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LOS OJOS VERDES
III

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—¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae á estos lugares, ni á los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda, yo te amo, y, noble ó villana, seré tuyo, tuyo siempre....

El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban á grandes pasos, por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco á poco de la superficie del lago, comenzaba á envolver las rocas de su margen.

Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima á desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba temblando el primogénito de Almenar, de rodillas á los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.

Ella era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.

Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras, pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.

–¡No me respondes! exclamó Fernando al ver burlada su esperanza; ¿querrás que dé crédito á lo que de tí me han dicho? ¡Oh! No.... Háblame: yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer…

–Ó un demonio.... ¿Y si lo fuese?

El joven vaciló un instante; un sudor frió corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casí, exclamó en un arrebato de amor:

–Si lo fueses … fe amaría … te amaría como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.

–Fernando, dijo la hermosa entonces con una voz semejante á una música: yo te amo más aún que tu me amas; yo, que desciendo hasta un mortal, siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la tierra; soy una mujer digna de tí, que eres superior á los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como ellas, fugaz y trasparente, hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes le premio con mi amor … como á un mortal superior á las supersticiones del vulgo, como á un amante capaz de comprender mi cariño extraño y misterioso.

Mientras ella hablaba así, el joven, absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer de los ojos verdes prosiguió así:

–¿Ves, ves el limpido fondo de ese lago, ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?… Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales … y yo … yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio, y que no puede ofrecerte nadie.... Ven, la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino … las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles, el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven … ven …

La noche comenzaba á extender sus sombras, la luna rielaba en la superficie del lago, la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la obscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas.... Ven … ven … estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven … y la mujer misteriosa le llamaba al borde del abismo, donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso … un beso …

Fernando dió un paso hacia ella … otro … y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban á su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve … y vaciló … y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.

Las aguas saltaron en chispas de luz, y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar[1] en las orillas.[2]

[Footnote 1: expirar. Becquer uses incorrectly the form espirar.]

[Footnote 2: "It was a maxim both in ancient India and ancient Greece not to look at one's reflection in water.... They feared that the water-spirits would drag the person's reflection or soul under water, leaving him soulless to die. This was probably the origin of the classical story of Narcissus.... The same ancient belief lingers, in a faded form, in the English superstition that whoever sees a water-fairy must pine and die.

  'Alas, the moon should ever beam

  To show what man should never see!—

  I saw a maiden on a stream,

  And fair was she!


  I staid to watch, a little space,

  Her parted lips if she would sing;

  The waters closed above her face

  With many a ring.


  I know my life will fade away,

  I know that I must vainly pine,

  For I am made of mortal clay.

  But she's divine!'"


Fraser, The Golden Bough, London, Macmillan & Co., 1900, vol. i, pp. 293–294. The object of Fernando's love was evidently an undine (see p. 43, note 1, and p. 47, note 1).]

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