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Capítulo Tres

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Teresa Angelina Bellochio sintió la primera contracción cuando se bajó del autobús. No fue más que una pequeña punzada, pero suficiente como para hacerle contener el aliento. No estaba preocupada. Era demasiado pronto como para estar de parto. Sólo estaba de ocho meses y, el día anterior, el doctor de la clínica de San Antonio le había asegurado que todo iba bien y que no pasaría nada por recorrer distancias cortas.

No le había quedado más remedio que hacer el viaje de trescientos kilómetros en autobús. En San Antonio no le quedaba nada más que dolor. Su novio había negado que el bebé fuera suyo y sus padres le habían dado la espalda al negarse a abortar o dar el niño en adopción. Su padre la había insultado y le había dicho que era la vergüenza de la familia Bellochio.

Teresa se pasó la mano por la tripa preguntándose cómo podría ser una vergüenza algo tan preciado. No le importaba tener apenas dieciocho años, ni que tuviera que trabajar para mantenerse a ella y al niño. Sabía que sería duro, pero moriría antes que renunciar a su bebé. Había cometido errores, sí, pero decidir quedarse a su bebé no era uno de ellos.

Miró a su alrededor en la terminal de autobuses. Montones de personas se apresuraban de un sitio a otro con maletas y mochilas. Caras nuevas, lugar nuevo. Estaba nerviosa pero, al menos, tenía un trabajo allí. No estaba muy bien pagado, pero era la posibilidad de empezar una nueva vida. Nunca miraría atrás ni pensaría en lo que había dejado. No sabía el sexo del bebé. La única ecografía que se había hecho hacía tiempo no había sido precisa. Pero no le importaba que fuese niño o niña. Sólo rezaba para que estuviese sano. Incluso había elegido los nombres. Carissa si era niña, Cade si era niño. Pensaba que iban a ser felices allí, los dos juntos. Incluso aunque no pudiera darle a su hijo nada más que amor, por el momento, sería suficiente.

Sintió otra punzada en el estómago y dudó por un momento, pero se le pasó rápidamente. El doctor le había dicho que era muy normal experimentar contracciones ligeras en las últimas semanas del embarazo, pero no debía preocuparse a no ser que fueran fuertes o constantes, o a no ser que rompiera aguas. El doctor también había dicho que la mayoría de las madres primerizas se pasaban de la fecha prevista. Pero estaba ya tan gorda que Teresa deseaba que su hijo naciera el día que le habían dicho, el veintinueve de julio, en cuatro semanas.

Ya casi no podía esperar a tener a su bebé en brazos, a poder darle un beso en la mejilla. «Pronto, mi amor», pensó mientras agarraba su maleta. Se dirigió a una cabina de teléfono que había fuera de la terminal, sacó un papel de su cartera e introdujo unas monedas en el aparato. Al oír la señal, marcó el número que su nuevo jefe le había dado.

«Hoy es el primer día del resto de nuestras vidas», pensó mientras sonreía y volvía a acariciarse la tripa.

Una buganvilla de color rojo cubría el porche de la pequeña casa de ladrillo en el 324 de Via Verde Lane. El césped del jardín delantero, aún húmedo por el rocío de la mañana, estaba despejado y recién cortado, y montones de margaritas decoraban el lugar. En las ramas de la buganvilla, los gorriones revoloteaban y cantaban mientras un arrendajo abusón picoteaba las semillas del comedero de pájaros que colgaba de uno de los aleros del porche.

Aparcada al otro lado de la calle, con las ventanillas bajadas, Rebecca estaba sentada en el coche, esperando.

Excepto por el sonido de un aspersor lejano, había habido muy poca actividad en Via Verde desde que ella había llegado a las seis y media de la mañana. Al otro extremo del bloque, una mujer con bata blanca y zapatillas rosas había salido y recogido el periódico. Diez minutos después, en el lado contrario de la calle, un hombre con peto gris se subió a una furgoneta blanca y se marchó.

Era un vecindario antiguo y la mayoría de las casas eran de ladrillo. Las aceras estaban limpias pero agrietadas a causa de los árboles que, probablemente, habrían sido plantados hacía cuarenta años. Los buzones, todos ellos de metal y colocados sobre estacas de madera, se alineaban a los lados de la calle como centinelas silenciosos.

A Rebecca le costaba imaginarse a Dillon Blackhawk viviendo allí. En un apartamento quizá, o incluso en una cueva en la montaña, pero no en un tranquilo vecindario familiar. Si su furgoneta no hubiera estado aparcada fuera, habría pensado que le habían dado una dirección equivocada.

Volvió a mirar el número y la calle que había escrito en la servilleta en el Backwater Saloon. Había tenido que pagar por la información la noche anterior con chupitos de tequila con Dixie y su amiga, Jennie. Imitó a Dixie con el limón y la sal y se bebió el primer chupito. Le bajó por la garganta como una bola de fuego. Estuvo a punto de ahogarse y las dos mujeres se rieron y le sirvieron otro chupito. Ése le entró con más suavidad.

El tercero apenas lo sintió.

Hasta que esa mañana se había despertado sintiendo un taladro en la cabeza. Dos tazas de café y una aspirina habían conseguido mitigar el ruido que sentía en el cerebro, pero seguía sintiendo que los ojos iban a caérsele en cualquier momento. Por si acaso sucedía, Rebecca se había puesto unas gafas de sol.

Estaría agradecida si no volvía a ver una sola botella de tequila Jose Cuervo en su vida. Por suerte, Jennie había sido designada conductora; de otro modo Rebecca tendría que haber regresado al motel a gatas. Solamente imaginarse aquello le producía escalofríos.

Se sobresaltó al oír el ladrido de un perro; entonces levantó la cabeza y vio a Dillon salir por la puerta de madera que unía la casa con el garaje. Llevaba unos pantalones cortos deportivos azules oscuros, una camiseta blanca sin mangas y playeras de deporte. Tenía el típico aspecto de recién levantado. Llevaba el pelo recogido con una cinta de cuero y parecía tener los ojos hinchados. Incluso a la luz de la mañana, tenía un aspecto formidable y completamente inabordable.

También parecía tan guapo como un diablo.

Era fácil imaginarse a ese hombre a lomos de un caballo. Tenía el cuerpo de un guerrero. Músculos sólidos y miembros largos. Un cuerpo hecho para la velocidad, o para la portada de una revista. Incluso desde el otro lado de la calle, Rebecca pudo advertir una larga cicatriz en su muslo derecho.

Trató de controlar el torrente de lujuria que sintió, recordándose a sí misma que era estúpido y maleducado, y que prácticamente la había echado de su furgoneta la noche anterior. Ni toda la belleza del mundo podría superar aquello. Ella elegiría la educación y el sentido del humor en un hombre antes que la belleza sin pensárselo dos veces.

Aunque, viendo a Dillon apoyarse en la verja y estirar la espalda, se dio cuenta de que, en su caso, la belleza era lo que más resaltaba a todas luces.

Observó a Dillon y se dio cuenta de que se disponía a correr. Supo entonces que, si no se movía entonces, perdería la oportunidad. Abrió la puerta del coche, agarró su bolso y la carpeta que había llevado consigo y salió. Dillon la vio y frunció el ceño. Rebecca imaginó que se daría la vuelta y desaparecería por donde había salido pero, sin embargo, se cruzó de brazos y se apoyó contra la verja, observándola mientras se aproximaba. Rebecca trató de tragarse el nudo que sentía en la garganta. A pesar de llevar puestos unos pantalones caquis largos y una camiseta blanca de algodón, a juzgar por el modo en que la observaba, se sentía completamente desnuda.

–Te lo juro, no estoy aquí por el dinero –dijo ella.

Cuando el perro comenzó a ladrar al otro lado de la verja, Rebecca se echó hacia atrás.

–Bowie, quieto –dijo Dillon sin levantar la voz. Inmediatamente, el perro dejó de ladrar–. ¿Cómo me has encontrado?

Dudaba que a Dillon le interesara saber que ella había estado cotilleando con Dixie y Jennie la noche anterior. Rebecca no había especificado, pero había dejado entrever que ella y Dillon habían tenido algo entre ellos que no había acabado muy bien.

Entre chupito y chupito, se había enterado por boca de Dixie y Jennie de que Dillon llevaba seis meses viviendo en Resolute, que trabajaba en la refinería y que, a pesar de ser un tanto ermitaño, había salido con Ilene Baker, una enfermera del hospital local. Había muchos rumores sobre él, pero ninguno había sido demostrado. Una de las historias era que había estado casado pero había pillado a su mujer engañándolo con otro y había pasado un tiempo en prisión tras darle una paliza al otro tipo. Otra de las historias era que tenía una familia, pero que habían muerto en un accidente de coche y, como era él quien conducía, se culpaba por ello.

La historia que más le gustaba a Rebecca era la que contaba que había estado prometido con una rica heredera de Dallas, pero ella lo había plantado en el altar y Dillon nunca se había recuperado.

Rebecca no creía que ninguno de esos rumores fuera cierto, pero suponía que cualquier cosa era posible. Había varios años en blanco desde que Dillon había abandonado Wolf River. Por lo que ella sabía, podía haber estado casado diez veces, podía haber estado en la cárcel e incluso podían haberlo dejado plantado en el altar. Ese rumor sí que era fácil de creer.

El hecho era que no le importaba realmente.

–Hay sólo dos mil personas en este pueblo, Dillon –dijo ella encogiéndose de hombros–. Podría haberte encontrado simplemente dando vueltas.

–No me refiero a eso –dijo él frunciendo el ceño–. Quiero saber cómo me has encontrado desde el principio.

–Digamos que no ha sido fácil –contestó ella, decidiendo que no sería el mejor momento para mencionar al investigador privado–. Te mueves mucho.

–Eso es para que la gente como tú no me moleste.

–¿Gente como yo? –repitió ella–. No sabes nada sobre mí.

Un Taurus azul pasó por la calle y el hombre que conducía saludó a Dillon, que le devolvió el saludo con la cabeza.

–Estoy seguro de que es todo fascinante pero estás interrumpiendo mi ejercicio matutino.

–Si no quieres escucharme a mí, entonces habla con Henry Barnes. Él es el abogado de Wolf River que se encarga de esto. Deja que él te cuente lo que ocurrió con Rand, Seth y Elizabeth.

–Sé lo que ocurrió –dijo él apretando los dientes–. Te lo dije. Estuve en el funeral. No sé que es lo que pretendéis conseguir Lucas y tú inventándoos todo esto y, francamente, no me importa.

–Lucas no sabe que estoy aquí –dijo ella poniéndose frente a él al ver que empezaba a moverse–. Nadie lo sabe.

–Estás empezando a enfadarme –dijo Dillon. Confía en mí, no es bueno que me enfade.

–Me importa un carajo si te enfadas –dijo ella. Ya no le importaba lo que pudiera hacerle. Estaba demasiado cansada, le dolía la cabeza y se sentía tan frustrada que quería gritar, se apoyó contra la verja y cerró los ojos–. Puedes echarme a tu perro si quieres, pero no pienso marcharme hasta que me escuches.

Rebecca se quedó de piedra cuando Dillon le colocó un brazo a cada lado y se inclinó hacia delante. Apenas podía respirar, no podía pensar, pero se negaba a echarse atrás. Tomó aliento y se enfrentó a su mirada.

–Puedo demostrar que Rand, Seth y Elizabeth están vivos –dijo con toda la calma que pudo–. Tengo informes del hospital, pruebas de ADN y el informe de un testigo visual. Todos confirman, sin lugar a dudas, que tus primos no murieron aquella noche.

–Ya te dije que estuve en el funeral –dijo él–. Lo vi con mis propios ojos.

–¿Qué es lo que viste? –preguntó Rebecca–. ¿Qué viste exactamente?

Dillon se transportó de vuelta a aquel día en el depósito de cadáveres, antes de que se cerraran los ataúdes para llevarlos al rancho. Era la primera vez que veía un muerto. El tío John, vestido con un traje gris y corbata negra, tumbado muy quieto sobre el blanco satén de su ataúd. La tía Norah, con su pelo negro y brillante resaltando sobre su piel blanca. Pensaba que, si la tocaba, sus ojos azules se abrirían y le sonreiría. Dillon apenas los conocía pero, en aquel momento, frente a sus ataúdes, los echaba terriblemente de menos. No quería que estuviesen muertos. No quería que se fueran.

–Vi a mi tía y a mi tío –dijo Dillon–. Antes de que mi padre cerrara sus ataúdes, los vi a los dos.

–Pero no a tus primos –dijo Rebecca–. No los viste, ¿verdad?

Su madre le había dicho que era demasiado joven para ver a sus primos así, que sus almas se habían ido al cielo y que debía rezar por ellas. Cada domingo desde entonces, la madre de Dillon había ido al cementerio privado del rancho para depositar flores sobre las cinco tumbas.

Dillon levantó la mirada y observó a Rebecca. Ella ni siquiera parpadeó. Si estaba mintiendo, lo hacía muy bien. Sus ojos verdes parecían más brillantes a la luz del día que la noche anterior. Entonces hubo algo, algo que no podría explicar, algo familiar en aquellos ojos.

–¿Quién diablos eres? –preguntó él.

–Nací siendo Rebecca Alexis Owens –dijo ella–. Hasta que volvió a casarse con mi padrastro, el nombre de mi madre era Rosemary Owens.

–No me dice nada.

–Tú llamabas a mi madre Rosie. Te encantaban los macarrones con queso que preparaba para ti los viernes.

Rosie. Algo en su interior le hizo recordarla.

Pelo pelirrojo, pecas y sonrisa fácil. Cuando cantaba, muy a menudo, tenía en la voz cierto deje irlandés. Recordaba que siempre olía a limón.

Dillon nunca había averiguado el apellido del ama de llaves. Para él, era simplemente Rosie. La mujer no habría tenido más de veinticinco años cuando trabajaba en Circle B. Había vivido en la casa de invitados con su hija y, a veces, la pequeña de pelo castaño deambulaba por el granero, queriendo dar de comer a los caballos o jugar con los gatos.

–Becky –murmuró Dillon.

–Así solías llamarme, junto con «mocosa» y «enana». Una vez me subiste a tu caballo y me diste una vuelta alrededor del corral –dijo ella–. Me dijiste que me agarrara con fuerza a la silla de montar para no caerme.

Dillon no recordaba qué había dicho exactamente, pero se acordaba a la perfección de las risas de la niña al subirla al caballo. Había sido una niña curiosa, con el pelo rebelde y agujeros en las playeras. Y unos ojos grandes y verdes. Los mismos ojos grandes y verdes que se encontraba mirando en ese momento.

–¿Cómo puedes recordar eso? No tendrías más de cuatro años.

–Acababa de cumplir cinco –dijo ella–. Y lo recuerdo porque tu padre salió del granero minutos después. Estaba tan furioso que pensé que iba a pegarte. Pensé que había hecho algo malo y supe que te había metido en problemas. Cuando él me bajó del caballo, estaba aterrorizada, así que salí corriendo.

–Si te aburres y tienes tiempo para darle paseos en poni a las hijas del servicio –recordó Dillon lo que su padre le había dicho–, entonces es que no te he dado las suficientes tareas.

Dillon había pasado las dos últimas semanas de sus vacaciones de verano limpiando las cuadras y pintando la verja del jardín de su madre. Pero él sabía que esas tareas extra no eran porque tuviera demasiado tiempo libre, sino porque había traspasado la línea entre los blancos y los indios que su padre le había marcado. La línea entre los pobres y los ricos. William Blackhawk había dejado muy claro que, todo aquél que no tuviera pura sangre nativa, era inferior. Eso incluía a las niñas pequeñas de ojos verdes a las que les gustaba montar en poni y jugar con los gatitos.

Al escuchar el sonido de un coche en el garaje de al lado, Dillon se enderezó. Lo último que necesitaba era que los vecinos comenzaran a cotillear, diciendo que el inquilino de María estaba en la entrada hablando con una preciosa morena a las seis y media de la mañana. Incluso estaba seguro de que la propia María estaría en ese preciso momento observando la escena desde la ventana de la cocina.

–Por favor –dijo Rebecca–. Sólo escúchame.

Dillon supuso que no se marcharía hasta que no la hubiera escuchado. Si ése era el único modo de librarse de ella, así sería. Pero la escucharía sin correr el riesgo de que cualquier vecino pudiera estar observándolos.

Se dio la vuelta, abrió la puerta y la miró por encima del hombro. Rebecca seguía apoyada contra la verja, observándolo.

A Rebecca le llevó un rato darse cuenta de que Dillon estaba esperando a que entrara. Una cosa era entrar a un bar lleno de gente, o incluso estar en la entrada, y otra muy distinta era estar a solas con el hombre en cuestión.

–¿Tienes miedo de que nadie te oiga gritar? –preguntó él arqueando las cejas al ver que Rebecca vacilaba.

«Algo así», pensó ella. Pero, cuando vio la cara de burla que tenía, se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo y se sintió furiosa.

–¿Qué pasa con el perro? –preguntó apartándose finalmente de la verja.

–Ya ha comido –dijo Dillon, y abrió la verja. El animal salió corriendo y ladrando alegremente.

–Sí, ¿pero y tú? –preguntó Rebecca. El perro le olisqueó los zapatos, levantó la cabeza y ladró una vez. Luego salió corriendo hacia el jardín.

–Yo sólo muerdo si me lo piden por favor –dijo Dillon mientras Rebecca cruzaba la puerta.

«Sí, claro», pensó ella. «Como si eso fuese a ocurrir alguna vez».

La hierba del jardín trasero estaba tan bien cortada como la de delante. Había una mesa de hierro con sillas a juego en un porche cubierto con puertas de cristal. Una verja cubierta con alambre de espino rodeaba un amplio huerto que albergaba unos tomates del tamaño de pelotas de béisbol.

Rebecca recordó una película que había visto una vez titulada La última cena. Trataba de un grupo de amigos que invitaban a una persona a cenar. Luego, durante la cena, votaban para decidir si el invitado debía vivir o morir. Los invitados desafortunados eran liquidados y enterrados en el jardín bajo una planta de tomates, que alcanzaban unas proporciones desorbitadas.

Rebecca abrazó su bolso con fuerza y se sintió aliviada al recordar que llevaba un spray antivioladores. Cuando Dillon abrió la puerta del garaje, ella volvió a dudar durante un momento.

–Si has cambiado de opinión… –dijo él frunciendo el ceño.

–No –dijo ella colocando la mano sobre la puerta al ver que comenzaba a cerrarla–. No he cambiado de opinión.

Entró al garaje. Dillon la siguió, encendió una luz y cerró la puerta tras ellos.

Al observar la sala, Rebecca se dio cuenta de que sólo había una salida. Una única vía de escape.

El garaje había sido convertido en un estudio. Las paredes eran blancas y el suelo estaba cubierto con una alfombra de color azul oscuro. A su derecha se alzaba una pequeña mesa de madera y dos sillas que delimitaban la zona del comedor. A su izquierda, una puerta abierta dejaba ver el cuarto de baño. En el centro del apartamento, una silla de cuero marrón, una lámpara y una mesa de café que constituían el salón. En un rincón se encontraba una cama enorme empotrada contra la pared que, obviamente, conformaba el dormitorio. Un fuerte olor a café inundaba la habitación.

No parecía la típica casa de un hombre que poseía cuarenta millones de dólares. Pero era funcional, estaba limpia y ordenada. Aparentemente, para Dillon eso era suficiente.

Rebecca se giró hacia Dillon y señaló la mesa de la cocina.

–¿Puedo?

–Claro –dijo él apoyándose contra la encimera de la cocina–. Perdona si no tengo té y bollos.

Rebecca se sentó y colocó sobre la mesa el bolso y la carpeta.

–Hace veinticuatro años, tu tío Jonathan y tu tía Norah se dirigían a casa de vuelta de un largo día en el rodeo infantil anual del condado de Wolf River. Sus tres hijos, Rand, de nueve años, Seth, de siete, y Elizabeth, de casi tres, iban en el asiento trasero.

–Mira, si no puedes contarme algo que no sepa, entonces esto…

–Por favor, deja que empiece por el principio –dijo ella. Había repasado la historia cientos de veces en su cabeza y sabía que ésa era la única manera de empezar.

Dillon apretó la mandíbula y se apoyó contra el marco de la puerta.

–Se desató una tormenta sin previo aviso –prosiguió ella–. Un relámpago cayó en la carretera, haciendo que el coche se saliese de ella y se precipitase por un barranco. Jonathan y Norah murieron en el acto.

Rebecca sacó el artículo de periódico de la carpeta y lo colocó sobre la mesa. El titular decía: Una familia de cinco personas muerta en accidente de tráfico. Dillon observó el artículo y luego volvió a mirar a Rebecca.

–Tus primos no murieron aquella noche, Dillon –dijo ella–. Fueron separados y alejados de la escena del accidente. A Rand le dijeron que toda su familia había muerto y que él era el único superviviente. A Seth le dijeron lo mismo, y Elizabeth era demasiado pequeña para comprender lo que había sucedido. Ni siquiera supo que había sido adoptada hasta hace siete meses.

–¿Adoptada? –preguntó Dillon–. ¿Qué quieres decir?

–Todos fueron adoptados. A Rand lo adoptó una pareja de San Antonio. A Seth una familia de Nuevo México. A Elizabeth la enviaron a Francia, pero sus padres adoptivos, miembros de la alta sociedad de Carolina del Sur, la trajeron de vuelta a Estados Unidos un año después y le dijeron a todo el mundo que era su hija biológica.

–Becky –dijo Dillon con impaciencia–, o no te has tomado la medicación, o necesitas aumentar la dosis. Incluso aunque algo de lo que hayas dicho fuera cierto y mis primos no hubieran muerto, ¿cómo iban a desaparecer y ser adoptados sin más?

–Las adopciones no fueron legales –dijo Rebecca extrayendo un documento de la carpeta, que colocó junto al artículo–. Un abogado llamado Leon Waters lo preparó todo. Todos los padres adoptivos le pagaron a Waters una importante suma de dinero en efectivo.

–Tuvo que haber gente en el lugar del accidente –dijo Dillon negando con la cabeza–. No es posible que tres niños que se suponen muertos pudieran ser adoptados y nadie lo supiera.

–No he dicho que nadie lo supiera.

Él se quedó mirándola durante un rato y luego dijo:

–¿Tu madre?

–Murió hace ocho meses de cáncer de pulmón –dijo Rebecca mientras sacaba un pequeño diario, que depositó sobre la mesa–. Encontré esto en una caja en su armario dos meses después de su funeral. Escribió todo lo que sucedió aquella noche y durante los tres años siguientes. Cada detalle.

–¿Me estás diciendo que tu madre lo sabía y no dijo nada?

–Más que eso –dijo ella, pero decirlo en voz alta nunca era fácil. Incluso hacía las cosas más difíciles–. No sólo lo sabía, sino que formó parte de ello.

–¿Qué quieres decir?

–Tú mismo lo has dicho, Dillon –respondió Rebecca cerrando los ojos–. Siempre se trata del dinero. A ella le pagaron para que se llevara a Rand aquella noche.

–¿Le pagaron? ¿Quién le pagó?

Rebecca abrió los ojos y se encontró con la fría mirada de Dillon.

–Tu padre.

Legado de mentiras

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