedor, salsa de televisión por satélite, jacuzzi. Le había llevado tres años construirlo como quería y, en dos semanas, se retiraría allí. A sus cincuenta y seis años, no lo consideraba exactamente un retiro sino, más bien, un cambio de dirección.

Un cambio permanente.

Podría ir a donde quisiera, cuando le diera la gana. No tendría que rendir cuentas a nadie. Le había llevado casi treinta años conseguir su sueño pero, en exactamente una semana, levaría anclas.

Sonriendo ante la perspectiva, dio un sorbo al vaso que tenía en la mano y disfrutó del intenso sabor de aquel whisky escocés de doce años. Una semana y no tendría que volver a mirar por encima del hombro. Nunca tendría que volver a comprobar si había ocultado su paradero lo suficientemente bien. Nunca más tendría que volver a cambiar su nombre, su residencia ni su oficina. Ni su apariencia.

No era que no le gustara su nueva nariz ni su mandíbula. Pensaba que su cara le proporcionaba un aire de elegancia y sofisticación. Incluso un aire noble. Las mujeres nunca se quejaban. ¿Pero por qué iban a hacerlo? Él disfrutaba gastando dinero del mismo modo que disfrutaba ganándolo, y una pulsera de diamantes o un coche nuevo hacían que hasta la más difícil de las mujeres se estuviese callada.

Justo como a él le gustaban.

Cuando sonó el teléfono, lo ignoró. Cuando volvió a sonar, frunció el ceño. ¿Para qué diablos le pagaba al criado si no era para ocuparse de las aburridas tareas del día a día?

El mayordomo apareció en la puerta poco después y se aclaró la garganta antes de hablar.

–El señor Edmunds al teléfono, señor. ¿Le digo que está usted aquí?

«Ya era hora», pensó.

–Contestaré en mi despacho –dijo él.

Se desplazó a la habitación contigua, cerró la puerta tras él y descolgó el auricular, que estaba sobre su escritorio de cristal.

–¿Y bien? –dijo.

–He tenido un contratiempo temporal.

Apretó el auricular con fuerza al escuchar las palabras de su interlocutor.

–¿Qué diablos quieres decir con contratiempo temporal?

La voz del hombre al otro lado de la línea sonaba clara y despreocupada.

–La estuve siguiendo hasta esta mañana. Entonces se me pinchó un neumático y la perdí.

–Trabajas para mí porque se supone que eres el mejor –exclamó sintiendo cómo la sangre le palpitaba en las sienes. Entonces, respiró hondo y trató de controlarse–. Te pago mucho dinero, Edmunds.

–Ya le he dicho que es temporal. Sé lo que ella está haciendo y adónde va. Le voy pisando su precioso trasero.

–No te quiero en su trasero, demonios –siseó él al teléfono–. Te quiero encima de ella. Te quiero delante de ella. Quiero que respires el mismo aire que ella, al mismo tiempo. No vuelvas a llamarme hasta que no la tengas.

Colgó el teléfono de golpe, se apuró el whisky que le quedaba en el vaso y se pasó una mano por la cabeza.

–Maldito idiota.

Puede que estuviese molesto, pero no estaba preocupado. Incluso aunque esa mujer encontrara al hijo de William, y dudaba de que así fuera, las posibilidades de que él la ayudara eran más bien escasas. A excepción de una temporada en el ejército, Dillon Blackhawk había estado deambulando por el oeste de Texas durante los últimos dieciséis años. Ni siquiera el hecho de ganar cuarenta millones de dólares había conseguido sacarlo de su escondite. ¿Qué posibilidades había de que lo hiciera ahora?

Aun así, sabía que tenía que tener cuidado. No había estado dejándose la piel durante los últimos veinticuatro años para que una estúpida mujer dejara su vida hecha jirones. Haría lo que fuera para asegurarse de que nadie interfiriera.

Una semana más y sería libre por completo. Tenía tiempo de sobra para hacer lo que tenía que hacer antes de levar anclas. Cuando lo hubiera hecho, no habría persona sobre la Tierra capaz de encontrarlo.

Legado de mentiras

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